miércoles, enero 31, 2007

Padres e hijos


No me quedé satisfecho con la entrada al blog en que cuento la fiesta del cumpleaños de nuestro padre. No fui capaz de pasar al papel los muchos y buenos sentimientos que bullían en mi interior. Seguramente es el instinto de conservación el que me frena pues, al final, siempre es complicado dar visibilidad a cosas íntimas. Ya he tenido algún problema con eso. Pero, en este caso, no se trata de airear trapos sucios. Al contrario, si algo tengo que contar, ese algo es siempre positivo.
Hace unos años quedé fascinado con la lectura de un libro, Hijas y padres. En él, una serie de mujeres conocidas (escritoras, artistas, políticas, profesoras) contaban sus relaciones con su padre. Algunas eras tiernas, otras crueles, casi todas respetuosas, aunque algunas seguían llenas de resquemor. Pero me pareció que, efectivamente, la relación entre padres e hijos es un mundo complejo y muy atractivo. Tiene su morbo, pero, a la vez, tiene miga suficiente para poderle sacar mucho partido. Desde aquella lectura no dejo de preguntarme qué pensarán mis hijos de mí. O qué pienso yo mismo de mis padres.
Mis recuerdos infantiles tienen siempre a mi padre trabajando fuera de casa y a mi madre ocupándose de la casa y de nosotros. Yo era el mayor, así que he ido siempre por delante de los demás abriendo camino. Y sirviendo de conejillo de indias para ellos en su oficio de padres. No recuerdo mucho de mi padre en Pamplona donde viví mis primeros años. Sólo tengo vagos recuerdo del colegio de monjas donde hice el parvulario (creo que las monjas se quejaban de que yo era muy travieso y que les daba mucho trabajo, aunque no sé si eso es un recuerdo o un simple reflejo de mi chungo autoconcepto). Y también de que una noche llegaba mi padre a casa con una copita de más y gritando encantado que había tenido una hija (mi hermana, dos años menor que yo). Pero él me ha dicho muchas veces que no es verdad, que entonces él no probaba el alcohol y que el nacimiento de la Blanqui no fue así. También es poco probable que yo tenga recuerdos de los dos años.
Mis recuerdos son más fuertes de nuestra época en el siguiente pueblo donde vivimos, Larrasoaña. Recuerdo que en una ocasión casi lo mato al pobre. Por hacerle una broma le quité la silla cuando se iba a sentar y se cayó para atrás golpeándose con la cabeza en el suelo. Quedó inconsciente y tuvo que venir una ambulancia a llevárselo al hospital. Yo me escondí angustiado en una esquina pensando que lo había matado. También recuerdo que en una ocasión el maestro me había dado un enorme bofetón (cosa frecuente entonces), probablemente merecido. Normalmente cuando eso sucedía y lo contaba en casa aún recibía otro de mi padre. Pero esta vez, el sopapo del maestro me había provocado una fuerte hemorragia nasal y eso alarmó a mi padre que se fue hecho una furia a la escuela para decirle en tono amenazante al maestro que se habían acabado los castigos, que a partir de entonces no se le ocurriera tocarme ni un pelo. Me sentí orgulloso de él.
De Larrasoaña nos fuimos a vivir a Saigós y allí recalamos más tiempo. Aunque yo salí pronto de casa (a los 11 años) para ir al seminario a estudiar, tengo muchos recuerdos de ese periodo. Yendo juntos al monte a cortar la leña y a voltearla hasta el camino, sembrando y regando el huerto que teníamos, pescando cangrejos en el río, segando y trillando el trigo para los vecinos del pueblo, matando el cerdo cada año y repartiendo los presentes a los vecinos. Pero entre todos los recuerdos, los que más intensos quedaron en mi recuerdo, fueron las veces en que me permitió quedarme con él a pasar la noche en su trabajo cuando debía quedarse en la carretera vigilando las apisonadoras o las máquinas de echar la brea. Esas noches frías, compartiendo los catres del furgón, tomando la cena que nos había puesto mamá, eran alucinantes para un crío de 6 ó 7 años como yo. No fueron muchas pero las recuerdo con un enorme cariño.
¿Hubo momentos malos con papá? Pues seguramente. A veces, mamá esperaba que llegara él para contarle nuestras fechorías del día y a él le tocaba darnos la paliza correspondiente. Pero yo creo que lo hacía de mala gana, como quien cumple un deber que no le apetece mucho. También nos mandaba, a veces, al cuarto oscuro, aunque para mí, el peor castigo que me podían poner era mandarme a la cama sin cenar. Lloraba desolado. Aún es hoy el día en que soy incapaz de acostarme sin tomar algo.
En fin, yo tengo un gran recuerdo de mi padre. Y un aprecio y respeto que ha ido aumentando a lo largo de los años. Sin una gran cultura, sin grandes éxitos profesionales, sin apenas más recursos económicos que los indispensables para sobrevivir ha sabido mantenerse fiel a sí mismo y con un fuerte sentido pragmático de la vida. El suele decir que su mayor éxito es su familia. Habernos sacado a todos adelante y haber mantenido la familia unida. No es el único pero es, desde luego, un gran mérito. Estoy seguro que lo que más le gustaría es, justamente eso, traspasarnos esa vocación de unidad a pesar de los problemas; que cuando él falte, las relaciones entre los hermanos siga siendo igual de próxima. Que sintamos necesidad de reunirnos entre nosotros como ahora la sentimos de reunirnos con él. Si consigue eso, habrá puesto un broche de oro a su largo pedigree como pater familias. Ojalá lo consiga (mos).

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