domingo, diciembre 16, 2018

TERMINAR





        
Las cosas que acaban traen consigo esa extraña sensación del final de algo. Y, como todo final, tiene ese sabor amargo del vacío y la nada de después. Supongo que hay finales y finales. Supongo,
Acabar un viaje puede tener resonancias penosas si lo que viene después no compensa lo que pierdes. Pero resulta muy gratificante se tras ese final llegas a tu casa, a tu zona de confort habitual. Acabar una relación tiene que ser muy frustrante salvo, claro, que tengas otra mejor a la espera. Siempre me ha llamado mucho la atención cómo algunas personas acaban su relación con la pareja del momento y no se les conmueve nada. Incluso cuando todo hacía parecer que la relación estaba sana y ellos disfrutaban de ella. Y no hablo solo de relaciones de pareja, sino de amigos, de gente que trabaja junta, de gente que se dice próxima a otras personas. Es un acabar indoloro, tajante, definitivo. Se diría que viven relaciones dicotómicas: es sí o es no, sin esos vericuetos intermedios en los que juega la seducción, la inseguridad, el deseo, la amistad, el cariño y la compañía.
Pero, en fin, yo no iba a eso, sino a las sensaciones complejas que dejan las cosas que se acaban. Y se acaban de plano, es decir, que aparece en el horizonte uno de esos monstruos comecocos (en el sentido más literal del término comecocos) que me aterran: el “nunca más”. Pues eso, ya “nunca más” serás, harás, podrás…  También me asusta (otro comecocos) el “siempre”: esto es para siempre (un dolor, una medicina, una actividad, una ausencia, etc.).
Y todo eso tiene que ver con que esta semana que hoy concluye, ha concluido, también, mi fase de profesor de grado. El miércoles pasado di mi última clase para estudiantes de grado. Aún me quedan algunas de máster para el segundo cuatrimestre, pero ya no seré “nunca” más profesor de estudiantes de grado. Nunca más, ahí está. Y es una sensación extraña. Llevo 44 años siendo profesor, disfrutando con ello, construyendo mi identidad desde el trabajo como profesor, tratando de hacerlo lo mejor posible… y se acaba.

La gente me dice que más que verlo como un final, lo vea como un inicio; el inicio de algo que me dejará más tiempo para hacer las cosas que me gusten. Sí, es lo mismo que yo he dicho siempre a los que pasaban por esta situación. Pero cuando te toca a ti, es diferente. No es una cuestión racional, ni sindical, ni siquiera profesional. Es salir de un espacio de certidumbre a uno de incertidumbre, de algo que te vincula al pasado de juventud y madurez (algo que has venido haciendo durante prácticamente toda tu vida en las etapas mejores) a algo que te vincula a lo que vendrá en la etapa final de la vida, la más sufrida e incierta. Disponer de más tiempo y menos obligaciones para hacer lo que te gusta, está bien, pero, en cualquier caso, a mí me gustaba mucho lo que hacía. Es verdad que cada vez te cuesta más madrugar, tropezarte cada día con chicos y chicas que siempre tienen 20 años mientras tú vas incrementando los tuyos año tras año, llevar al día todo el tinglado que supone avanzar en el curso, recordar los nombres de tus estudiantes, abordar la evaluación sin sufrimiento, etc. pero todo eso forma parte del oficio y lo afrontas con paciencia y resolución. En parte es lo que te mantiene vivo y diligente. Por eso mismo, perderlo para siempre, es agobiante. Es como entrar con tu coche en una zona de niebla espesa en la que no sabes con qué te vas a encontrar ni cuánto va a durar esa incertidumbre.
En fin, estoy un poco deprimido, ya se ve. A lo mejor descubro que este final es como un regalo de los Reyes Magos que me abre a una nueva adolescencia y a ganas renovadas de empezar con otros proyectos. ¡Ojalá! Y si lo que viene después es el duelo, la desmotivación, la abulia, pues ya lo notarán en el blog. Porque lo que este final sí va a significar es que podré dedicarle un poco más de atención al blog. Ya es algo.

también, que no todos vivimos de la misma manera el final de algo. Y, claro, buena parte de la dureza del final depende de qué sea lo que acaba. Y de qué viene después.

viernes, diciembre 07, 2018

El amor menos pensado



EL AMOR MENOS PENSADO
Las opciones de la cartelera no eran muchas pero, en todo caso, nosotros teníamos ya nuestra opción hecha: la de Darín. El boca a boca previo nos había hecho llegar la noticia de que merecía la pena. Y allá fuimos.
Para comenzar, la película tiene dos encantos que para mí la hacen especial: es cine argentino y trabaja en ella Darín. Ambas cosas son una garantía de que lo pasaré bien. Me gusta el cine argentino por su sencillez: te cuenta historias simples con narrativas limpias y temas que normalmente te atrapan. Y me gusta Darín porque es buen actor, no suele sobreactuar y tiende a representar personajes creíbles. Todo ello se produce en esta película recién estrenada (fue elegida para inaugurar el reciente festival de San Sebastián), que está dirigida por Juan Vega (es su ópera prima) y protagonizada por Darín y Mercedes Morán (otra estupenda actriz argentina o, al menos, en la película lo parece).
La temática resulta atractiva, al menos para quienes rondamos esa edad de los sesenta y vivimos preocupados por cómo entender el mundo desconocido al que a cada paso te vas enfrentando, tanto en lo personal como en la vida de pareja. Y, supongo que, para quienes se han separado, el interés y la proximidad de las situaciones y los diálogos es aún mayor. Un estupendo guion, en definitiva. Otra de las características del cine argentino. Un tema que se interna en lo personal, pero es tratado con sensibilidad y humor.
Que una pareja se separe no es noticia, ciertamente. Que lo haga sin un motivo específico, se hace más raro, pero tampoco debe ser infrecuente. Simplemente porque los años pasan, la intensidad de los afectos disminuye y la nostalgia actúa como una carcoma que se va comiendo las viejas vigas que trababan el edificio común. En este caso, a todo ello se une la marcha del hijo único que se va a estudiar a otro país: el síndrome del “nido vacío”. Y por eso sí que hemos pasado casi todos los padres. Y no es algo simple. Ha sido un tema que yo solía explicar a mis estudiantes de Educación Social. No era difícil y lo entendían (supongo que algunos de ellos, viviéndolo desde la perspectiva de hijos que se van y lo provocan). Pero luego, cuando me pasó a mí, lo viví de otra manera. Las consecuencias de esa situación ya no se referían solo a lo que sabía del tema por lo que otros habían estudiado. El problema lo tenía más cerca porque yo lo estaba viviendo en primera persona. Y no demasiado bien. “Te quedas sin proyecto”, decía la protagonista. Sin proyecto común, se entiende. Y esa es la sensación, sí. Has vivido tan en función de tus hijos y sus ritmos que, cuando se van, te quedas sin espacio común, sin proyecto colectivo. Y, entonces, sobrevives dedicándose cada uno a su trabajo y buscando redefinir ese territorio común con los recursos que la edad y los avatares de la vida te han dejado. Y ahí es donde la nostalgia se convierte en un virus casi mortal. Pretender afrontar la situación con los mismos argumentos que se afrontó el noviazgo suele ser nefasto y con efectos frustrantes.
Y por ahí comenzó el problema de la pareja del film. Nuestro siguiente proyecto común es esperar a que vengan los nietos, si es que vienen, y eso me asusta, decía ella. Y tú qué sientes por mí, preguntaba él. Demasiadas preguntas demasiado intensas para un momento complejo en el que, a veces, es mejor no mover mucho el piso y caminar con sigilo. Ellos se van al interrogatorio duro y acaban constatando que seduce más lo que podrían conseguir fuera de la pareja que lo que tienen en ella. Y se lanzan a la aventura de separados. Sin convicción, sin motivos.
Esa parte del film actúa como eje de todo el argumentario que en él se desarrolla. Y te atrapa. Difícil mantenerse en el cómodo rol de espectador. Otra cualidad del cine argentino: escoge temas de la vida cotidiana y no tienes como presentar tu carnet de mero voyeur que observa desde la barrera o mirar a otro lado. Allí estás tú con tu historia, con tus muchos años de casado, con tu propia experiencia de nido vacío, con tus dudas, con tu vida. Y te haces las mismas preguntas de la película sin saber muy bien qué contestar. Y te inquietas por si tu pareja que está en la butaca de al lado puede tener la tentación de jugar a hacernos esas mismas preguntas el salir. Y piensas en qué tipo de respuesta deberías dar. Y tratas de controlar si ella se ríe o qué hace mientras los protagonistas se confiesan mutuamente. En fin, toda una movida intelectual y emocional. Cine argentino, ya ven.
Lo demás de la película es la parte divertida. Una vez lanzadas las bombas de profundidad y visto su efecto, la película trata de relajar los ánimos. Y ambos protagonistas, cada uno por su lado, van viviendo situaciones chuscas con sus ligues a través de internet.
Al final, obviamente, la reconciliación. Ahora ya sí, con argumentos nuevos. Reiniciando una historia (me siento nervioso como en nuestra primera cita, confiesan ambos) pero ya con recursos no nuevos, pero sí renovados. No me quedó claro si la moraleja del film es que para poder seguir felices después de una larga historia común uno tiene que separarse y vivir sus propias aventuras antes de volver con su ex. Quizás no esté mal, aunque en la mayor parte de los casos, ese final feliz resulta improbable. E incluso aunque las cosas sucedan como cuenta la película, ese impulso nuevo y entusiasta con que se reinicia la relación, ¿durante cuánto tiempo seguirá como nuevo y entusiasta? Un lío.