viernes, marzo 30, 2012

La abuelitud



Me he visto sorprendido con un nuevo libro, la “pedagogía de los abuelos” (Pedagogia de la nonnità, de Vittoriano Caporale, Editorial Cacucci, 2011) y me han entrado unas ganas enormes de hacer valer mi status de abuelo regodeándome en el privilegio que supone y en la cantidad de vivencias que despierta.
He visto que alguna gente habla, incluso, del “oficio de abuelo” (en genérico claro, abuelos y abuelas) pero no sé si está bien eso de vivirlo como un oficio. Quizás para algunos lo sea, si tienen que dedicarse a ello con un horario y en un marco de obligaciones diarias, pero visto así, ya no parece tan entusiasmante. Y eso que, llegado el momento, tampoco me parecería mal. Al fin y al cabo, las rutinas te permiten disfrutar de una secuencia de momentos amigables a lo largo del día.
Pero lo más hermoso de los nietos, al menos cuando son pequeñitos es esa alegría que te hacen sentir. Verlos constantemente con la sonrisa en los labios es como un chute de vitalidad y optimismo. Como ellos no se cansan, tampoco tienes la posibilidad de cansarte ni, por supuesto, de protestar. Es como echarte una novia o novio joven, no valen excusas.
Calculo que estas situaciones intensas las vivimos más los abuelos que las abuelas. Ellas ya vivieron ese lado materno con los hijos (los cuidados permanentes, el pecho, la alimentación, la higiene, el estar minuto a minuto pendiente de cómo van las cosas). Los hombres, incluso los que colaborábamos, siempre estabas en una posición marginal, como pinche y segundo de a bordo. Las cosas importantes dependían de la esposa. Y si, además, mantenías un ritmo de trabajo desbordante, pues sucedía que se pasaban los días al vuelo. No es que de abuelo tu posición en el juego de roles cambie mucho (nunca dejas de ser un pinche) pero sí puedes recuperar un poco de esa parte femenina que siempre quedó en un segundo plano: puedes quedarte contemplando cómo duerme la criatura por horas y sentir un orgasmo cuando despierta y te mira con una sonrisa; puedes tirarte por el suelo con ella y disfrutar de las locuras infantiles que a ella le hacen gracia; puedes llevarla de paseo y acostumbrarla a los hitos lúdicos y culturales del entorno (ahí tenéis a mi Berta confraternizando con Valle Inclán); se te enervan los receptores ante cualquier sonido inapreciable hasta entonces que pueda significar que te llama o que precisa de algo (que tiene sueño, que necesita que la limpien, que empieza a incomodarse, que tiene hambre, que está cansada). En fin, todo un conjunto de registros que los tenías medio obturados por el poco uso. Y todo eso cuando aún son muy pequeñitos. Supongo que cuando vayan creciendo y puedan ir de tu mano y te abrasen a preguntas, la cosa será aún más interesante.
Es curioso esto de ser abuelo, la verdad. Claro que supongo que hay abuelos y abuelos. No debe ser lo mismo el abuelo de los 50 y pico años; de los 60 y pico; o los abuelos abuelos. Para algunos ser abuelo es sentirse en esa etapa de paz interior y exterior en la que ya has vendido tus barcos y tus sentimientos han entrado en una etapa de dulzura suave muy adecuada para entregársela a los pequeños. Pero para otros, los nietos llegan en momentos mucho más complejos: sigues trabajando más que nunca, vives una vida llena de compromisos sociales, tienes la cabeza llena deberes y pájaros que la tienen constantemente revolucionada. Todo menos esa paz que se supone es el caldo de cultivo adecuado para ejercer de abuelo.  Cuando la abuelitud te llega joven (bueno en eso que pomposamente se llama la “late middle age”) te encuentra en esa situación confusa en la que sigues soñando con noches locas de sexo (dije soñando, ¿verdad?) y con viajes de aventura. Debes combinar todo eso con la tranquilidad, la pose de fin de etapa y tranquilidad absoluta que exige el personaje de abuelo. No resulta fácil, la verdad.
Pero, en fin, es una etapa preciosa. Vives en tu propia biografía y en tu propia carne lo que significa ese progreso de la vida y de las generaciones. Tus hijos tienen hijos y la red se va ampliando. Otros asumen las responsabilidades que tú asumiste en su día y crees sentir las mismas cosas que tus padres sintieron en una situación similar. Y resuenan los mismos ecos, y brillan los mismos resplandores en los ojos de unos y otros. Te sientes prestando el mismo apoyo que ellos te prestaron. Es un dejá vu que da seguridad y que une el pasado y el futuro. Algunos se angustian preocupándose por cómo será del futuro de unos y otros. Yo, la verdad, me siento feliz por ellos y por mí. Ellos son el futuro y son fuertes. Eso vuelve a dejarte en ese papel secundario. Jode un poco porque ya ves que serán ellos los que hagan las cosas que a ti te gustaría hacer, pero relaja mucho. No se está mal ahí, detrás de la puerta, disfrutando del sueño plácido de la nieta y extasiándote con su mirada limpia y su sonrisa al despertar.

domingo, marzo 25, 2012

INTOCABLE



 Las noticias que iban apareciendo en la prensa diciendo de ella que era la película más vista en Francia en los últimos años, los premios que había ido recibiendo (el César al mejor actor para Omar Sy; el premio a la mejor película y, compartido entre los dos protagonistas, al mejor  actor en Tokio; la selección como la película de cierre del festival de San Sebastián) ya hacían apetecible el ir a verla.  Y es verdad, merece la pena. Por muchas razones.
Es una película que cuenta una historia humana, muy humana. Quizás ése sea su primer mérito. Basada en una historia real, cuentan, pero daría lo mismo que no lo fuera porque resulta muy creíble que alguien tetrapléjico precise de la ayuda de otra persona para poder valerse en su vida cotidiana. En cualquier caso, uno ya sabe que está en el cine, no es un programa convencional de apoyo a personas dependientes. Como no podía ser de otra manera, la forma en cómo esa situación se ha resuelto en el filme, es artificial: sujeto rico tetrapléjico contrata a un inmigrante negro y marginal para ayudarle. A partir de esa idea, los productores se han esmerado en construir un buen guión (con mucho humos y sin sentimentalismos) y buscar unos actores excelentes, François Cluzet (“Bienvenidos al Norte”, “La cena de los idiotas”) y un espectacular Omar Sy a quien es la primera vez que veo. Han seleccionado unas situaciones atractivas y nos han contado una historia llena de emoción y humor.
La película está llena de vida. Supongo que por eso atrae a tantos espectadores. Podría ser un drama pero es una comedia, una forma de tomarse la vida, incluso las versiones dramáticas de la vida, con humor y alegría. Disfrutar de lo que se tiene en lugar de pasársela lamentándose de lo que se ha perdido. Claro que eso es más fácil cuando uno es rico, pero no es solo eso. El parapléjico Philippe hubiera tenido una vida lastimosa con cualquiera de los otros candidatos que se habían ofrecido a ocupar el puesto de cuidador. Pero dio con Driss y él trajo toda una revolución a su vida.
Esa fue la moraleja más importante para mí. Nosotros formamos futuros profesionales que trabajarán con sujetos con necesidades similares a las de Philippe, formamos también profesores que atenderán a muchachos y muchachas en las escuelas. No les bastarán sus títulos, ni los cursos que hayan hecho, ni su vocación. Tendría que haber algo dentro de ellos y ellas que les permitiera transmitir a las personas que atienden esa alegría vital, ese sentimiento de la superación, esa capacidad para afrontar situaciones complejas y emocionalmente duras como si formaran parte de la vida normal. Lo que llama la atención del Driss cuidador es que está lleno de defectos, que apenas se ha preparado para ejercer ese trabajo, que es imperfecto en casi todo. Todos los datos disponibles sobre él refuerzan el pronóstico de que va a ser un fracaso total. Y, sin embargo, es el mejor de todos. Estoy seguro que cualquiera de nosotros en una situación similar a la del tetrapléjico escogeríamos a ese negrazo imponente y alegre como cuidador. Es la diferencia entre la academia y la vida. Nuestro dilema de siempre. Yo lo viví de forma directa cuando llevé a vivir conmigo a muchachos inadaptados. Me valieron de poco los diplomas universitarios (al contrario, a veces, sólo servían para hacer ruido y llevarte a actuar como profesional cuando ellos necesitaban más a una persona adulta que los apreciara que a un especialista que los estudiara). También es fácil sentir esa contradicción en el trabajo como formador en la universidad. Notas enseguida que más que erudición van a necesitar mucha alma, mucha vida, mucho humor. Pero todo eso no está en los libros. O lo llevas en el ADN o resulta improbable (aunque no imposible, si los profesores fuéramos así, seguro que algo conseguiríamos) que se consiga.
Pero volviendo a la película, la historia es preciosa. El drama de alguien que no se puede mover sigue presente durante las dos horas del film, pero la forma de contarlo no te deja caer al pozo del sentimentalismo compasivo porque hay mucha más vida que dolor. Porque hasta las situaciones difíciles pueden tratarse con humor (“¿Dónde puedes encontrar a un tetrapléjico”, le pregunta entre sonrisas el cuidador al enfermo. “Donde lo dejaste”. Y ambos ríen con ganas).
Lo mejor de todo es que sales del cine con la sonrisa en los labios. Saboreando ese tono positivo que el cine francés ha sabido imprimir a sus comedias. Admirando una vez más el trabajo espectacular de Cluzet y preguntándote dónde carajo se había metido hasta ahora ese volcán de energía y alegría contagiosa que es Sy.

viernes, marzo 23, 2012

Felipe Trillo

No se lo merecía (estas cosas no se merecen nunca) pero le tocó a él. Un infarto noble. Eso nos han dicho, pero aunque es un consuelo, tampoco tranquiliza mucho la verdad. El caso es que le ha vuelto a tocar a otro amigo. ¡Qué mala racha!

Verlo allí, todo monitorizado, con pitidos inesperados, con números digitales cambiantes, con miedo a moverse para que no se le salgan las vías que le han colocado ha resultado extraño. Como un salto en el vacío. Sus ojos abiertos queriendo sobreponerse al susto, su sonrisa de circunstancias aunque sincera, como si quisiera relajar el ambiente y hacernos ver que ya estaba de vuelta del tropezón en el que se había visto envuelto. Con gesto de extrañeza. Extrañado, supongo, de esa nueva situación a la que no estaba acostumbrado.

Es curioso cómo una de las cosas que más cuesta llevar al enfermo es su cambio de rol: dejar de lado su papel habitual de ayudador de otros al de persona que precisa de ayuda. Se te cruzan los cables. ¡Cómo cuesta dejar que te cuiden! Ahora que ya lleva unos días se va acostumbrado un poco más, pero al principio le resultó difícil. Él lleva en su cara, en su espalda, incluso en su postura medio encorvada a veces, el gran peso de responsabilidad con el que va cruzando la vida, sobre todo en los últimos años. Verse así, de pronto, sin preparativos, tumbado en una cama y dependiendo de lo que otros hacen por él, le resulta extraño. No dejaba de preocuparse por sus hijos (cómo lo estarán pasando, cómo vivirían la situación), por sus padres (cómo se lo decimos a mamá sin asustarla), por sus amigos. Lo típico de la gente como él.  Dejar cuidarse tiene, además sus momentos graciosos. Uno no deja de darle vueltas á si será capaz de llevar con tino las situaciones cotidianas que cuando las haces tú parecen simples pero cuanto te las hacen tiene su mandanga. Desde orinar hasta dejar que te lleven a la ducha o te aseen en la cama. Ahora que ya está mejor hasta puede permitirse el lujo de reírse de sus propios apuros. Como es muy pudoroso le ha costado la leche que un par de muchachas lo pongan en pelotas para fregarle el cuerpo a conciencia, incluidas las partes pudendas que, por serlo, están menos habituadas a que nadie las descoloque, las friegue o pretenda sacarles brillo. Y no es que pasaran así como de medio largo, confesaba Felipe, es que se regodeaban en ello, como si estuvieran sacando brillo a una pieza de plata, ¡qué sofoco!

Cualquiera que lo conozca diría que Felipe necesariamente tiene que ser un mal enfermo. Demasiado acostumbrado a ir por libre, a ser quien toma las decisiones, a organizarlo todo (o todo lo que le dejan). Pues no, la verdad. Si le vieran sus amigos se quedarían asombrados. Esa ha sido su otro gran cambio: se ha hecho obediente. ¡Quién lo diría! No se mueve si no se lo mandan y vienen a moverlo. No hace nada que no esté en el protocolo. Se deja hacer. Es lo que tienen las instituciones hospitalarias: te ponen esas batitas con el culo al aire y allí se fue tu genio. Bueno, en el caso de Felipe no creo que este estado semicatatónico dure mucho. Debe ser cosa de la medicación. Y en parte está bien. Le conviene mucho que le chuten algo para que deje descansar a su neurona y no la ponga a pensar. Ya está Felipe hijo para pelearse y Luis para mantener alto el pabellón de la contestación típica de los trillo y cía.

La cosa es que, afortunadamente, todo va a quedarse en un aviso. Y no sólo para él, sino para cuantos estamos a su alrededor y llevamos un ritmo de vida parecido al suyo. De hecho, creo que yo me merecía mucho más que él estar donde él está. Así se lo he dicho, haciendo gala de una empatía cortés. "Pues a mí no me parecería nada mal ese cambio", me ha contestado el cabrito. Pero tampoco para él estaba resultando una etapa fácil. Sus hijos, sus padres, el trabajo, todo se había vuelto más complejo en los últimos tiempos. Y su organismo ha protestado en toda regla.

Últimamente ya estaba sintiendo cosas extrañas. Como esos pequeños temblores que preceden a un gran terremoto. Yo le decía que se estaba volviendo hipocondríaco y le quitaba importancia a sus fantasías de metástasis múltiples, de infecciones reincidentes, de gripes devoradoras. Ahora me podría decir lo que aquel mexicano había puesto como epitafio en su tumba, "¡No, que no, cabrones!", harto de que nadie le tomara en serio sus dolencias. Bueno, en este caso, lo de la tumba no viene al caso, que él ya está bien y, si dios y su médico lo permiten, este fin de semana lo pasará en su casa tan ricamente.

En fin, tengo que confesar que no sé si escribo esto por él o por mí. Cuando te toca tan cerca algo que tú mismo llevas temiendo que te ocurra en cualquier momento, es todo un toque de atención. Te hace volver una vez más sobre las prioridades que mantienes como foco de referencia, sobre la forma en que estás viviendo la vida. En fin, no es que no vayamos avisados.

miércoles, marzo 14, 2012

José María Manso

Murió José María Manso, médico y profesor de la Facultad de Medicina de Valladolid. Otro amigo, otra buena persona que se nos va. Se le agota a uno la capacidad de despedirse. Son demasiados duelos, difíciles de llevar. La despedida de José María Manso ha sido, si cabe, más dramática. Debe ser terrible ser enfermo y médico a la vez. Eso te hace consciente de los derroteros que va siguiendo tu enfermedad. A él le sirvió para irla sorteando durante algunos años, pero también para darse cuenta que la última andanada no la podía sortear, que sería realmente la última. Probablemente su enfermedad le hizo mejor médico. Desde luego le hizo mejor persona, alguien consciente de sus límites, ordenado en sus prioridades, cabal en sus comentarios siempre proporcionados y amables, buen amigo. 
 Muchas personas habrán sentido estos días el profundo dolor de quien pierde a alguien importante en su vida. Su familia, desde luego. Sus muchos pacientes. Sus compañeros. Sus estudiantes. Sus amigos (de estos tenía muchos, aquí y en América). Cada uno habrá vivido una faceta distinta de la vida de José María Manso y lo recordara desde ella. Para mí , el recuerdo de José María Manso y el dolor por su pérdida tienen dos fuentes de recuerdo imborrables. 

Yo lo conocí y lo admiré por sus trabajos en pro de la docencia universitaria allá por los años 90. Durante muchos años esa fue una de sus preocupaciones constantes. Como yo también andaba en esas batallas, allí nos conocimos y en ellas comenzó el aprecio mutuo que desde entonces nos profesamos. Lo traje a Santiago para que impartiera algún curso de formación docente en la Facultad de Medicina. Estuve con él en Valladolid haciendo yo lo mismo allí. Nos encontramos en muchos Congresos. Vivimos juntos esa marea de renovación de la enseñanza universitaria que se ha ido produciendo en los últimos años. Hace solo unos meses le escribí solicitando su participación para que coordinara, junto a Manuel Castillo otro colega chileno, un número de la revista REDU sobre la formación médica en la Universidad. Me contestó muy amable a los pocos días. Te agradezco la invitación, me decía, pero desgraciadamente no puedo aceptarla. Mi salud va de mal en peor, decía, y, aunque era Noviembre, auguraba dramáticamente “no llegaré a las uvas”. Y no es algo metafórico, insistía, sino el pronóstico de un clínico de experiencia, como me considero. De todas formas seguía trabajando en el hospital y en sus clases y trataba de concluir algunos de los proyectos abiertos antes de que la enfermedad se lo impidera. Creo que en 3 ó 4 semanas, me decía, tendré que dejar de trabajar. 

Aquel correo me sumió en una congoja infinita. Pude sentir en mi propia carne lo que él debería estar sintiendo: el progreso de la enfermedad, el agobio del tiempo que se agota, el deseo de vivir la vida hasta el final. Tiene que ser terrible ser médico y paciente a la vez. Su correo era del 11 de Noviembre. Pese a su buen ojo clínico la vida le concedió una prórroga chiquita. Comió las uvas con su familia y quizás pudo concluir alguno de sus proyectos. Pero el 9 de Marzo, se nos fue definitivamente. 

Si este espacio de la vida académica y la formación del profesorado universitario fue nuestro espacio de encuentro más constante, no ha sido, sin embargo ahí, donde la relación con José María Manso me ha dejado más huella. Fue el José María médico el que junto a otra colega Ana Almaraz (ella fue la que me anunció la mala, malísima noticia de su fallecimiento), me ayudaron a superar la fase más amarga de mi vida tras un accidente de tráfico en el que apunto estuvimos de morir todos, y que afectó de forma más grave a mi mujer y mi hija. Se llevaron a ambas a hospitales de Valladolid (cada una a uno distinto) y allí se produjo una lucha desigual contra la muerte a la que, final y felizmente, vencimos. Pero fueron días (un mes completo) de tanta angustia, de un deambular de un hospital para otro sin saber qué hacer, de tantas lágrimas y desesperación por las orillas del Pisuerga para que nadie me viera, viviendo una situación de impotencia tan profunda que, realmente, aún hoy me pregunto cómo sobreviví. Fue, entonces, hundido en aquel pozo sin fondo cuando acudí a José María Manso a quien solo conocía por nuestras afinidades académicas. No hizo falta que le explicara mucho (debió bastarle con verme cómo estaba) y se pudo en marcha. Y fue mi ángel de la guarda y mi paño de lágrimas (a cualquier hora, por cualquier cosa, llámame, me había dicho). Y cuando no podía más le llamaba y él me tranquilizaba, aclaraba mis dudas, mitigaba mis temores. Entre él y Ana lograron que aquel infierno fuera algo más soportable. Han pasado ya muchos años de eso (casi 15) pero la verdad es que son cosas que no se olvidan. 

Así era José María Manso, una persona entrañable, empática y sensible, que sintonizaba fácil con quienes se acercaban a él. Le tocó bregar en lides complejas de la vida académica (fue vicerrector de la Universidad de Valladolid) y de la vida profesional en el hospital, pero estoy seguro de que en ambos espacios dejó un inmejorable recuerdo. Para mí ha sido una de esas personas que te encuentras en la vida, quizás por casualidad, pero que acaban impactándote fuertemente. “Diamantes”, los llama Albert Espinosa en su novela Si tú me dices ven lo dejo todo… pero dime ven. Según cuenta, nos encontramos con muchas personas que son perlas, gente valiosa que te ayuda, te aprecia, pero cada ochenta o noventa perlas, aparece un diamante, alguien tan especial que te hace sentirte orgulloso de haberlo conocido y con quien no puedes no sentirte en deuda por su gran generosidad. “Se de vuestra amistad (el me habló de ti con cariño y admiración) y por ello he querido que lo supieras”, me escribía Ana Almaraz al comunicarme la triste noticia de su fallecimiento. Me siento orgulloso de ello. José María fue para mí uno de los “diamantes” que he encontrado en la vida. Ojalá le vaya bien al otro lado de la existencia. Se lo merecía.

domingo, marzo 11, 2012

Psicología positiva

Me alegró leer esta mañana que se va a iniciar en Madrid  el I Congreso Internacional sobre Psicología Positiva. Cuando nosotros estudiábamos Psicología no se hablaba de estas cosas. Nosotros íbamos a lo serio y experimental, y eso que aún tuvimos la suerte de que alguno de nuestros profesores (heretodoxo, por supuesto) nos contara algo sobre el Psicoanálisis a quien la mayoría de los demás le ponía cara de repugnancia. Pero de ahí a estas nuevas historias de la inteligencia emocional, la resiliencia, la felicidad, aún existía mucha distancia. Eduardo Punset, nuestro científico de guardia (pena que ahora se haya metido a la publicidad del pan bimbo sin corteza), lleva años hablando de la ciencia de la felicidad. Y la revista Science, la biblia de quienes adoran a la ciencia recoge con frecuencia artículos que tratan de demostrar la importancia de la felicidad como cortafuegos de las infecciones, como factor premonitor de longevidad, como valoración del propio estado (al margen de los aspectos objetivos: los tetrapléjicos pueden valorar más positivamente su situación que personas en perfecto estado de salud), como estímulo a la actividad y el placer frente a la inacción o la depresión. 

Los datos internacionales permiten constatar que el salir con amigos, el erootismo y el sexo, el relax o la tele (aunque en esto los datos son contradictorios) puntúan alto como momentos felices. Todo lo contrario que dormir poco o el exceso de trabajo. Tampoco el dinero (salvo tener le necesario para vivir decentemente) puntúa alto, aunque nadie está dispuesto a renunciar a él para mejorar en felicidad. En fin, lo que parece ser es que esto de la felicidad funciona como un yakuzzi: tienen que darse un conjunto de condiciones. Los que se centran sólo en una cosa (sea el dinero o la fama o el sexo o la salud o el trabajo) acaban sucumbiendo a lo que Kahneman, otro sabio de estas cosas, describió como "ilusión de foco". Buscan la felicidad completa donde sólo existe un poquito de ella y, al final, acaban pagando su error.

Pero hay dos cosas que llaman mucho la atención. La primera es que la felicidad es contagiosa, como si fuera un virus. Tiende a expandirse y a implicar al entorno de quienes se sienten felices. De ahí la suerte de contar con personas así en el propio grupo. Y otra cosa curiosa que ya comenté en alguna entrada anterior, parece ser que la felicidad da un bajón hacia los 45 años (debe ser la famosa crisis de los 40 un poco retardada) y, en cambio, se produce un subidón a los 60 (quizás debido a la euforia de los sobrevivientes, quienes han llegado hasta ahí no pueden sino sentirse felices). No está mal, como consuelo de quienes rodamos esas fechas.

Con los tiempos que corren, donde las noticias negativas y los malos presagios lo imprengan todo, no está mal esto de la Psicología Positiva. De hecho así nació esta corriente. Cuando Seligman, el mensajero de la inteligencia emocional, ocupó, a finales de los 90, la presidencia de la Sociedad Psicológica Americana  constató que la literatura científica recogía 5 veces más estudios sobre la depresión que sobre la felicidad (entre 1980 y 1985: 2.125 trabajos sobre la felicidad frente a 10.553 sobre la depresión) y reivindicó la necesidad de alterar esa tendencia. Me parece fantástico. Al final, si nos quitan la felicidad casi nada sirve de nada.

La cuestión es cómo se lleva eso a la vida cotidiana.El diario  EL MUNDO de hoy (Rosa Ma. Tristán: "Cómo encontrar la felicidad en tiempos de crisis", pag. 56-57), comentando el congreso que se inicia en Madrid, da algunos consejos para conseguir ese bienestar mental de sentido común. Una especie de decálogo de la felicidad: (1) cuidar las relaciones sociales (la frecuencia y la calidad de los contactos); (2) adoptar hobbies que no sean de sofá (la televisión deprime, por lo visto); (3) tener momentos de meditación, yoga o silencio introyectado (dicen 20 minutos al día, pero quién los tuviera); (4) ejercitar explícitamente la gratitud (escribir una carta dando las gracias a alguien que se lo merezca tiene efectos, aseguran, que duran un mes); (5) centrarse en lo que salió bien (finalizar cada día, anotando tres cosas que te salieron bien); (6) potenciar nuestro lado lúdico, valerse del humor y la risa como el bien más preciado (reduce el estrés y eleva el estado de ánimo); (7) ejercitar cada día la parte mejor de uno mismo (en http://www.authentichappiness.sas.upenn.edu/questionnaires.aspx se pueden encontrar cuestionarios para descubrir cuáles son nuestras mejores virtudes); (8) practicar el altruismo (por lo visto, la generosidad da más felicidad que el hedonismo); (9) esforzarse por conseguir lo que se desea (produce mayor felicidad lo que se consigue con alto esfuerzo que lo que alcanzamos por suerte o por talento innato); y (10) el optimismo y buscar la cara menos mala de las cosas (mejor el vaso medio lleno que medio vacío).

Para ser feliz, lo importante es sumergirse en el flow, palabreja técnica acuñada por el psicólogo húngaro Csikszentmihalyi, que se refiere a esa especie de éxtasis en el que se encuentra la gente totalmente metida en lo que está haciendo y a la que se le pasa el tiempo sin darse cuenta. A algunos les pasa con la lectura, a otros con el sexo, otros con los viedojuegos, con el facebook, la telenovela  e incluso, a algunos más enfermos, con el trabajo. A mí me pasa a veces con el blog, mira tú por dónde. La cosa es estar en el flow, esa especie de nube repleta de endorfinas que te hace sentirte bien.