lunes, noviembre 30, 2020

El infinito en un junco

 



Hay placeres trabajosos. La lectura (según qué leas, claro) es uno de ellos. Trabajoso y placentero ha sido el leer el último trabajo de Irene Vallejo. Hay que ir poco a poco, releyendo a ratos, metiéndote en su ritmo, recorriendo los meandros temáticos por los que te va conduciendo, entrando en su juego. Pero el resultado es gratificante.

No es fácil, desde luego, convertir una tesis doctoral en un bestseller. No es fácil escribir un libro en el que el protagonista es el propio libro. Pero ella lo ha logrado. Y con tanto acierto que se ha hecho merecedora, entre otros muchos premios que ya acumula, del Premio Nacional de Ensayo 2020. Mañica y tozuda, aunque sea una redundancia, tenía que ser. El jurado ha justificado su decisión porque, dice, El infinito en un juncoes un viaje personal, erudito e instructivo por la historia del libro y de la cultura en el mundo antiguo”. También porque la autora “conjuga rigor y sentido histórico en el contenido con un extraordinario gusto por la escritura, y proyecta una mirada fresca que va más allá del ensayo e incorpora elementos de otros géneros”. Y es verdad, Irene Vallejo escribe muy bien. Aunque decir que escribe bien de una filóloga puede resultar  redundante al igual que decir, utilizando sus mismas metáforas, “tabla de madera”, “salir al exterior” o “desenlace final”. Esa buena escritura la hace, en general, en un estilo comedido y, a veces, a borbotones, dejándose llevar por el ímpetu literario que aparece como una potente ráfaga de cierzo al atardecer. Por ejemplo, cuando se refiere a la importancia de escoger buenos títulos para los libros: “Tras una larga travesía entre la indiferencia de los siglos, los títulos se han transformado en poemas mínimos; barómetros, mirillas, ojos de la cerradura, carteles luminosos, anuncios de neón; la clave musical que define la partitura venidera; un espejo de bolsillo, un umbral, un faro en la niebla, un presentimiento, el viento que hace girar las aspas” (p.360).

La historia de los libros y de todo lo que antes de su existencia (oralidad, lectura, escritura) y a partir de ella (edición, bibliotecas, comercio) ha construido el territorio cultural en el que nos ha tocado vivir es alucinante y difícil de sintetizar. Y ahí es donde entra esa capacidad de combinar erudición y creatividad para lograr un producto atractivo. No me parece un libro de fácil lectura, hay que currárselo, pero el esfuerzo tiene su recompensa. 


 

Al socaire de la historia de la escritura y los libros, Irene Vallejo ha ido incorporando a su narración tanto datos históricos como anécdotas y cotilleos de los protagonistas que desfilaban por sus historias. Y junto a ello, van apareciendo, también, soliloquios personales sobre esas cuestiones cotidianas que condicionan la vida de cualquier autor y cuyo efecto es que generan empatía y te mantienen implicado en su historia con una sonrisa en los labios. Algunas de ellas son muy interesantes.

Lo es, por ejemplo, ese atasco inicial que quienes escriben suelen sentir ante la primera página vacía. Empezar un libro es dar vueltas a la noria durante mucho tiempo hasta que aparece, entre la densa niebla que mantiene todo en obscuridad, una posibilidad de abrir un camino incierto. La Vallejo también lo sintió: “siempre me asusta escribir las primeras líneas, cruzar el umbral de un nuevo libro. Cuando he recorrido todas las bibliotecas, cuando los cuadernos revientan de notas enfebrecidas, cuando ya no se me ocurren pretextos razonables, ni siquiera insensatos, para seguir esperando, lo retraso aún varios días durante los cuales entiendo en qué consiste ser cobarde. Sencillamente, no me siento capaz” (p. 16).

Con todo, el gran protagonista de esta historia son los libros. Y eso que su aparición en el mundo cultural griego no siempre fue visto con buenos ojos. El propio Séneca (a quien nuestros textos escolares tienen idealizados y que sale bastante malparado en los comentarios que Irene Vallejo le dedica a lo largo del libro) los sintió como enemigos de la auténtica sabiduría. La autora nos cuenta la siguiente pieza de su diálogo Fedro: “Hace años, le dice Sócrates a Fedro, el dios Theuth (inventor de los dados, el juego de damas, los números, la geometría, la astronomía y las letras, visitó al rey de Egipto y le ofreció estas invenciones para que las transmitiese a sus súbditos. Socrates cuenta: “El rey Thamus le preguntó, entonces, qué utilidad tenía escribir y Theuth le respondió: Este conocimiento, oh rey, hará más sabios a los egipcios; es el elixir de la memoria y de la sabiduría. Entonces Thamus le dijo: Oh, ¡Theuth!, por ser el padre de la escritura le atribuyes ventajas que no tiene. Es olvido lo que producirán las letras en quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de los libros, llegarán al recuerdo desde fuera. Será, por tanto, la apariencia de la sabiduría, no su verdad, lo que la escritura dará a los hombres; y, cuando haya hecho de ellos entendidos en todo sin verdadera instrucción, su compañía será difícil de soportar, porque se creerán sabios en lugar de serlo”. Y por si poner en boca del rey su pensamiento no fuera poco, Sócrates aún añade: “La palabra escrita parece hablar contigo como si fuera inteligente, pero si le preguntas algo, porque deseas saber más, sigue repitiéndote lo mismo una y otra vez. Los libros no son capaces de defenderse” (p. 124).

Junto a los libros, protagonista es también la lectura. Leer también tiene su historia. Los antiguos leían en voz alta. “En la Antigüedad, cuando los ojos recorrían las letras, la lengua las pronunciaba, el cuerpo seguía el ritmo del texto, y el pie golpeaba el suelo como un metrónomo. La escritura se oía. Pocos imaginaban que fuera posible leer de otra manera” (60). Leer en silencio fue un cambio de paradigma que sorprende e inquieta a San Agustín quien se da cuenta de que quien lee en silencio se esconde en su propio mundo: “ese lector no está a su lado a pesar de su gran proximidad física, sino que se ha escapado a otro mundo más libre y fluido elegido por él, está viajando sin moverse y sin revelar a nadie dónde encontrarlo” (61). Y esa posibilidad estimula a la autora a otra ráfaga literaria brillante: “Hablemos por un momento de ti, que lees estas líneas. Ahora mismo, con el libro abierto entre las manos, te dedicas a una actividad misteriosa e inquietante, aunque la costumbre te impide asombrarte por lo que haces. Piénsalo bien. Estás en silencio, recorriendo con la vista hileras de letras que tienen sentido para ti y te comunican ideas independientes del mundo que te rodea ahora mismo. Te has retirado a una habitación interior donde te hablan personas ausentes, es decir, fantasmas visibles solo para ti (en este caso, mi yo espectral) y donde el tiempo pasa al compás de tu interés o aburrimiento” (p.60).


 

En fin, muchas perlas que degustar en las 450 páginas. La metáfora textil de la escritura: escribir es como tejer y la narración es un gran tapiz (p. 174). Los escritos como versión humana incompleta de lo que se cuenta puesto que, como descubrió Herodoto el primer historiador griego, “la memoria es frágil, evanescente, y cuando alguien evoca su pasado deforma la realidad para justificarse o encontrar alivio” (p.182). Por otra parte, lo serio del libro no impide que la autora nos ofrezca onzas de humor que permiten una carcajada con que relajar el silencio respetuosa de la lectura. La gracieta de Chesterton (¡quién si no!) que a la pregunta de qué libro te llevarías a una isla desierta, responde con tranquilidad que “nada me haría más feliz que un libro titulado `Manual para la construcción de lanchas’” (238). O la presión de lo políticamente correcto que lleva a James Finn Garner a modificar el comienzo del cuento de Caperucita Roja: Érase una vez una persona de corta edad llamada Caperucita Roja que vivía con su madre en la linde de un bosque. Un día su madre le pidió que llevara una cesta de fruta fresca y agua mineral a casa de su abuela, pero no porque lo considerara una labor propia de mujeres, atención, sino porque ello representa un acto generoso que contribuía a afianzar la sensación de comunidad (p. 208).

Con todo, lo que más me ha turbado en esta historia de los libros es la desgracia que supone su desaparición. Yo estoy en esos momentos difíciles en los que la jubilación te obliga a ir eliminando recuerdos y sacando de tu vida los infinitos libros que has ido acumulando durante este medio siglo de quehaceres académicos. Llevo meses desprendiéndome de libros y eso produce un escozor insoportable. Por eso, la cita de Reverte, periodista en la guerra de los Balcanes, que ve cómo ha ardido la biblioteca de Vijecnica tras los bombardeos de la noche anterior, me llegan al alma: “Cuando un libro arde, cuando un libro es destruido, cuando un libro muere, hay algo de nosotros mismos que se mutila irremediablemente. Cuando un libro arde, mueren todas las personas que lo hicieron posible, todas las vidas en él contenidas y todas las vidas a las que ese libro hubiera podido dar, en el futuro, calor y conocimientos, inteligencia, goce y esperanza. Destruir un libro es, literalmente, asesinar el alma del hombre” (235)

En fin, un gran libro. Menos divertido que una novela, pero igual de atrayente. Y con el valor añadido de que aprendes mucho sobre las peripecias por las que han pasado los libros, esos amigos inseparables que nos han acompañado desde nuestra infancia. Un buen regalo navideño para quien no lo haya leído.

martes, noviembre 24, 2020

TOTORO COMO METÁFORA

 


Totoro es una cobaya que han traído mis nietos a casa (en realidad una compra de sus padres para que aprendan a querer y respetar a una mascota). En términos de convivencia y educación, un total acierto. Los niños están encantados con él, lo cuidan, lo miman, lo alimentan, lo visitan con frecuencia y, en general, están notablemente preocupados por él y por su bienestar. Lo dicho, un acierto. Como estos días lo han colocado en mi despacho, yo también he podido convivir con Totoro y tengo que decir en su favor que es un animalito tranquilo y juguetón. No da guerra ninguna. Él está en su jaula, siempre despierto (es lo que más les alucina a los niños: que duerme despierto, que siempre está con los ojos abiertos) y sin hacer ruido. De vez en cuando se le siente porque se mueve. Pocas veces corre por el perímetro de la jaula (y eso significa, me ha explicado mi nieto de 4 años, que está contento, dado lo cual me encanta que lo haga, aunque tampoco es que lo repita mucho). Y está ahí. Esa es su vida.

Ayer volvió a Madrid. Y hoy lo echo de menos. Miro al lugar que ocupaba su jaula y lo siento vacío, no solo físicamente sino también en la compañía. Ya no está. Tantos días de vivir junto a él, de mirarlo al pasar, de hablarle cuando me acordaba de que lo tenía ahí cerquita… y hoy ya no está. No oigo sus ruiditos, no siento su compañía. Siento su ausencia.

Estos días, la presencia de Totoro me hizo pensar mucho. Yo lo veía ahí en su jaula, tan pequeñito, tan huidizo, tan pacífico. Era hasta simpático cuando te conocía y no huía al acercarte, sino que te miraba con esos ojitos pequeños llenos de inquietud. Le hacías una caricia y sentías que temblaba por dentro como si estuviera genéticamente advertido de que quienes se le acercaran y quienes le cogieran le harían daño. Poco a poco se iba tranquilizando y cuando advertía que no había peligro, hasta ronroneaba feliz y encantado.

La pregunta que daba vueltas y vueltas en mi cabeza era sobre la vida. ¡Qué vida miserable, pensaba para mí! Estar ahí eternamente enjaulado, dando vueltas como una noria en el mismo espacio, con una vida simple, organizada en rutinas de comer, moverte y estar. Básicamente estar. Visto desde fuera de la jaula y desde fuera de su propia condición de cobaya, su vida es un sinvivir. Pero, me preguntaba yo, ¿cómo la vivirá él? Para él no existe más mundo que ese mundo suyo, no le preocupan otras alternativas de vida más apetecible porque no las conoce y ni siquiera puede imaginárselas. Allí solo, allí para siempre, allí cumpliendo su destino de cobaya. ¿Qué sería para él la jaula, un paraíso o una cárcel? Probablemente, lo primero. No se le veía ansioso y agobiado, al contrario, parecía relajado, incluso juguetón con los elementos que tenía en la jaula (una pelota, un espejo, una especie de boina de lana que utilizaba como espacio de cobijo y como manta bajo la que ocultarse, una rueda). Yo le sentía moverse en una especie de diálogo con esos objetos. Y así él iba consumiendo su tiempo. Un día y otro día. Siempre.

 Obviamente, soy consciente de que cuando pensaba en Totoro no pensaba solo en él, sino en mí, en todos nosotros. ¿Seremos, también, cobayas?. ¿Alguien desde más arriba de nosotros estará mirándonos y viendo como consumimos nuestro tiempo con esas rutinas simples del sueño-vigila, comer-defecar, trabajo-ocio, quietud-movimiento? Y así, día tras día. Siempre lo mismo, sin saber muy bien si estamos en un paraíso o en una jaula… La verdad es que estos tiempos de pandemia y confinamiento nos han aproximado bastante al modo de vida de las cobayas.

Totoro se alegraba cuando oía llegar a mis nietos con sus movimientos y voces agudas a saludarlo y darle comida. Ellos le hacían caricias y él las recibía acurrucado y mimoso. Le encantaban. Era como ese rayo de luz que se le abría a la vida más allá de su jaula. También esa parte de la metáfora es adecuada y esperanzadora en esta vida de cobayas que nos toca vivir.