sábado, septiembre 28, 2019

3 CARAS



Hace tiempo que no escribo sobre cine, sobre las películas que vamos viendo. Y suelo quedarme con ganas. Escribir tras ir al cine es querer asegurar las emociones (buenas o malas) que la experiencia cinematográfica te produce. Es la forma de dotar de permanencia a lo que has sentido en el cine. Si no lo haces, todo se queda en una amalgama de emociones que pronto se pierden. Si lo escribes, aparte de que tú mismo aclaras y das forma a esas emociones, es como si les añadieras una especie de conservante, algo que les permite mantenerse en el tiempo. Y no digamos nada si la película te provoca disonancias cognitivas o alude a situaciones que te hacen pensar en ti mismo o en tu vida o en tus relaciones. Entonces, escribir supone, además, reflexionar, hacerte preguntas. Por eso, me encanta cuando vuelvo sobre cosas que he escrito sobre películas de las que ya recuerdo poco. Volver sobre los textos es estupendo, recuperas no solo la memoria del film sino las muchas sensaciones que el verlo te provocó. Así que estoy encantado de poder volver a esos comentarios. No tienen valor como crítica de cine, pero valen mucho como memoria personal.
3 Faces es una película iraní, dirigida por Jafar Panahi (el mismo que había dirigido “Taxi en Teheran”), que también es autor del guión y actúa como uno de los autores protagonistas del film. Una película de autor, obviamente. Y eso fue lo que me atrajo. No estaba en los circuitos comerciales (quizás estuvo en su estreno, a finales del año 2018), aunque sí recibió premios importantes. Vi que la anunciaban en una sala municipal de arte y ensayo en Coruña y aproveché para verla. La protagonista es Behnaz Jaffari, una artista local pero que cumple muy bien con el personaje. La historia es sencilla: en el cerrado mundo de las montañas, una niña quiere ser artista contradiciendo las expectativas mucho más tradicionales de su familia que lo que quiere es casarla cuanto antes para que continúe con la dinámica familiar. Su determinación vocacional solo provoca que las rutinas tradicionales se activen y la familia adelante su compromiso y le fije pareja. Ella se rebela y busca una aliada en una artista de series locales a la que le envía un vídeo dramático pidiéndole que vaya a buscarla y la salve. La película narra ese viaje de la artista por las montañas para buscarla. Y el contenido central del film no es otro que la inmersión en ese paisaje agreste (siempre al borde de un precipicio), en la cultura local arcaica y arraigada en valores muy tradicionales, en la presentación de personajes típicos de ese ethos rural.
La búsqueda de la niña, en el fondo, es solo la excusa que introduce el guión para irnos llevando por paisajes espectaculares. En un Mitsubishi Pajero vamos recorriendo montañas agrestes por caminos de riesgo. Los paisajes parecen inicialmente desolados, pero a medida que avanza el film vamos comprobando que están llenos de vida. Cualquier europeo se sentiría en inminente peligro de verse asaltado o secuestrado, pero luego resulta que allí la gente tiende a ayudarse, a interesarse por los demás. Tiende a hablar mucho, quizás como contraposición a la soledad en que normalmente se encuentran. Es buena gente. Un poco raros para nuestros usos, pero buena gente, en general. Y con unos valores muy suyos como corresponde al tipo de grupo humano que allí se ve.
En fin, una película que te acerca a otra gente, a otra forma de ver la vida, a otros valores. Tanta diferencia con los nuestro te incomoda, aunque reconociendo que aquello tiene esa belleza antigua de lo auténtico, de los valores básicos de la vida, incluyendo el valor de enfrentar la predeterminación del propio proyecto personal. Un ambiente que no está exento de inteligencia a la vista de cómo la niña afronta su problema y es capaz de movilizar a una estrella de renombre internacional para acudir en su búsqueda. Ya me había pasado eso a mí cuando trabajaba con niños inadaptados en mi casa. Niños a los que en la escuela los trataban como incompetentes, eran capaces de tener engañada y engatusada a toda una comisaría de policía.
El segundo gran protagonista del film es el espacio físico, la naturaleza, el paisaje. De hecho, todo en 3 Caras está construido en torno al paisaje: la historia, el ritmo, el lenguaje, la emoción. La posición de la cámara en el coche nos hace sentir una especie de peligro aumentado como si el centro de gravedad del vehículo estuviera desplazado y siempre más cerca del precipicio de lo que el camino, ya de por sí estrecho permite.
En fin, sin tener la sensación de que se haya asistido a una obra maestra, se sale del cine con buenas sensaciones. Me ha gustado ver esta película porque te descubre otros mundos muy distantes y lejanos culturalmente. Y, también, porque es un canto al valor personal, al derecho a la vocación, a los buenos valores de las culturas tradicionales.

miércoles, septiembre 25, 2019

DE NUEVO EL HOSPITAL




Últimamente no paro de entrar y salir del hospital. Cosa de los años, claro. A medida que éstos se van acumulando, cada vez más el hospital se va convirtiendo en tu nuevo contexto de vida. Lo que en otras etapas de la vida fue un lugar extraño y ocasional, va ganando protagonismo de una manera inmisericorde y acaba convirtiéndose en una de tus rutinas vitales. En una parte importante de tu mundo.
Obviamente, cada hospital es un mundo. Tan complejo y poderoso que asusta. Pero a la vez, tan variado y cargado de energía que hasta seduce y te atrapa. Es como los malos amores, los temes tanto como los deseas, los necesitas para sobrevivir y, a la vez, son el agente y testigo de tu deterioro progresivo. El contraste entre quienes entran en el hospital para trabajar en él (en la infinita lista de puestos y tareas que allí se desarrollan) y quienes entran como pacientes es palpable: en el semblante, en la energía con que se camina, en la forma de mirar, en la forma de hablar con quienes van a tu lado. Es como si te pusieran un cuño a la entrada para indicar si eres ganador o perdedor. Sería interesante estudiar si cambia mucho la actitud corporal y esas manifestaciones externas en el propio personal sanitario de cuando van al hospital, pero no para cubrir su jornada de trabajo, sino como pacientes.
El caso es que ahí estoy de nuevo, en esa rutina tóxica de entrar y salir del hospital. Como paciente, claro. Esta vez para hacerme una biopsia pulmonar a través de una punción guiada por TAC. Al final, acabó siendo una entrada falsa, si es que puede haber alguna entrada falsa, porque sea lo que sea que sucede allí dentro, el impacto sobre quien entra es el mismo. En mi caso, tenía que hacer una prueba. La enésima de esta serie de pruebas de descarte en la que me he metido sin saber muy bien cómo. Todo comienza con la llamada de teléfono. Le llamamos del Hospital, tiene que presentarse aquí el día X entre las 5 y las 7 de la tarde para la prueba que tiene pendiente que se le hará al día siguiente. Y en ese momento tú comienzas a tachar todo lo que tengas previsto para esas fechas. Y comienzas a comerte el coco (estabas intranquilo porque no te llamaban y te mataba la espera; pero ahora se cierra esa fuente de ansiedad y se abre otra: comienzas a estar intranquilo porque ya te han llamado y de nuevo comienza la cuenta atrás). Pues nada, pasan los pocos días de espera, llega el día macado y allá vas tú, resignado y compungido al mostrador de las entradas. Haces tu cola ansiosa (ya ves que hay otros como tú, a veces niños pequeños pero, casi siempre, gente mayor con lo que ya empieza esa sensación machacona de que comienzas a pertenecer a ese grupo de asiduos), te marcan destino y tiras resignado para  la habitación que te haya tocado en suerte.
Como ya vas sabiendo de los procedimientos, esta vez ya vi que me mandaban a una habitación chunga. Junto al numerito de la habitación había un 3, lo que significaba que me ubicaban en la tercera cama de ese cuarto. Tres camas juntas significan una densidad habitacional extrema. En fin, me fui para allí. La encontré rápidamente (expertise situacional) y acompañado de la enfermera de turno, tomé posesión de mi cama. Los compañeros de habitación, dos señores bastante mayores. Como quedarme allí no tenía sentido, salimos a pasear por el entorno del hospital hasta la hora de la cena. Fue una buena idea pues saborear el aire externo es una de las cosas que más se echan de menos en un hospital (todo cerrado a cal y canto). Regresé para cenar (¡qué cosa la cena de los hospitales!, un promoción de la eutanasia; jamás se me ocurriría en casa ni comer tanto ni algo tan poco apropiado para una cena: 1º caldo con repollo y fabes; 2º: carne guisada con patatas y guisantes; de postre, un plátano). Y, como es habitual, a las 9 de la noche, ya estaba el día concluido y mis colegas de habitación disponiéndose a dormir. Menos mal que ahora cada cama tiene su TV y cada quien puede organizarse. Ellos a las 10 ya estaban durmiendo con sus luces apagadas; yo seguía leyendo con la mía encendida y con un cierto sentimiento de culpabilidad por si mi luz les molestaba. A las 11 el sistema pone al mínimo la voz de la TV y hay que utilizar auriculares. Afortunadamente tenía los míos. Me salvó que había una película aceptable. A las 12 y poco, me rendí yo también.
La noche no estuvo demasiado mal. Milagrosamente de los 4 que dormíamos en la habitación (los tres pacientes y el hijo de mi vecino, tumbado en el sofá de acompañante) ninguno roncaba (quizás yo sí, pero de eso no me enteré). Dos veces entraron en la habitación para atender a mi vecino (luces encendida, voces altas, ruidos…), pero bueno, a trozos fuimos recorriendo la noche y llegó la mañana. Más movimientos de limpieza, higiene, desayunos, controles de enfermería. Las mañanas son muy madrugadoras, dinámicas y ruidosas en los hospitales. Yo tenía que quedarme en ayunas (“en xaxún”, dicho en gallego) y a expensas de que vinieran a buscarme para llevarme al quirófano. Vinieron primero a hacerme el típico control de tensión y, esta vez, también a tomarme sangre para una analítica de última hora.
Esperé buena parte dela mañana y sobre las 11 y pico llegó la enfermera a buscarme. Viaje en camilla por pasillos y trochas del hospital. Puertas estrechas por las que apenas pasa la camilla, ascensores eternos, paseo entre gente que camina por los pasillos o espera a las puertas de las consultas donde les atenderán. Ese viaje en camilla, tapado hasta la cabeza, despeinado y anonadado, con mirada perdida de paciente-objeto que es trasladado de un lugar a otro y a quien todos miran con un poco de compasión y como deseándole suerte en lo que le tengan que hacer. Nadie puede pensar en él o ella como ese hombre o esa mujer vibrante que tiene una vida y una actividad meritoria y llena de vida fuera de aquel contexto. Es una sensación tan penosa… Cuando soy yo quien está en los pasillos y los ve pasar me acuerdo mucho de lo que yo mismo siento cuando voy en la camilla. Y no puedo por menos que compadecerlos, sí.
Bueno, pues llegamos al quirófano. Allí estaba la máquina del TAC. Me pasé a la camilla del TAC y me prepararon para iniciar el proceso. Como tienen que estar inmóvil absoluto, lleva su tiempo buscar la postura en la cabeza, los pies, las manos. Lo conseguimos (también en eso se nota la experiencia, me voy haciendo asiduo a estas máquinas). Y comenzó el procedimiento. La camilla se deslizaba para adelante y para atrás. Los ruidos de la máquina iban y venían. Como esta máquina tiene un arco amplio, no te produce tanto agobio, así que la cosa iba tranquila. Paró y me dijeron que tenían que ponerme una vía por si acaso la necesitaban. En eso estaban, cuando parece que algo sucedió y se interrumpió el proceso. Me dejaron esperando y ya comencé a pensar que algo había pasado. Supuse que, a lo mejor, el médico vio que el nódulo era muy pequeño y no procedía hacer la prueba. Con lo acojonado que estaba, me parecía una posibilidad magnífica. Pero, a la vez, ya allí, casi prefería acabar con aquello y cerrar esta mierda de capítulo del linfoma fantasma. Después de un rato llegó el médico para decirme que había surgido un problema: yo estaba bajo de plaquetas. Les acababan de llegar los resultados de la analítica que me había hecho esa mañana y tenía 80.000 plaquetas. En la analítica de hace unos días, el recuento había dado 100.000. Lo normal son 140.000 pero con 100.000 podía ser suficiente. Las ochenta que tenía, le parecían pocas. Me pedía disculpas y dejaba la prueba para más adelante cuando se hubiera recuperado un nivel de plaquetas aceptable. Y si no, habría que hacer una transfusión el día anterior de la prueba.
Vuelta a la habitación. Nuevo paseo en camilla por los pasillos. Y llegados a la habitación, entre cabreado y satisfecho, ya ni esperé a que nadie me dijera nada: me vestí de normal, guardé las cosas en la maleta y me dispuse a marchar cuanto antes. Pronto vino el médico de sala con el alta. Y me señaló que me volverían a llamar para recomenzar el proceso.
Y así comienza un nuevo ciclo: nueva espera de la llamada, nueva entrada en el hospital, nueva adjudicación de cama, nuevos agobios. Ya veremos.