domingo, julio 30, 2023

Ad amici memoriam. Adiós amigo Alfonso

 

 

 

Se nos fue. Alfonso Cid, el amigo de siempre, el compañero de al lado durante los cuarenta y pico años en que he transitado por la vida académica se nos fue. Y esta vez para siempre. El ya llevaba tiempo yéndose, desapareciendo periódicamente en las brumas del agujero negro en que te sume la depresión y la angustia. Las veces anteriores había logrado engañar a sus fantasmas y recuperar su lucidez habitual, pero esta vez ya no pudo, o no supo o, quizás, no quiso. Metidos en el torbellino de las obsesiones es difícil saber dónde está el norte, no te queda suelo en el que pisar con firmeza y te escurres entre las rejas de la enfermedad... Se fue.

Mi último recuerdo es de hace dos años en una comida que hacíamos periódicamente un grupo de amigos en Pontevedra. La misma a la que ya no vino cuando nos encontramos de nuevo hace un par de semanas. Nunca habría faltado en otro tiempo, él era el alma de nuestros encuentros. Le escribí, le llamé, le pedí de mil maneras y a través de múltiples intermediarios, pero fue en vano. Ni siquiera me contestó. Tuve el presentimiento de que nunca más lo volvería a ver. Su círculo vital se había estrechado mucho, sus preocupaciones habían mudado en dirección e intensidad, su pelea estaba en otras batallas. Y esa fue la primera pérdida. Dolorosa por difícil de entender y porque nos dejaba inermes, sin posibilidades de echar una mano. Menos mal que siguió manteniendo su círculo más próximo de amigos y a través de ellos íbamos teniendo noticias.

El caso es que comenzamos el verano con el lastre emocional de la pérdida de un amigo querido. Un amigo Premium, de esos que sabes que siempre van a estar ahí, amigo a toda prueba. Tanto él como yo pasamos por los mismos profesores de Pedagogía en la Complutense y eso supuso que cuando llegué a la USC en el año 78, Alfonso y Gerino fueran mis mejores anfitriones en la UNED de Pontevedra. Allá nos veíamos cada sábado, nos tomábamos generosos vermuts en un bar cercano e íbamos tejiendo esa amistad entrañable que ha durado hasta ahora. Y desde entonces hemos recorrido interminables etapas de vida académica: muchas tesis, innúmeras oposiciones, proyectos de investigación, congresos de Poio, Asociación de Docencia Universitaria, cientos de reuniones y no pocos encuentros lúdicos. Tanta vida compartida fue generando vínculos que traspasaron con mucho el ámbito de lo profesional para adentrarse en lo personal. Aunque los avatares académicos hicieron que me tocara a mí liderar buena parte de las actividades que llevamos a cabo durante estos años, nunca sentí que yo fuera su jefe (ni él me lo hubiera permitido); al contrario, siempre me apoyé en él porque sentía que su fortaleza y energía a la hora de dirigir el grupo complementaba bien mis debilidades en ese terreno.

Hoy, de pie ante su féretro, he tratado de agradecerle lo mucho que le debo por todos estos años de compañía y colaboración, de aprendizajes compartidos, de charlas, de discusiones, de aprecio mutuo. Siempre lo he sabido, pero en ese momento singular y dramático es cuando más patente se ha hecho lo importante que ha sido Alfonso en mi propia vida, en la de mi hija, y en el desarrollo de todas y cada una de las iniciativas académicas que hemos ido afrontando juntos durante todos estos años. Duele mucho sentir que todo eso se acabó.

Como en toda relación intensa y duradera, tampoco es que la sintonía entre nosotros estuviera garantizada. Alfonso era muy peleador, muy suyo. Político y sindicalista hasta tomando un café, fue siempre un discutidor tajante, poco dado a consensos y componendas. Tenía su idea sobre las cosas, los acontecimientos y las personas. Y la defendía a capa y espada, sin demasiadas contemplaciones. Así que nunca nos faltaron temas en los que disentir. Pero lo llevamos con deportividad, nos aceptamos tal como éramos y nunca fue algo que perturbara nuestra relación. A veces me miraba con una cierta condescendencia, como queriéndome decir “tío, estás equivocado, no tienes ni idea de cómo funcionan estas cosas… o de cómo es esta persona… no te enteras de nada...“, pero cambiábamos de tema y todo seguía igual. Al final, la amistad es eso, la capacidad de seguir juntos porque pones más el acento en el aprecio mutuo, en lo que te une, que en lo que te diferencia. La resiliencia frente a la entropía.

Lo que más me duele de esta última fase de la vida de Alfonso es cómo la enfermedad le ha atacado, justamente, en aquellas dimensiones que constituían las cualidades más positivas de su forma de ser. Y por eso ha sido tan destructiva. Si algo tenía Alfonso de singular, de fantástico, era su sociabilidad y su generosidad. No concibo a Alfonso caminando ensimismado o ausente y solo por la calle. Era, ante todo, un ser social. Resultaba agobiante caminar con él porque conocía a todo dios y se paraba encantado a hablar con ellos. Como buen orensano era un excelente conversador, largo en el diálogo y muy ameno. Daba gusto charlar con él, escucharlo, discutir. Supongo que sus amigos de los vinos estarán de acuerdo con eso. En la vida académica también lucía esa imagen agradable de quien habla bien, sobre cosas concretas, sin morderse la lengua ni irse por las ramas. Social y apasionado. Justo lo que la enfermedad le robó en cada una de las crisis que atravesó: se encerraba en casa, no le apetecía ver a los amigos, no te contestaba a los mensajes, huía.  Y su otra virtud fantástica fue siempre la generosidad. Una generosidad nada ostentosa, practicada casi como una rutina. Lo he admirado siempre por ello: era el primero en querer pagar, el invitador nato, el que te ofrecía su tiempo y sus recursos para lo que necesitaras, el que gestionaba con alegría el dinero de todo lo que hacíamos (aún ahora seguía siendo nuestro tesorero en AIDU). Y disfrutaba con ello. Pero ha llegado la enfermedad y ha ido a necrosarle, justamente, ese eje vital, a hacerle dudar de su capacidad para afrontar la economía personal y familiar, a obsesionarle con el dinero. A veces la vida resulta penosa y cruel en exceso.

Sumado todo, yo veo a Alfonso, al final de esta larga caminada juntos (cuarenta y cinco años, que se dice pronto), como un personaje y un compañero amigable y leal. Combinaba muchas cualidades y contradicciones en su forma de ser, lo que lo convertía en una persona polícroma y llena de matices: era fuerte y débil a la vez (lo hemos visto con su enfermedad); exigente, pero empático con los demás; complejo y a la vez simple en su forma de enfocar las cosas; guapo y presumido, pero nunca presuntuoso ni ligón (en sus amores solo había lugar para Ma. José); generoso hasta la exageración, pero ahora se ve que muy preocupado por el dinero; reconocido en política pero sin buscar su promoción personal ni las ventajas que esa posición podría depararle; persona con notable poder académico, pero sin pretensiones de escalar en la carrera académica ni en los puestos de gestión universitaria (aunque llegó a ser miembro del Consejo de Universidades de Galicia). En fin, son esas contradicciones las que nos definen como humanos, las que enriquecen nuestras relaciones, las que nos obligan a surfear entre las olas de la vida cotidiana y buscar ese cierto equilibrio que necesitamos para sobrevivir.

En fin, amigo Alfonso, cuesta mucho decirte adiós. Aunque este último periodo estabas desaparecido, sabíamos que estabas ahí, te podíamos llamar o escribir, aunque no contestaras, pedirte que hicieras una transferencia de la cuenta de AIDU a algún acreedor sobrevenido, contar contigo para nuestros reencuentros. Ahora eso se acabó. Se acabó todo menos el recuerdo de lo que han sido estos muchos años juntos. Y tampoco se acaba el cariño y el agradecimiento que durante en ese tiempo te has merecido. Los muchos amigos que has dejado te estamos preparando un merecido homenaje. Dejo para ese momento las consideraciones sobre tus méritos académicos. Esta despedida es para recordarte como el amigo y compañero que siempre has sido. Una forma de aliviar el agobio que tu pérdida me produce. No quiero perder esos recuerdos. Por eso necesito escribirlos.

Buen viaje,  Alfonso!