miércoles, mayo 19, 2021

EL OLVIDO QUE SEREMOS

 

 


Colombia y, más en concreto, Medellín ha sido el destino de varios de mis viajes a Colombia. Podría decir que lo conozco bien. Me fascinaron las 23 estatuas de Botero en la plaza rodeada de museos que lleva su nombre en el centro de la ciudad. Me mezclé, siempre que pude y pese a las advertencias, en la inmensa y polícroma algarabía de toda aquella zona. Lo que te llama más  la atención es esa sensación de inseguridad que probablemente no fuera real pero que de tanto advertirte acaba agobiándote. Normalmente me llevaban a hoteles ubicados en lo que allí denominan zonas seguras, pero ni siquiera eso evitó que en mi último viaje me robaran la cartera con toda la documentación en la primera salida que hice del hotel (culpa mía, desde luego, porque sé de sobra que los documentos nunca deben salir del hotel, pero esa vez, me descuidé). Ni me enteré, debo reconocerlo y tuve mucha suerte porque poco después y tras no poca angustia y tiempo perdido en comisarías, la cartera apareció tirada sin el dinero, pero con todos los documentos. Y fue en ese mismo viaje cuando pregunté a los amigos de la universidad por algún escritor colombiano que mereciera la pena leer. Me dieron varios nombres y aproveché que tenía un centro comercial cerca para ir a buscar alguna de sus obras. Encontré la de Abad Fancioline: El olvido que seremos. Me pareció tan sugerente el título que la compré sin dudarlo. Leí el libro a mi regreso y me gustó. Así, sin alaracas. No me pareció una gran obra de literatura, pero me gustó el gesto de un hijo que se compromete a escribir una obra de exaltación de su padre. Estos días, tras el estreno de la película, lo he buscado en casa y me he puesto a releerlo de nuevo. Y metido ya en la historia, esta tarde me animé a ver la película.


 

Esta película de Trueba, que se estrenó hace solo unos días, adopta el mismo título del libro, El olvido que seremos, idea que, supongo, adoptó el hijo de un poema de Borjes que se incluye tanto en el libro como en la película ("Ya somos el olvido que seremos"... comienza Borjes). Pero, justamente, es un título que poco se acomoda a este caso en el que aparece un hijo dispuesto a recrear la vida de su padre convirtiéndole en un héroe social. Luchar contra ese olvido que seremos es la obsesión que nos va inundando el alma a medida que te haces mayor. Uno ya sabe que va a morir, pero eso lo aceptas mejor (por inevitable) que el pensar que ahí se va a acabar todo y que nadie se acordará de ti, o que ese recuerdo solo durará los días del duelo.

Una película de Trueba, decía. Protagonizada por Javier Cámara. Trueba divide la película en dos partes bien diferenciadas. En la primera parte logra darle a la película un tono costumbrista, al estilo del cine argentino,  como si estuviera contando, sin más, la historia de una familia bien avenida de clase media. Se notaba desde el inicio un gran protagonismo del padre, médico y profesor universitario, y la intención de resaltar su bondad y dedicación pública. La segunda parte está más centrada en el conflicto social vivido en Colombia durante aquellos años. Fueron años terribles en Medellín. Cuando te lo cuentan los medellinenses no te lo puedes creer.  Años de angustia, de inseguridad, de sentir que la vida no valía nada. El reinado de los sicarios, subidos a unas motos cuyo mero sonido aterrorizaba porque anticipaba disparos y muerte. Zonas enteras de la ciudad anatematizadas y abandonadas por el miedo. La versión del film es más aseada, pero, en el fondo, igual de terrible: la lista de condenados a muerte, la señora mayor y de parecido honorable que no es sino la judas que te envía a la muerte, etc.

 Técnicamente, la película es aceptable. Trueba sabe hacerlo bien. Un poco edulcorada, quizás, en las escenas familiares. En mi opinión ha reorientado el sentido de la novela. La novela tiene más un cariz de relación entre el hijo y el padre, un homenaje del hijo a su padre y a la relación que mantuvo con él. Trueba ha ampliado ese espacio narrativo para integrar en él a toda la familia, presente también en el libro, aunque sin ese protagonismo que adquiere en el film. Eché de menos los espacios reales de Medellín, tan propios y espectaculares (esas enormes cuestas que rodean la ciudad, las montañas, la enorme vida y bullicio en toda la ciudad antigua, las estatuas de Botero, etc.). Hubiera enriquecido mucho el escenario. En cambio, muy bien el tono de las conversaciones. Javier Cámara borda el acento colombiano.

En definitiva, el Dr. Abad Gómez fue una gran persona y un comprometido médico (con un mensaje muy oportuno en estos momentos de pandemia: la importancia de las 5 As: agua, aire, alimento, abrigo, afecto). Como decía Cámara en una entrevista ése era el mensaje básico del film, señalar que aún hay buena gente. Y aún más, aunque eso estaría por ver, que la buena gente son muchos más que la mala gente, los que construyen más que los que destruyen. 


 

Al salir del cine te queda la sensación de siempre: la película es más icónica, más patente, pero el libro es más profundo, con más matices, más sugerente. Y, pese a ello, el mensaje en ambos entornos comunicativos es el mismo: Abad Gómez era un gran tipo, un buen padre y un médico comprometido con la salud de sus compatriotas. Le tocó vivir en un entorno sociopolítico destructivo en el que de poco servía su bonhomía. Y eso acabó con él, pero no con su memoria. Su hijo logró que el recuerdo fuera más fuerte que el olvido.

domingo, mayo 16, 2021

SEVENTY TWO

 


 


Pues eso, llego el día 14 y cumplí 72. Y el 15 la vida siguió. Aprovechando la famosa frase-novela de Monterroso, yo también podría decir que, “cuando despertó, el dinosaurio seguía allí”. Y sí, seguía allí, pero tenía un año más. Psché, puede uno pensar, poca diferencia puede haber entre un 1 y un 2 en la columna de las unidades. Peor es cuando el cambio se produce en las decenas. Eso es verdad, pero al dinosaurio se le notaba jodido.

¿Son muchos setenta y dos años? No sé qué decir. Hasta hace algún tiempo me parecían muchísimos, ahora parece como que los veo con menos dramatismo, como una cosa más familiar y manejable. Es curioso porque, al final, la edad se expresa en números y los números, toda la vida de dios, han sido números, es decir, algo concreto, no interpretable. Pero en la edad, la cosa se complica. Cada uno ve los tramos de edad en función de la mayor o menor proximidad que esos tramos tengan a su propia edad. Según un estudio de la U.S. Trust Company (U.S. Trust Insights on Wealth & Worth del 2017), para los jóvenes americanos (los milenials, entre 21 y 36 años) uno es viejo cuando cumple los 59 años; en cambio, para quienes frisan los cuarenta (generación X) se llega a la vejez cuando cumples 65 años. Para los adultos boomers (entre 53 y 72 años) nadie es realmente viejo hasta que cumple los 73. Uff!, así que me libro por un pelo: el año que viene, al bote.

Más agradables son otros datos de esa encuesta. Cuando le preguntaron a la gente cuando se estaba en la plenitud de la vida (algo que incluía aspectos como recursos, potencial, capacidad e influencia), los milenials respondieron que la plenitud se alcanza en torno a los 36 años (o sea, ellos mismos); los cuarentones (generación X) situaron la plenitud en torno a los 47 años (o sea, ellos) y los boomers la colocaban en torno a los 50 años (o sea, ellos).  Es decir, que cada quien se siente bien y capaz en la edad que tiene. Nos vamos acomodando.

 Quizás, lo que va cambiando es el propio concepto de vejez. Si antes se veía como una etapa de deterioro e incapacidad progresiva, a medida que mejora la forma en que las personas llegan a esa etapa de su vida, la visión deja de ser tan negativa. La AARP en su web “Disrupt Aging” pidió a un grupo de milenials que definieran lo que para ellos era la vejez y a qué edad se llegaba a ella. Después de recoger sus visiones, les presentaron a personas de la edad que ellos y ellas habían señalado como de viejo/a. La sorpresa que se llevaron fue morrocotuda puesto que para nada respondían a la imagen de deterioro con que ellos habían connotado la vejez.

Bueno, al menos ésa es una buena noticia. Somos viejos (o casi casi) pero eso no lleva anexo el sambenito de “cascado”. ¡Coño, si hemos superado con notable dignidad este infierno de pandemia que nos ha acosado durante año y pico! Con el miedo metido en el cuerpo, es cierto, pero dignos. Y ahora con las vacunas ya puestas, va a arder Troya.

En fin, que el dinosaurio (mejor mentar al dinosaurio que a la parca, en cualquier caso) sigue ahí, pero, por ahora, parece tranquilo y va a lo suyo. De vez en cuando te molesta con algún coletazo para que no te olvides de su presencia, pero si no te agobias, los días van amaneciendo y el ritmo de las cosas sigue siendo apetecible. O sea, que la vida sigue bien. Toquemos madera!


sábado, mayo 15, 2021

PENSAR Y SER

 

Me he encontrado hoy, por sorpresa, un interesante debate en Facebook. No me gusta en exceso Facebook, lo encuentro demasiado centrado en cuestiones familiares, en abrazos y cariños de unos a otros. Sin embargo, de vez en cuando lo veo y me asombro de la cantidad de gente que el sistema cree que podrían ser mis amigos porque lo son de alguna gente que conozco. Te puedes pasar la mañana aceptando o eliminando posibles amigos: todo un deporte.

Bueno, pero lo de hoy ha sido diferente (siempre hay alguna cosa que te llama la atención y te gusta). Alguien ha incorporado una imagen de Emilio Lledó con un texto suyo:

A mí me llama la atención que siempre se habla, y con razón, de la libertad de expresión. Es obvio que hay que tener eso, pero lo que hay que tener, principal y primariamente, es libertad de pensamiento. ¿Qué me importa a mí la libertad de expresión si no digo más que imbecilidades? ¿Para qué sirve si no sabes pensar, si no tienes sentido crítico, si no sabes ser libre intelectualmente?”.

Bueno, suena bien. Quizás un pelín elitista por lo que supone de dar ventaja a los más formados (los/as que mejor saben pensar) sobre quienes no disponen de suficiente capacidad o  tan buenas herramientas mentales para hacerlo. Y parece normal que Lledó diga algo así de profundo. Cuando lo leí me pareció una idea original y sensata, al menos en abstracto. Hay mucho imbecil haciendo público su pensamiento. Y seguí con el Facebook.  Solo que al poco me encontré con un comentario sobre ese texto que me sorprendió. El tipo, un tal Cristobal Alvitres, decía:

“La libertad de expresión es la facultad de expresarse libremente sin ninguna restricción. El público lo puede saber. ¿De qué me sirve la libertad de pensamiento, si mis pensamientos no los puedo expresar públicamente? De nada. Esa libertad de pensamiento se queda conmigo. No la conocen terceros y, si no la conocen, no existo. Los tiempos cambian y los conceptos también. El pensamiento de este tío era así, pero todo va cambiando.”

A muchos les gustó esta contestación. Aparecen muchas manitas con el pulgar enhiesto con expresiones claras de apoyo: “Bravo”, “Excelente”, “Muy cierto”. Uno incluso le jalea: “Esto es realmente genial. Hazlo viral”.

Me pareció simpático y una buena muestra de la iconoclastia juvenil. Ninguno de nosotros se atrevería a discutir algo así a Lledó. Al contrario, lo citaríamos. Y supongo que ésa misma postura respetuosa fue la que animó a traer a colación la cita a quien la puso en su muro de Facebook. Pero para quien hace el comentario, Lledó es simplemente un “tío”, que por lo que dice, deja claro que tiene ya una cierta edad, y que sigue a lo suyo, sin darse demasiada cuenta de que los tiempos han cambiado. No cabe duda de que el desconocimiento del autor genera una cómoda horizontalidad de las posiciones y eso permite sentirse más libre para opinar.

 

Con todo, lo que más me ha interesado es el propio tema en discusión. Para Lledó lo importante es pensar y lo secundario, aunque importante también, es poder expresarlo. Para quien le contradice, pensar puede ser importante, pero aún lo es más poder decirlo, hacer llegar a los demás lo que tú piensas, porque de ello depende que tu existas. Y ahí está la clave de la cuestión.

Nosotros nos acostumbramos a asumir aquel principio cartesiano del “pienso luego existo” que se convirtió en la base de todo el racionalismo. Somos (lo que somos) porque somos capaces de pensar y pensarnos. Pero, probablemente, la gente joven ya no justifique su existencia en principios tan intimistas y abstractos. Si los demás no saben lo que pienso no existo. No es el pensar lo que hace que yo sea, sino es mi existencia en los demás lo que hace que yo exista. Jodida consideración: solo existo en la medida en que existo en los demás. Existo en la medida en que lo que digo (mi relato) y, quizás lo que otros dicen de mí (aquello de “que hablen de ti, aunque sea mal”) llega a los demás. Existir es tener un relato, que los demás sepan de mí.

De todas formas, es probable que hablar en términos genréricos de "existencia", de "ser", etc. resulte bastante inapropiado puesto que existen diversos tipos de existencias.  Tenemos una existencia orgánica, física, del cuerpo; igual que hay una existencia mental, cognitiva, vinculada  al conocimiento; y hay una existencia vinculada a nuestra identidad y nuestra relación con los otros. Las tres se entrecruzan pero podrían existir una sin otra. Hay gente con un cuerpo tan expléndido que centra su existencia en él. Si ya eres guapo, para qué pensar demasiado. Existen porque son atractivos y ocupan posiciones relevantes en el deseo de los demás. Pero bueno, también aquí están los demás (¿realmente existe aquel, aquella, de cuerpo extraordinario, interesante, atractivo pero solo para sí mismo/a?). Están, también, los pensadores, los que viven (o pretenden hacerlo) de su inteligencia, su capacidad, su prestigio. A ellos/as cabe aplicar el dilema de Lledó: lo importante es cómo piensas. También lo es cómo lo dices y hasta donde llegas, pero solo si tienes algo que contar. Y luego están los que están tan acupados en hacer que tampoco pueden distraerse mucho en pensar. Aplican protocolos (lo que ya es un tipo de conocimiento) pero saben hacerlo basándose en el entrenamiento y las rutinas aprendidas (cuyo sentido es justamente ése: que pueda dedicarme a hacer cosas sin tener que estar pensado cada movimiento que hago). Y luego tenemos la existencia social que es la que se acomoda más al veredicto del crítico de Lledó: si nadie sabe lo que piensas, no existes. Puedes pensar mucho y bien, pero eso solo te sirve de nada, puro onanismo mental.

Cuando hablamos de la juventud, de la nueva sociedad que se ha ido configurando (incluso de la nueva política), quizás podamos entenderlos mejor si asumimos esa gran cambio de perspectiva. ¿De qué sirve pensar, aunque lo hagas bien, si eso se queda en ti mismo? ¿De qué sirve hacer cosas si no las conviertes en relato que pueda llegar a los demás? Al final, volvemos al “interaccionismo simbólico” de M. Mead, a aquello de “somos el reflejo de la identidad que los otros nos atribuyen”. Al final: la comunicación como base de la existencia.

Ya sé que esa es la postverdad de este tiempo, pero, ¿será verdad?, ¿somos eso? Nos hemos alienado hasta tal punto de que somos principalmente lo que somos para otros.  ¿Cabe pensar que sirve de poco pensar, aunque lo hagas bien (algo difícil de evaluar) si al final no logras comunicar tu pensamiento y que los otros (al menos los otros significativos) lo crean? Quizás para eso están los amigos, para formar esa especie de clac generosa y dispuesta a comprar nuestro relato.  Da qué pensar.

Y cuando ya quería acabar con esta entrada, el blog me ha mirado condescendiente, y con cierto retintín me ha dicho: “¿Y no es eso lo que haces tú con el blog?”. Vaya, prefiero no pensar en ello.