Ahora que en Galicia han decretado su desaparición progresiva (“deseucaliptación”, le llaman), también el nuestro llega a su final. Pero da pena. Él se alzaba orgulloso y firme marcando el linde entre la finca y la carretera. Desde allí vigilaba, como un centinela fiel, cuanto pudiera acontecer en muchos kilómetros a la redonda. Desde allí expandía ese aroma refrescante propio de su especie que, con frecuencia, venía bien para contrarrestar otros olores menos amigables provenientes de los detritus que los paisanos emplean como fertilizantes.
Allí estaba él, grande y fuerte como pocos. No sé su edad, pero calculo que rondaba o, incluso, sobrepasaba el siglo. Este eucalipto que ahora muere formaba parte de una terna de eucaliptos de los que los Vázquez-Ulloa, ya setentones, cuentan que eran grandes cuando ellos y ellas eran todavía niños allá por los años 40-50 del siglo pasado. La abuela Carmela, que ahora frisaría los 110 años, contaba que cuando ella era muy niña iba con su tía a regarlos. Y en la historia familiar ellos cuentan, los de ahora, que cuando eran pequeños su madre vendió uno de ellos y con lo que le dieron compró un piso en Santiago. Así que, echando cálculos, podemos pensar que, ya por entonces, debían ser árboles enormes de edad madura. Hace unos días, metidos ya, en el proceso de eliminación, vino a verlo un especialista en eucaliptos y nos comentó que probablemente era uno de los eucaliptos más grande e impresionantes de Galicia: con tres metros de diámetro en el tronco y una altura que no recuerdo bien, pero debía rondar los 50-60 metros. Su consejo fue que lo limpiáramos de las ramas más débiles y lo mantuviéramos como un hito forestal y un orgullo para toda Galicia. Su consejo llegó tarde, pero resulta halagador. Si tenía que morir, mejor que lo haya hecho con honores de gran árbol.
Y su caída final ha debido ser apoteósica. ¡Cuánto lamento no haber podido estar allí, acompañándolo en sus últimos momentos! Hubiera sido un sufrimiento intenso, pero, a la vista de las fotografías y vídeos, el espectáculo merecería la pena vivirlo in situ. Cayeron primero las ramas enormes que partían del tronco a una altura enorme. Se arriesgaron mucho los operarios. Hay que saber hacerlo. Y una vez desplumado, le llegó la hora a la parte superior del tronco. Un momento intenso, lleno de pericia y emociones. Lloraban algunos espectadores: el eucalipto no era suyo pero había estado ahí antes de que ellos nacieran y les había acompañado durante toda su vida, formaba parte de su ecosistema, de su memoria ambiental. Y así, entre lamentos y gritos de prudencia; entre movimientos técnicos precisos de los leñadores y bajo la música monocorde y agresiva de la sierra; así, poco a poco, fue cayendo el árbol.
Caer, caer, aún no cayó. De momento lo han dejado en pelota viva y convertido en un palo orgulloso y pelao, que es un grito de orgullo y dignidad, como aquellos orgullosos condenados que esperaban de pie y sin arrugarse a que llegara el disparo final. Supongo que ese momento llegará en los próximos días. ¡Descansa en paz, honorable amigo! Será difícil llenar el hueco que nos dejas.
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