martes, febrero 26, 2013

Tiempo de pensar



Eso fue lo que me dijo mi hijo. “sabes, pai, vas a tener mucho tiempo estos días de hospital y podrías aprovecharlo para dos cosas, para pensar y para coger carrerilla en la cosa de la dieta y aprovechar los dos kilitos que perderás en esos días para mantener el ritmo y seguir en casa”. O sea, tiempo para pensar y tiempo para adelgazar.
Con lo de la dieta no estoy seguro porque aquí nos pasamos el día comiendo. Claro que sin gota de sal, pero hay mucho arroz, patatas, pan. La verdad es que no se pasa hambre en el hospital. Eso sí, está todo tan ajustado en los horarios que es escuchar las ruedas del carrito que trae la comida y todos nos ponemos a salivar. Así que, en cuanto te ponen la bandeja a los pies de la cama, saltamos de inmediato a por ella. Da lo mismo que la comida te la traigan a la una del medio día o la merienda a las 5 y la cena a las 8. No pasamos hambre pero tenemos ganas de comer. Buena señal.En fin, van pasando los días y los sinsabores. A mí me han hospitalizado para hacerme pruebas. En esas estamos.

El primer día de hospital comenzó temprano. A las 7 de la mañana no es que toquen diana pero comienza una movida tal que ya da lo mismo que estés en pleno sueño o no. Además, si se día te toca  alguna prueba comienza una preparación concienzuda desde el amanecer. Bueno, ya desde la noche anterior que vienen a poner un cartelito en tu cabecera: EN XAXÚN. Está en gallego y significa, en ayunas.  Pero significa, además, que esa mañana tú vas a ser objeto de cuidados especiales.

El primero, que te vienen a lavar. A mí me hacía mucha gracia cuando me lo contaban amigos que habían pasado por ello, pero esta vez me tocó a mí. Aparecieron dos auxiliares de enfermería experimentadas que me dejaron como una patena en un santiamén. A tomar por el saco cualquier resto de pudor que me pudiera haber quedado de la noche anterior. Ellas van a lo suyo y no se paran en milongas. De los pies a la cabeza, incluidas partes sensibles que son zarandeadas de un lado para otro sin especial consideración. No he llegado a entender cómo hace para no poner perdida la cama pues no escatimaban el agua y el jabón. Pero no, acabaron la fregotina, hicieron la cama (qué maravilla como te mueven sin moverte, cómo meten la ropa por debajo de ti, cómo te dan media vuelta y ya estás con la cama hecha, limpio, con la batita de marras para medio ocultar tus partes delanteras) y me dejaron en perfecto estado de revista.

Luego viene la espera hasta que llega el celador a llevarte a la sala de torturas. Una espera difícil que, con frecuencia, se alarga. Y no sabes si alegrarte porque se alarga o desesperarte por ese aplazamiento del suplicio. La primera prueba que me iban a hacer era el cateterismo. No me asustaba demasiado porque ya se lo habían hecho varias veces a mi padre y mis hermanos, también a otros amigos que pasaron por esto. Así que me dejé llevar sin aprensiones. Sales en cama por los pasillos y te extrañas de la situación. Has pasado por eso mismo muchas veces pero siendo otros lo que van en la camilla y tú quien los ves pasar y te compadeces de ellos (los pobres, unas veces con una cara macilenta y de enfermo, otras con temor que se expresa muy bien en el rostro, siempre resignados). La cosa es que, esta vez eres tú quien va en la camilla, quien ve las miradas compasivas de quienes están sentados en las salas de espera, quien pone la cara de resignado. La gente es buena, en todo caso, y te mira como diciendo “¡que haya suerte, colega!”.

Tras la excursión por los pasillos llegas al quirófano. Bueno, no son aquella cosa que asusta, pero de todas formas, imponen mucho tanta máquina y parafernalia. De la cama a la camilla que es estrecha de carajo. Y comienza el proceso: nuevo despelote para después taparte con esa tela verde. Es curioso cómo los médicos te reducen a ser un cuerpo, pero luego lo tapan, salvo la zona concreta donde van a actuar. Es como si el resto los distrajera. O como si no quisieran que los miraras (incluso cuando me pusieron los implantes me taparon entero, incluida la cabeza, salvo un orificio para respirar y otro para que ellos actuaran sobre la boca). Vamos, que te operan con un burka.  También puede ser que, como van a utilizar diversos utensilios, prefieren protegerlo.

En fin, bien tapadito, comenzó el cateterismo. En mi caso desde la muñeca. Más cortito. “El primer pinchazo es para la anestesia y te va a doler un poco”, me advirtió la médico. Y así fue. La jeringuilla cruzó entre los huesecillos de la muñeca y buscó la arteria. Bueno, fue duro pero soportable. Después ya todo resultó fácil. Sientes que te fozan en la muñeca, que van metiéndote cosas (mejor no verlo, ni siquiera imaginarlo). Al rato les pregunté si ya habían llegado al corazón y me dijeron que no. Sentí que algo subía por el hombro y poco después me anunció la cardióloga que ya estaba en las arterias del corazón y que lo que veía le gustaba mucho. Es curioso, están actuando en tu sancta sanctorum y casi ni te enteras. No tardó mucho y dijo que ya había inspeccionado dos y que iba a por la tercera. Y después que estaba todo perfecto. ¡Guai!, pensé, mientras empezaba a pensar cómo sacarían el catéter que habían metido con tantas curvas y revirivueltas por la arteria. Pero, la verdad, ni me enteré. En un jesús me pusieron una especie de pulsera en la muñeca que apretaba el orificio y me mandaron de vuelta a la habitación. Primero, claro, tienen que quitarte el mar de cables y electrodos que me habían puesto. Y allí volví a mi cubículo y que empezaba a ser mi pequeño hogar.
Yo seguía en xaxún y me quedé ansioso esperando que sonaran las ruedecillas del carro de las comidas. No faltaba mucho, afortunadamente. Por la tarde las primeras visitas y, sobre todo las llamadas a mi casa. Dudé mucho si sería conveniente preocuparlos pero, al final, lo hice. Como yo mismo me sentía bien y con voz serena, me atreví. Comencé por mi madre intentando que no se alarmara. Ella es fuerte pero no está para alarmas innecesarias. Así que le conté lo que pasaba y se lo tomó con mesura. Después fue mi hermana (las mujeres parece que son las que nos dan más seguridad) y con ella casi compartí dolores pues, también, andaba pachucha. A los otros hermanos les fui dejando avisos. Jugaba el Osasuna y ellos estaban disfrutando de su fútbol. También yo lo hacía indirectamente y, menos mal, su triunfo fuera de casa me alegró la tarde que hasta entonces había sido bastante aburrida.
Claro que el aburrimiento se multiplicó los días siguientes. Días de espera a que llegaran las otras pruebas. Días de pensar, como quería mi hijo. De pequeños paseos por el pasillo de la sección de intermedios (como estaba monitorizado con un aparatito que enviaba los datos a los ordenadores del cuarto de enfermeras, no me podía salir de la zona de cobertura pues el bicho comenzaba a pitar). Días de leer la prensa y mirar el correo electrónico.  Días también para tranquilizarme e ir asentándome en aquel espacio en el que aún tenían que pasar muchas cosas. ¡No es fácil la vida del paciente!

domingo, febrero 24, 2013

Y todo se fue al carajo.



No da mucho tiempo a pensar, la verdad, cuando pasa algo de eso. Primero, que no tienes experiencia. Y luego que todo es tan rápido, tan inesperado que tú mismo te quedas sorprendido.
Yo había pasado una mañana de domingo estupenda jugueteando con los sobrinos-nietos en la Ciudad de la Cultura y comiendo después con ellos en una pizzería. Todo muy familiar y agradable. Y tras la comida nos despedimos de ellos y regresamos a casa. Obviamente, lo que siguió a eso fue una siestecita en el sofá mientras seguíamos la voz of the record de quien hablaba en la televisión (alguna película de sobremesa que no  recuerdo). Desperté, como siempre, en esos despertares a cámara lenta en los que vas recuperando, poco a poco, la consciencia. Fue entonces, ya cuerdo y presente, cuando me levanté del sofá para buscar algo. He de bordear la mesita baja donde ponemos las cosas(y a veces los pies) mientras estamos en el sofá  para salir de la sala, y en esas estaba cuando sentí, como en otras ocasiones cuando me agacho a recoger algo y me levanto rápido, un pequeño mareo. Normalmente eso se resuelve esperando de pie unos segundo hasta recuperar el equilibrio. Solo que esta vez no iba de eso y caí redondo al suelo. Y todo se fue al carajo.
Primero es la nada, no sabes qué pasa solo que te estás yendo al suelo tirando sillas y todo lo que se pone por delante. Luego los gritos de quien está contigo. Luego la sorpresa de verte tendido en el suelo, magullado y sin poder explicar qué coño ha pasado. Todo en pocos segundos (vamos, al menos ésa es la sensación que tú tienes). Es curioso cómo una vida puede cambiar en pocos segundos. Así, sin comerlo ni beberlo. Sin preaviso.
Mientras Elvira llamaba angustiada por teléfono y me mandaba quedarme quieto, yo no salía de mi sorpresa. Te puedes caer por un tropezón o un mal paso. De eso ya tienes experiencia. Pero caerte así por las buenas, porque has perdido el conocimiento, es raro. Ella llamaba por teléfono, yo le decía que no había pasado nada, que estaba bien (salvo el leñazo en las costillas al chocar con la silla). Y por mi cabeza pasaba toda una película de destrozos: a tomar por el saco todos mis planes para los próximos meses (el viaje a México para el que faltaban dos días; el proyecto de Perú; los Congresos que tengo por delante, todo). Me había pasado una cosa así cuando tuve un accidente de coche: mientras el coche derrapaba y cruzaba milagrosamente entre árboles para ir a chocar contra la rueda trasera de un tractor (¡ya es tener suerte, que de todos los árboles, muros, terraplenes contra los que pude chocar y destrozarme, ir a hacerlo contra la enorme rueda de atrás de un tractor, algo mullido y acogedor!), yo iba repasando mi vida, pero sobre todo los proyectos que tenía por delante y que tendría que anular. Pues ahora me pasó lo mismo. Como se lo he tenido que contar múltiples veces a los amigos y familiares, he ido perfeccionando el relato. Lo que me pasaba por la cabeza, les he dicho, era como un gran montón de escombros. El edificio que había planeado para los próximos meses, lleno de viajes y conferencias, convertido en escombros.

Después me levanté y sentí que estaba bien. Con el miedo metido en el cuerpo, desde luego.  Incluso salimos a la calle y hasta pensamos en ir al cine como solemos hacer los domingos. Solo que se impuso el buen criterio del hijo cardiólogo que nos envió a urgencias. Has tenido un síncope, me dijo, y eso es grave. Así que caía la tarde cuando entramos en urgencias. Con suerte esta vez porque me llamaron enseguida y ahí comenzó esta nueva fase de mi vida. La de enfermo cardíaco.

Es curioso esto de entrar en un hospital. Yo lo había hecho muchas veces como acompañante o como visita, pero nunca como paciente. Es un proceso muy especial. Para un psicólogo como yo, resulta toda una aventura personal e intelectual.
Lo primero de todo es que tú mismo cambias el chip. Entrar en el hospital es como renunciar a ti mismo, alienarte, dejarte en manos de otros que harán de ti lo que consideren oportuno. Es como un acto de fe en la institución. Para mí no representó demasiado problema. Soy buen paciente (y ya lo dice la propia palabra, el paciente debe ser alguien que se llene de paciencia). Tampoco me cuesta resignarme. Va en mi ADN. Y resignarse es un sentimiento que va unido a la categoría de paciente hospitalario. O sea, que reúno buenas cualidades para ser un buen paciente. Y allí entré. Me sentaron en una silla de ruedas y me llevaron “adentro”.

Curiosamente, lo primero que pasa es que te desnudan. Es muy simbólico eso. Desaparece el personaje, lo que tú eres por tu apariencia, por tus gustos, por tu forma de presentarte. Todo lo que representamos con nuestra ropa. Y se queda solo el cuerpo. Te reducen al cuerpo, a esa amalgama de carne, funciones fisiológicas, órganos y demás componentes del soma. Eso es lo que los médicos van a tratar. Toda la policromía del atrezzo con que nos adornamos se queda reducida a esa curiosa bata abierta que te deja el culo al aire. Adiós, también, al pudor. Todo lo que ocultabas en la vida ordinaria se pone al descubierto.

Así que en pelotas a la camilla que te toca. Primero, claro, en uno de los cubículos de urgencias: la camilla y una cortina que te separa del otro enfermo que está un poco más allá. Y comienzan las pruebas: te toman el pulso, la tensión, la temperatura, te sacan sangre, te empiezan a agujerear poniéndote una vía (que como me la pusieron en el brazo derecho, luego tuvieron que cambiarla al izquierdo), a afeitarte (a mí me pelaron la muñeca derecha y la toda ingle: un trabajo de aliño). De pronto apareció una especie de grúa y pensé qué exagerados si me han de cambiar a otra camilla no precisaban grúa, lo puedo hacer yo mismo. Pero no era eso, era una máquina portátil de radiografías. Bueno, pues radiografías del pecho. Fue curioso porque la médico que las hacía gritaba en voz alta. ¡Ojo, rayos, todos fuera! Luego trajeron a urgencias a una señora que gritaba desconsolada “¡¡eu morro, eu morro!!” (me muero, me muero) mientras las enfermeras trataban de tranquilizarla. Dos camillas más allá había alguien que suspiraba y repetía como un karma, ¡Dios mío, Dios mío! Al poco oí a alguien gritar en el pasillo: “¿Quién ha visto al de la funeraria?” Mucho follón.

Después llegó una médico que volvió a preguntarme qué me había pasado. Yo comencé…”como ya le he dicho a su compañero…”, pero enseguida me cortó: No, quiero que me lo cuente a mí. Y empecé de nuevo la historia. Ella estaba obsesionada con los detalles: y cómo se levantó del sofá, y cuántos pasos dio, y cuánto tiempo perdió el conocimiento, y qué cara tenía cuando se cayó (las alternativas eran chocantes: estaba amarillo, blanco, rojo),  y cómo me quedé en el suelo (que si despatarrado o bien colocado). En fin, seguro que todas son preguntas sensatas pero tanta precisión en un momento así, resulta difícil. Además, como estaba con mi mujer, bastaba que yo escogiera una alternativa para que a ella le pareciera más acertada otra.

Y así, se fue echando la noche. La cosa se alargó porque, al parecer, la gente se había ido a cenar (y yo allí con un hambre que me moría). Pero, al final, tras un buen rato me llevaron a la habitación. Zona intermedia, me dijeron, ni con los enfermos críticos ni con los de planta.
Y así llegué a la primera noche. Estaba solo en la habitación y como me sentía bien no quise que nadie se quedara conmigo. Al final, aquello era como una noche más de las que suelo pasar en los hoteles de medio mundo.

viernes, febrero 22, 2013

10 MUJERES



Retrato implacable del alma femenina”, dice el subtítulo de este libro de Marcela Serrano, la extraordinaria novelista chilena. Desde luego es un retrato, pero no tiene nada de implacable, al menos si ese adjetivo se entiende como una actitud inmisericorde y cruel. Todo lo contrario, hay mucho de piedad, de cariño en la forma de contar las historias de estas diez mujeres. Un libro precioso, tengo que decir. Uno sabe poco de mujeres (y cada año que pasa, menos). Ellas saben guardar bien el misterio y hacer fintas y regates que te despistan. Y así se va manteniendo esa sensación de complejidad y enigma. Sin embargo, cuando ellas cuentan su historia, así a borbotones y como si nadie las escuchara, en realidad, nos parecemos mucho.
A Marcela Serrano le gusta novelar reuniones de mujeres en un espacio cerrados, más proclives a las confidencia. Ya lo hizo en El albergue de las mujeres tristes y lo vuelve a hacer ahora con 10 Mujeres. En esta ocasión las reúne en una casa de campo a las afueras de Santiago (de Chile), en los aledaños de la cordillera andina. Son mujeres que están en terapia con una psicóloga y se reúnen allí para una sesión de grupo de fin de semana. Y nos cuentan su vida. La coreografía es sencilla (de aprendiz de novelista) pero el resultado es fantástico. Sobre todo para quienes nos gustas los diarios o las autobiografías. Nos gusta poder llegar al alma de las personas, tenemos cultura de voiyeur. Eso que tanto cultiva ahora la televisión con esos dramones de plató.
En fin, lo de las diez mujeres de Marcela Serrano es mucho más serio e interesante. Son historias realmente fuertes, cada una con su propio calvario personal, pero todas llevándolo con una inmensa dignidad personal. Comienza la primera historia, Francisca, diciendo “odio a mi madre” y a partir de ahí se trenza su historia desde niña hasta que llegó a la consulta de Natasha, la psicóloga que las convocó a ese fin de semana. Ana Rosa, comienza su relato recordando que la frase preferida de su madre era que tenía una hija insustancial (ya hay que ser rebuscada y cruel). Y así una tras otra te van contando su vida, sus amores, su relación con la vida y con el mundo. ¡Cuántas cosas encierra una vida! A veces se tuerce y parece que todo se convierte en una conspiración. Otras veces, el mundo y la vida son más agridulces. Pero en todas las historias (las de ellas y las de cada uno de nosotros) acaban estando los mismos ingredientes: la infancia, la familia (la de origen y la que después cada uno va formando), el sexo, el trabajo, la edad, la vida. En algunos casos aparece la enfermedad o la pobreza o la droga y todo se hace más complicado. Pero en el fondo lo que más se nota es cómo la vida va buscando su cauce para avanzar. Somos como un río que va avanzando, a veces haciendo meandros complejos que lentifican la marcha, otra con saltos y cascadas que te dejan caer en el vacío, pero siempre sigues. Ninguna de las diez historias es la historia de un parón, de un estancamiento que renuncie al futuro. Esa es la sensación que te queda al final: que hay mucha vida en las vidas de estas mujeres.
¿Y si en lugar de ser historias de mujeres hubieran sido historias de hombres, cambiaría mucho la cosa? Creo que no. Quizás en detalles, pero no en lo fundamental. En el fondo, como decía, nos parecemos bastante. Vamos eso creo después de esta sobredosis de realismo vital.
Y luego, como en toda novela buena, uno se queda con retazos preciosos. Frases o ideas que merece la pena anotar y quedarse con ellas. Cuando me encuentro con alguna de ellas mientras leo, voy doblando la esquina inferior de la página para no olvidarme. Esta vez el libro ha quedado hecho un cromo de tantas dobleces. Cierto es que hay que situarlas en la historia de quien las dice pero, incluso así, descontextualizadas, son hermosas. Aquí dejo algunas de ellas:
-“Un marido es un lugar. Un lugar de solidez. De pureza, incluso, si una se empeña. Me hacía falta un lugar de sosiego” (Mané, p. 57). ¿Qué interesante, no? Un marido es un lugar. “¡Tú eres mi lugar, querido! Creo que no habría podido resistir un piropo tan sugerente.
Y ella misma sigue en su soliloquio. “Amar y ser amada, según me han confirmado el tiempo y los ojos es raro. Muchos lo dan por sentado, creen que es moneda común, que todos, de una u otra forma, lo han experimentado. Me atrevo a afirmar que no es así. Yo lo veo como un enorme obsequio. Una riqueza. Son tantas las personas que no lo conocen, no es un bien que se encuentre en cada esquina. Es como que te toque la lotería. Te transformas en una millonaria” (p. 58).
Ella misma, que era la mayor del grupo, hace muchas reflexiones sobre la vejez. “Ser vieja es estar siempre cansada. Es despertarte cansada, es andar cansada durante el día y acostarte cansada”(p.59). “La vejez es, también, dejar de reírse” (p.61).
A Simona que era una chica bien, es el lenguaje el que le va poniendo sobre la vida y le va descubriendo mundos: “Y el lenguaje: maldito y bendito a la vez, el que nunca descansa, el que desenmascara todo, el que te sitúa en un espacio en el mundo, el que te da identidad. También el que te hace mostrar la hilacha”(p. 119). En su entorno había muchas palabras indecibles. Unas por pijas, otras por progres. Y desde luego las palabrotas (garabatos, en Chile). Se sorprendía cuando se había acostado con alguien que era capaz de decir “ambo” (el traje de dos piezas) sin sonrojarse.
Muy interesante la historia de Simona y sus relaciones matrimoniales. “Entonces me digo: ¡abolir la cantidad de obligaciones sociales maritales! Ya cada ser humano tiene bastante con las suyas, pero ¿además tomar las de la pareja como propias? Acompañar a otro es a veces bonito. Ven, acompáñame, estoy solo. La acción de ir hace aquel otro por sí mismo tiene sentido. Yo, sujeto primero, acompaño a sujeto segundo y el verbo acompañar se cierra hermosamente. Pero cuando la acción se alarga a terceros: ve, acompáñame a acompañar a otros… No, eso no.
“Una pareja se compone de dos personas autónomas, ¡no es una amalgama única, por Dios!”.
“Creo que cada ser humano nace con una porción determinada de capacidad para aburrirse. A algunos, qué duda cabe, les tocaron porciones más grandes que a otros. Pero pienso que debemos estar atentas al momento en que la nuestra se va acabando, tenemos el deber de verlo a tiempo. Si no te das cuenta, puedes colapsar de formas bastante fatales. ¡Ojo! Ya viviste tu pedazo de aburrimiento entero? Entonces retírate, corta, termina. No te hagas daño” (p.135)

Y la propia Simona señala: “No estoy sola cuando estoy sola”. “La condición para que una visa así resulte es la de entretenerse consigo misma. La de tenerse. Sin los recursos interiores,pues nada. Samuel Beckett escribió una frase que suelo citarme en silencio cuando me viene la duda sobre mi proceder: (p.141).

El caso de Layla es más duro porque heredó el sufrimiento ocasionado por los nazis y a alió con el trago al encontrarse sin salidas. “Mi única certeza era que la realidad se había convertido en una región helada e infeliz donde yo no quería habitar”. (p.165)

Andrea dice aquello que yo también he sentido a veces. “Recordé aquella manida frase de que el viaje no se hace sino que él te hace a ti – o te deshace- y pensé en viaje como desaparición” (p.230).

El problema de Andrea era su éxito televisivo. Y también ella deja frases interesantes. “Es raro que la palabra que mejor defina mi vida sea el éxito. Las penas, los dolores, la incertidumbre, todo aquello cubierto por la pátina de esas cinco letras” (p. 234). Y en otro momento trae a colación una frase oportunísima de James Joyce “Ya que no podemos cambiar la realidad, cambiemos la conversación” (p. 236). Es lo que me gustaría hacer a mí con este revoloteo obsesivo por la crisis, la corrupción, la política. Un poco está bien, pero que no haya otra cosa más esperanzada de que hablar es insufrible.
Y ella misma, la mujer de éxito en lo de afuera reconoce que no lo tiene tanto en lo de adentro. “Fernando me ama pero no me quiere. Las parejas que pelean suelen tener buen sexo. Si se piensa no es raro, tanto una cosa como la otra derivan de la pasión. En mi caso, me quedaron solo las peleas. Cuando se acaba la pasión, cambia el reclamo, cambia la atención interior. No más vendavales que lo borran todo. No más sexo.
El sexo es como la red que protege al equilibrista. Está ahí para contener la caída. Si la red no existiera, supongo que tampoco existiría el equilibrismo. Entonces, cuando por alguna razón la red ha sido retirada, ¿cómo te proteges? Puedes hacer la acrobacia que desees en la altura y reproducir grandes sobresaltos y miedos y desajustes, porque sabes que la red te espera y que te abrazará y detendrá el terror de la caída. Es parte del juego, es la ley del juego. Y un día la red ya no está… y el equilibrista, preso en sus propios hábitos, insiste en seguir haciendo las acrobacias. Tienta al vacío. Baja la altura de la cuerda para correr menos riesgos. Para poder caerse. Y, por supuesto se cae. Y se llena de heridas. Nada lo sujeta ya.
La libido, como la red, está  al acecho, preparándose, nunca en sosiego, expectante. Ya en sus garras, cualquier pasado, cualquier maltrato, cualquier miedo se anula.
Esa es la acción del sexo: restañar. La explosión, la pelea, el gesto hiriente, todo cabe dentro de la pareja porque tarde o temprano recurrirán al sexo que sanará toda herida, o al menos hará el amago de sanación. Cuando el sexo desaparece, las heridas quedan a flor de piel, ya no se cierran. (p. 243-244). Difícil decirlo mejor.

Muy interesante el libro. Toda una radiografía de la vida, vista en femenino (o quizás, no; yo me he sentido identificado con muchísimas cosas de todas ellas). Casi se podía decir aquello que la canción de Sabina atribuía a la poesía de Gala: oye qué poesías, si sabe de una cosas que ni una sabe que sabía.

miércoles, febrero 20, 2013

De vuelta al redil

Se ha hecho larga, de carajo, la cuesta de Enero. Tanto que algunos hemos tardado en subirla hasta mediados de Febrero. Pero bueno, se logró y aquí estamos de nuevo, de vuelta al redil.

El blog me mira con suspicacia. No sé si lo hace como un padre que mira a su hijo que llega las cuatro de la mañana o como la señora que mira a su gato que regresa a casa después de varios días perdido pero suponiendo que en ese tiempo ha hecho de las suyas. No es mi caso, la verdad. Anduve enclaustrado primero por los exámenes y otros avatares que se comieron medio Enero y, después, porque me había comprometido a concluir un libro para primeros de Febrero y no fui capaz. Así que la cosa se alargó. 

Todo bien, de momento, blog. Gracias!. 
Y qué frío, oye! Estamos en un invierno de los de veras. En Galicia, aún vaya por Dios, lo vamos llevando mal que bien. Con frío y mucha lluvia, pero es lo típico nuestro. Pero cuando ves en la televisión esas tempestades de nieve en Navarra y el Pirineo... qué cosa! Me recuerda mucho mi infancia en Saigós, un pueblico del norte de Navarra, tocando a Zubiri a donde íbamos todos los días a la escuela. Bueno, cuando nevaba así, no, claro. Pero las nevadas de entonces eran como las de estos días pasados. Recuerdo que teníamos que hacer con palas un pasillo en la nieve, que medía metro y pico de altura, para salir de casa. Era emocionante. Y mi padre, que era caminero de la Diputación de Navarra, nos vino diciendo un día que allá por la zona de Erro cuando estaban quitando la nieve de la carretera se le había caído encima uno de esos muros que hacían en la nieve y a poco estuvo de palmarla. Menos mal que lo rescataron enseguida.

La nieve duraba varias semanas entonces. Era buen tiempo para cazar gorriones. Les poníamos un poco de estiercol en la nieve y allí disimulado un cepo. Supongo que ellos distinguían esa mancha oscura en el blanco de la nieve y se iban a comer. Pero los que los comíamos después en casa éramos nosotros. Pobres bichos.

Bueno, ya se ve que hoy no estoy para altas elucubraciones. Tengo el cerebro un poco seco después del esfuerzo de estos días con el libro. Hay que dejarlo que se refresque un poco. Pero lo importante es superar ese primer momento de azoramiento (embarrassed) de cuando llegas a casa después de un tiempo. Una buena estrategia es hablar de cualquier cosa hasta que uno se va adaptando y la mirada de los otros se va templando. 
Hasta veo que el blog, sonríe un poco.
Pues nada, situación salvada. Ahora ya solo se trata de volver a la normalidad.

Angel

(La imagen es de comunero-comunerolandiaalosotrospoemas.blogspot.com )