jueves, enero 29, 2009

De sueños y orines



La naturaleza es sabia. Y prevenida. Uno no puede dejar de admirarse al experimentar la cantidad de pequeños detalles que llenan el funcionamiento de nuestro organismo. Y lo bien que están conectadas unas cosas con otras. Como en lo que ahora llaman los edificios inteligentes, pero en cuerpo humano. Una maravilla.
Ya me había llamado mucho la atención otras veces, pero es que lo de hoy ha sido de libro. Yo estaba en pleno sueño. Supongo que feliz o quizás no, no sé, pero eso es secundario. La cosa es que en el sueño me entraron ganas de mear. Y ahí empezó el agobio de buscar un sito donde hacerlo. Recorría calles enteras sin conseguir ver dónde podría encontrar un urinario. Al final encontré un sito que parecía serlo, pero estaba desastroso. Imposible, pensé para mí. Y seguí buscando ya con una cierta angustia. Y ni por esas, oye. La cosa se estaba poniendo fea pero divisé un bar a lo lejos y salí pitando para allí. Tenían el baño en el sótano. Una cosa decrépita, no se cerraba la puerta, olía mal, pero daba igual. Sentí como que descargaba algo pero con un cierto desasosiego. Algo no iba bien. De todas formas, acabé, me tomé mi café-excusa y marché. Leche, seguía meándome y las ganas se conjuraban con un picor extraño. Y vuelta a buscar un sitio. Me decidí por otro lugar que apareció por allí, pero había mucha gente, imposible tener un poco de paz para calmar los picores. Lo intenté. Salía y no salía. Yo no paraba de pensar que estaba haciendo el gilipollas perdiendo tanto tiempo en una simple meada. Acabé (mal, no sé, no me quedaba a gusto) y marché. Pero lo dicho, no acababa de aplacarse el agobio. Pensé que sería algo de la próstata. Todos cuentan sus problemas y yo me voy salvando, pero me dio la impresión que aquello debía ser el preludio de peores épocas. Y vuelta a buscar otro sitio. Y tira de un lado para otro sin saber dónde pararte a desaguar. Me pareció que era un hotel y entré. Tenían los baños en el primer piso y subí. Pero no sé cómo cuando entré en el baño llevaba una almohada y apoyaba en ella la cabeza. Tranquilo pero jodido porque seguía con ganas de mear, unas ganas picajosas. Y sentí como que esa vez la cosa fluía mejor. Vaya, al fin, suspiré.
Sólo entonces, con la cabeza en la almohada fui saliendo del sueño. Coño, me dije, me estoy meando. Y llevo meándome durante todo el sueño. “Exacto, me dijo el sueño. Pareces gilipollas, ya no sabía cómo querías que te lo advirtiera. Llevo llevándote de meada imposible en meada imposible una eternidad y tú ni caso. Pensé que te mearías encima, así que te puse una almohada para que te dieras cuenta que era un sueño y que te ibas a mear en la cama. Y ni por esas… Menos mal que has despertado. Anda corre”. Y así, en una mediavela, salí escopeteado a mi retrete. ¡Qué placer, señor!
Lo dicho, tenemos una naturaleza inteligente y unos dispositivos de coordinación que para sí quisiera la ofimática. Pero menos mal. Esta vez me libré gracias al sueño. Por cierto, se lo tengo que contar a mi amigo psicoanalista a ver qué significa tanta meada.

lunes, enero 26, 2009

Revolutionary Road


Aunque debería estar haciendo mis deberes atrasados (muchos y cada vez más), es domingo por la noche y no puedo dejar de darle vueltas en la cabeza a la hermosa película de hoy: Revolutionary Road de Sam Mendes con Leonardo DiCaprio y Kete Winslet.
La película es muy interesante. De esas que te seducen por la historia, te atrapan por el gran trabajo de los actores y, al final, te hacen pensar porque abordan temas de todos y de siempre. En este caso, la lucha entre los sueños y el conformismo en la vida de las personas. Bueno eso y mucho más que tiene que ver con la vida en pareja, con el trabajo, los amigos, la fidelidad, los hijos. Es decir, el juego de verdades y mentiras en las que se mueve nuestra vida cotidiana. Y todo eso, en medio de una fotografía excelente (algunos fotogramas son realmente espectaculares: los cientos de empleados caminando por la calle, las imágenes reflejadas en el espejo…), de una música desasosegante en los momentos cruciales, de unos actorazos que clavan sus papeles de forma extraordinaria (la película tiene un cierto estilo teatral, se desarrolla principalmente en interiores en los que los primeros planos son abundantes y muy expresivos del mundo interior de los personajes).
La historia está basada en una novela de Richard Yates y eso le da una profundidad impresionante. Los temas que salen a colación son cosas importantes: las relaciones de pareja, el aborto, la necesidad de construir un futuro frente al pragmatismo de contentarse con lo que se tiene, el dilema entre la realización profesional de las mujeres, los hijos, la locura, etc. etc. Y se van tratando con toda la ambivalencia que encierran y sin obviar el drama que a veces significan.
Cuando vi el título, pensé que los problemas de pareja que anunciaba el anuncio de la película se deberían a la implicación política de algunos de los esposos (aún ayer vi en la TV la película “13 rosas” y sigo traumatizado). Pero, ¡qué va! Revolutionary road es eso, una calle que se llama así. Y allí es donde se van a vivir con sus dos hijos cuando empezó a irles bien. Ella quería ser actriz de teatro pero su carrera se frustró. El era uno de los cientos de empleados de una empresa de ventas en la que ya había trabajado su padre. Nada especialmente atractivo para ninguno de los dos. Y ahí es cuando ella propone romper con la situación e irse a París que había sido el sueño de él. Su teoría es que quien no se arriesga no fracasa pero tampoco vive, ni disfruta. Ella podría trabajar como Secretaria en un organismo oficial y él tomarse su tiempo para decidir qué quería hacer de su vida. Al principio lo convence y también él comienza a soñar con liberarse de trabajo, jefes y rutinas, pero luego las cosas se complican (no lo contaré para no destrozar la película a quien no la haya visto) y esa posibilidad de recomenzar parece menos viable.
La pareja ya estaba mal desde el inicio del film. Sorprende la dureza de sus discusiones, la forma como se tiran a la yugular del otro. Me ha llamado mucho la atención que ella en muchas ocasiones le pide a él que se calle. Valora mucho el silencio: el silencio que sosiega la tensión, el silencio que rompe las acusaciones, el silencio que tapa ciertos temas de los que no es preciso hablar porque sólo hieren (incluida la confesión que hace él de que se ha acostado varias veces con una colega de oficina). Cuando todo parece ya definitivamente roto ella pide solo silencio. Pide que la deje tranquila un momento para pensar, para sosegarse. Muy interesante porque es verdad que, muchas veces hablar no ayuda, solo te hunde más en el pozo. Las discusiones de las peleas, incluso cuando estás intentando aliviar la situación, se parecen mucho a ese bracear desesperado cuando alguien quiere sacar del agua a alguien que se ahoga. El chapoteo de la desesperación que, a veces, no solo no mejora las cosas sino que las empeora.
Son discusiones duras, de veras. También es verdad que se enfrentan a temas bien complicados. Eso de tener que renunciar a sueños posibles para garantizar realidades menos idílicas pero más seguras es, sin duda, una situación muy complicada. Dejar un trabajo que no te gusta por otro que nadie te garantiza es una decisión que puede amargarte la existencia, al menos hasta que tomas la decisión. Y siempre tendrás la sensación de que te has equivocado. Me gustó mucho una frase de él que busca la analogía entre su trabajo y la vida: “saber lo que tenemos, saber lo que necesitamos, saber de lo que podemos prescindir: eso es control de existencias”. ¡Quién pudiera tener claras esas cosas cruciales!. Todo sería más sencillo.
Ya dije que los protagonistas están magníficos. Ella se mereció con toda justicia el Globo de Oro a la mejor actriz y espero que se lleve también el Oscar. Frente a un papel como el de ella, lo que hace Penélope Cruz en la película de Woody Allen no tiene comparación. Y junto a los protagonistas hay un magnífico elenco de actores secundarios que bordan sus papeles. Las dos parejas de amigos. El que hace de loco está espectacular y sus intervenciones son de tomar apuntes (pena que no se vea nada en la sala porque merecería la pena). Son todo un tratado de perspicacia y capacidad para reconocer los dramas humanos. Seguramente porque a él ya le había tocado pasar por situaciones personales complejas. Pero la verdad es que los clava.
En fin, una película para pensar. Los dos protagonistas fueron pareja también en la película Titanic. Allí se les hundió el barco. Aquí se les ha hundido el matrimonio. Pero en ambas ocasiones nos han emocionado. Y mucho.

domingo, enero 18, 2009

Mi blog está triste

Son de admirar los columnistas que volis nolis han de redactar su columna diaria, tenerla en hora y enviarla a la redacción. Desde fuera parece fácil pues da la impresión de que "cualquier tontería" sirve para hilvanar un texto. ¡Y una leche! Ahora mismo y desde mi situación, y diría que es toda una hazaña. Pero mi blog no lo entiende así y sigue triste.
La verdad es que yo creía que iba a ser más fácil. Y, de hecho, lo fué durante un buen tiempo. Tenía tantas cosas que contar, bullían tantas emociones en mi interior que hasta lo consideré una terapia. Y debo reconocerle al blog que durante ese tiempo fue un excelente confidente. Pero ahora que ya no tengo tanto follón interior y, en cambio, me ha aumentado el exterior (muchas cosas que hacer), se está resintiendo mi creatividad bloguera. ¡"Una pena"!, me ha dicho él con unos morros que pa qué. Ya lleva un tiempo así, que no me dirige la palabra o lo hace con reconvenciones breves, como resignado. Supongo que también él va viviendo su propio drama interior. Quizás necesite su propio blog (estaría bien eso de un blog escrito por otro blog) para descargar sus neuras.
No es que no lo entienda. En conversaciones anteriores (en nuestros buenos tiempos hablábamos bastante) me comentaba que se sentía especialmente feliz. "Otros blogs, me decía, tienen vidas efímeras. Nacen pero no prosperan, son como pequeños abortos. Algunos consiguen superar sus primeras semanas pero luego las entradas escasean y su vitalidad comienza a languidecer hasta que desaparecen (y casi es mejor eso, pobres, para la vida que llevaban). Yo estoy bien, reconocía. No es para echar campanas al vuelo, pero tu fidelidad me permite llevar una vida soportable. Sin excesivas alegrías, es cierto, pero estoy contento. Mis indicadores presentan índices razonables de creatividad, intimidad, interés, variedad, etc. Claro que no nos podemos comparar con esos otros blogs de clase alta (tienen autores que son famosos, muchas entradas, muchos comentarios e lectores, colores radiantes y están plagados de imágenes y vídeos). Ellos juegan en otra liga. Pero para ser el blog de un profe, madurito, introvertido y con nociones informáticas de supervivencia, creo que lo estamos haciendo bien". O sea que, seguramente, pensó que siempre sería así. Y esta sequía reciente le está minando la moral.
Pero en fin, así son las cosas. Curiosas. Llama la atención eso de que cuanto más tranquilo estás interiormente menos necesidad sientes de contar cosas. Porque, desde luego, es distinto "escribir" que "contar". Me sigue apeteciendo mucho escribir pero siento menos deseo de contar. O quizás es que tengo menos cosas que contar. O simplemente menos ganas. Lo que sea, pero por mucho que me justifique creo que eso no va a consolar al blog. ¡Pobre! ¿Pero como explica a un blog que las personas tienen esas cosas y que, a veces, el silencio no es un mal síntoma?

domingo, enero 11, 2009

Una familia con clase.



La verdad es que resulta un poco aburrido escribir solo de cine en el blog. No es que el cine no me guste, pero disfruto más con las entradas personales o anecdóticas. Y no es por falta de temas. Tengo cinco o seis ahí esperando pero este estado sublime de medio apatía posvacacional te deja sin ánimos para meterte en el lío. Además, con este frío inmisericorde, casi todas las energías has de dedicarlas a temblar para entrar en calor. Así que, entre una cosa y otra, lo único que sobrevive es este recuento periódico de las pelis. Y se puede dar el blog con un canto en los dientes porque podría quedarse, incluso, sin eso.
Bueno, pues esta vez, le ha tocado el turno a Una familia con clase, un film de Stephan Elliott, recién estrenada en Coruña. Basta leer la pequeña descripción de la propaganda para hacerse una idea cabal de cómo va a ser la cosa, pero yo estaba seguro de que la calidad de los actores ingleses salvaría la historia. Y así fue. El argumento (basado en una novela clásica, de 1924, del insuperable Noel Coward: Easy Virtue) recoge la previsible incompatibilidad entre una rancia familia inglesa y una joven americana casada de en un rapto de lujuria (y fuera de Inglaterra, por supuesto) con su hijo mayor y heredero. Él (Ben Barnes) es un joven inexperto y ella (Jessica Biel) una mujer vital (capaz de ganar una carrera de coches en Mónaco), con mucha experiencia a sus espaldas y con una visión pragmática y hedonista de la vida. Muy lejos, en todo caso, de los estrictos valores y tradiciones de los nobles ingleses.
Tras la boda, él vuelve a su casa para presentar su esposa a la familia y ahí comienza la juerga. La casa es un sueño: uno de esos enormes castillos en medio de inmensos prados. Y la familia, lo que era de esperar: un conjunto de estirados personajes muy apegados a las tradiciones y los valores intangibles de la nobleza inglesa. Pero cada uno de ellos es un personaje. La obra debió ser, inicialmente de teatro, pues los caracteres están perfectamente delineados y los actores los bordan, cada uno el suyo. Especialmente buena es la madre (Kristin Scott Thomas). No mueve un músculo que no deba mover y refleja de manera perfecta ese carácter medio repelente medio amable de la dueña de la casa. Por supuesto, no traga a su nuera y resulta sibilina buscando formas “educadas” de ningunearla y hacerle la vida imposible. El padre (Colin Fitth) es otro “cromo” perfecto: ex-comandante perdedor en la guerra, depresivo dado a la bebida y los puticlubs después, recuperado para la familia en aras del buen nombre de la familia y resignado, finalmente, a ser un cero a la izquierda en el organigrama familiar. Entre soñadoras y repelentes las dos hermanas del recién casado (divertidísima la escena de la hermana pudorosa bailando el Can Can sin ropa interior).
La recreación de los ambientes ingleses de la alta sociedad resulta impecable (al menos hasta donde uno está acostumbrado a ver en las series). El guión, como suele ser habitual en este tipo de obras, me ha parecido magnífico. Esa socarronería inteligente y cínica (tipo Churchil) con que se enfrentan las dos mujeres. O el despedazamiento familiar que se produce cada vez que se sientan a la mesa donde los comentarios ácidos y sardónicos son como flechas que llueven en todas direcciones.
En fin, no es de esas películas de reírse a carcajadas pero te garantiza una sonrisa permanente. Lo que no es poco.

miércoles, enero 07, 2009

El intercambio.


Fue como un regalo de Reyes. ¡Qué hermosa película! Clint Eastwood, de nuevo. Aunque dicen que no es su mejor film, a mí me da igual. Todos los que yo conozco han sido, hasta ahora, extraordinarios. Claro que soy un fan incondicional de Angeline Jolie. Y de John Malkovich. Así que tampoco fue de extrañar que saliera del cine vapuleado por la historia pero encantado por la película.
Dicen que la historia fue real. Que sucedió en Los Angeles a finales de los años 20. Un niño que desaparece, una madre aterrada que hace lo divino y lo humano por recuperarlo. Una policía corrupta que quiere cerrar el caso a cualquier precio, incluso tratando de engañar a la madre a la que entrega otro niño que no es su hijo. Un criminal en serie que asesina niños. Todo un proceso de corrupción del sistema que hace que quienes ejercen el poder puedan tomar decisiones aleatorias sobre los individuos. Y unas pocas personas buenas que utilizando los medios de comunicación y su propia responsabilidad profesional logran que el escándalo estalle. Con esa amalgama construye Eastwood una historia espeluznante. Y si ya resulta angustiosa viéndola en el cine, ¡qué no sería para quienes la vivieron en la realidad! Especialmente la figura de la madre que pierde a su hijo. Muy dura historia, la verdad. Y eso que, al final, se llega a un happy end que resulta bastante bienintencionado, muy americano. Las cosas no suelen ser así en la realidad. Ojalá lo fueran, pero es poco creíble.
Muy bien, Angeline Jolie, como no podía ser menos. Aunque demasiado guapa y compuesta pese a lo desquiciante de la situación. Sus enormes labios siempre rojos, su ropa casi impoluta casan mal con la angustia que transmite su mirada y sus gestos. Elegante como siempre John Malkovich. Esta vez actuando de predicador y mosca cojonera de la corrupción policial. Extraño y perturbador el criminal, mitad religioso mitad pirado. Preocupante el niño pequeño que se hace pasar por el niño desaparecido; parece imposible que un niño pueda parecer tan frío e imperturbable por mucho que lo hayan entrenado. Y muy bien ambientada la historia en los años 20: la ropa, los coches, las viviendas, los ambientes. Parece una película de gansters. Bueno, de eso va, más o menos.
Pero sobre todo, es terrible la sensación que le queda a uno en relación a los personajes policiales y parapoliciales de la historia. Que el poder corrompe es algo sabido. En muchos países la policía es tan peligrosa como los criminales. Pero resulta kafkiano pensar que algo así pueda suceder. Que el nivel de perversión de una persona, de sus criterios profesionales pueda llegar a esos niveles. Y quizás pudiera entenderse en la policía, pero ¿también en los médicos? Nunca entenderé que los médicos del psiquiátrico puedan actuar así, como diabólicas correas de transmisión de la policía y pervirtiendo todos sus criterios profesionales. ¿Cómo puede el sistema pervertirnos a todos? Todos funcionando en base a las mismas reglas infames: enfermeras, celadores, médicos. Es imposible que no haya alguien que se plantee que las cosas no pueden ser así, que están actuando mal. Me resulta difícil de creer. Y si llegara a creerlo, se convertiría en una pesadilla permanente. Ya me pasó eso con la película Gomorra y con muchas historias donde los malos son tan malos que parece imposible creerlo.

jueves, enero 01, 2009

La felicidad



No sé por qué hoy me hado por levantarme pensando en la felicidad. Tema, por cierto, bastante descontextualizado porque ha amanecido lloviendo e imagino pocas cosas que te sugieran menos sentimientos felices que verte en un hotel carísimo con una playa infinita a 50 metros y metido en la habitación porque hace un tiempo de demonios. Hoy, desde luego, el tiempo no nos va a dar la felicidad. Me temo.
Pero está bien esta cosa de la felicidad. Buen tema para fin de año. Quizás por eso estos días es un tema recurrente en los artículos de fondo de la prensa. El domingo le dedicaba EL PAIS dos páginas centrales (claro que era el día de Inocentes) y esta misma mañana el periódico digital Gaceta.com hacía tres cuartos de lo mismo. No digamos si uno entra en Internet: 5.230.000 entradas me he encontrado sobre la felicidad (incluida alguna de este mismo blog).
Será que nos gusta darle vueltas al tema. Quizás una de las cosas que da felicidad sea el pensar en ella. Ahora, además, ha entrado en la agenda de los científicos. Y se van haciendo estudios sesudos sobre esa cosa tan frágil. No han tenido en cuenta aquella frase de Bernard Shaw: “si quieres ser feliz como dices, no analices muchacho, no analices”.
De todas formas van apareciendo algunas cosas curiosas. Por ejemplo, que la sensación de felicidad sufre un bajón allá por los cuarenta y se recupera en los sesenta. Esto ya me gusta, oye. Que yo el bajón de los cuarenta-cincuenta ya lo tuve (¡vaya socavón!) y ahora que se avecinan los sesenta será una buena sorpresa verse desbordar, de nuevo, de felicidad. Y no es una broma. Lo ha dicho el Instituto Nacional de Estadística francés (INSEE) que lleva estudiando el tema desde 1975. Están (los franceses, digo) incluso un poco cabreados porque dicen que el peso fiscal disminuye en esa etapa de la vida. Ya verás como acabarán jodiéndoles la pensión a los pobres coetáneos galos. Pero lo más interesante es que la felicidad, según una colega de la Univ. de Standford (Sonja Lyubomirsky) se correlaciona con “beneficios tangibles en muchos ámbitos de la vida”. ¡Guay! Y el periódico cita algunos beneficios tangibles de esos: más probabilidades de estar casado y menos de divorciarse (bueno, eso algunos no lo deben vivir como un beneficio tan tangible); más amigos y mayor soporte social (esto sí, desde luego); más creatividad y productividad en un trabajo de más calidad y bien pagado (¡qué estupendo, ¿no?); más actividad y energía vital (incluida la sexual, supongo, porque si solo va a ser para dar paseos cardiosaludables, el beneficio se queda en poca cosa); mejor salud mental y física (¡uff, menos mal!); capacidad de autocontrol (tampoco está nada mal); e incluso más longevidad. La leche vamos, este idilio entre la sesentena y la felicidad.
Hasta se ha llegado a identificar los 10 factores (esta gente son como yo, buscando siempre 10 puntos para cuadrar las ideas) que afectan a la felicidad. Por supuesto, el primero es la riqueza (un poquito sólo, luego ya no influye); la ambición; la inteligencia (aunque eso va en contra de la frase aquella que decía que sólo hay dos formas de ser feliz “una es ser hacerse el idiota y la otra es serlo”); la genética (esto no lo entiendo, ¿tenemos un gen de la felicidad? ¿o es de la infelicidad?); la belleza (eso sí es verdad, es que alguna gente tiene chupado eso de ser felices); la amistad; el matrimonio; la fé; la caridad y la edad. Me figuro que algunos protestarán por estos cuatro últimos. Pero, igual que los otros, no es que den la felicidad sino que están relacionados con ella. O sea, que tanto te la pueden dar como quitar.
Muy interesante resulta, también, lo que trae Gaceta.com Hacen referencia al trabajo de otros colegas de Harvard, Christakis y Fowler (médicos ellos) que dicen que en realidad son más felices aquellos que viven entre gente feliz. “La felicidad de la gente, han escrito, depende de la de otros con los que están conectados. Este descubrimiento aporta argumentos para empezar a ver la felicidad, como la salud, como un fenómeno colectivo”. Suena bien en lo general, pero cuando ellos presentan las conclusiones de su estudio todo parece un poco raro. Según ellos, “La felicidad del vecino de la puerta de enfrente aumentaba las propias oportunidades de ser feliz en un 34%, pero un vecino del edificio de al lado no tendría ningún efecto. Un amigo que vive a medio kilómetro podría tener un efecto de rebote del 42%, pero el efecto era casi de la mitad si se trataba de un amigo a dos kilómetros”. Por lo visto tienes que verles y tener proximidad física con ellos porque el lenguaje corporal (sonrisas, brillo en la mirada, entusiasmo, etc.) importan mucho.
Creo que hay un estudio sobre el Facebook de Internet en el que se ha demostrado una cosa parecida. Que la gente que sonreía en sus fotografías acababa logrando más amigos cibernéticos y no sólo eso, sino que entre esos amigos la proporción de gente que colgaba fotografías suyas sonriendo era también mayor de lo normal. Vamos que la felicidad se contagia. Como la tristeza supongo.
Y resulta gracioso que esa transferencia positividad de felicidad sucede en todos los ámbitos de la vida menos en el trabajo. Tener un colega feliz en la mesa de al lado no mejora tu felicidad. Ni la tuya mejora su felicidad. “Los colegas de trabajo alegres no elevaban el ánimo de sus compañeros, a menos que fueran sus amigos”. El profesor Fowler cree que la competencia inherente al trabajo podría anular las vibraciones positivas que emana un colega feliz. Debieron hacer su estudio entre los colegas de la Universidad, seguro. Una cosa parece clara: “la gente que forma parte de redes sociales es más feliz que la gente aislada. Ser popular es bueno, especialmente si los amigos también son populares”.
En fin, a estas alturas del año no estoy para grandes reflexiones. Pero yo pude ver ayer tras la cena de fin de año (se ha demorado esta entrada: la empecé el martes con al tiempo y estamos ya a jueves con un tiempo precioso) a un tipo con una cara de felicidad infinita. Quizás porque los cientos de personas que estábamos allí también estábamos disfrutando de lo lindo. Pero lo suyo era especial: se movía con paso lento e incierto pero al compás de la música, mirada dulce y perdida, sonrisa de oreja a oreja, manos y brazos abiertos… Los mal pensados dirían que había sido el champán, pero se veía a las claras que era una sobredosis de felicidad.
En cualquier caso, como estoy aquí con mi amigo psicoanalista, me quedaré con aquella idea de Freud (si es que es de él): “¿Qué hace falta para ser feliz? Un poco de cielo azul encima de nuestras cabezas, un vientecillo tibio, la paz del espíritu”.Vamos, unos días en Fuerteventura, sin ir más lejos.