jueves, enero 01, 2009

La felicidad



No sé por qué hoy me hado por levantarme pensando en la felicidad. Tema, por cierto, bastante descontextualizado porque ha amanecido lloviendo e imagino pocas cosas que te sugieran menos sentimientos felices que verte en un hotel carísimo con una playa infinita a 50 metros y metido en la habitación porque hace un tiempo de demonios. Hoy, desde luego, el tiempo no nos va a dar la felicidad. Me temo.
Pero está bien esta cosa de la felicidad. Buen tema para fin de año. Quizás por eso estos días es un tema recurrente en los artículos de fondo de la prensa. El domingo le dedicaba EL PAIS dos páginas centrales (claro que era el día de Inocentes) y esta misma mañana el periódico digital Gaceta.com hacía tres cuartos de lo mismo. No digamos si uno entra en Internet: 5.230.000 entradas me he encontrado sobre la felicidad (incluida alguna de este mismo blog).
Será que nos gusta darle vueltas al tema. Quizás una de las cosas que da felicidad sea el pensar en ella. Ahora, además, ha entrado en la agenda de los científicos. Y se van haciendo estudios sesudos sobre esa cosa tan frágil. No han tenido en cuenta aquella frase de Bernard Shaw: “si quieres ser feliz como dices, no analices muchacho, no analices”.
De todas formas van apareciendo algunas cosas curiosas. Por ejemplo, que la sensación de felicidad sufre un bajón allá por los cuarenta y se recupera en los sesenta. Esto ya me gusta, oye. Que yo el bajón de los cuarenta-cincuenta ya lo tuve (¡vaya socavón!) y ahora que se avecinan los sesenta será una buena sorpresa verse desbordar, de nuevo, de felicidad. Y no es una broma. Lo ha dicho el Instituto Nacional de Estadística francés (INSEE) que lleva estudiando el tema desde 1975. Están (los franceses, digo) incluso un poco cabreados porque dicen que el peso fiscal disminuye en esa etapa de la vida. Ya verás como acabarán jodiéndoles la pensión a los pobres coetáneos galos. Pero lo más interesante es que la felicidad, según una colega de la Univ. de Standford (Sonja Lyubomirsky) se correlaciona con “beneficios tangibles en muchos ámbitos de la vida”. ¡Guay! Y el periódico cita algunos beneficios tangibles de esos: más probabilidades de estar casado y menos de divorciarse (bueno, eso algunos no lo deben vivir como un beneficio tan tangible); más amigos y mayor soporte social (esto sí, desde luego); más creatividad y productividad en un trabajo de más calidad y bien pagado (¡qué estupendo, ¿no?); más actividad y energía vital (incluida la sexual, supongo, porque si solo va a ser para dar paseos cardiosaludables, el beneficio se queda en poca cosa); mejor salud mental y física (¡uff, menos mal!); capacidad de autocontrol (tampoco está nada mal); e incluso más longevidad. La leche vamos, este idilio entre la sesentena y la felicidad.
Hasta se ha llegado a identificar los 10 factores (esta gente son como yo, buscando siempre 10 puntos para cuadrar las ideas) que afectan a la felicidad. Por supuesto, el primero es la riqueza (un poquito sólo, luego ya no influye); la ambición; la inteligencia (aunque eso va en contra de la frase aquella que decía que sólo hay dos formas de ser feliz “una es ser hacerse el idiota y la otra es serlo”); la genética (esto no lo entiendo, ¿tenemos un gen de la felicidad? ¿o es de la infelicidad?); la belleza (eso sí es verdad, es que alguna gente tiene chupado eso de ser felices); la amistad; el matrimonio; la fé; la caridad y la edad. Me figuro que algunos protestarán por estos cuatro últimos. Pero, igual que los otros, no es que den la felicidad sino que están relacionados con ella. O sea, que tanto te la pueden dar como quitar.
Muy interesante resulta, también, lo que trae Gaceta.com Hacen referencia al trabajo de otros colegas de Harvard, Christakis y Fowler (médicos ellos) que dicen que en realidad son más felices aquellos que viven entre gente feliz. “La felicidad de la gente, han escrito, depende de la de otros con los que están conectados. Este descubrimiento aporta argumentos para empezar a ver la felicidad, como la salud, como un fenómeno colectivo”. Suena bien en lo general, pero cuando ellos presentan las conclusiones de su estudio todo parece un poco raro. Según ellos, “La felicidad del vecino de la puerta de enfrente aumentaba las propias oportunidades de ser feliz en un 34%, pero un vecino del edificio de al lado no tendría ningún efecto. Un amigo que vive a medio kilómetro podría tener un efecto de rebote del 42%, pero el efecto era casi de la mitad si se trataba de un amigo a dos kilómetros”. Por lo visto tienes que verles y tener proximidad física con ellos porque el lenguaje corporal (sonrisas, brillo en la mirada, entusiasmo, etc.) importan mucho.
Creo que hay un estudio sobre el Facebook de Internet en el que se ha demostrado una cosa parecida. Que la gente que sonreía en sus fotografías acababa logrando más amigos cibernéticos y no sólo eso, sino que entre esos amigos la proporción de gente que colgaba fotografías suyas sonriendo era también mayor de lo normal. Vamos que la felicidad se contagia. Como la tristeza supongo.
Y resulta gracioso que esa transferencia positividad de felicidad sucede en todos los ámbitos de la vida menos en el trabajo. Tener un colega feliz en la mesa de al lado no mejora tu felicidad. Ni la tuya mejora su felicidad. “Los colegas de trabajo alegres no elevaban el ánimo de sus compañeros, a menos que fueran sus amigos”. El profesor Fowler cree que la competencia inherente al trabajo podría anular las vibraciones positivas que emana un colega feliz. Debieron hacer su estudio entre los colegas de la Universidad, seguro. Una cosa parece clara: “la gente que forma parte de redes sociales es más feliz que la gente aislada. Ser popular es bueno, especialmente si los amigos también son populares”.
En fin, a estas alturas del año no estoy para grandes reflexiones. Pero yo pude ver ayer tras la cena de fin de año (se ha demorado esta entrada: la empecé el martes con al tiempo y estamos ya a jueves con un tiempo precioso) a un tipo con una cara de felicidad infinita. Quizás porque los cientos de personas que estábamos allí también estábamos disfrutando de lo lindo. Pero lo suyo era especial: se movía con paso lento e incierto pero al compás de la música, mirada dulce y perdida, sonrisa de oreja a oreja, manos y brazos abiertos… Los mal pensados dirían que había sido el champán, pero se veía a las claras que era una sobredosis de felicidad.
En cualquier caso, como estoy aquí con mi amigo psicoanalista, me quedaré con aquella idea de Freud (si es que es de él): “¿Qué hace falta para ser feliz? Un poco de cielo azul encima de nuestras cabezas, un vientecillo tibio, la paz del espíritu”.Vamos, unos días en Fuerteventura, sin ir más lejos.

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