domingo, marzo 31, 2013

Y llegó la boda marroquí.




Ni qué decir tiene que todo lo anterior era solo llenar los tiempos de espera del gran evento, la boda.  Y aprovechar la ocasión, claro, de poder conocer un poco más de cerca la cultura marroquí. Para quienes no habían estado previamente allí supuso la ruptura de muchos prejuicios y la constatación en directo de algunas diferencias entre Europa y África.
Después de la paliza (sobre todo de coche) del viaje a Fez, lo que más deseábamos era una mañana tranquila paseando por Rabat. Y eso hicimos. Se había apalabrado un guía para las 8,30 de la mañana en la conciencia de que tal como van aquí las cosas de los horarios, no llegaría antes de las 10. Craso error. Allí estaba el hombre a la hora convenida y los que faltaban eran los españoles. Esta vez el que se tuvo que armar de paciencia fue él. El hombre vestía de oscuro pero con ropa normalizada, sin chilaba ni signos externos de ortodoxia, aunque sus mensajes sí que venían cargados de convencimiento musulmán. De camino nos comentó que para ser guía tienen que ir a una escuela coránica donde estudian dos años. Así que, obviamente, los que obtienen acreditación de guías son gente seleccionada y de fiar para el sistema.
El paseo fue bonito: torre y mausoleo de Mohamed, kasbah de los Oudayas, jardines andaluces, Medina, Palacio Real y calles centrales de la ciudad. Mucho andar (sobre todo en el palacio real que tiene una extensión infinita), pero mereció la pena. Las chicas, con la excusa de la peluquería, se tomaron un taxi de regreso. El resto a pie, haciendo cuerpo para lo que nos esperaba por la tarde.

Y así tras la correspondiente siesta, nos fuimos acicalando para asistir en un nivel de guapura aceptable al gran espectáculo de la boda marroquí entre Javi y Souad.

Se nos había dicho que la ceremonia comenzaba a las 19:30. Y para las 7 ya estábamos todos preparados para subirnos a la furgoneta. Solo que no había furgoneta y cuando llegó, ya solo cabían en ella tres personas para el primer viaje. Subieron los padres, por supuesto. Los demás nos quedamos pesarosos pensando que con seguridad llegaríamos tarde. ¡Lo que hace la falta de conocimiento sobre estas cosas…! En fin, la furgoneta llegó a los 20 minutos y allá fuimos lo que restaba de grupo de españoles. Bueno, no llegamos a las 7,30 pero sí dentro del margen de cortesía de los 20 minutos. El lugar estaba a las afueras de la ciudad, en una especie de polígono industrial y al lado de una sala de fiestas. Se trataba de un edificio construido específicamente para albergar espectáculos de este tipo y ubicado lo suficientemente lejos de las casas como para no molestar a los vecinos con las algarabías musicales que allí se producen. Lo entendimos bien a medida que avanzaba la noche.
Decía que llegamos allá por las 19,40. Lo primero que nos extrañó fue que en aquella sala inmensa con 20 mesas redondas de a 10 personas no había aún casi nadie. A la entrada, subiendo la escalera al primer piso, nos recibieron con una vaso de leche y un dátil que llevaba una nuez dentro. La leche riquísima. Algunos decían que era de camella pero no lo parecía. En todo caso tampoco sabemos cómo es la leche de camella. El caso es que estaba riquísima, igual que el dátil.
Como ya estaban allí los padres de Javi, ellos se encargaron de presentarnos a los padres de Souad. Él un señor mayor, alto, con su gorrete blanco (luego se puso la chilaba blanca) y muy expresivo aunque apenas manejaba media docena de palabras en francés y nada de español. Pero lo suplía con su sonrisa, su mirada directa y sus manos. La madre, siempre en una posición secundaria, con su pañuelo y su vestido blanco era menos expresiva (seguramente es lo que le exige la tradición), pero también nos dio la mano y unos besos a las mujeres. Poco pudimos hablar con ellos pero lo suplimos con gestos expresivos y miradas amigables. En todo caso se les notaba mucho más seguros que a los padres de Javi. Claro que ellos tenían mucha más experiencia (ya habían casado a tres hijas) y, además, jugaban en casa.
No estaban señalados los lugares en las mesas y dudamos donde colocarnos para ni ser muy protagonistas (algo que no nos correspondía) ni unos marginados de la fiesta (lo que nos hubiera disgustado). Después de varios intentos encontramos un lugar bien situado que parecía colmar nuestras expectativas. Luego pudimos comprobar que, al menos en eso, habíamos acertado. Nos sentamos educadamente en nuestros lugares. La sala estaba, por entonces, al 15%.
Y comenzó la noche. Las mesas estaban preparadas para 10 personas con tres platitos de tamaños progresivos y una copa. El plato más amplio en el fondo, sobre él uno intermedio y al final el pequeño. No supimos entender el orden. Y la copa, pues eso, una copa. Ya nos habían advertido que no se podía tomar alcohol. Incluso habían insistido en que nadie llevara una petaca de algo porque eso solo haría quedar mal a Javi, el novio. Noche seca pues. Quizás por eso no quisieron escatimar el agua y, al poco de sentarnos aparecieron, con una botella grande de agua para cada mesa. Habían llegado y pasado las 8 pero aquello seguía igual. E igual seguía a las 8,30 y a las 9. Habían llegado algunos más (los españoles todos) pero del grupo marroquí todavía muy poquitos. Nos resultaba extraño. Llevábamos una hora y media de espera con el agua y un dulce que nos habían pasado en el ínterin. Los jugos gástricos comenzaba a inquietarse y crecía la tentación de salirse del protocolo y volver a por una leche y un dátil a la puerta. “Verás cómo esto no comienza antes de las diez”, comente. “No seas exagerado”, me dijeron. Y no lo fui. Ya habían pasado las 10 y 20 cuando empezó a moverse el personal porque se acercaban los novios en su limusina (lo podíamos ver en las pantallas que estaban instaladas en la sala). También se oía en la calle la música bereber que venía acompañándolos.
Después de eso, aún paso un tiempo pero, poco a poco, ya notamos que la sala de iba llenando. Y aparecieron los novios con toda la parafernalia del momento. Guapísimos los dos. Ella toda de blanco, el de traje oscuro. Y tras ellos los bereberes con sus tambores, sus trompetas infinitas, su música grito. Previamente habían preparado un baldaquino que situaron a la entrada de la sala y al que subieron a los novios a lo que pasearon después con el baldaquino a hombros por la sala. Aplausos, fotografías, música, miradas sonrientes y cariñosas. Él y ella como dos reyes en su trono, mirándonos a todos desde la altura de su reinado momentáneo. Tras el paseo, se sentaron en el trono que les habían colocado en el centro de la sala y desde allí siguieron saludando a sus invitados. Tras eso comenzó el primer acto de la ceremonia que se había de alargar hasta el infinito de las 7 de la madrugada. Ellos sentados en el trono y la gente a hacerse fotografías con los novios: de uno en uno, de a dos, de a tres a veces. Cientos de fotografías en un ritual que se repetiría 7 veces a medida que la novia se iba cambiando de traje. En esta primera entrada la sesión fotográfica se prolongó por más de una hora. Cuando ya no  había más gente esperando a fotografiarse, se levantaron los novios y poco a poco fueron saliendo por un lateral a una habitación que allí tenían dispuesta para el cambio de trajes.

 
Tampoco debía ser fácil cambiar el traje porque esa fase se prolongaba por mucho tiempo. Quizás ellos aprovecharan para descansar un poco. Quizás la operación resultaba compleja porque habría que ajustar el maquillaje, el peinado, etc. en función de cada traje. Las maestras de ceremonias (había tres que dirigían todo el cotarro con mano firme, nada se hacía hasta que ellas no aparecían y ellas eran las que decidían cómo había de poner la rodilla la novia, dónde había deposar su mano el novio, cuándo y cómo habían de unir sus cabezas los novios para la fotografía cariñosa, cómo había de bajar el traje y qué vuelos debía mantener, etc.) iban marcando los ritmos y anunciando con unos grititos especiales (un canto, supongo, en el que se decía algo indescifrable para nosotros) cada vez que la novia entraba o salía del salón. Así pues, aparecieron de nuevo los novios allá por las 12 de la noche con su segundo traje: un traje verde con tocados precioso. Nuevo paseo entre músicas, en este caso de un grupo musical instalado en el salón, hasta llegar al trono. Ellos se sentaron y comenzó la segunda sesión de fotografía. Y allí se fueron otros 45 minutos. Cuando las maestras de ceremonias consideraron que la cosa no daba para más comenzaron sus letanías y los novios volvieron a salir para un nuevo cambio.  Y otro periodo de espera que se amenizaba con bailes. Los marroquíes son muy bailarines. Es gente alegre. Entre nosotros, los jóvenes se animaron más pues la música marroquí exige saltar constantemente y eso con un vaso de leche y un dátil se hace tarea árdua para los mayores. Pero algunos se animaron.
Allá hacia la una y pico aparecieron de nuevo los novios. Esta vez ella con un traje rojo bereber y él en chilaba y pantuflas. Se expresaba así el compromiso cultural y religioso que ambos asumían. Él se había convertido al islam, como es obligado en el matrimonio musulmán y ella hacía expresión pública de su origen bereber. La combinación era plena.  Nueva música, nuevo paseíllo por la sala hasta el trono, nueva sesión de fotografías. Una hora y pico más en nuestros relojes. Una eternidad para el estómago. Lo bueno fue que tras la sesión de fotografías, en lugar de irse, los novios se quedaron en la sala. Les pusieron una mesita para ellos y sus padres en el centro de la sala y se sentaron. ¡La cena, al fin! Debíamos estar más allá de las 2 de la madrugada, aunque ya era difícil distinguir la hora.
Nos quitaron el plato pequeño (había tenido un uso escaso, la verdad, porque la pasta de los 12 de la noche la habíamos cogido directamente con la mano) y quedó el mediano. Y en el centro de la mesa colocaron una vasija típica árabe de esas que van cubiertas por una caperuza que, cuando la levantaron, dejo ver una enorme pastela. La pastela es como nuestras tortillas de patatas, de esas grandes y altas, pero hecha a base de cebolla, pollo, frutos secos y miel. Es una mezcla curiosa de sabores dulces y salados, aunque con mucho predominio de los dulces. Eso hace que llene muchísimo. Apenas pudimos, entre los 10, con la mitad de la pastela. Y pensamos que podían habérnosla ofrecido al comienzo de la noche porque así hubiéramos mantenido el tipo durante la primera parte de la ceremonia con más dignidad.
Tras la pastela y mucha agua, llegó el tercer plato. Medio cordero al horno para cada mesa con una presentación extraordinaria. Nos bastó un bocadito a  cada uno para quedar hartos. Supongo que era también la hora la que hacía menos digerible el cordero que estaba, sin embargo, inmejorable. La cena concluyó con una fruta. En total, tardamos en cenar poco más de media hora. Estaba claro que allí lo importante no era la cena sino el desfile de vistidos de la novia. Y a ello pasamos de inmediato. Retiraron la mesa de los novios, ellos marcharon a un nuevo cambio y recomenzamos el proceso. Aún faltaban 4 trajes.
No soy capaz ya de recordar qué tipo de vestido iba sacando la novia en las sucesivas apariciones. Todos ellos preciosos, desde luego. Y a cada aparición se variaba un poco el procedimiento de acceso al trono central. En una ocasión ellos fueron andando poco a poco y recorriendo las mesas de los invitados, en otra ocasión los subieron a una especie de cestos planos y los llevaron a hombros y bailando al ritmo de la música. Debían los novios ponerse de pie y darse la mano cada uno desde su cesto. Al novio le dio por saludar y bailar por lo que a los que le llevaban a hombros se les puso cara de pánico no sé si por el peso de los saltitos, por el desequilibrio de sus movimientos o por el riesgo de que diera con sus huesos en el suelo. En cualquier caso, el paseo de entrada siempre acababa en el trono, ellos se sentaban y los demás se iban acercando allí para hacerse fotografías con los novios.
 


 Así fueron transcurriendo el 4º, el 5º y el 6º de los trajes. Según nos contaron, los  trajes representan a las diversas regiones marroquíes, cada una de ellas con sus coloridos y  tradiciones. De todas formas daba igual como fuera el traje,  con cada uno de ellos la novia aparecía siempre radiante, bella como una escultura, aunque el maquillaje y los sofisticados lazos, coronas y colas le restaban parte de la vitalidad y expresividad que es su mejor patrimonio. El novio, que el principio estaba más hierático y como cumpliendo su papel, se fue animando poco a poco y para la cuarta ronda ya se había soltado del todo y empezó a disfrutar. En el sexto estábamos ya en las 6 de la mañana. Algunos españoles, de los mayores, empezaron a impacientarse y pidieron un cohe para volver al hotel. Los más resistentes esperamos al 7º que decían era el de novia. Y así fue. El novio recuperó su traje oscuro y ella un traje de novia igual de llamativo y espectacular que los anteriores. La novedad de esta última aparición era que se ponían los anillos y se cortaba la tarta. Hasta ahí aguantamos. Se pusieron los anillos, cortaron la tarta, y probamos una pizca de la misma. Muy dulce. Y nos fuimos. Eran casi las 7 de la mañana. Una boda hermosa. Y eterna. No será fácil olvidar esta gran noche.

sábado, marzo 30, 2013

FEZ





Nuestro segundo día amaneció pronto. Ya decía una amiga que “la vida del turista era bien dura”. Eso lo podríamos corroborar nosotros por milésima vez esa misma noche, pero estábamos en el desayuno y las cosas, todavía, estaban tranquilas. Todos habíamos dormido bien, incluido quienes habían tenido que compartir lecho matrimonial sin haberlo solicitado. Parece ser que las camas eran lo suficientemente amplias como para que los roces no pasaran a mayores.
Habíamos quedado con nuestro transporte para la excursión del día, que nos llevaría a FEZ (a unos 200 Kms. de Rabat) a las 8,30 de la mañana, así que apresuramos el desayuno para estar en perfecto estado de revista a la hora marcada. El desayuno buffet estuvo bien con opciones suficientes, incluida la señora que hacía las homelettes sin hablar ni papa de castellano ni francés. Pero hay cosas para las que el lenguaje de señas es suficiente. Todos coincidimos, sin embargo, en que el gran descubrimiento de la oferta matutina era una especie de requesón que estaba buenísimo.
Sobre las 8 y media (tampoco es que la puntualidad de los españoles dé para mucho) estábamos ya preparados, pero aún no había llegado la furgoneta. Fue pasando el tiempo y ni flores. Allí nadie sabía qué estaba pasando. Casi una hora después lograron contactar con él para enterarse de que había habido un malentendido y que, según sus datos, la excursión estaba planeada para el día siguiente. Pidió excusas y prometió que estaría en el hotel en 20 minutos. Nuevo chute de realismo marroquí: aquí los tiempos son flexibles. Da lo mismo si fueron 20 o 40 minutos los que tardó en llegar, pero al final lo hizo. Sólo que, entonces, debíamos esperar a su jefe (el del chofer) supongo que para que le diera las últimas instrucciones y algún dinero para gasolina, autopistas y esas cosas. El jefe se tomó su tiempo en aparecer y allá sobre las diez y pico de la mañana echamos a andar cara a nuestro destino: dos horas y media de furgoneta nos separaban de él. A freír buñuelos el plan de la mañana.
El viaje se hizo eterno aunque tuvo la ventaja de que nos permitió admirar el paisaje: unas llanuras infinitas y verdes. Y también las carreteras, una autopista estupenda. Nada que ver con aquellas carreteras casi de tierra, con enormes socavones que nosotros habíamos experimentado en los viajes anteriores. Nos pareció todo mucho más organizado, más moderno. Se nota que las cosas en Marruecos, al menos en este triángulo de las grandes ciudades (Fez, Casablanca, Rabat) van muy bien.
Llegamos sobre las 12 y bastante. El guía nos esperaba a las puertas del Palacio Real de Fez. Nos saludamos y enseguida nos comunicó que era viernes, (nuestro Viernes Santo), y que los viernes son los días del culto para los musulmanes. Pudimos admirar de cerca las puertas del Palacio (preciosas, hechas en bronce verde, el color del islam, y que se limpian con limón cada tres meses). Estaban cerradas así que ahí se acabó la visita (y eso que es un palacio que cuenta con 850 hectáreas, el más grande del mundo). El guía era un tipo enjuto e hierático de palabras justas y tono bajo, cubierto por una chilaba marrón, tipo hábito de franciscano. De hecho parecía un monje. Nos  recordó que era viernes y, así, que al poco rato de estar con nosotros, el guía nos mandó a pasear un poco solos porque él se tenía que ir a la mezquita al rezo de la una. Nos encontraremos, señaló, al final del barrio judío, en una de las puertas de la Medina.  Efectivamente, había muchos comercios cerrados. Recorrimos el barrio judío (cuya principal manifestación es que los balcones de madera de las casas, muy bonitos y trabajados, dan hacia la calle, mientras los de los árabes dan hacia los patios interiores) y, esta vez sí, a los 5 minutos, tal como había prometido, aparecieron el guía y la furgoneta en la puerta de marras.
Como se había hecho tarde (aquí comen a las 12 y ya estábamos en las 13 y pico), nos dijo que primero iríamos a un castillo elevado desde donde se tiene una visión completa de la Medina y después nos iríamos a comer. La excursión por la Medina, la haríamos después de comer. Y eso hicimos. Fez es una ciudad de unos dos millones de habitantes con dos partes bien diferenciadas: la Medina amurallada que es la ciudad antigua y los distintos  barrios que componen las construcciones modernas. El castillo (una construcción militar elevada) ofrece una visión perfecta dela Medina de Fez. Y allí nos fue desgranando el guía los grandes datos de aquel enorme revoltijo de casas que nosotros veíamos desde el castillo: medio millón de habitantes viven en la Medina; hay 15.000 calles, la mitad de ellas sin salida con lo que todo el conjunto constituye un inmenso laberinto; está dividida en 450 barrios cada uno de ellos con su escuela coránica y su mezquita (lo que significa que se ven 450 minaretes desde los que los muecín llaman a la oración cinco veces al día: debe ser un guirigay aquello en las horas clave). Y lo más llamativo, la nube de antenas parabólicas que se ve coronando cada casa. Infinitas. Debe ser un buen negocio en Marruecos.
Con esa visión macro en la retina nos  fuimos al restaurante. Debía ser un lugar ya preparado para este tipo de situaciones. Espectacular. Entras en una especie de comedor restaurante convencional, pero lo atraviesas y sigues adelante y tras varios pasos intermedios llegas a un espacio absolutamente alucinante: luces bajas, mesas de anticuario, colores ocres, una cúpula inmensa con puntitos de luz que crean como una especie de cielo plagado de estrellas, sofás bajos rodeando mesas bajas, luces difusas tipo velas. Podría ser el espacio interior de una secta o el lugar preparado con esmero para un encuentro romántico. Pero ese tránsito entre la enorme claridad exterior a esta semioscuridad interior te produce un cambio de coordenadas radical, propicio a la entrada en éxtasis. Supongo que parte del encanto del lugar se perdió en cuanto nos sentamos nosotros, gritones por naturaleza y bastante heterodoxos en las formas y conversaciones. Pero lo pasamos bien: la consabida ensalada (esta vez compuesta por platillos de diversas viandas), pinchitos morunos de dos clases (de lo que no nos enteramos hasta el final cuando ya algunos habían apurado sus opciones), cuscús de carne (que teóricamente deberíamos comer con las manos, pero a lo que nadie estuvo dispuesto) y fruta. Suficiente.
La tarde se la dedicamos a la Medina. Medina significa en árabe ciudad vieja y amurallada. Ambas circunstancias se daban de forma plena en Fez. La Medina es vieja de vieja, de estar cayéndose. Al menos las calles por las que nos hizo transitar el guía. Las murallas la cierran totalmente. Eso sí tiene 15 puertas para evitar la claustrofobia. Y fuera de cada puerta un cementerio, no sé si por razones religiosas o pragmáticas (el guía explicó que como los coches no pueden entrar en la medina pues las calles son muy estrechas, ponen los cementerios justo a la salida de cada puerta para poder llevar allí a los muertos). En fin, sea la razón que sea, es apabullante ver que sales de la Medina por cualquiera de las puertas y te das de bruces con un cementerio con miles de lápidas blancas, todas mirando al oriente, a la Meca.
El paseo por la Medina lo tienen muy ritualizado los guías. Siempre te llevan por las mismas calles y te hacen entrar en los mismos comercios (supongo que ellos se llevarán alguna propina por ello). Indefectiblemente (como ya nos había pasado a nosotros en los viajes anteriores) te pasan por un inmenso comercio de alfombras, donde el personal (muchísimos, debe ser que o ganan muy poco, o todos son de la familia, o las cosas les van muy bien) te va sacando, inmisericordes, alfombras de todo tipo. Da lo mismo que no muestres demasiado interés en comprar nada, ellos van a lo suyo. Y pobre de ti como se te ocurra preguntar por el precio de alguna y, más aún, si cometes el error de dar una cifra que estarías dispuesto  a pagar. Entonces te conviertes en objetivo del acoso y puedes dar gracias a Dios (o a Alá) si logras salir de allí sin haber comprado algo. En cualquier caso, con nuestro grupo tuvieron poco éxito y tras casi una hora allí nos fuimos con las manos vacías. Después de las alfombras viene la orfebrería. Otro buen rato escuchando cómo hacen las piezas de oro y plata y el mérito que tienen. Pero tampoco nadie compró nada, aunque a punto estuvo una de las compañeras de caer en la tentación de la tetera bañada en oro. No lo hizo y luego le penó.

La tercera visita obligada es a los curtidores y los tintes. Es una visita espectacular pero como la repites en cada ciudad a la que vas y en cada viaje se hace ya rutinaria. A la entrada te dan tu ramito de hierbabuena para que no te asfixies por los olores y subes al piso superior desde donde ves todos los tarros con los tintes. Y al bajar no te queda más remedio que ir pasando por las distintas piezas donde exponen bolsos, maletas, abrigos y demás productos de piel. Tampoco vi que nadie comprara nada. Tras los malos olores, los buenos y allá fuimos a un comercio de productos cosméticos derivados del argan, una planta milagrosa según el tipo que nos la vendía y que sirve tanto para u roto como para un descosido.  Y ahí si caímos casi todos (todas, mejor dicho, pues fueron ellas las lanzadas). Aún nos faltaba ir al telar, pero ya nos negamos.
Entre comercio y comercio aún dio tiempo a ver algunas cosas interesantes. Pocas, la verdad. Entre ellas la mayor  y la más famosa mezquita del mundo: Al Karaouine. Fundada en el 650, se convirtió en una de las universidades más prestigiosas del mundo con una biblioteca espectacular de más de 300.000 volúmenes que atrajo a estudiosos e investigadores de todo el mundo. Entre ellos Averroes y un papa cuyo nombre ya no recuerdo. Nos decía el guía (aunque nos atrevimos a dudarlo) que en las horas de oración se reunen allí más de 22.000 fieles.
Fez ya no dio para más. Nosotros estábamos agotados (habíamos andado más de 5 kilómetros callejeando por la Medina) y pedimos papas. Así que pese a los intentos del guía por llevarnos al telar, preferimos la furgoneta y regresar a casa. Nos esperaban otras dos horas y media de viaje. Mortal de necesidad. Cada uno se lo tomó lo mejor que pudo pero los silencios se alargaban (seguramente porque quien podía cerraba los ojos y trataba de dormir). Y ver el hotel fue como llegar al oasis. La cena suave y la sobremesa agradable, pero lo que todo el mundo estaba deseando era tumbarse como Dios manda y sobar hasta la mañana siguiente que nos tocaba Rabat. Y la boda.

viernes, marzo 29, 2013

DÍAS EN ÁFRICA




Los compromisos sociales tienen, a veces, estas cosas buenas: te obligan a viajar a lugares apetecibles o, cuando menos, poco frecuentes. En este caso a Rabat para asistir a la boda del hijo de una amiga con una chica marroquí, de origen bereber según nos contaron. Las bodas musulmanas (como las indias) despiertan no poca curiosidad entre los europeos por el carácter festivo y especial de las mismas. Todos los amigos a los que les comentaba que me iba a una boda a Marruecos me miraban con envidia. Eso también tenía su puntito de morbo.
Pues nada, allá nos fuimos la mañana del Jueves Santo. Fueron gentiles con los gentiles y, aunque para ellos la Semana Santa no es nada, nos pusieron la boda en esos días en que nosotros podemos viajar aprovechando las vacaciones. Nosotros ya conocíamos Marruecos. Lo habíamos recorrido  de punta a punta (entramos por Ceuta y salimos por Melilla) de recién casados, allá por el año 1975, en un Renault 5 con dos amigos. Fue una auténtica aventura. Hacíamos noche en los campings a los que no dejaban entrar a los marroquíes y estaban vigilados por el ejército. Creímos estar permanentemente perdidos porque hacíamos kilómetros y kilómetros en los que no nos cruzábamos con nadie y de pronto después de una curva aparecíamos en medio de una aldea con multitud de gente en la carretera que había que ir cruzando poquito a poco. Visitamos las principales ciudades y conocimos a fondo lo que un turista de veintitantos años y poca pasta puede llegar a conocer (incluido algún inocente canuto ). Volvimos a hacer un paseo similar en el año 1996, también en coche, pero ya con nuestros hijos crecidos (en esa época en que ya no quieren ir de vacaciones con sus padres salvo, nos dijeron, que la propuesta sea muy atractiva, y Marruecos se lo pareció). Viajamos junto a otra pareja de amigos con sus hijas. Este viaje ya fue mejor. Muy bien organizado por nuestra amiga que había escogido unos hoteles maravillosos que nos servían de relax al final de días agotadores de coche y callejeo por las medinas. Tenemos anécdotas preciosas de aquel viaje y también un recuerdo nefasto pues ya de regreso en España tuvimos un accidente de tráfico grave. En fin, que Marruecos lo conocíamos lo suficiente si es que alguna vez se puede decir eso de un país como Marruecos (y, además, sin haber llegado al Atlas y todo el sur de Marrakech). Pero esta vez era una boda. Y eso sí que era nuevo.
El viaje estuvo bien. Sin madrugones excesivos. Nos encontramos en Barajas un nutrido grupo de amigos que viajábamos con el mismo objetivo. Y desde allí, todos juntos a Casablanca. Marruecos desde el aire nos pareció magnífico. Todo verde. Es año de lluvias, nos dijeron, vamos alternando los años de sequía con los de lluvia; los primeros son malos años, éste será un buen año. Pero la belleza del país desde el aire se fue al carajo cuando entramos en la vida real. Había unas colas infinitas delante de los cubículos de la policía de inmigración en el aeropuerto. Y aquello no avanzaba nada. Pasaron 10, 15, 20 minutos y estábamos exactamente en el mismo lugar. Desesperante. No éramos capaces de explicarnos qué podía suceder. Tardamos una hora y mucho en pasar la policía. Y el caso es que, llegabas allí y no hacían nada especial: mirar el pasaporte, mirarte a ti, anotar una tontería en la ficha de entrada y poner los consabidos cuños. Todo eso lo podían hacer en minuto y medio. Y de hecho, en nuestro caso fue lo que tardaron. Imposible de entender por qué la cola se demoró tantísimo. Pero entras ya con mal cuerpo, con la sensación de que no eres bien recibido, de que los turistas molestan, de que no se atienden esos detalles tan importantes. Ya me ha pasado a veces en algún otro país. Juras que no volverás, pero al final te olvidas. Y eso que nosotros aún nos podíamos dar con un canto en los dientes porque nuestra fila, mal que bien (mucho más de mal, claro), aún avanzaba. Pero en la que estaba la otra parte del grupo, seguían petrificados.  Nosotros pasamos a recoger las maletas pero como los otros no llegaban allí tuvimos que armarnos de paciencia para esperarles más de media hora de propina. Y, a todas estas, las maletas desperdigadas: unas en las cintas, otras por el suelo. Al ritmo que iba saliendo la gente, cualquier hubiera podido llevarse las maletas de otro. En fin un caos. Al final, salimos y allí nos esperaba el guía que teníamos contratado. Pasaban ya dos horas y pico desde que habíamos aterrizado. En cualquier otro lugar el guía estaría nervioso pensando que algo nos había pasado. Él no, estaba tranquilo. Es lo normal, nos dijo sonriente. Pues nada, nos dijimos, no hay de qué preocuparse. A comer (ya eran las cuatro nuestras, las tres de ellos) y después a dar un paseo por Casablanca.
Salimos del aeropuerto en nuestra furgoneta y comprobamos asombrados que nos adelantaban muchísimos mercedes y autobuses de alta gama. Es que hay una concentración de grandes chef de la cocina francesa, nos dijo el guía. Vive dios que debía ser cierto, grandes e individualistas: en cada uno de los 25 o 30 mercedes que nos adelantaron, iba uno solo. Supongo que a la tropa la mandaron en los autobuses. Nuestra comida estuvo bien. Un restaurante a pie de playa con una vista ancha y preciosa del mar bravío marroquí. Digo bravío porque a la orilladel mar tenían piscinas naturales de agua salada. Osea que no debía poderse bañar en el mar. Estábamos cerquita de donde se celebraba la convención de los chef, lástima que por poco no hubiéramos coincidido, algo se notaría, digo yo. La comida aceptable: ensalada de tomate (las ensaladas se han repetido día tras día en nuestros menús, debe ser que forman parte de la comida habitual); un plato enorme de pescaditos fritos (muy similar al que se podría tomar en cualquier cafetería de Triana con sus acedías, sus gambas, sus calamares…) y macedonia de fruta. La cervecita (que después de la paliza del aeropuerto se hacía imprescindible) hubo que pagarla aparte: 5 euros cada una, que nos parecieron una enormidad.

Desde allí a visitar la Gran Mezquita, un santuario enorme que Mohamed ha construido robándole algunas hectáreas al mar. Resulta impresionante. Nuestro guía aprovechó para ponernos al tanto de los intríngulis de la religión musulmana y sus principios. No pudimos entrar a verla porque ya estaba cerrada. Pero por la mañana está abierta, nos informó, salvo en las horas de culto. De la mezquita a la plaza Mohamed (aquí todo es Mohamed o Hassan en honor a sus últimos reyes) que llamaba la atención por lo animada que estaba a esa hora de la tarde. Bueno y de allí, carretera y manta cara a Rabat, nuestro destino. El tránsito de una ciudad a la otra (otra hora y media larga de furgoneta) se nos hizo eterno. Cada quien fue sobrellevando su agotamiento a base de cabezadas. Y al final, el final, Rabat.
Teníamos alojamiento en el Mercure Sheherazade. Fuimos haciendo el check-in y quedamos para cenar. Según iba bajando la gente al comedor comentaba sus impresiones. Lo más gracioso es que todas las habitaciones eran de cama de matrimonio. Así que a todos nos tocaba compartir lecho con otra persona, lo cual en el caso de los casados estaba bien, pero tuvieron que pasar por el mismo trance también quienes no lo estaban o quienes sí lo estaban pero habían venido solas a la boda. Incluso al novio le tocó dormir con uno de los amigos, que ya le advirtió de antemano que él no respondía si la cosa le gustaba y decidía no casarse al día siguiente.
Y así, mal que bien, cerramos nuestro primer día africano.

miércoles, marzo 27, 2013

Una experiencia gastronómica. A costiña de Santa Comba




Una experiencia gastronómica
Ya sé que es un poco contradictorio aprovechar la cuaresma para darse un capricho sensual. Va contra la tradición cristiana, pero dado que tampoco andamos tan sobrados de satisfacciones, nunca está de más aprovechar las ocasiones para concederse una. La ocasión, en este caso, se lo merecía porque había llegado de México mi hermano pequeño y su esposa que, además de otros muchos méritos (no sé si de orden superior a éste o no), son grandes disfrutadores de los placeres sanos de la vida. Los gastronómicos forman partes de esos placeres, así que establecido el motivo, solo faltaba tomar la decisión.
Cosa compleja en Galicia eso de escoger un buen restaurante. No porque no los haya sino, al contrario, porque sobran. La cosa era decidirse bien por un placer más convencional (marisco, pescado, carne) bien por algo más sofisticado (japonés, francés, nova couciña). Y nos decidimos por esto último. Tampoco ahí es fácil la elección, pero como son menos las alternativas tampoco nos duró mucho la duda. Y nos fuimos a Santa Comba, al Retiro da Costiña.

Ya lo dice su propaganda (esta vez, no engañosa) que comer allí no es sólo comer y bien, es toda una experiencia gastronómica. Como todo en este mundo, el Costiña tiene sus defensores y sus detractores, no deja indiferente y quizás ésa ya sea una de sus principales virtudes.  Para nosotros no era una gran sorpresa lo que allí íbamos a vivir (la mayor parte de nuestros amigos ya han pasado por sus mesas y nos habían contado su experiencia). Pero para mi hermano todo resultaba significativo.

Llegar lleva su tiempo (primer milagro: que una cosa así pueda sobrevivir a treinta y tantos kilómetros de la ciudad y tras una carretera llena de curvas que te van sobando el estómago hasta dejártelo al borde del vómito) pero luego, el lugar donde está ubicado te compensa todos los sinsabores. A los 5 minutos es como hubieras llegado de casa andando.Nos contaron que el restaurante lo inició la abuela, lo siguieron los padres que atienden ahora la cocina y tiene su futuro asegurado con los nietos,hemano y hermana, queson quienes te atienden con una amabilidad que desborda todas las demandas.  En cuanto cruzas la puerta de entrada todo es hermoso y las personas con las que te vas cruzando son todo simpatía (seguramente la mejor plusvalía del lugar: la gente que la atiende, los padres y dos hermanos, él y ella, que cumplen con su papel a las mil maravillas.

Manuel García
El primer acto se desarrolla en el piso bajo donde te esperan unas mesas altas en una cava con cientos de botellas perfectamente organizadas (aunque con una lógica poco clara, según mi hermano) y resguardadas tras un cristal que mantiene la temperatura ideal para el vino. Es como un museo o como uno de esos acuarios en el que tú entras a un espacio rodeado de agua a derecha e izquierda, solo que aquí los peces son las botellas de marcas y añadas increíbles. Nos dejaron entrar por dentro del espacio del vino y fuimos acariciando esas marcas de esas míticas de las diversas denominaciones de origen mientras el somelier Manuel y mi hermano intercambiaban conocimientos. A mí que soy de espíritu sencillo y parco me iba entrando un poco de pánico ante los precios que les oía manejar. De todas formas, la sensación de luz, color y ambiente era espectacular. Y en ese marco te ofrecen un primer vino y unas anchoas del cantábrico en aceite gallego tibio, especialidad dela casa. Debo confesar que no me gustan las anchoas porque siempre están demasiado saladas para mí. Y sin embargo, éstas estaban exquisitas.

Tras esa introducción, que en sus protocolos debe ser corta pero que en nuestro caso duró mucho, subimos al restaurante. Hasta ese momento nos había atendido el hermano; con el tránsito al piso de arriba pasábamos al territorio de la hermana que era quien atendía al comedor. Los padres tienen su reino en la cocina, por lo que nos contaron. La hermana fue igual de simpática que lo había sido el hermano. A cada cosa que decías ella  respondía que “fantástico”. Todo le parecía fantástico, contagiaba optimismo. Pese a que el menú degustación tiene sus platos fijos, nos preguntó si teníamos alguna incompatibilidad alimentaria y si en lugar de la propuesta oficial preferiríamos cambiar el plato por alguna alternativa. Solo mi cuñada Rosy cambió uno de los platos, pero en cualquier caso es un gesto de una gran consideración con los clientes. Por otra parte, la verdad es que el menú que nos ofreció fue estupendo: 7 platos a cada cual mejor.

Comenzamos con (1) una vieira sin concha con salsas especiales y anexos que ya no recuerdo pero que estaba fantástica (mi cuñada la cambio por almejas que también merecieron grandes elogios por su parte); siguió (2) una empanada de maíz deconstruída que contaba con una base crujiente de harina de maíz y sobre ella navajas en su jugo y trigueros, espectacular. Llegados a este punto mi hermano ya estaba rendido y confesaba que, en su opinión, ya en aquel momento la experiencia superaba con mucho a la que había vivido en otros restaurantes del máximo nivel. De tercero (3) nos trajeron un combinado de boletus con queso de cabra y zumo de sirope que se mantenía al mismo nivel que todo lo anterior. A la belleza de los platos y la combinación de colores y olores se unía en cada plato la explicación llena de matices e ideas sugerentes que nos daba la chica con esa voz suave y el tono dulce de las gallegas (que en ella se veía, además, adornado por un ligero frenillo que le añadía un toque mediterráneo fantástico). De los supuestos entrantes pasamos a los platos fuertes y fue entonces cuando llegó (4) la lubina salvaje en salsa de nécora y brotes de soja; aunque la lubina ya la conocemos más, la salsa le daba un toque espectacular, fantástico. El pato fuerte (5) consistía en lomo de vaca vieja al horno sobre base de patatas gallegas asadas. Lo de la vaca vieja precisó de una explicación que atendimos ansiosos y puso las cosas en su sitio (ella nos explicó que Santa Comba es una aldea rural gallega con muchas y buenas vaquerías; los animales se matan o bien de terneros, antes de que cumplan el año, o bien de animales añosos cuando ya han producido y tienen más de 12 años; entonces la carne se deja en un secadero con temperatura controlada durante 12 días para que se cure bien). Bueno, vieja o no, el lomo de la vaca estaba exquisito. Y nosotros con el agua al cuello ya, después de los 6 platos y las dos botellas de vino que nos habíamos metido entre pecho y espalda. Faltaba el postre (7) que con solo nombrarlo ya comenzabas a salivar: un milhojas con crema de no sé qué (a esas alturas uno ya se perdía en las explicaciones tan llenas de matices). Fantástico.

De los vinos que ya se habían escogido en la bodega, nada que decir. Fantásticos. Comenzaron con un Dávila L. 100 del 2009, alvariño de las Rías Baixas que tenía su tiempo de barrica pero como no lo probé no sé decir (aunque las caras de mis co-comensales dejaban entrever que también era fantástico). Yo seguí con mi rioja, un La Viña de Andrés Romeo que mereció todo  mi aprecio desde el primer trago.  No sé repetir toda su historia en San Vicente de la Sonsierra, al pasar el puente, donde hay una viña de vides muy especiales viejas y de las que el propietario, conocido del somelier, hace 2000 botellas de un vino único. Lo del pedigree resulta interesante pero, la verdad, es que el sabor que tenía el vino era espectacular.
Y así fue corriendo la experiencia gastronómica, de la que aún nos faltaba la tercera fase: el paso al salón chimenea, un club donde puedes fumar tu puro y tomar en cómodos sofás tu café y licores. El placer del tabaco ya lo dejamos hace tiempo y de los licores solo quedan los castos, o sea, casi nada. Pero bueno, es una auténtico relax quedarte allá un buen rato con tu café (también sobre una carta de cafés especiales y sofisticados a cada cual más sabroso). Y luego los gintonic (y nueva enciclopedia de ginebras) y los vodkas (y más sibaritismos).

En fin, no sé si una cosa así entra o no en el catálogo de las cosas permitidas, pero lo que es seguro es que de vez en cuando vienen bien. Se ve a la gente feliz, disfrutas, te asombras, aprendes, saboreas, te olvidas de los problemas. Es verdad que no es algo que puedas repetir mucho porque se escapa a tus posibilidades, pero de vez en cuando merece la pena. Al final, si lo piensas bien, no es mucho más caro que el que te metan una multa por exceso de velocidad. Y, sin embargo, es mucho más divertido. Así que nos volvimos respetando escrupulosamente las velocidades y dimos por buena y amortizada nuestra experiencia gastronómica. Fantástica.