jueves, junio 15, 2017

Y LLEGÓ EL BAJÓN.





Triste, apesadumbrado, ido, silencioso, solitario, espeso, tontorrón. Así te deja el bajón. Hecho una mierda. Extraño y extrañado de ti mismo. Es como si no te reconocieras en ese vacío interior, en esa falta de energía. Claro que, en este caso (hay bajones de muchos tipos), la causa es, justamente, el vacío que te deja la muerte de tu madre. Pero un bajón, ¡por dios!, es casi humillante. Ni siquiera llega a depresión, que ya sería algo más reconocible, más serio. Podrías pedir una baja, tomarías alguna pastilla, podrías mirar en Internet qué se hace en esos casos. Pero un bajón…
Afortunadamente, lo que no siento es remordimiento o culpabilidad. Al contrario, me parece que todos hemos hecho lo que había que hacer, lo que estuvo en nuestras manos. En el caso de algunos hermanos y sobrinos, la entrega fue, incluso, mucho más allá de lo que les correspondía.  Y ella fue siempre consciente de ello. Y nos lo agradecía constantemente. En el fondo, no tendríamos que entristecernos por su muerte. La muerte llegó cuando llegó y estuvo bien que llegara. Ella no se merecía seguir sufriendo más. Su organismo y sus fuerzas habían llegado al límite. Poder descansar, al fin, fue bueno para ella. Así que no creo que la causa del bajón sea su muerte sino su ausencia. Ese vacío. Dicen que cuando te cortan una pierna, tú sigues sintiéndola, te sigue doliendo, sientes una presencia ausente del miembro amputado. Algo de eso debe ser. Te falta algo, algo que era una referencia para ti. Y eso te desorienta. Es el bajón.
No coges el teléfono porque no te apetece escuchar pésames y tener que dar explicaciones. No vas a la Facultad por la misma razón: abrazos, saludos compasivos, frases hechas, miradas tristes. Te sientas en el sofá, miras al vacío, escuchas la eterna moción de censura (enterita, de veras, ¡día y medio completo!), escribes cuatro líneas como éstas y, a cada poco, te pones en trance en estado zen como si te hubieras chutado un relajante caducado.
En un pico de autoconciencia me planteé que debía hacer algo. Y en plan científico me fui a la wikipedia para ver qué se hace en los bajones. Las soluciones sugeridas no es que vayan muy allá pero no carecen de sentido común.
Lo primero que tengo que reconocer es que esta comedura de coco que me traigo yo no es sana. El primer objetivo no es la cabeza sino el cuerpo: respirar hondo, identificar las partes adormecidas, hacer algo de ejercicio, comer bien (aunque no mucho, ni cebarse de chocolate o queso o dulces), dormir lo suficiente (¡quién pudiera!). En fin, no hay forma de tener una cabeza ordenada salvo en un cuerpo medianamente satisfecho y activo. Eso lo he podido experimentar muy bien estos días. Lo que pasa es que es fácil decirlo pero mucho menos ponerlo en práctica.
Y después del cuerpo, ahora sí, la cabeza. Empezando por cosas sencillas, por ejemplo, escuchar música (eso me gusta mucho: ayer le tocó a la bossa nova que es relajante y, a la vez, la dulzura brasileña parece que te masajea). También se sugiere desahogarte con alguien (eso no es fácil para los que somos retraídos, pero tengo la suerte de contar con buenos amigos que te provocan y hasta consiguen sacarte con sacacorchos algunas confesiones) y pensar en otras personas pensando en qué puedes ayudarlas (esto es fácil, mis estudiantes están esperando sus exámenes de recuperación o terminando sus trabajos de fin de carrera: ya se encargan ellos de que tenga que ponerme en su lugar y ayudarlos en todo lo que pueda). Una cosa interesante es no abordar temas complejos y evitar las discusiones (buen consejo, porque o pasas del tema o enseguida te irritas, seguramente por sobrecarga de tensión en las pocas neuronas que trabajan).
Y hay dos cosas especiales que pueden ser muy interesantes. La primera es el consejo de “comprarse un capricho” (no es que a mí me diga mucho, pero seguro que a otros sí). La otra sugiere “llorar todo lo que se pueda”. Esta está bien. Tampoco es que se pueda mucho, pero sí que ayuda.
Bueno, pues a ver qué pasa. Son consejos buenistas pero, chico, algo hay que hacer. ¡Aúpa!

lunes, junio 12, 2017

ADIÓS, MAMI.





“Avisa cuando lleguéis, así me quedo tranquila”. Esa solía ser tu despedida antes de emprender los viajes de regreso a casa. Y eso hacía yo. Pero cuando ayer regresé, de vuelta de tu entierro y funeral, ya no tuve a quien avisar. Y esa fue como la primera constatación de que algo importante había cambiado para siempre. Tu presencia vigilante, el saber que siempre estabas ahí, aunque fuera más para cuidarte que para que nos cuidaras. No era tanto lo que hicieras por nosotros, sino lo que eras para nosotros. Eso es lo que hemos perdido, lo que duele.
¡Qué duros han sido, mamá, estos últimos meses! Tú misma lo veías. “¡Quién te ha visto y quién te ve, Salomé!”, solías decir, como plantando cara al deterioro que notabas. Casi un año luchando con la retención de líquido en las piernas y contra aquellos orificios minúsculos por los que buscaba salida. Y cuando parecía que aquello se había superado apareció la maldita infección del dedo gordo del pie. Ese dedo que fue tu talón de Aquiles. Una infección traicionera que nos engañó porque parecía algo sencillo. Pero se complicó con tus problemas tradicionales de circulación y se enquistó ahí haciéndote sufrir lo indecible. Cuántos ayes, cuántas noches en vela, cuántas curas, cuánta desesperación. Parece mentira cómo las cosas simples (una visita habitual al podólogo para que te arregle las uñas, una insignificante heridita al levantar una esquina de la uña que se incrustaba en la carne, una infección de las que has tenido cientos de veces y a la que le pones un poco de mercromina esperando que eso sea suficiente), acaban convirtiéndose en algo irreparable. Y entonces llegó la primera visita al hospital, total para nada. O  quizás sí: para darnos cuenta de que lo que parecía simple, no lo era. Y tu primera desorientación al regresar a casa. Y de nuevo, las noches agónicas y los días inciertos. Y las crisis. Y más hospitalizaciones, para nada. O quizás sí: para comprobar que la medicina es limitada; que el problema, en realidad, no era el dedo sino el conjunto de tu organismo; que no te gustan los hospitales, que preferías aceptar la situación y sus consecuencias antes que iniciar el calvario de intervenciones médicas con pocas esperanzas.
Afortunadamente, estos valles profundos de dolor iban salteados de picos de lucidez y disfrute en los que aún cabía el chinchón, las conversaciones, las comidas, el estar juntos. Tu cabeza funcionó muy bien hasta el final. En los buenos momentos seguías siendo la Salo de siempre, la que lo controlaba todo, la que daba órdenes, la que se quejaba, la que decía cosas cariñosas y se reía. Esa presencia activa nos ayudaba a soportar las ausencias y los momentos de dolor. Pero los valores e intensidades de lo bueno y lo malo se fueron desequilibrando a medida que pasaban los días. Verte sufrir se hizo insufrible. Queríamos engañarnos y pensar que se había controlado el dolor, que los riñones podían seguir funcionando, que el riego vascular mejoraría, pero la realidad se fue haciendo terca y tus fuerzas fueron menguando. Y eso que, acostumbrada a resistir, a cada poco volvías a revivir como un ave fénix. Quienes estaban a tu lado hacían milagros: que te levantaras, que pasearas, que comieras con gusto, que aceptaras las servidumbres de una higiene con ayuda. En fin, tú ya lo sabes, pero has tenido unos cuidadores de lujo. Y en ese juego de noches malas junto a días regulares con algunos momentos felices; de comidas con gotitas junto a pastillas y rescates; de presencia de familiares y amigos junto a atenciones médicas (también has tenido, mamá, tú ya lo sabes, una atención médica fantástica: es increíble lo amables y serviciales que han sido las profesionales que te han atendido cada día; y jamás he visto yo una relación tan preciosa como la de Eduardo, tu enfermero, contigo. Dentro de unas semanas tengo que dar una conferencia en un Congreso médico en Madrid donde se va a hablar de la formación médica centrada en el paciente. Voy a poner de ejemplo quienes te han atendido a ti porque, la verdad, me he quedado maravillado). En ese maremágnum de pequeños rituales cotidianos han ido transcurriendo estas últimas semanas hasta que llegó el final. El jueves, día 8 de Junio a las 5 de la tarde. Nos habíamos despedido a las 3 y media para ir a echar una siesta al hotel. A las 5 menos 5 escribió Santi el mensaje de “ven pronto, está acabando”, pero ya no llegué. A la 5 y cuarto (ya ves que los minutos quedan grabados) te di mi abrazo de despedida. Espero que tu alma aún estuviera por allí cerquita, sobrevolando la escena, como cuentan que sucede al morir. Luego vinieron los consabidos trámites postmortem, gran parte de los cuales ya los habías dejado tú resueltos. Acomodamos los ritmos para que Rafa pudiera llegar y ya todo siguió el plan trazado: emoción contenida (a veces no, porque era imposible) en el tanatorio; entierro el sábado por la mañana (con el dramatismo añadido de tener a la vista la tumba de papá y ese trajín doloroso y simbólico de los procedimientos de albañilería para sellar la tumba) y funeral por la tarde noche.
Luis Mateo, un novelista autor de “Vicisitudes”, escribía que “hay días que son toda una vida”. Uno de esos días fue el jueves 8 de junio (y el 9 en el tanatorio). Unos días en los que, quieras o no, situado ante tu madre muerta, pasa ante ti toda una vida. En mi caso, 68 años de vida que recorres a toda prisa como en esas grabaciones en las que aumentas la velocidad. Allí estaba ella en mi primera infancia en Pamplona de donde tengo pocos recuerdos, solo el colegio de monjas al que comencé a ir con 3 años. Con ella me fui con 5 años a Larrasoaña donde sí que recuerdo cosas (que casi me mata un autobús cuando salí corriendo de casa a la carretera que pasaba por delante; que mi padre fue a amenazar al maestro, -supongo que después de cascarme a mí porque algo habría hecho-, porque me había dado un bofetón brutal en la cara; que casi lo desnuco al pobre porque no se había dado cuenta de que yo había cogido la silla en la que pensaba sentarse; que recorría, creo que diariamente, la distancia de mi casa a Irure, 600ms, para traer la leche; en fin, muchas cosas). De Larrasoaña a Saigós, un pueblico de 8 casas, donde transcurrió la parte importante de mi infancia. Como nuestro padre trabajaba de sol a sol, nuestra madre fue, en ese tiempo y lugar, la piedra básica de nuestra vida: ella nos llamaba desde la ventana cuando era la hora de comer o cuando teníamos que hacer algún recado; ella nos vigilaba desde la ventana cuando teníamos que ir andando por la carretera nacional (hoy parece inconcebible algo así) el kilómetro y pico que separaba nuestra casa de nuestra escuela en Zubiri; ella, sin lavadora ni lavavajillas, tenía que ir al río a lavar la ropa (que como era ropa de quita y pon, supongo que todos los días); ella tenía que hacer la comida para todos y cuidar los animales que teníamos en la cuadra de la planta baja (un cerdo, gallinas y conejos). Poco a poco pudimos ayudarla los hijos mayores, pero ella fue la que se tragó el marrón durante aquellos años, una etapa dura y llena de épica en su vida pero que ella recordaba con cariño y orgullo.
Mi infancia acabó allí con 11 años, porque de allí salí para el internado de los pasionistas primero en Gaviria, Guipúzcoa, después en Euba, Vizcaya para hacer el bachillerato, y de allí a Angosto, Álava y, finalmente a Ormaiztegui, Guipúzcoa. Regresaba a casa solamente en vacaciones de verano. Fue un interludio de 8 años en que mamá era una presencia más imaginada que real. Muchos compañeros no pudieron soportar tanta ausencia e iban dejando los estudios para volver a casa. Yo resistí, no sé muy bien cómo o por qué. Seguramente, el ser el mayor de los hermanos había supuesto para mí una mayor versatilidad (no servía mucho para ayudar en casa, tarea ésa reservada a mi hermana que venía tras de mí; no teníamos campos ni muchos animales que cuidar; y había muchos hermanos pequeños a los que alimentar) por lo que me había tocado pasar largas temporadas en casa de la abuela en Los Arcos, supongo que coincidiendo con el nacimiento de los hermanos que venían detrás. El caso es que fueron 8 años intensos de estudio que me hicieron más fuerte y autosuficiente. Regresé a casa con 18 años,  el Preu superado y dispuesto a hacer lo que hubiera que hacer. Mi familia ya había transitado por Zubiri y estaba a punto de trasladarse a Tafalla. Y allí fui con ellos. En menos de una semana ya estaba trabajando en un bar y en menos de un mes ya había comenzado a recibir clases particulares de contabilidad (perito mercantil, creo que se llamaba entonces) con vistas a colocarme lo antes posible en alguna oficina. No fue así porque mi profe particular se quedó sorprendido por mi capacidad y les dijo a mis padres que era una pena que no siguiera estudiando una carrera. Y eso fue lo que pasó. Era noviembre, ya había comenzado el curso dos meses antes, pero me planté ante el decano de Filosofía y Letras de Zaragoza pidiéndolo que me admitiera como alumno libre en la Facultad. Le pareció bien y allí me fui con una beca. Mamá echó mano de su prima monja en Zaragoza, me buscaron un piso y comenzó mi etapa de universitario. Zaragoza primero (comunes) y, después, Madrid (psicología y pedagogía). Mi vida profesional se inició con el trabajo con menores inadaptados con los que formé un Hogar Promesa. Después vino la boda, los hijos, la docencia en la universidad. Traslado de la familia y el trabajo a Galicia y todos estos años de historia ordinaria.
En síntesis, 11 años de vida con mi madre y 57 años de vida bajo su tutela. Porque ella siempre ha estado ahí. A veces de forma directa y llevando el mando; siempre de forma indirecta pero tangible, en permanente disponibilidad hasta que la edad y las fuerzas la hicieron recluirse en sus cuarteles de invierno de Remiro de Goñi. Estuvo, sobre todo, en los momentos felices (como la boda) y, también, en los difíciles (el accidente y posterior cuidado en el hospital y en casa de María y Elvira: ella le llevaba a escondidas a Elvira su comida rica al hospital, ella soportaba los cambios de carácter de María convaleciente). He tenido la inmensa suerte de que mis padres se ganaran el cariño y aprecio de mi familia, lo que ha permitido que disfrutáramos juntos de sus viajes a Galicia. Ellos fueron siempre la referencia de mis andanzas gallegas, quizás para tratar de aminorar la distancia que nos separaba: para ellos fue el piso en Los Rosales, por ellos me empeñé en conservar en buenas condiciones Orazo y, aunque llegó tarde, pensando en ellos y en la familia navarra nos metimos en Portosín. Mamá cerró su capítulo de viajes hace años (sin papá, ya no le hacía ilusión), pero mientras quiso y pudo viajar nos hicieron felices cada vez que aceptaban compartir con nosotros unos días de su tiempo. Y cuando ya no ha querido o no ha podido viajar, hemos sido nosotros los que hemos viajado a Pamplona a verla y estar con ella. Han sido miles de kilómetros en estos últimos años, pero siempre me han parecido pocos. No es fácil vivir lejos de tus padres, sobre todo cuando se van haciendo mayores y comienza a instalarse en tu alma la sensación de que los vas a perder. Estos últimos meses, quizás año y pico, no he podido quitarme de encima esa angustia que te carcome por dentro.
La angustia ya acabó. Ya no podemos hacer más. Quizás sea inevitable ese sentimiento que duele por dentro: si podrías haber hecho más, disfrutar más con ella, atenderla mejor. Quizás por eso, este escrito que debería ser para ella y sobre ella se ha acabado convirtiendo en un escrito sobre mí y mi relación con ella. Como si tratara de saldar deudas, de explicarle que siempre la he querido mucho y la he tenido como mi valedora. Calculo que ella no necesita nada de esto, que ya lo sabe. Soy yo quien necesita decirse todo lo que ha sido una vida con ella, ante la desazón de lo que va a ser la vida sin ella. Estos días, cuando me sentaba con ella y la miraba respirar tranquila, cuando la veía en el tanatorio con la relajación serena que da la muerte tranquila, solo quería que se me grabara bien su imagen, me repetía que tenía que memorizar sus rasgos de la cara y las manos para que no se me olvidaran. Ahora que olvido casi todo, tengo un miedo enorme a olvidarme de ella, de cómo era, cómo miraba, cómo sonreía. Espero que las muchas fotografías que hemos compartido sirvan para que eso no suceda.
Bueno, ya está. Necesitaba construir mi relato de despedida. Ya sé que esto no es una crónica, que es posible que las cosas no sean así, pero así es como yo las veo y las he vivido. Supongo que cada uno de nosotros (hijos, nietos, familiares) ha construido su propio relato de su vida con mamá. También mamá nos contaba estos días pasados sus propios relatos de cómo había sido su vida. Era muy interesante escucharla. No importaba tanto si la historia era cierta o aproximada, era su versión (lo que ahora llaman la “postverdad”). Quizás elaborar el duelo sea eso: construir un relato amable de la vida en común con la persona que se va, una historia que nos vincule a ella, que resignifique y ponga en valor lo que ella ha sido para nosotros y con nosotros. Nos hacemos co-protagonistas de una vida. Uno se queda más aliviado, más unido. Como si, así, la pérdida mitigara su desgarro. O haciendo que lo parezca.
Gracias por estos 68 años juntos, mamá.

jueves, mayo 18, 2017

¡Ay, las madres!




En estos días terribles en que uno tiene que resignarse a perder a su madre porque la enfermedad y la debilidad avanzan inmisericordes y ella misma ha dado por concluido su periplo en este mundo, me llega esta noticia enternecedora sobre una niña que se crea su propio espacio materno imaginario.
Fue en Irak. Se trata de una niña (quizás 3 años) recogida en un orfanato. Probablemente ni conocía a su madre. Quizás hubiera muerto en uno de los muchos atentados que asolan ese país y otros de su entorno. O si la conocía (aún peor) no podía contar con su presencia, su contacto, su afecto. Pero añoraba tanto todo eso (quién sabe, ella misma lo recordaría de tiempos mejores en su vida, otros niños le habrían contado, lo habría visto en los dibujos animados o en sus cuentos; las madres están siempre presentes como un “otro yo” necesario). El caso es que la niña dibuja una madre en el suelo y se acuesta sobre ella. En ese marco simbólico se queda profundamente dormida imaginándose abrazada a su pecho y en clara postura fetal.
¿Qué decir? Hace unos días comentaba con una compañera cómo los niños pequeños, incluso aquellos con experiencias familiares frustradas, tienden a idealizar a su familia. Ella lo había comprobado con alguno de los niños a los que atiende. Y esa fue, también, mi experiencia cuando trabajaba con chicos inadaptados. Es que es algo que todos necesitamos, comenté yo. Ni somos ni podemos imaginarnos solos en el mundo. Y quién mejor que la familia para crear ese espacio de seguridad y confort. ¿Y quién mejor que la madre para satisfacer física y simbólicamente esa necesidad?
Y ahí estamos todos. Intentando imaginar espacios donde sentir su presencia y su protección.


miércoles, mayo 10, 2017

Matteo. Un bebé feliz



Ay, Matteo querido, cuántas cosas dice esta fotografía.
Para quien la vea desde fuera, no es sino una imagen simpática de un bebé que comienza a gatear. Y, en realidad, es eso, pero hay tanta vida, tanta alegría en tu mirada que esa imagen sencilla se convierte en toda una lección de vida.
Corazón, siempre me ha admirado esa combinación de impotencia y capacidad que demostráis los bebés. Esa ilusión infinita por ir avanzando pasito a pasito, con avances que parecen minúsculos pero que, uno a uno, van construyendo un recorrido inmenso.
Ahí estás tú. Hace unas semanas solo podías estar tumbado de espaldas en la postura en que te hubiéramos dejado. Te rebullías inquieto a veces pero poco podías hacer. Y sin embargo, también eso era una conquista y sonreías feliz como quien tuviera todas sus tareas hechas. Después aprendiste, por ese sistema infalible de ensayo-error, a darte la vuelta. Y tus sonrisas de bebé feliz continuaron. Visto desde la perspectiva de los adultos, tu vida aparece como algo cargado de insuficiencias e incapacidades. Nos parecen infinitas las cosas que no puedes hacer. Pero tú te sientes feliz por las poquitas cosas que sí puedes hacer. Tu mundo es pequeñito pero para ti es inmenso.  Es todo lo que tienes porque es todo lo que puedes tener. No deseas nada más por eso lo que has conseguido te hace tan feliz.
Poco a poco, tus expectativas irán creciendo, querrás tener y poder hacer más de lo que tienes y puedes hacer. Y ahí comenzarán tus cuitas. Pero ahora eres un bebé feliz porque tienes y puedes hacer aquello que haces, sin mezclarlo con deseos que vayan más allá.
Por eso me encanta esta fotografía. Una mirada simple y ajena solo vería ahí un bebé tumbado debajo de un arco de madera. Quizás hasta pudiera pensar: “pobre, qué vida arrastrada, tirado en el suelo y sin poderse mover, con una perspectiva plana de las cosas, luchando contra su impotencia”. Nada más lejos de la realidad. Ahí estás tú saboreando tus conquistas, disfrutando de ese nuevo estatuto de individuo capaz de darse la vuelta, de observar, de distinguir objetos y cogerlos y moverlos y chuparlos. Como no sabes qué viene después, no tienes por qué preocuparte por alcanzarlo, así que tu trabajo es disfrutar de lo que vas consiguiendo. Viviendo a tope cada situación. Y eso te hace tan feliz.
Para quienes estamos en otras etapas, la vida de un bebé es toda una lección de vida. Nos hemos olvidado de disfrutar cada pequeño avance porque siempre estamos pretendiendo objetivos que van más allá. Por eso se nos hacen trabajosas esas sonrisas plenas de los bebés, esa mirada feliz de quien siente que tiene ya todo lo que puede desear.
Matteo, Matteo, ¡qué contagiosa es esa felicidad que transmites!, ¡qué adorable te hace esa sonrisa!