martes, diciembre 22, 2009

Del blog y otros amores.

En general, tener un blog y escribir en él es algo estupendo. Hace un papel similar al que juegan las fantasías en la adolescencia: te permite montar un mundo a tu medida, ponerte en medio de él y sentirte único. Da lo mismo que estén cayendo chuzos por fuera, tú tienes tu mundo, tu blog y allí eres fuerte, te creces, conviertes la vida en narrativa. Y la cuentas tú, obviamente. Es como estar en un escenario contando cosas, algunas de ellas sobre ti mismo. Durante un tiempo gusta, vas alimentando tu narciso y te sientes bien. Sólo que llega un momento en que te cansa tenerlo que ver todo bajo tu propia perspectiva. Ya no tienes nada interesante que contar ni que contarte. Te aburres del blog. O quizás es que te aburres de ti mismo, pero es más fácil proyectarlo sobre el blog.
Lo dices como con resquemor, me dice él, ¿acaso te ha pasado a ti eso? ¿Es por eso que has estado todo este tiempo sin escribir nada?” Y me mira con desconcierto, como si lo estuviera acusando de algo. Así que he tenido que insistir en que la cosa no va con él, que no ha sido su culpa. Y es verdad, se ha portado bien, ha cumplido a la perfección su papel de container. Hasta han quedado bonitas algunas entradas. Además, le he dicho para animarlo, se aprende bastante con los blogs. Son como tu psicoanalista, se quedan ahí plantados escuchando lo que dices con cara de poker y dejando que tú solito descubras tus propias contradicciones. El mío hasta me hace preguntas, en el colmo del colegueo. En fin, la cosa es que de vez en cuando te apetece callar, retirarte a tus cuarteles de invierno y saborear la soledad. No es fácil de explicar qué pasa o por qué pasa. Sucede que entras en una especie de anemia narrativa que te lleva al ostracismo.
En uno de los últimos viajes a Sudamérica vi en el avión el film Julia & Julie, la reciente película de Nora Ephron protagonizada por Meryl Streep y Amy Adams. Interesante y divertida. Pero la traigo a colación porque Julie tenía un blog. Ella se había propuesto hacer cada día una de las recetas que Julia había escrito en su libro de cocina. Y lo contaba en el blog. Al principio casi nadie la leía pero poco a poco fue teniendo un inmenso público que la seguía. Y el blog, es lo que suele pasar, le fue absorbiendo cada vez más. El placer por cocinar fue sustituido por el placer de contar cómo cocinaba. Y todo comenzó a construirse en torno a ese centro magnético que era el blog. Como si se tratara de un tornado, el blog acabó centrifugándolo todo. Incluso su matrimonio. Su marido se quejaba de que el blog la había convertido en una mujer egocéntrica y exhibicionista que necesitaba mostrarse a través del blog y que acababa refiriéndolo todo a sí misma. Me impactó mucho aquello porque me sentí muy concernido. ¿Será que también los blogs crean adicción igual que las drogas o el chocolate?
De todas maneras, yo no quiero renunciar a escribir. Tampoco me he sentido mejor cuando no lo hacía, así que no tiene caso. El problema no es el blog sino cómo se usa. He de acordarme de revisar este tema para los propósitos de comienzo de año.
Así que he mirado con cara de tortolito enamorado a mi blog y le he dicho que no quiero perderlo. Que solo ha sido una crisis. Eso le ha consolado bastante. Con ojos aún brillantes y húmedos me ha recordado que mucha gente disfruta con los blogs. "Incluso personas mayores, me ha dicho, como para vengarse. ¿No has visto en la prensa de estos días el caso de la bloguera cubana que trae en jaque a las autoridades de aquel país con su blog la “Generación Y”?" Es verdad, reconocí, tiene mucho mérito esa chica. Y acabo de ver otro caso de una señora de 53 años (el columnista le atribuía 90, si se entera ella, lo mata) de Cleveland (EEUU) que, también se ha hecho famosa con su blog. En el 2006, cuando cumplía el medio siglo hizo recuento de lo que la vida le había enseñado en todos esos años (http://www.cleveland.com/brett/blog/index.ssf/2006/05/regina_bretts_45_life_lessons.html

Está muy bien. Algún día lo comentaré. En todo caso, eso anima. Así se lo he dicho a mi blog con un abrazo: “Colega, nosotros también seguimos. Y que sea lo que Dios quiera”.

martes, noviembre 03, 2009

ÁGORA

Aprovechamos la hora de la siesta para dejar a los papis un ratico de descanso y nos fuimos al cine. Por supuesto, la estrella de la programación era ÁGORA, la nueva película de Amenábar. Es de las que hay que ver. Y la vimos.
Ágora es una película grandiosa y grandilocuente. Un exceso de figurantes, de ideas, de efectos especiales (supongo), de sonido. Yo mantenía en la memoria MAR ADENTRO aquel film maravilloso, todo emociones, sin un gesto excedido. Aquí Amenábar se ha pasado al lado contrario y todo es ruidoso, exagerado.
La historia son muchas historias y, a la vez (o eso espero) tiene poco de historia. O quizás sí. Quizás la historia fue así, pero es terrible. Existió Hipatia, sin duda:“Una filósofa y maestra neoplatónica romana, natural de Egipto,[2] que destacó en los campos de las matemáticas y la astronomía,[3] miembro y líder de la Escuela neoplatónica de Alejandría a comienzos del siglo V. Seguidora de Plotino, cultivó los estudios lógicos y las ciencias exactas, llevando una vida ascética”, dice de ella la enciclopedia. No es que esos rasgos coincidan mucho con el personaje de la película, pero Rachel Weisz, la encarna con cierta solvencia, menos en lo de ascética pues más bien parece una dama de la alta sociedad de Alejandría. Supongo que también sucedieron las guerras entre religiones, todos contra todos, pero tal como está contado suena más a ajuste de cuentas de los guionistas o a la búsqueda de argumentos y situaciones provocadores. Consiguió dejarme desolado. Perfecta, sin embargo, la reconstrucción de la biblioteca de Alejandría y de la propia ciudad. Supongo que están bien documentadas en los papiros de entonces. Da gusto ver cómo la cultura había sido capaz de ir creando espacios y conocimientos. Y angustia pensar como algunos pensamientos fanáticos pueden llegar a despreciar esas creaciones.
Pese a su espectacularidad, no es una película que enamore, ni que te tenga absorto en la historia. Tuve que luchar a brazo partido contra el sueño. Salvo la figura de Hipatia, los otros personajes están medio ausentes. Aparecen y desaparecen de la historia, mantienen posiciones débiles y cambiantes, resultan patéticos con frecuencia.
En cualquier caso el espectáculo está bien construido y la realización hace justicia a los méritos de un Amenabar ya avezado en esas lides. Logra imágenes espectaculares, incorpora movimientos de masas como si fuera un Cecil B. de Mille redivivo, consigue sonidos provocadores. Algo fuera de lo habitual en el cine moderno. Desde ese punto de vista la película es irreprochable para un espectador normal
Lo que duele más es la historia en sí misma. O la forma de contarla. Uno no quisiera creer que los cristianos de aquella época fueran tan demoníacos, ni que su mentalidad fuera tan retrógada. Estaban aún comenzando, habían heredado una visión religiosa y una filosofía basada en el amor fraterno y el apoyo mutuo. Parece increíble que ese mensaje se pervirtiera tan pronto y que se pudieran hacer desde el cristianismo argumentaciones tan estúpidas y belicosas como las hacen los cristianos. Me cuesta muchísimo creerlo.
Y la verdad es que Amenabar (o sus guionistas) tratan a los cristianos como auténticos talibanes y fanáticos. En primer lugar los viste de negro. La secuencia en que ellos asaltan la biblioteca, con la cámara en picado, los hace ver como auténticas cucarachas repugnantes que se mueven por el espacio sagrado de la biblioteca arrasando con todo. Se inventa la secta de los “parabolanos” y les arropa con todas las miserias de las culturas de aquel momento: el fanatismo, el odio a la cultura, la eliminación de los adversarios, los apedreamientos de mujeres, la ignorancia, la destrucción…El obispo Cirilo (representado por Sammi Samir) es realmente perverso tal como lo presenta la película. Venera como santo y mártir a un chiflado que lanza una piedra al prefecto y él mismo se convierte en santo tras su muerte (lo curioso es que se le venera como santo tanto en la Iglesia Católica, como en la Ortodoxa y en la copta. No debía ser tan malo. Todo tan contradictorio con lo que uno valora como posiciones cristianas que acabas de mala leche. Tanto da si las cosas fueron así (la mala leche sería contra aquellos cristianos fanáticos y estúpidos) como si no lo fueron y Amenábar las ha contado así sólo por alinearse en el frente anticristiano (en ese caso, el cabreo iría contra el cineasta que bajo el oropel de una reconstrucción histórica insufla toda su mala leche antireligiosa).
En fin, la lucha entre religiones y el fanatismo han sido y siguen siendo un auténtico cáncer contra la religiosidad sana. Así que habrá que tomar como terapéutica esta visión, espero que distorsionada, de la historia de Alejandría. Pero es difícil evitar salir del cine con muy mal cuerpo.

domingo, octubre 18, 2009

Soy un 3.

Se ve que no es fácil meterle el diente a esta cosa de la identidad. Mucha gente lee su horóscopo cada mañana antes de hacer el plan de cada día. El otro día en la plaza de la Seo de Sao Paulo, mientras me limpiaba los zapatos que iban hechos un desastre después de la lluvia que había caído, me comentaba el limpia que lo que más leía la gente mientras él hacía su tarea era leer el horóscopo. De hecho, allí vino, otro de los limpias que en ese momento estaba sin clientes a pedirle las hojas del periódico con los horóscopos. Y lo hacía con la misma seriedad con la que un ejecutivo pediría los movimientos de la bolsa. Quería saber cómo le iba a ir el día.

Bueno, pues el otro día me iniciaron en otro mecanismo esotérico para alcanzar el mismo objetivo de conocerse a sí mismo. Estaba yo atendiendo a un grupo de 27 profesoras brasileñas de infantil y primaria que habían venido desde Porto, donde realizaban un stage profesional, para hacer una visita a nuestra universidad, visitar un colegio y, de paso, mantener una reunión de trabajo conmigo. Eso hicimos por la mañana y, cuando llegó la hora, las acompañé a comer. Eran simpáticas y dicharacheras, así que la comida resultó entretenida. Y al llegar al postre una de ellas me dijo si “me habían leído los números”. ¿Los números?, le pregunté, ¿qué es leer los números? Y me habló de la numerología. Sonreí, cortés y escéptico, recordando que ella era de Salvador de Bahía y que allí esas cosas, y muchas otras, forman parte de su sabiduría.

Fue difícil zafarse y, a los pocos minutos me vi haciendo mi carta numérica. Se puede hacer por el nombre o por la fecha de nacimiento (y, como es lógico, los resultados son distintos). Ella siguió la vía del nombre. Lo escribes completo con los dos apellidos. Te pasan una tarjetita en la que para cada letra del abecedario corresponde un número y les vas atribuyendo un número a tus letras. Luego sigues un proceso de reducción sucesiva: sumas los números correspondientes a cada parte del nombre y de los apellidos. Y luego vuelves a sumar esta última cifra. Así que llegas a tener un número por palabra de tu nombre. Luego sumas todos los números de las diversas palabras de tu nombre y apellidos. Como suele dar más de 10, vuelves a sumar las dos cifras. Total, que al final de todo ese proceso, mi número era el 3.
Llegados a ese punto. Ella se acercó a mi lugar en la mesa para explicarme el significado. Antes, claro, me hizo una pequeña introducción sobre esta cosa de la numerología y se remontó a Pitágoras, a la armonía de los números y otras ideas a las que ella profesaba una profunda fe. Parece que esto de la numerología es una de las ciencias ocultas y que se cultiva desde hace muchos años porque los números tienen en sí poderes de representación de lo que somos en el universo. Que somos nuestros números, vamos. Cada número tiene un sentido y un valor que va mucho más allá de la cosa cuantitativa. Nada es casual en lo que somos y detrás de cada circunstancia personal (tu nombre, tu fecha nacimiento, tus medidas) hay unos números que nos representan. La conclusión que ella sacaba es que podíamos saber cómo somos a través de nuestra carta numérica porque los números “determinan”, o casi, tu forma de ser. Yo la miraba atento mientras trataba de mantener en stand by mis herramientas de pensar.
La cosa es que, a lo que parece, el 3 no es mal número. Y me sale 3 por el nombre, 33 por la fecha de nacimiento desglosada y, de nuevo 3, si se analiza mi número para este año. Una cosa rara pero que muestra a las claras que lo mío es la perseverancia. Luego me explicó el significado del 3: bueno en sociabilidad, optimista, capacidad de disfrute de la vida, imaginación y buenas ideas, divertido. Bueno, ella era muy positiva y, supongo que llegados al postre, tampoco era para hacerte un estropicio de la autoestima. Pero vamos, así echando por lo alto, su índice de aciertos no debía superar mucho el 30%.
Según me explicó, soy bastante compatible con los 6 (son buenos en relaciones) para actividades de diversión y con los 8 (estos son los pragmáticos) para cosas de trabajo. A partir de ahora, en lugar de comenzar las conversaciones con el clásico de “estudias o trabajas”, voy a comenzar por el juego de los números. Para no perder tiempo.

lunes, octubre 12, 2009

Budapest

Hora de recuento. Tres días en un lugar no es que sea mucho, ni siquiera suficiente, pero da para mucha historia. Buena y mala. Supongo que cualquier viaje es como una historia o una vida en minúscula. Si fuera verdad que lo que mal empieza mal acaba, este viaje hubiera sido un auténtico desastre. Como tal comenzó. Y eso hace que, inconscientemente, rebajes mucho las expectativas, que te sientas inseguro, que en vez de comenzar en pleno éxtasis tengas que hacer todo un recorrido de autocontrol para superar la depresión. Bueno, pero no dramaticemos.
Es cierto que la cosa comenzó mal. El avión salió de Madrid con más de media hora de retraso más otra media dentro del avión sin movernos. Tras las tres horas de vuelo, llegamos a Budapest e, incomprensiblemente, pasaban los minutos y no se abría la puerta para desembarcar. Pasaron 15 minutos, todos allí de pie en esa espera nerviosa por ver si comienza a moverse la fila. Pero no se movía nadie. Y nadie decía nada. A la media hora comenzamos a pensar que algo grave pasaba. Entonces nos mandaron sentarnos de nuevo “hasta nueva información”. Y seguían sin decir nada. Las azafatas entraban al baño a refrescarse, se sentaban, se levantaban. Aquello parecía ir para largo. Los que íbamos en las primeras filas comenzamos a protestar. Habían pasado 45 minutos. Con gestos ostensibles de querer una explicación logramos atraer a una azafata que en un inglés laborioso dijo algo de que el problema era de la terminal. Que estábamos en una terminal que no formaba parte del “espacio Schengen” y que no nos dejaban desembarcar allí. Que estaban intentando resolverlo. O sea, entendimos, que alguien nos había llevado a una terminal equivocada y que no autorizaban el desembarco. Primero, el error resulta incomprensible hoy en día: ¿quién carajo había llevado al avión a ese finger, el piloto, la torre de control? Parece un error absurdo en una línea que hace ese viaje Madrid-Budapest todos los días. En segundo lugar no se puede tener, sin más, a 200 personas encerradas en una nave durante una hora sin saber qué pasa. Además, si ése era el problema, la solución no parecía difícil: sacarnos a un autobús y llevarnos a la terminal correcta. Y eso fue lo que hicieron. Pero había pasado más de una hora. Y mientras tanto, saltándose todas las normas que uno escucha cada vez que monta en un avión, ya habían cargado de combustible la nave (con nosotros dentro), habían descargado las maletas e introducido las del siguiente viaje. Y total que luego nos dejaron en otra puerta de entrada y ni hubo que pasar la policía ni nada. No se entiende y comienzas cabreado.
Ah!, pero lo peor llegó después. Con tanta historia, llegamos al hotel ya de noche. Un hotel inmenso en Buda, junto a la plaza de Moscú. Nos dieron la habitación y, enseguida, decidimos que tendríamos que bajar a Pest para dar el primer paseo. Que tomáramos el autobús nº 5, nos dijeron y nos apeáramos tras el puente de Elizabeth. Eso hicimos y nos apeamos en la plaza de Ferenczi. Nada más bajar del autobús y con cara de despistados, supongo, se nos acercó un tipo con un plano para preguntar una dirección. Le dijimos que ni idea que acabábamos de llegar y él nos dice que es griego. Y lo repite. Y en estas se acerca otro tipo diciendo que es policía, enseña una placa y nos pide los pasaportes. Bueno, el griego le enseña su pasaporte. Yo saco mi carnet y se lo enseño. Elvira duda más, tiene que revolver en su inmenso bolso hasta encontrarlo, pero da con él y se lo enseña. Todo era muy extraño, pero después de lo del avión, estaba con esa sensación extraña de sentirte en un país excomunista en el que no sabes muy bien cómo funcionan las cosas. Creí que ahí había acabado todo, pero no. Entonces el supuesto policía empezó a gesticular y gritar diciendo que le enseñáramos el dinero, que si euros, que si drogas, que si cambio, no sé. En húngaro, supongo. Pensé que quería garantías de que podíamos movernos por allí sin robar, ni trapichear con drogas y me asusté porque lo había dejado todo en el hotel. Y todo esto en la parada de los autobuses, pero allí nadie nos hacía caso. Empecé a acojonarme. A todas estas el griego sacó un fajo de billetes de 50 euros y el policía hizo como si los mirara. Yo le dije que no tenía dinero. Elvira buscaba su cartera en el bolso. El tío seguía poniéndose nervioso y poniéndonos a nosotros. No se creyó que yo no llevara dinero (euros, euros, gritaba). Hasta me echó mano a los huevos para ver si llevaba una faltriquera. Le hubiera dado una hostia pero estaba demasiado acojonado. Elvira seguía buscando su cartera y él intentando meter su mano en su bolso, cosa que ella, ni de coña, le dejaba. Tranquilo, tranquilo, le decía. Pensé que en uno de sus arranques lo mandara a tomar por el saco y allí comenzara algo serio. Pero encontró la cartera y la abrió. Allí había solo 10 euros. El tipo no se lo podía creer, le miró los otros apartados de la cartera con cara de incrédulo. Unos pazguatos, mayores, que salen a la ciudad con 10 euros. Imposible, debió pensar. Y nuevos intentos de meterle la mano en el bolso y ella a apartarle. Pero la cosa se iba alargando mucho y el tipo debió pensar que por 10 euros no merecía la pena más lío. Dijo algo sobre no cambiar en la calle, zona peligrosa. Y se fue. El muy cabrón.
También nosotros nos fuimos, nerviosos perdidos. Aún lo vimos un par de veces. No se ocultaba para nada. De aquellas yo aún pensaba que era policía. Y me sentía humillado. Elvira tenía claro que había sido un intento de atraco y según iban pasando los minutos y yo me reponía del susto tuve que aceptar que eso era lo que había sido. El griego que hacía de cebo con unos pardillos que se bajaban del autobús con cara despistada, que sacaba la documentación para dar visos de normalidad al momento, que enseñaba una gran cantidad de dinero para infundirnos confianza y que nosotros hiciéramos otro tanto… Un plan perfecto. Todo cuadraba. Pero yo seguía sin poder creer que alguien se hiciera pasar por policía, ni que actuaran así, delante de todo el mundo y gritando. Para aturullarnos, opinaba Elvira. ¡Cabrón de falso policía!. Y menos mal que ella pese al atolondramiento del momento le enseñó la cartera que iba vacía. El dinero lo llevaba repartido entre su agenda y otros huecos del bolso. Si lo llego a llevar yo nos quedamos sin blanca.
Una experiencia terrible. Y cuanto más la piensas más te asustas. Podría ser policía de veras y si no le das dinero meterte droga o cualquier cosa en el bolso y hundirte la vida. O ser un simple ladrón zumbao que se ve sin su presa y también te hace algo. Una locura. Menos mal que salimos bien parados. Pero a mí esas cosas me afectan mucho. Te humillan. Y no solo porque el tipo te toque los huevos, sino porque sientes que te han elegido como posible víctima porque te ven débil.
Pues así comenzó todo. Como para volverse a casa, sin más.



El otro Budapest
Afortunadamente hay otro Budapest. Echamos a andar sin dirección y mirando a los lados con suspicacia (ya digo que volvimos a ver dos veces más al falso policía, el tipo no parecía sentir necesidad de ocultarse y eso asusta). Tampoco la iluminación ayuda mucho. Las calles están muy poco iluminadas. Al rato tropezamos con unos españoles a los que les preguntamos por alguna calle animada y nos mandaron a la calle Vaci. Allí fuimos y, efectivamente, aquello estaba mejor. Tiendas conocidas, restaurantes. Bien. Nos buscamos un lugar donde cenar y nos llamó la atención el que las terrazas tenían todas potentes calefactores para calentar el ambiente. Y no solo eso, en las sillas había una manta como las de los aviones para que la gente se la echara al hombro si tenía frío. Aquí debe hacer un frío del carajo, pensé para mí. Pero aquella noche no parecían necesarias. Total que cenamos bien y tras un paseíto por la orilla del Danubio regresamos al hotel.
Por lo demás, Budapest es espectacular. Impresiona de día y deslumbra de noche. Pero tiene algo que la hace fría. Lo que impresiona de Budapest es lo material, el castillo, los palacios, el parlamento, el río. Pero esa vida que da la gente, se siente menos. Seguro que la tiene, aunque debe ser difícil introducirse en ella. Nosotros no lo logramos mucho, la verdad. Quizás fuera esa desconfianza que te inocula una experiencia tan nefasta como la del primer día.
Nos encantó el mercado de la ciudad tan lleno de colorido y sabores: la páprika, los salami, las frutas y verduras, los bordados. Alucinamos con el parlamento que se parece tanto al de Londres que se diría que estuviéramos paseando por Wensmister. Por cierto que no pudimos verlo por dentro pues cuando fuimos allí estaban haciendo un mitin político en la plaza de entrada (me dio la impresión de que hablaban sobre Europa y no para bien, como quejándose de recibir peor trato que Austria, pero no sé porque, aunque el orador tenía una voz preciosa, no le entendí ni papa). Comida con los Cortizo en el Cyrano (por una de esas casualidades felices ellos estaban en Viena y fueron de excursión hasta Budapest el sábado donde nos encontramos para comer). Excelente y cara. Y por la tarde un paseo por la Ópera (imposible conseguir entradas para el estreno al día siguiente del Castillo de Barba Azul, de Béla Bartók, supongo que llegarían de todo Centroeuropa para asistir a la premier), la Iglesia de San Esteban (donde también había un concierto) y, al final, una cena apacible a orillas del Danubio y con la hermosa vista de Buda iluminada delante de nosotros. Estupendo. Y eso que comenzó a llover con ganas. La mantita vino bien esta vez.
El domingo lo reservamos para Buda. El castillo está bien, pero al final lo ves como el museo en el que han convertido. Es más espectacular por fuera (y visto desde Pest) que por dentro. La Iglesias de Matías, lo mejor, sin duda, de todo Budapest. Espectacular por dentro y por fuera. El bastión de los pescadores, una tontería. El funicular para bajar al río, el paradigma de una cosa funcional (sirve para subir y bajar) pero tan mal pensada que no ves nada desde las cabinas.
Para la despedida nos habíamos reservado dos platos fuertes. Una sesión de baños al pie de la colina Gellért, en el hotel que lleva ese mismo nombre. Debe ser una costumbre que heredaron los húngaros de su etapa bajo los turcos. Está bien, aunque calculo que no superarían los controles sanitarios y la sensibilidad de los más occidentales (eso sí, bueno parte de los que se estaban bañando eran turistas). Cientos de personas en las diversas piscinas, con aguas a diversas temperaturas desde los 38 grados hasta los 18-20 (un caldo de cultivo perfecto para los gérmenes, supongo). Pero te relajas mucho. Y eso que lo nuestro tuvo tanto de estresante como de relajado. Como no llevábamos traje de baño tuvimos que alquilarlo, lo que fue toda una epopeya. Y luego quisimos unas chanclas, lo que ya resultó imposible de todo punto. Lo mismo que obtener una toalla para secarnos al final. Así que aprovechamos un descuido del masajista para robarle un par de sábanas y con eso nos tuvimos que acomodar. Pero fueron dos horas interesantes. Nada que ver con los baños turcos que nos tomamos en Estambul (aquello fue magnífico) pero mejor que los spás de por aquí. Los locales eran espectaculares y el caos que allí reinaba entre saunas, masajes, 10 ó 12 piscinas, cámaras para guardar la ropa, duchas, servicios, etc. muy divertido.
Y tras los baños varias visitas muy interesantes: preciosa la iglesia rupestre que está junto a los baños. Es como una cueva con diversos cubículos, todo muy natural y acogedor. Impresionante San Esteban porque esa tarde sí logramos entrar aprovechando que estaban oficiando la misa. Unas cúpulas inmensas, unas vidrieras preciosas (también lo eran las del Mátyás templom que habíamos visto por la mañana). Y como aún teníamos un poco de tiempo antes del espectáculo de folklore húngaro, nos fuimos hasta el parque de la ciudad (Városliget) que se nos había pasado por alto. Las guías apenas hacen mención a esa zona y, sin embargo, resulta espectacular el conjunto del castillo, los baños, el zoo, los lagos, etc. No pudimos demorarnos pero nos gustó mucho.
Y para completar el día, el folklore. Visto que lo de la Ópera era imposible, nos contentamos con asistir en el Duna Palota a una representación de música y danzas húngaras por el Rajkó Folk Ensemble. Mucha música rápida (violines, clarinete y clavicordio) y bailes interesantes. Los bailes folklóricos siempre son atractivos por la vitalidad que expresan y porque te meten dentro de una cultura. Me parecieron demasiado semejantes todos ellos (siempre con el juego de las palmadas en las botas y las piernas) excepto el último y más espectacular que era una danza gitana que bordaron metiéndose al público en el bolsillo.

Bueno y ahí acabó nuestro viaje a Budapest. Interesante y agotador. Con empacho de gulasch y ganas de olvidar al falso policía cabrón del primer día. Pero así es la vida, con un poco de todo. Incluso de eso. Pena que fuera en Budapest.

sábado, octubre 03, 2009

Si la cosa funciona

A Woody Allen le pasa lo que a mí (perdón por la desmesura), que no puede hablar de otra cosa que de relaciones personales. Da lo mismo de qué vaya la historia, el tema es siempre el mismo o muy parecido.Sólo que él, de forma insuperable, lo hace con un guión y una cámara en la mano. Los demás lo tenemos que hacer con herramientas muchos menos expresivas y evolucionadas. Lo bueno de Allen es que lo borda.

La cosa no había comenzado bien. Como llegamos tarde a la taquilla, nos dieron una segunda fila. Cruel (pero buena señal: el cine estaba a tope). Menos mal que se trata de una de esas salas enormes con una zona amplia (supongo que para poder evacuar en caso de peligro) entre los espectadores y la pantalla. Aún así, marea ver las escenas tan cerca. Pero, al menos esta vez, no importó.
Si la cosa funciona es un Woody Allen resumido: original, inteligente, provocador, pesimista, divertido. Dicen que el guión estaba escrito desde los años 70. Puede que sea cierto, pero él ha sabido ir espigando recursos y situaciones de todas sus películas para compendiarlas en ésta. Se copia a sí mismo. Pero eso está bien porque sigue siendo una muestra cabal de lo que puede dar de sí el cine como conversación inteligente y como diálogo con los espectadores. Lo que más me gusta de él es la forma tan simple y directa de meterte en la historia. Da lo mismo si saca a los personajes de la pantalla o si te mete a ti en ella, el caso es que no te permite quedarte de mirón, te provoca, te reta, te escandaliza. Y, desde luego, lo consigue: al final eres uno más en la pandilla de personajes que van desfilando por escena.
Si la cosa funciona se estrenó ayer en España (me encanta esto de ir a ver películas que se acaban de estrenar; te da cierta ventaja, cierta pátina chic de chico de vanguardia que puede presumir de estar al día). La historia es sencilla, pero eso, al final, es lo de menos. Allen responde a aquel principio de que cualquier cosa simple puede contarse de forma absolutamente compleja. Y ni siquiera importa que todo sea bastante previsible, quizás porque uno ya cuenta con su particular tendencia a incorporar un notable nivel de caos en sus relatos. O porque, como narcisista nato que es, todas sus historias resultan, a la postre, bastante copernicanas y autobiográficas. En resumen: un tipo mayor, cascarrabias, borde, misántropo y pesimista (Larry David) nos cuenta su vida para convencernos de que la vida es solo la antesala de la muerte y que incluso las personas superdotadas como él (profesor de Física cuántica, especializado en la Teoría de las cuerdas y casi premio nobel) tienen pocas razones para alegrarse de estar vivos. Pero hete aquí que se cruza en su vida una joven simple e ingenua (Evan Rachel) que trivializa y tergiversa sus elevados pensamientos y poco a poco le va rompiendo todos sus esquemas (y él los de ella). Ella se había escapado de su casa y, un tiempo después, sus padres ( Patricia Clarkson y Ed Begley) que se habían separado, acaban localizándola y vienen a buscarla cada uno por su cuenta. En realidad a buscarse a sí mismos pues son ellos los que están realmente perdidos. Su contacto con el ambiente neoyorkino (N.Y. es la otra gran protagonista de este film, lo que le permite a Woody Allen recuperar sus viejos amores) acabará cambiando sus vidas. Y al final, nada será como era al principio (“realineamiento” de quereres, se le llama ahora).
Ésa es la moraleja del film: todo es muy relativo, todo depende de coyunturas y probabilidades imposibles (de si la cosa funciona…). La nada es el todo, y todo es, en definitiva, nada. “Si comes verduras y paseas puedes aumentar la longevidad, pero, al final, es menos importante ser bueno que tener suerte”. Y así puede zarandear todo cuanto se le ponga por delante: el amor, la salud, la muerte, el sexo, la religión, la fidelidad, la homosexualidad, la inteligencia, la bondad, la cordura, el lenguaje, todo. Lo hace con ese estilo locuaz y discursivo que lo ha convertido en patrimonio propio. Los diálogos y monólogos de Woody Allen deberían ser conservados como patrimonio cultural de la humanidad. Son tan provocadores, tan agudos, tan actuales que, incluso cuando te ofenden, los adoras. La gente se reía a carcajadas en la sala. Estaba hablando de nosotros, de nuestras miserias, de nuestras, según él, falsas creencias y ritos (en la comida, en el amor, en el sexo, en la religión, en la cortesía, en la aceptación de lo políticamente correcto, en todo), y nosotros nos reíamos. Es la complicidad con que hemos aprendido a ver a Allen.
En resumen, como comencé diciendo, una hermosa y provocadora película sobre las relaciones personales y sentimentales. Según Woody Allen, en ellas como en todo, pero sobre todo en ellas, todo dependen de la suerte que tengas. De que tengas un encuentro afortunado y, desde luego, de que la cosa funcione… Parece imposible decir y hacer cosas tan radicalmente desagradables y pesimistas como las que dice y hace el protagonista. Y, sin embargo, uno sale del cine feliz y optimista. Quizás es que hemos tenido suerte. O que la cosa funciona…

miércoles, septiembre 30, 2009

El secreto de sus ojos.

El domingo, pese a todas las congojas y resacas (una llegada precipitada de México el sábado y a la media hora una boda hasta las tres; un entierro a media tarde del domingo) hubo cine. La normalidad hay que encauzarla rápido y saborearla con tazas bien repletas. Pero nos equivocamos de sala y entre dimes y diretes llegamos al Secreto de sus ojos cuando ya llevaban algunos minutos de proyección.

Ya he confesado otras veces que me encanta el cine argentino, sobre todo el que cuenta historias y esta película de Campanella, que se acaba de estrenar en España el día anterior, es una estupenda película. Está basada en una novela de Eduardo Sacheri, que se desarrolla en forma de narración medio policíaca medio romántica pero muy dinámica y que te mantiene en tensión durante las dos horas que dura. También tengo debilidad por Darín, este actorazo que borda todo lo que interpreta. Y me quedé encandilado con Soledad Villamil, guapa a rabiar, sensible, pero, sobre todo, con unos ojazos y una mirada que te encandila cada vez que le enfoca la cámara.

En una película de gestos muy medidos, muy intensos. Todos los actores lo hacen muy bien, como si lo fueran de teatro. Te hacen ver la desesperación, el dolor, el abismo de la pérdida, la intensidad de una búsqueda policial, de una amenaza o de un interrogatorio. Y todo ello a través de las miradas, esas miradas largas y definidas que definen el mundo interior de la persona que expresa en ellas todo el torbellino de emociones que vive en su interior.

La historia está muy bien construida. Un oficial del Ministerio Fiscal que se jubila y decide dedicar su tiempo a la reconstrucción de un crimen que vivió y le dejó traumatizado (ésa es la parte que me perdí, así que no sé si esto lo cuento bien). El, jubilado con vocación de escritor, va construyendo la historia a la vez que la película reconstruye lo que fueron aquellos días. Cómo aparece muerta y destrozada una chica, cómo se sume en la desesperación su esposo, cómo la policía pierde la pista del sospechoso y cómo a través de fotografías (la fuerza de su mirada) los dos secretarios de juzgado llegan a descubrirlo y a perseguirlo. Y entre medias tres historias de amor que se cruzan y que le dan alma a todo el film: la del viudo con su esposa asesinada que conmueve hasta las lágrimas; la del asesino con la asesinada, un amor imposible con un final trágico; la del secretario del juzgado con su jefa, un amor lleno de vericuetos, de desencuentros pero profundo y potente. Más allá de la frialdad y tensión comedida de la historia policíaca, este amor casi imposible pero real y contagioso te permite salir de la sala con buen sabor de boca.

Y lo demás, todo perfecto. Las imágenes perfectas (con muchos primeros planos de esos que de dejan seco), la fotografía (con unos juegos de cámara increíbles), la música, el ritmo con momentos de enorme tensión y otros relajados, excesivos, incluso. Y para aliviar la densidad de la historia, aparece la figura de Guillermo Francela, colega de trabajo en el Juzgado y un tipo humano magnífico, simpático y medio borrachuzo. De descojonarse cada vez que toma el teléfono para no responder a una llamada y se identifica con grupos imposibles: el club de donadores de sangre; la oficina de recolección de esperma. Un cachondo mental pero un gran colaborador y buen amigo. Y, como perro viejo en el estudio de casos, un buen psicólogo. Me encantaron sus consideraciones sobre las personas y nuestras pasiones. Hay cosas en las que no podemos cambiar, dice Francela: en las pasiones. Esas se mantienen. Puedes apasionarte por cosas o por personas pero las pasiones no cambian. Se mantienen, nos dan continuidad, nos delatan.

En fin, el juego entre el presente (cuando escribe la historia) y el pasado (cuando sucedieron los hechos) les permite a los guionistas contraponer lo que los protagonistas son y lo que fueron, lo que hicieron en su momento y lo que sienten que debieron hacer. “A veces me miro (entonces) y no me reconozco”, dice Darin. Está bien. Debe ser lo que nos pasa a muchos. Pero es, sobre todo, la mirada lo que cambia, el poder que transmite, la sinceridad, la emoción contenida, el brillo, los secretos. Había secretos en la mirada del asesino, pero había emoción y mucha en la mirada de todos los demás. Y la mirada de ahora les permitió ver los mensajes de las miradas de antes que en aquel momento fueron incapaces de interpretar.

martes, septiembre 29, 2009

San Miguel

Bueno colega, ¿qué puedo decirte? ¡Felicidades por tu santo! Hoy me toca escribir a mi la entrada al blog no vaya a ser que te dé un ataque de melancolía o que se despierte tu volcán narcisista. Por este año ya te llega de disfrute personal y de autobombo con la cosa de los 60. Esto de hoy es fiesta menor aunque no tan leve como para pasar desapercibida. Un San Miguel es siempre un sanmiguel.
"Semejante a Dios", en hebreo. “El jefe de la milicia divina”, dicen los cánones y, por tanto el jefe de los ángeles. Ya ves, no paso de ser parte de tu tropa. Y el primero de los siete capitanes generales o arcángeles, con una estrella más que Gabriel o Rafael. Y lo es en todas las religiones desde la judía a la islámica y, por supuesto, en la católica, la ortodoxa, la copta y la anglicana (Wikipedia dixit). Todo un personaje. La verdad que se le ve siempre agarrado a su espada y en actitudes bien poco amistosas con los demonios con los que se lleva fatal. Supongo que con los amigos debe comportarse de otra manera (de hecho, me encanta la pintura de Gaston Bussière donde le sitúa seduciendo a Juana de Arco; tampoco harían mala pareja los dos tan guerreros salvo que se enfadasen y cada uno echara mano de sus espadas y su mala leche).
Además, según las escrituras (1ª a los Tesalonicenses 4, 16) va a ser el encargado de tocar la trompeta el día del fin del mundo y quizás hasta sea el que vaya pasando lista. Está claro que hay que llevarse bien con él. Supongo que en eso, los migueles, llevais alguna ventaja.

Pero dejando de lado la cosa religiosa, ¿sabías que el nombre “miguel” tiene toda una serie de connotaciones para la gente que se dedica a leer las manos y a hacer interpretaciones de los signos astrales? Yo se lo pregunté ayer a una tipa que sabe de eso y en cuanto le conté dos cosas de ti, enseguida me dijo que, sin duda, eres tauro. Bueno, le dije, para decir que tú eres un tauro no hace falta ser adivino. Se nota a las primeras de cambio. Pero me dijo otras cosas que te van a extrañar. Se diría que te conocía. Me dijo que los migueles "no sois buenos diplomáticos, os creéis más fuertes de lo que sois y que eso os lleva a un desgaste terrible porque tratais de imponeros a base de coraje y voluntad". Bueno no le dije que eras navarro, sino en lugar del coraje y voluntad que suena demasiado fino, habría dicho lo de imponerse “por huevos”, que suena más racial. Dijo cosas interesantes que seguramente ya te suenan porque te las decimos muchos: "Que os gusta apropiaros de las personas y las cosas que amais, pero que sois amigos fieles". Y luego siguió describiéndote como si leyera tu diario: “no les gusta expresar lo que sienten y suelen tragarse sus propios marrones, así que acumulan mucho secreto personal y eso acaba estresándoles”. Te juro que yo no creía en estas cosas, pero la tipa me iba metiendo en su rollo por lo bien que te describía. Y mientras le miraba estupefacto me soltó la guinda final: “ están siempre dispuestos a meterse en toda clase de aventuras e iniciativas, pero al final son más emprendedores que perseverantes”. Después de eso, macho, ya ni le discutí el precio y hasta le dejé una propina. Clarividente la tía, oye. Espero que nadie le pregunte por mí.

Bueno, chaval, pues eso. Muchas felicidades en tu onomástica. Que pases un día divertido y jaranero. Pero sin hacer nuevos planes. Escucha a la pitonisa.
Ángel Saigós

domingo, septiembre 20, 2009

La furia

El domingo (13.09.09) pasado apareció un artículo en el País Semanal (pags. 24 y 25) que me hizo pensar mucho. Tomé unas notas en un papel suelto que va pasando de bolsillo en bolsillo hasta que definitivamente se pierda. Así que voy a aprovechar esta madrugada de domingo en Sao Paulo (estoy en un piso 22, a no más de 200 ms. del aeropuerto de Congonhas, como si fuera la torre de control: veo entrar y salir a todos los aviones y hasta puedo distinguir a los operarios que se afanan por tenerlo todo a punto) para retomar ese tema interesante de la furia.


El artículo hablaba, como se puede suponer, sobre las relaciones humanas y cómo a veces acciones incontroladas que duran poco, que no tenían por qué darse, que surgen así, casi sin darte cuenta porque se te llena la boca, acaban generando problemas insolubles. "La furia provoca daños que luego hay que reparar. Unos segundos desafortunados pueden destruir una confianza que se ha tardado años en edificar", decía el autor. Y citaba aquella frase de Schopenhauer: la ira no nos permite saber lo que hacemos y todavía menos lo que decimos. Estoy de acuerdo. ¡Cuántas veces pasa eso! Estás tan tranquilo hablando o discutiendo de algo y, de pronto, comienza a elevarse el tono de la conversación y se desata la caja de los truenos. Y con ese rollo moderno de la asertividad, mal entendida claro, te quedas hecho polvo. O eres tú quien deja hecho polvo a quien esta contigo. Un desastre.

Siempre me ha llamado mucho la atención lo vulnerables que son las relaciones. Lo que parecía que iba viento en popa, con una compenetración a prueba de bombas, llega un tropiezo y parece que nada de lo anterior cuenta. Como si se abriera una cuenta nueva y hubiera que comenzar de cero (o de menos de cero, porque la furia te lleva al infierno del sótano -3). Recuerdo de hace unos años haber escuchado en la cafetería de la Facultad una conversación entre varias estudiantes. A lo que pude entender, el novio de una de ellas había estado tonteando con otra en la fiesta del día anterior. Las otras la miraban condolientes y como esperando que tomara una decisión drástica. Pero ella, muy sensata y segura de sí misma, les vino a decir que después de estar tanto tiempo con ella y conocerla bien no podía preferir a otra que acababa de conocer. Y que si lo hacía, pues no merecía la pena continuar. Un poco ingenua la suposición, pensé para mí, pero muy sensata. Podría haber reaccionado con ira y romperlo todo sin más. Pero así las cosas dejaban una puerta abierta.

Esta historia de la furia tiene, además, un segundo inconveniente, sobre todo para los tímidos que no nos podemos permitir ese lujo de cabrearnos y exteriorizarlo. Quedas perdido, sin armas. O te aguantas o, si la cosa se pone fea, te agrarras a esa cosa íntima y asequible que es el odio. Pero aún es peor el odio que la ira, penetra más dentro y te destruye y destruye la relación de manera más inmisericorde. También mencionaba el autor (debería haber tomado su nombre pero no lo hice, algo imperdonable en un profesor que sabe que referenciar sus citas es obligatorio; lo siento de veras) un viejo dicho oriental: "aferrarse a la ira es como agarrar un trozo de carbón candente con la intención de arrojarlo contra alguien. Al final quien se quema eres tú".

Otras cosas que decía también eran interesantes. Esa idea de Vitorio de Sica de que "la Biblia enseña a amar a nuestros enemigos como si fueran nuestros amigos, probablemente porque son los mismos". Y, con frecuencia es verdad. Al final con quien tenemos las grandes agarradas es con nuestros amigos. Los que no lo son, ni merecen el esfuerzo que supone el enfadarte. Uno desearía que sus amigos lo fueran de forma constante, que resaltaran tus méritos y cualidades, pero no suele ser eso lo normal. A veces, las peores críticas (merecidas o no), las que más teduelen las recibes de ellos. Debe ser por eso que en toda amistad se produce un juego de amor-odio que fluctúa. Lo mismo que en las parejas. Cuando predomina el amor todo funciona bien, cuando acaba predominando el odio las cosas acaban de mala manera.

Tampoco estuba mal la idea de que no hay defectos que molesten más en los otros que los que nosotros mismos tenemos. No sé si será verdad. Me tendría que poner a pensar en cuáles son los defectos que más aborrezco en los otros, cosa compleja para estas horas de la mañana. Pero me queda como tarea pendiente. Y lo que no deja de ser verdad es aquello otro de que "cuando nos enfadamos de forma desproporcionada con alguien es posible que estemos enfadados con nosotros mismos". De esto puedo dar fe. No hay peor cosa que estar mal con uno mismo (en un sentido genérico eso de estar mal: porque estás jodido de veras, porque estás deprimido, porque has dormido mal, porque llevas una tensión dentro que pareces una olla exprés, cualquier cosa vale) para que lo veas todo mal en los otros y todo te cabree intensamente. A mí me suele bastar con dormir bien para que los nubarrones vayan disipándose.

Bueno, este soliloquio mañanero se está haciendo demasiado largo y reiterativo. Pero aún hay otra idea que me gustó, porque la siento casi como mía. Hasta pensé que me la habían copiado. Ya he escrito en el blog sobre "las conductas paradójicas" y su interés para poder sobrevivir a un conflicto. Pero el autor del texto cita a Jaume Roselló que dice eso mismo con una hermosa frase: "lo contrario es lo conveniente". Y el texto que sigue lo explica muy bien: "si en los momentos de conflicto aplicamos la misma energía (negativa) que nuestro opositor sólo lograremos duplicar la negatividad. Si decidimos apostar por la emoción contraria quizás podamos revertir la situación". Es decir, en lugarde iniciar una escalada simétrica en el conflicto (esto es, pelearse a ver quién es más borde, quién grita más, quién dice las cosas más hirientes, quién hace más daño), caminar en la dirección contraria. Claro que te gustaría ganar la batalla de la ira y joderle bien jodido (eso es lo que te pide el hígado a gritos) pero justo ahí buscas el camino contrario: lo contrario (de lo que te apetecería hacer) es lo conveniente. Sin bajarselos pantalones (o lo que sea) por supuesto, sin darle la razón al otro, al menos en eso en lo que estais discutiendo. No es que te rindas, es que quieres cambiar el sentido del enfrentamiento. Tú empiezas a alabar en él o ella ciertas cosas que encuentras valiosas (no estoy de acuerdo en esto pero me gusta mucho cómo planteas...). La cosa puede resultar chocante. Incluso puede que, en lugar de menguar la ira del otro, la incrementes porque sienta que le estás tomando el pelo. Pero en fin, merece la pena intentarlo. Por eso son situaciones paradójicas.

En fin, qué rollo, por Dios. Casi parece el sermón del domingo (bueno, hoy es domingo, así que descontextualizado no está). "¡Ya, ya!, estoy oyendo que murmura el blog que debe estar despertándose después de tantos días sin escribir nada, ¿y se puede saber todo esto a qué viene? ¿Algún cabreo soterrado de estos días que tratas de superar?". No seas bocazas, anda. Ya sabes que ésta es una de mis obsesiones de siempre. No es que me dé mucho resultado, pero al menos, me entretengo. Y, además, ¿quién es el guapo que no tiene un conflicto que desee superar?

Y aquí va la última guinda del texto. Un proverbio chino que dice " cuando te inunde la alegría no prometas nada; cuando te domine la ira, no escribas ninguna carta". Del blog no dice nada.

lunes, septiembre 14, 2009

Ser uno mismo


Era la hora de la siesta. Entre que tomas el café, que te adormeces un poco, que pasas de las noticias malas del telediario a los deportes y después al pronóstico del tiempo ya había llegado al momento propicio para la cabezadita del pomerigio. Entre sueños advertí que empezaba una peli de sobremesa con algo que tenía que ver con las Vegas (Algo pasa en la Vegas, supe después que era su título, una película del año 2008 dirigida por Tom Vaughan y protagonizada por Cámeron Díaz y Ashton Kutcher).
No es que pasara mucho en Las Vegas, la verdad. Las típicas situaciones tan manidas de que se cogen una melopea y acaban casados (acaban de retomar una locura parecida en la reciente Resacón en Las Vegas). En fin una película que se deja ver en esa duermevela de la sobremesa pero que, con seguridad, no optará a un oscar. Tiene cosas divertidas, como las visitas a la terapeuta de familia, pero poco más. Y sin embargo, me dejó pensando.
Al acabar la historia, a través de meandros previsibles (aproximaciones y separaciones intermedias que ya se sabe concluirán en un reencuentro final), el protagonista quiere que una amiga de su novia le diga a dónde se ha podido escapar ésta después del último desencuentro. La amiga le dice que no lo sabe pero añade algunos comentarios interesantes. Por ejemplo, le asegura, que ella (la escapada) había combiado mucho desde que se había encontrado con él. Y aquí viene lo grande: “que por primera vez desde hace muchos años, ella había vuelto a ser ella misma”. Ser uno mismo, dije para mí, cuántas veces lo repetimos pero que poco claro queda lo que significa. ¿Cuándo se es uno mismo?

Más adelante, él va a buscarla al lugar donde ella le ha confesado que se sintió feliz, plenamente feliz, por última vez. Y en ese encuentro final, y feliz como era de suponer, ella vuelve a lo mismo. Durante muchos años ella había estado tratando de hacer lo que otros le pedían, de responder a sus expectativas, de ser lo suficientemente buena para ellos (sus jefes de trabajo, sus padres, sus novios, etc.), pero cuando se encontró con él, como lo odiaba, había adoptado la distancia necesaria, ya no tenía que resultar interesante y valiosa, ya no tenía que pretender nada. Había vuelto a ser ella misma. Y eso le llevó a romper con su trabajo, con su ex novio, con todo aquello que la obligaba a ser como no quería ser.
Y la idea me quedó colgando de las telarañas del sopor de esas horas difíciles. ¿Será que ser uno mismo es eso, no tener que responder a las expectativas de los otros? ¿Y es eso posible puesto que esos “otros” siempre están ahí de una manera u otra?
Hace unos años una amiga que hacía el Camino de Santiago me contó su propia versión de este “ser uno mismo”. Al poco de comenzar el Camino, quizás en la tercera o cuarta jornada, no lo recuerdo, conoció a unos chicos que también iban haciendo el Camino. Le cayeron simpáticos y desde entonces hacía lo posible por caminar cerca de ellos o, cuando menos, por verse durante el Camino y también por las noches en los albergues. Así que estaba constantemente pendiente de si ellos iban por delante o por detrás para no perderlos de vista. Procuraba organizar sus jornadas para que coincidieran con las de ellos y hacer las paradas de descanso con ellos. Pero llegado un momento, tanta tensión se le hizo menos llevadera. Ella se planteó a sí misma: “no estoy haciendo mi Camino, estoy haciendo el Camino de ellos”. Y se decidió dejarlos marchar y, también, según sus palabras, “volver a ser ella misma, volver a su propio Camino”.

“Ser tú mismo”. Algunos lo han relacionado con la necesidad de renunciar a ser perfecto (ésa era la posición de la Cameron en la peli), otros con la necesidad de no querer deslumbrar a los demás, sobre todo a nuestros padres o parejas. Pero pudiera ser que algunas personas sean justamente eso: buscadores de la perfección, o conquistadores profesionales del aprecio de los demás. Quizás ésa sea su vida. Supongo que permitirles a ser imperfectos no les haría más felices. Otras recetas tampoco son claras. Los que te dicen que para ser tu mismo lo primero que tienes que hacer es conocerte bien, tus fortalezas y debilidades, tus valores tus capacidades… La cosa es que eso no lo descubrimos nunca del todo. Y además todas esas virtualidades de cada uno dependen mucho de tus circunstancias, de tu momento, de las personas con las que estés, etc. Es muy curioso cómo personas que se han separado y se han vuelto a unir a otras parejas se transforman y parecen otras personas: les gustan cosas que antes no les gustaban, se visten de manera distinta, se les ve distintos y distintas. No es fácil saber si es ahora cuando son ellos mismos o era antes cuando lo eran. Pudiera ser que antes y ahora. O, también pudiera ser, que ni lo eran antes ni lo son ahora. En fin, un lío, como decía.
Por otra parte, a mí eso de “ser uno mismo” me parece, a veces, echarle mucho morro a la vida. A mí me desesperan las personas que te dicen después de hacerte alguna barrabasada o de montarte un cirio, “disculpa, es que yo soy así”. Pues, coño, no seas así. Es como si dejar salir el ser primitivo y menos presentable que llevamos dentro pudiera justificarse por el mito ése de “ser uno mismo”.
“Ser uno mismo”; “realizarse como persona”; “ser empático y, a la vez, asertivo”; “ser honesto y non fingir ni traicionarte por quedar bien con los demás”; “saber decir que sí y saber decir que no”. ¡Tantas cosas! Es como un cruce de carreteras con muchos indicadores. Y como te entretengas a ver cuál te conviene, enseguida empiezan a pitar los que vienen detrás porque les estás interrumpiendo el paso. ¡Qué presión!

lunes, septiembre 07, 2009

Y no era doncella

Aunque se la vendieron (y cobraron, supongo) como si fuera una pobre criatura de pocos meses, pues resulta que no. La cabra tenía 7 meses (que debe ser mucho en la particular biografía de una cabra). Y si hacemos caso al experto que la sometió a una minuciosa revista, ya había conocido varon y hasta había parido. Muy precoz. Hay que mirarles a los dientes, nos dijo. Y a las ubres. ¡Claro!, pensé, ¡cómo se les pasaría por alto a mis amigos una cosa tan obvia! Y eso que se pasaron un buen rato intimando con ella antes de subirla al coche. Los dientes y las ubres, por Dios. Es que es de cajón...
Bueno, el desvelamiento del fiasco fue casual, he de reconocerlo. La cabra primero lo pasó mal y estaba deprimida. Prefería el pienso a la hierba (algo contranatura en una cabra) y siempre que veía una puerta de la casa abierta marchaba corriendo a buscar refugio dentro (lo que contradice aquello de que la cabra siempre tira al monte; ésta tiraba más bien al salón). Eso ya nos debió hacer sospechar algo, pero como estábamos convencidos de que era una pobre cría de biberón, nos pareció una manía típica de tan corta edad. Todavía se está socializando, pensamos.
Todo cambió cuando empezó a relacionarse con una peña de ovejas. Ella empezó a cobrar confianza y a sentirse más relajada, más cabra. Buscando hacerle la vida más agradable, Antonio que era quien le cuidaba, fue a ver a un cabrero. No tenemos mucha idea de cabras pero a todos nos pareció que nuestra cabrilla precisaba de un novio. Su amistad con las ovejas podría provocarle alguna confusión de identidad sexual. El cabrero fue amable y nos dio algunos consejos. Dijo, entre otras cosas, que las cabras entran en celo cada veinte días. Y se nota en que mueve mucho el rabo y mira constantemente hacia atrás. Bueno, le dijimos, está bien saberlo, pero la nuestra es aún una niña. Eso, si llega, será más adelante.
Como una cosa lleva a la otra, estábamos equivocados también en eso. A los pocos días, el sobrino de Antonio, un chaval perspicaz, le avisó al tío que la cabra andaba nerviosa, que movía mucho el rabo y miraba ansiosa para todas partes. ¡Coño, dijo él, a ver si va a estar en celo! Pues sí. ¿Quién lo iba a decir, tan joven…?
A los pocos días se fue con ella al cabrero. Lo primero que le dijo es que la cabra no era tan joven, que pasaba de los 7 meses y que ya había parido una vez. ¡Joder!, se sombró Antonio, si parecía una cría. ¡Leches, una cría!. En cuanto vio al castrón (así se le dice aquí al macho, que somos finos y no queremos insultar al pobre cabrón), nuestra dulce cabrita se fue a por él y se puso en posición. Ni unas palabritas para intimar ni nada de nada. Al asunto sin subterfugios ni esperas innecesarias. La pobre debía venir muy necesitada. Yo creo que fue la influencia de las ovejas que nos la malearon.
Y ahí está, preñada. Ya han pasado los veinte días sin que mueva la cola ni mire ansiosa para atrás. Cinco meses de embarazo, nos han dicho. Y luego cabritillos.
En fin, a los amigos de la metieron doblada. A la cabra también. Y dentro de nada tendremos cabritillos. O cabritillas quien sabe, y todo comenzará de nuevo. Pero esta vez les miraremos los dientes.

domingo, septiembre 06, 2009

Mapa de los sonidos de Tokio


No han sido misericordiosos los críticos con ella. “Nada es creíble” (El Mundo), “Me parece una tontería” (El País), pero a mí me ha gustado. Quizás la historia deja qué desear en cuanto a credibilidad, pero es cine en estado puro. Y eso que los sonidos de Tokio son bastante menos impresionantes que sus luces, que su estructura, que la belleza formal con que la Coixet la retrata. En realidad es una película destinada a la exaltación de los sentidos. Le pega mucho a la Coixet.
Japón, creo yo, ha sido siempre una especie de mundo idealizado por muchos occidentales. Ahora mismo mi hijo anda por allí y cuenta que está alucinado. Tan lejanos a nosotros, con una estética tan diversa, con una cultura tan rica e indescifrable, con una comida tan endiablada. Lo que tal para que se conviertan en una especie de mundo de hadas. En mi curso en Londres de este verano tenía un compañero de clase japonés. Asesor de empresas. No era muy simpático, quizás por las dificultades para comunicarnos (su inglés era bueno gramaticalmente pero no había hijo madre que le entendiera lo que decía), pero sí muy buen compañero. El caso es que tuvimos que hacer una presentación en Power Point y él la hizo sobre Japón. Lo hizo muy bien y nos convenció de que merecía la pena conocer Japón, el turístico y el que está fuera de las rutas. Me quedé con muchas ganas, así que ya iba muy bien predispuesto al cine esta tarde.
Lo dicho, me encantó. Estamos muy acostumbrados a ver New York en las películas y se nota cuando un director quiere hacerte disfrutar con la ciudad en la que está rodando. A veces las películas son un homenaje a una ciudad. Ésta, sobre todo al principio, es un auténtico homenaje a Tokio: qué hermosas imágenes navegando bajo los puentes; impresionantes las tomas desde el aire recogiendo la hermosura de los rascacielos y las calles repletas de luces y coches; preciosos los primeros planos del trabajo en el mercado o la entrada automatizada en el Motel. Todo muy sugerente, con una fotografía fantástica. Un virtuosismo de la directora y de sus fotógrafos.
Y luego está la historia que se cuenta. Esa que los críticos tachan de poco creible. No me gustan mucho los directores que escriben y dirigen sus películas. Es difícil ser bueno en ambas cosas. Sería suficiente que supieran rodar bien historias escritas por buenos escritores. Pero da lo mismo. Quizás, lo importante en este caso no es tanto la historia sino los personajes que aparecen en ella, la forma que tienen de vivirla y representarla.
Lo que más llama la atención es la aparente inexpresividad de los japoneses. Los primeros personajes son como palos hieráticos: casi no hablan, sus sentimientos son tesoros guardados bajo siete velos. Se hacen difíciles de entender las relaciones vistas desde nuestra óptica: personas que son amigas (o lo aparentan) pero no se hablan ni saben nada del otro, caras serias sin ninguna expresión o con reacciones exageradas. Todo muy en plan cliché. Pero poco a poco, la película va adentrándose en los personajes, nos aproxima a ellos, les va dotando de vida: un empresario destrozado; un amigo fiel y platónico; una asesina enamoradiza; un vinatero que va de latinlover displicente. Es como si se nos abriera una ventana para poder mirar a su interior. Y allí hay mucha movida. Ya se parecen más a nosotros, a todo el mundo, con sus pasiones, sus celos, su angustia, sus deseos.
En el fondo, la película, sobre el escenario de los millones de luces de Tokio es una historia de amor. De varios amores cruzados. Con mucho erotismo. El inicio de la película es ya de shock: con ese restaurante en el que la comida se sirve sobre el cuerpo de preciosas mujeres desnudas. Una pasada. La película es muy sugerente con momentos de un erotismo de alto nivel. Me ha gustado mucho seguir el discurso de una directora mujer sobre el sexo. A veces se escuchan comentarios despectivos en películas con fuertes cargas eróticas: “Bah, se nota que la ha dirigido un hombre”. Esta vez quien llevaba la batuta era una mujer y, la verdad, ha metido una caña que pa qué. Las escenas en el hotel (una cosa muy extraña esa habitación de motel que más parecía un vagón de metro con sus asientos, sus barras y sus agarraderas: quizás estuvieran allí a propósito para facilitar posturas especiales) han sido de lo más excitante. Uff!
En fin, un canto a los sentidos, como decía. A todos ellos, desde la vista (esas hermosas imágenes de Tokio) al oído (una preciosa música a lo largo de todo el film, los sonidos de la ciudad que se van recogiendo), desde el gusto (esa pasta sorbida con ruido, el vino) al olfato (el mercado con su bacanal de olores que casi llegas a percibir de próximo que estás a ellos).Y, por supuesto, el tacto que lo puedes vivir hasta el orgasmo (primer dedo, segundo dedo…).

Todo muy Coixet.

Los momentos



“¿Sabes lo que te digo? Que todo en la vida tiene su tiempo y su momento”, eso oí que le decía la señora al señor que caminaba a su lado por el Paseo Marítimo de la Coruña. Ella, ya mayor, hablaba toda cargada de razón, él, de edad similar, escuchaba impasible. Ignoro de qué estarían hablando, aunque por echarle un poco de pimienta y ajo a la ocasión, me dio por imaginar que el señor le había pedido algo a la señora que ella no estaba dispuesta a concederle. Luego pensé que eso que yo pensaba era harto improbable en aquella distribución de roles. Quizás si fuera el señor el que lo dijera…
El caso es que me quedé pensando en esa historia del tiempo que pasa. No es la primera vez que la oigo en estos días y me tiene un poco harto, sobre todo porque hay poco que hacerle: el tiempo pasa, da lo mismo cómo te lo tomes. Y no solo pasa, tiene un pasar que se hace cada vez más agresivo. Y al final pasa arrasándolo todo. Hace una política de tierra quemada. Los momentos duran cada vez menos, lo que puedes hacer en ellos se hace cada vez más fútil porque tienes menos sosiego. Al final, el tiempo se acaba convirtiendo en el gran protagonista de tu vida. Y eso que él no hace nada, sólo pasar. Una pesadilla.
Así que a cada esquina te vas tropezando con los “Uy, yo no ya no estoy para esos trotes”; “¡Estás loco!, ¿qué edad crees que tengo?”;”¡Qué más quisiera, pero ya no…!” O sea, que el tiempo no sólo te destroza las vértebras o te enloquece la tensión y el colesterol, además va inoculando su virus del “nunca más”. Y, como somos obedientes, vamos tachando cosas que hasta ese momento nos habían hecho la vida más agradable aunque fuera sólo como expectativas (esas cosas que uno, en los momentos vivos, sueña hacer aunque no sepa cómo ni cuándo). Pero si las tachas ya no tienen esa capacidad de movilizarte, te vas quedando sin energías. Y todo por culpa de ese tiempo insensible que a la chita callando te va agostando los ánimos y los proyectos.
Por eso me dan mucha envidia las personas que son capaces de burlar al tiempo, de romper con sus corsés rígidos y paralizantes: quien tiene un hijo a los 70 años, los abuelos que ves corriendo la maratón municipal de cada año, las viejitas que se hacen el Camino de Santiago entre sonrisas y antiinflamatorios; el sesentón que se enamora de una chavala de 35; los que olvidan sus años y se pasan bailando en las fiestas del pueblo hasta las 4 de la mañana; los rebeldes que hacen cosas raras al margen de las décadas con las que tengan que cargar; las parejas mayores que tiran de autocaravana y se van recorriendo el mundo. Romper la tiranía del tiempo y de sus condiciones.

Hay que echarle huevos y más cosas pero es que esto de que “cada cosa en la vida tiene su tiempo y su momento” es muy deprimente. Y además ni siquiera tiene por qué ser verdad.
Deberíamos respetar menos al tiempo. Incluso volverlo del revés como el Señor Button de la película (“El extraño caso del señor Button, EEUU, 2008). ¿Quién no sería feliz muriendo, como él, en el medio de una gran mamada? Aunque solo fuera para dar por el saco al tiempo.

domingo, agosto 30, 2009

Despedidas

Aunque habíamos sacado la entrada para ver la última de Coixet, nos colamos en la sala donde se proyectaba “Despedidas”. Verás cómo ésta, que ya se estrenó a primeros de Julio, la quitan enseguida, nos dijimos. Ya volveremos a la de Isabel otro día. Creo que fue un acierto. Me encantó la película de Yôjirô Takita. Y eso que el tema no es fácil.

La muerte es, desde luego, un tema universal, pero hacer una película en torno a ella no resulta nada fácil. La historia comienza con el protagonista (Masahiro Motoki) tocando el celo en una orquesta que se deshace por problemas económicos. Debido a ello, decide, con el beneplácito de su esposa, regresar a la casa que le quedó en herencia en la pequeña ciudad de sus padres. Allí encuentra trabajo en una funeraria donde tiene que preparar los cadáveres para su despedida final. No es un trabajo ni fácil ni bien considerado. Y de eso va la película, de su propio proceso interior hasta aceptar el sentido de lo que estaba haciendo, y la del proceso que siguen su mujer y sus amigos para quienes hacer lo que él hacía era poco digno. El guión va diseccionando con mimo los avances y retrocesos que unos y otros van dando en torno a eso de “trabajar con/sobre muertos”. Pero lo que consigue la película es hacerte ver ese trabajo como algo bello y digno. Yo, desde luego, lo he vivido así. Creo que no sería capaz de hacerlo, pero reconozco que ha sido extremadamente bello y emotivo todo lo que el protagonista y su mentor hacían con los difuntos. Al final, es más una película sobre la vida y sobre los afectos que sobre la muerte o los muertos.

La película es extremadamente bella, llena de detalles. Con ese abigarramiento de cosas de las coreografías japonesas. Pero todas ellas muy bien colocadas, con encuadres perfectos, con colores exquisitamente compensados dentro de su gama. Todo en espacios pequeños, con un gran predominio de los primeros planos de los personajes. En fin, la fotografía excelente. Y no digamos nada de la música. Los solos de violoncelo con que nos deleita el protagonista son deliciosos. La verdad es que, metido como estás en embalsamamiento de cadáveres, te transportan a un limbo infinito donde sólo tienes de escuchar y dejarte llevar por la melodía.

Los actores, todos, están excelentes. Con esa emotividad contenida de la cultura japonesa (por eso las lágrimas silenciosas recorriendo las mejillas del protagonista en las escenas finales son mucho más elocuentes que cualquier grito desgarrado) pero con una totalidad sinceridad del gesto. No sobra nada, no hay aspavientos, pero te hacen llorar de emoción.

Es curioso esto de la muerte y del trato con los muertos. ¡Varía tanto de una cultura a otra! Y de unas sensibilidades a otras. Lo que a unos nos parece un gesto de máximo respeto y cariño a la persona que acaba de abandonarnos, a otros les parece una desmesura sin sentido (¡es un cuerpo, masa, nada!). Emociona en la película ver la sensibilidad, el mimo con que tratan al difunto. Y todo delante de sus seres queridos. Se les brinda un último homenaje, un adiós consentido. Y qué maravilla los movimientos perfectos de los embalsamadores: pausados, perfectos, respetuosos. Desde luego, no podrían hacerlo mejor de estar vivos. Y qué emoción cuando el esposo o la esposa o los hijos vienen a gradecerles el esfuerzo (“nunca estuvo tan hermosa como ahora”; “gracias, muchas gracias”).

Ni qué decir tiene que, mientras ves la película, pasan por tu cabeza tus propios difuntos. Piensas en ellos, sientes de nuevo su proximidad, rememoras su imagen final, aquellas miradas furtivas y angustiadas cuando los despedías para siempre. Y a cada recuerdo una nueva oleada de emociones y lágrimas. Pero visto así, en la óptica amable y tranquilizadora de esta película, no resulta difícil reconciliarte con tus recuerdos y sentir sentimientos apacibles.

Me parece muy justo el Oscar que recibió a la mejor película extranjera del 2008.

miércoles, agosto 19, 2009

El luchador

En realidad, el perdedor, aquel que va bajando los escalones de la fama a trompicones hasta encontrarse en el sótano -3 con la crisma rota y sin otro futuro que la muerte. Todo muy cutre, muy triste. Pero una película inmensa, de las mejores que he podido ver en estos últimos tiempos.
Se nos había pasado en su día. La busqué con ansiedad en el periodo de los oscars, pero la he podido admirar sólo ahora, seis meses después de su estreno en España. Y me ha dejado impresionado.
Me he enterado que Darren Aronofsky es un director que cuida mucho la descripción de sus personajes, que escarba en su mundo interior y que le gustan sujetos perdedores. Supongo que es cierto porque eso, justamente, es lo que hace en este peliculón. Y desde luego acierta de pleno con los actores: Mickey Rourke, el luchador venido a menos, está que se sale (a veces te da la impresión de que sobreactúa pero según vas siguiendo la historia ya ves que no, que simplemente lleva su papel hasta el extremo); Marisa Tomei, la stripper pasada de años, está buenísima y lo hace requetebién. El resto apenas si importa (incluida la hija que se hace bastante repelente). La fotografía es muy realista y sin artificios. El guión, excelente. La música perfecta para la situación. Lo dicho, una película que no se puede dejar de ver.
Alguien ha descrito la película como la historia de una agonía. Creo que es una acertada descripción. Todos los personajes están viviendo su personal agonía: esa lucha por sobrevivir, por superar el paso del tiempo, la pérdida de los brillos y oropeles de las buenas épocas. No es fácil saber aceptar las condiciones cada vez más duras que te impone la existencia. Menos aún si has vivido la vida tan intensamente como lo han hecho los protagonistas de esta historia.
A medida que iba viendo los entresijos de la lucha libre con todo lo que tiene de ficción, de camelo visual me iba medio convenciendo de lo fatuo de ese mundo. Pero la película no te permite quedarte en esa superficialidad y te enfrenta con la dureza de esa vida extremosa: los cuerpos sufrientes, los golpes, las salvajadas que te impone el espectáculo, la necesidad de meterte drogas y calmantes a mansalva, la resignación ante el sufrimiento. Otro tanto sucede con la vida de la stripper. Parece todo tan sencillo: tener un buen cuerpo y saber moverte y mirar con insinuaciones. Uno tiene ganas de envidiar a esas personas. Pero todo eso es solo la pantalla, lo que hay que dejar ver. El mundo interior es otra cosa, mucho más doloroso, mucho más humano.
“Hay que ver qué vida más dura, pero cómo atrapa”, comenta Elvira. Y es verdad. Los dos protagonistas viven de su cuerpo, sufren con el paso del tiempo, pero ambos están atrapados en su trabajo (por llamarlo de alguna manera), lo necesitan para sobrevivir, es cómo si no supieran hacer nada más allá de su propio sacrificio en el ara del voyeurismo de quienes les mantienen. Necesitan darles carnaza, sentirse reconocidos, saborear los instantes del aplauso de su público. Es como una droga de la que resulta difícil escapar.
Hay escenas simpáticas, como el intento de resocialización del luchador como simple tendero (dan más miedo las viejecitas maniáticas que van a comprar más que a sus encarnizados enemigos del ring). Y escenas eróticas muy sugerentes, con la Tomei en plena forma. Otras son espeluznantes (como la salvajada de clavarse grapas en todo el cuerpo). Otras emotivas, como su encuentro con su hija y su petición de perdón. Y al final, ese vuelo sin fin de quien, perdido todo, ya no tiene por qué preocuparse.
En fin, una hora y media larga que se pasa pronto. Y al final, no es que te quede una sensación angustiosa. Al menos yo, seguiré odiando la lucha libre y admirando a la gente que es capaz de poner todo su empeño en sobrevivir sean cuales sean las condiciones que la vida les imponga. Una gran película. De las mejores.

martes, agosto 18, 2009

Cocktail de sentimientos

Ahora están de moda los “centros de interpretación de la naturaleza”. Los van poniendo en parques naturales, paisajes de interés, lugares de especial significación por algún motivo ecológico o cultural, etc. Sirven, supongo, para que los menos enterados sean capaces de entender lo que tienen por delante. El nombre que se ha escogido es un poco pretencioso, pero parece interesante. Hay mucha gente que sólo es capaz de ver pastos o árboles o piedras o montañas (así en bruto y sin matices) cuando sale al campo. Así que un poco de ayuda para “aprender a ver” parece más que conveniente.
La cosa es que necesitaríamos “centros de interpretación” de muchas cosas. De los sentimientos, por ejemplo. Podría ser una salida profesional para tanto psicólogo en paro: ayudar a la gente a interpretar lo que está pasando. Sobre todo, cuando se trata de experiencias abigarradas y difíciles de “leer”.
¿Qué haces cuando se arremolinan sentimientos cruzados, cuando te sientes bien y mal, cuando se mezcla todo? Eso es el verano, me dice mi coach, ya sabes que los vapores tienden a subir y los ánimos a caldearse. No sé de qué me estás hablando, le he dicho. Yo solo sé que tendría que estar encantado y feliz pero no siento esa alegría. Lo más probable es que sea cosa del disco duro, ha seguido él, a veces es suficiente con resetear y las cosas vuelven a organizarse. También podría ser una sobrecarga de tensión, con el calor de estos días mucha gente usa más energía de la habitual y se producen apagones. ¿Tú estás bien?, me he visto forzado a preguntarle, dices cosas raras. Desde luego, con tu ayuda, no creo que vaya a interpretar yo mucho.
Después de todo, quizás tenga razón. Ayer vi en el telediario un mapa cromático del país. Los colores eran más intensos en función del calor que había hecho en cada zona. Y la verdad, casi toda España se veía de un rojo violento, casi infernal. Y siempre se dijo que los calores estropeaban los buenos productos. Por eso nacieron los frigoríficos, pero quién mete en un frigorífico sus emociones. Quién puede, siquiera, ordenarlas. Y así se van agolpando todas sin orden ni concierto. Muchas sensaciones polarizadas: la desazón del aire acondicionado que no funciona, la emoción de ver de nuevo a tus padres, la alegría de abrazar a hermanos convalecientes pero ya en plena forma, el notición de un nuevo embarazo, la satisfacción de reunirse de nuevo toda la tropa familiar, la ansiedad del caos producido por tanta gente, los encuentros y desencuentros con las personas que quieres, la nostalgia de las ausencias, las brusquedades inesperadas, los gritos y los silencios. En fin, todo eso que sucede en una gran reunión familiar. Es como si nos pusiéramos a cantar en coro y disfrutaras haciéndolo pero sin poder evitar los gallos o las salidas de tono.


Ya sé lo que te pasa, me acaba de soplar el coach, eso es un virus. Lo leí el otro día en una revista especializada. Hacia la mitad de las vacaciones, sobre todo si hace mucho calor, las defensas se relajan y te entra el bicho. No le habían encontrado antídoto pero seguro que las aguas frías de Coruña acaban con él. Ojalá tengas razón, le he dicho, aunque lo que estaba pensado era que estaba como una cabra, pero me lo he callado para no parecer descortés.
Creo que, por ahora, me tomaré un cocktail. Y mañana será otro día.

miércoles, agosto 12, 2009

UP

Recuperar al niño que todos llevamos dentro, eso es lo que suelen aconsejar los terapeutas para que la vida no resulte demasiado triste o seria. El cine va bien para eso, y la risa, y la fantasía, y dejar que las emociones vayan emergiendo sin demasiados filtros racionales. Todo eso es posible en esta nueva película de Disney.
Construida por los Estudios Pixar, uno ya sabe antes de entrar que va a asistir a otra obra maestra de la imaginación y la técnica. ¡Hay que ver lo que ha cambiado el cine animado en los últimos años bajo las producciones de estos genios! Bueno, pues Up, dirigida por Pete Docter (el mismo de Monstruos S.A.) es un escalón más en ese proceso hacia la perfección.
Up es la historia de un sueño. No un “sueño” en el sentido de que sea algo que uno piensa mientras duerme. No, un sueño de esos que expresan un fuerte deseo que uno tiene y que lucha hasta verlo realizado. En este caso, es el sueño heredado por Carl Fredricksen (un vendedor de globos) de quien fuera primero su compañera de juegos infantiles, posteriormente su esposa y, tras su fallecimiento, su motor vital. Ella era la que tenía una capacidad ingente de construir sueños. Y, en una época en que su ídolo era alguien capaz de descubrir nuevos mundos, el más grande de todos sus sueños fue establecer su casita junto a unas enormes cataratas de Sudamérica. No podía yo sentirme indiferente ante un sueño que se parece tanto a mi propio sueño (seis meses aquí, seis meses allí disfrutando de lo mejor de ambas partes del mundo; incluso lo de las cataratas podría estar bien). Así que el bueno de Carl dedica su vida a realizar el sueño que otrora fuera el gran sueño de su esposa.
Y ahí van apareciendo los otros protagonistas del film. Un mequetrefe boy scout parlanchín y deseoso de completar su medallero de explorador intrépido. Seguro que a Carl le trajo tantos recuerdos de sí mismo y, sobre todo, de su esposa cuando eran niños que no tuvo más remedio que sintonizar con él aunque rompiera del todo con su tendencia depresiva. O quizás por eso.
No faltan, desde luego, las dicotomías morales, como es habitual en las pelis de Disney. Están los malos o la maldad, Los constructores (de negro, por supuesto y con su móvil siempre funcionando) que quieren hacerse con todo y edificarlo todo, incluida la idílica casa en la que Carl guarda su vida y sus tesoros. Los jueces que condenan a un pobre viejo a estar encerrado en un asilo por constituir un peligro. Los enfermeros del asilo, casi siempre mal encarados, que vienen a llevárselo sin miramientos. No falta, incluso, el personaje brillante que ha alcanzado el culmen de la fama pero que resentido se vuelve malo, malísimo. Y también están los buenos y la bondad: el perro bueno, pájaro raro. Están los que transforman su egoísmo en altruismo como el propio Carl. Está la amistad, el valor, el propio sacrificio. Bueno, todo un cocktail de emociones que te atrapa y va movilizando tus sentimientos a medida que la aventura avanza.
Claro que, como en la parte estética (imágenes, colores, sonidos, movimientos, todo), es tan bella, tan original, tan espectacular uno sigue la historia de asombro en asombro y con la boca abierta. Los 10.000 globos que tiran de la casa; las jaurías de perros parlanchines; los animales salvajes con unas plumas y una estructura física que son una preciosidad; los paisajes tanto aéreos como selváticos o de montaña. Los diálogos, los gestos, el ritmo. Todo es un milagro de la técnica y de la imaginación de los coreógrafos de Pixar.
Y, al final, el happy end lógico y merecido después de tanto esfuerzo y sacrificio. Y el sueño cumplido. La casita llegó a donde tenía que llegar. Y el diario, en el apartado de “cosas que tengo que hacer” quedó completo. ¡Qué envidia!