lunes, mayo 25, 2020

LA IRRESISTIBLE TENTACIÓN DE PROHIBIR (u ORDENAR)




Hace años, muchos, con los niños aún pequeños y nosotros aún jóvenes, pasábamos unos días de descanso en el Sur de España, probablemente Huelva. Era nuestra época de camping y estábamos en uno próximo a un Agua-Park. El tobogán acuático era estupendo, de los que gustan a mayores y pequeños. Quizás por ello, había algunos carteles que prohibían hacer olas. Y lo decían en varios idiomas: Prohibido hacer olas; Forbidden to make waves; Wellen machen ist verboten; È vietato fare onde; Obrigado por não fazer ondas. Me pareció muy iluminador de cómo, hasta el lenguaje, tiende a ser ilustrativo del carácter de la gente. Salvo el portugués, todos los idiomas prefieren prohibir directamente a sugerirte-agradecerte que hagas lo que se debe hacer. Desde entonces siento una admiración especial por la cultura portuguesa.
Esa tentación por prohibir (y ordenar) ha encontrado un caldo de cultivo muy favorecedor con todo este lío de la pandemia. No hay nada que nos ablande más en la defensa de nuestra autonomía y nuestros derechos que el miedo. Cuanto más miedo, más parece justificarse que haya quien te mande, quien te diga lo que puedes hacer y lo que no. Para los políticos (y para quienes detentan poder, en general) debe ser algo tan gozoso como un buen polvo. Tener campo abierto para prohibir debe ser fantástico. ¡Guau!. En mis pesadillas veo, a veces, a Hugo Chavez paseando  por la ciudad y dictando a alguien mientras señala empresas o edificios: ¡exprópiese!, ¡ocúpese!. Pero algo parecido se me ocurre pensar con los ingenieros de caminos recorriendo una carretera y diciéndole al funcionario: aquí límite de 40; aquí 60; aquí línea contínua, aquí stop. Con dos cojones. Pero algo de eso sucede en cualquier ámbito de la vida: en cuanto te haces con algo de poder, no hay nada como ejercerlo a través de las prohibiciones y los mandatos. El pensamiento es que el poder es siempre un instrumento para dominar y dirigir la conducta de los demás. Ahora mismo estoy escuchando en la radio cómo en algunos colegios están preparando la vuelta de los estudiantes a los colegios y todo lo que señalan es que han buscado mecanismos para dirigir su conducta desde que entran hasta que salen: flechas en el suelo para dirigir sus pasos, itinerarios marcados de los que no podrán salirse, largos listados de normas a las que tendrán que atenerse obligatoriamente.
No sé qué duele más, si la concepción paternalista que subyace a esas situaciones (yo soy quien sabe lo que te conviene y como tú vas a intentar desmadrarte, tengo que buscar mecanismos para controlarte), o el propio ejercicio del poder sin control, sin tener que justificar las limitaciones que se instauran. Lo primero es doloroso porque supone toda una cultura de desconsideración dal prójimo que se nos ha metido muy dentro de nosotros, incluso de los prójimos obligados a obedecer sin rechistar. Se ha hecho lugar común pensar que aquí si no hay prohibiciones y castigos, esto se convierte en un caos. Nadie confía en nadie: es la diferencia que hay entre el “prohibido hacer olas” al “agradecidos por no hacer olas”. Pero el segundo, ese mandar porque puedo mandar, me duele aún más, porque elimina la capacidad de pensar, de buscar justificación a las decisiones que se adoptan. Más aún, si esas decisiones afectan a los derechos de los demás, si con ellas se van a limitar su autonomía y su libertad. Al final, muchas prohibiciones acaban justificándose en el habitual “porque sí”. Si te mandan hacer algo o no hacerlo tienes que obedecer y punto. Y no te preguntes por qué, es “porque sí”. Lo escuché dicho así, literalmente, el otro día en una entrevista a un supuesto experto. Tras intentar justificar con bastante esfuerzo algunas de las condiciones de las fases de desescalada, acabó sentenciando: “y si lo ha dicho el Dr. Simón, pues se hace y se acabó”. Pues eso, “porque sí”.
Ahora que ni los niños pequeños aceptan de buen grado el “porque sí” de sus padres, genera mucha insatisfacción el ver la facilidad con que, ya de adulto, todo el mundo te prohíbe cosas. Y molesta mucho el que lo hagan con cara de satisfacción. Hombre, si al menos pusieran cara de pena como expresando “mirad, ya sé que con esto os estoy jodiendo, porque limito vuestros derechos y sé que eso es lo último que hay que hacer, pero, de veras, no me queda más remedio, y os prometo que, en cuanto pueda eliminar esta prohibición, la eliminaremos”.  Al menos, eso indicaría un cierto nivel de empatía, pero no tenemos esa suerte: te dicen lo que puedes y no puedes hacer como si dictaran una sentencia y se deja a las claras que, dicho en palabras amargas, les importa un bledo si estás de acuerdo o no, si lo ves claro o no.
Lo decía quejoso un colega italiano en un congreso sobre el Plan Bolonia para las universidades: aquí es Italia, nos decía, estamos en una situación curiosa, la mitad de los italianos están intensamente ocupados en decidir lo que la otra mitad de italianos tendrá que hacer. Algo parecido nos pasa aquí, pero aun peor; son solo unos pocos los que se emplean a fondo para decidir lo que los demás no podremos hacer o lo que nos permitirán hacer poco a poco y con condiciones.
…………….
Bueno, hasta aquí, las emociones. Lo que uno siente va por ahí. Duele cada nueva prohibición, desespera la política basada en órdenes constantes marcando lo que hacer y lo que no hacer, el que te traten como si te estuvieran perdonando la vida, reduciendo tu condición de sujeto a la de sufridor paciente de las decisiones ajenas.
Pero, siendo eso verdad, no me gusta dejar así esta entrada porque parece decir más de lo que dice. Habría que complementarla con otra que aceptara el valor de las normas para orientar la vida social de las personas. No quiero parecer ácrata o insubordinado, más que nada porque soy todo lo contrario a eso. De pecar, peco más de integrado y poco crítico. He trabajado toda mi vida en el ámbito profesional de la Didáctica, que es en sí mismo un espacio normativo, esto es, destinado a proponer caminos a seguir para hacer bien las cosas educativas. Pero, incluso en nuestro ámbito, siempre he llevado mal las recetas y los protocolos. Prefiero confiar en el buen sentido de la gente y en su deseo natural a hacer las cosas bien. Siempre habrá gente que se desmanda, pero aun así merece la pena confiar en el colectivo. Y si confías, todo se hace más amable y colaborativo. Confías tanto en el juicio de los demás como en el tuyo, no conviertes las orientaciones en normas, ni las reglas en prohibiciones.  
Vamos, hombre, ¡un poquito de por favor!

sábado, mayo 23, 2020

EL PUZZLE DE LAS GENERACIONES



Revisando los restos de prensa atrasada (los ritmos sosegados de la pandemia dan para mucho) me he encontrado con reportaje de Felipe Romero (XL Semanal, 12-18 enero 2020) en el que hace un recuento sobre las sucesivas generaciones que conforman la población española actual. Es curioso.
Su repaso comienza en los años 30 del siglo pasado, hace casi 100 años. Todavía deben vivir bastantes personas anteriores a esa fecha (todos los que tienen más de 90 años), pero a su generación no le han puesto nombre. Así que el repaso generacional comienza con la GENERACIÓN SILENCIOSA (los nacidos entre 1930 y 1948). Cuando lo leí me dio un sofoco: me libré por un año (¿por qué demonios habrán hecho el corte en el 48?, ¿qué pasó en ese año o en el siguiente para que la cuenta se reiniciara en el año 49?). No lo sé. La cosa es que estos pobres fueron los que apechugaron de críos con la guerra civil y la segunda guerra mundial con sus respectivos descalabros sociales y económicos de las postguerras. Así que les tocó sufrir y pelear, no tanto con armas (esos fueron sus padres, ellos eran aún pequeños) como con su trabajo, para ir sobreviviendo. De hecho, ese espíritu de supervivencia forjó su carácter. Y ahí los tenemos aun peleando por la salud, por sobrevivir. La pandemia se ha cebado con los más vulnerables entre ellos y eso significa que van a tener que seguir luchando.
La siguiente es la GENERACIÓN DEL BABY BOOM (los BABY BOOMERS). Uno de los recursos de la lucha que la generación de nuestros padres tuvo que poner en marcha, fue la de tener muchos hijos. Y ahí vinimos nosotros. 7 hermanos fuimos en mi casa, y eso nos parecía algo normal. También conocíamos a familias con 10 y 12 hijos. Decía el artículo que somos alrededor de 12 millones en España, la generación más numerosa. Los estragos de las contiendas bélicas se habían mitigado en nuestro tiempo y las políticas sociales (sobre todo educativas, pero también alimenticias y sanitarias) ayudaron lo suyo.  De todas formas, sufrimos-disfrutamos aquella leche en polvo intragable y aquel queso amarillo aceptable que debíamos tomar en la escuela. Y cursamos la educación básica. Algunos, incluso, tuvimos la oportunidad de estudiar gratis (no hubiera podido ser de otra manera) aprovechando las posibilidades que ofrecían las diferentes congregaciones religiosas en sus colegios y seminarios. Sus reclutadores llegaban con la primavera a las escuelas para hacer marketing de sus instituciones y seducir a aquellos chicos y chicas que quisieran enrolarse en la aventura de seguir estudiando (que tuvieran “vocación”, en términos pastorales). En realidad, como método de reclutamiento para la orden, aquello fue un fracaso absoluto (de los 120 chavales que comenzaron conmigo el curso con los Pasionistas, en Gaviria, tan solo 1 llegó a ordenarse), pero fue muy importante como rescate individual para todos aquellos que no hubiéramos podido estudiar sin ese periodo de internado.  En fin, somos la generación que ahora frisa los 70-80 años, es decir, los jubilados. Generación sufrida (no tanto, como la de nuestros padres); generación que ha superado económica y culturalmente a las generaciones anteriores; generación que ha tenido que enfrentar los nuevos desafíos de la tecnología digital; generación que ha sabido cumplir con sus deberes pero que también ha exigido que se atiendan sus derechos. Y ahí estamos, defendiendo nuestras pensiones, luchando para que no nos discriminen en las crisis sanitarias, sirviendo de punto de ayuda para hijos y nietos, comunicándonos por internet, viajando por el mundo. Eso sí, con esa sensación agridulce de estar ya amortizados socialmente y pertenecer al grupo de gente mayor a la que la naturaleza y los años han convertido en población de riesgo.
La siguiente es la GENERACIÓN X (del 1969 al 1980), la de nuestros hijos. También la han llamado la generación de la EGB. Les ha tocado crecer en unas condiciones mejores que a las generaciones lo que ha significado que han tenido que sufrir y esforzarse menos. Cualquier análisis general tiene, desde luego, sus excepciones. Es la generación que consagró el consumismo (culpa de sus padres, sin duda), pero también ha sido la generación mejor formada (al menos en lo que al componente académico se refiere) y la que ha integrado mejor lo analógico con lo digital en la vida cotidiana. También es la generación que ha ido soltando lastres culturales que nosotros no fuimos capaces de eliminar del todo incorporando otros estilos de vida más liberales: el divorcio, la homosexualidad, la igualdad de género, la conciliación familiar, la ecología, etc. Ahí están nuestros hijos e hijas haciendo lo que pueden por sobrevivir. Han tenido una vida cómoda pero no fácil, van a ser la primera generación que no vive mejor que sus padres y para quienes la pelea está en su trabajo, muchas veces transitorio, devaluado y con escasas posibilidades de promoción.
La siguiente es la GENERACIÓN Y, la de los “Millenials”. Son los que han transitado en el periodo entre-siglos: nacieron en el XX y vivirán en el XXI. Siete millones en España, según el texto. Se dice de ellos que son “nativos digitales”, pero a mí que he sido su profesor en la universidad, me entran dudas, aunque es verdad que para ellos los aparatos y el sistema ejecutivo de ensayo-error (sin miedo a que la cosa se estropee) pertenecen al mundo que mamaron desde bebés. Es una generación con grandes contradicciones internas: ahí están desde los más acomodados y pasotas hasta los más comprometidos, desde los pijos hasta los idealistas, desde los narcisistas hasta los valedores de causas perdidas. Son los que más han sufrido los efectos de la crisis cuando les tocaba incorporarse al mundo del trabajo, lo que les ha llenado de desconfianza en el futuro y desencanto social.
LA GENERACIÓN Z es la que va desde 1994 hasta 2010. Casi 8 millones en España. Nacieron entre aparatos, así que, en su caso, sí cabe hablar de nativos digitales y socializados en redes sociales. Cabe suponer que su estructura y dinámica cerebral se ha ido configurando de una forma diferente, más digital, más icónica y menos basada en recursos lingüísticos. Disfrutan más con la Tablet o la Play que con un cuento o una novela. Les ha tocado vivir la crisis, pero en su caso como chicos y chicas jóvenes, por lo que han sufrido sus efectos, pero de rebote. Se mantiene la ansiedad por el trabajo futuro y acumulan titulaciones y cursos para entrar en mejores condiciones en el punto de salida laboral. Han vivido desde niños una dinámica cultural y de valores bastante contradictoria y eso hace que sus conductas no siempre se acomoden a los clichés que proclaman en cuestiones de género, de inclusión, de medio ambiente. Son, desde luego, ciudadanos del mundo.
Y luego están quienes ahora son aún niños y escolares (2010-2025) LA GENERACIÓN ALFA. Quizás deberían denominarla GENERACIÓN DEL COVIRUS o de LA PANDEMIA. Van a ser los primeros que han experimentado eso de estar encerrados en casa durante semanas, los del distanciamiento social y la mascarilla, los de comunicarse con los abuelos por Internet, los del colegio de clases a medias y la enseñanza virtual. Serán, desde luego, esta vez sí, nativos digitales. De hecho, algunos la han denominado generación T (por táctil, porque todo lo que sea tocar les seduce). Y en eso, son precoces hasta asustar: comentario de mi nieto Matteo, de 3 años, refiriéndose a su Tablet: “la pantalla se enciende, pero se ha estropeado el sistema de navegación”.
En fin, desde el mirador que te ofrece el ser mayor, se ve con curiosidad este sucederse de las generaciones. Por un lado, produce seguridad ver que las oleadas de gente se van sucediendo a un ritmo natural. Que habrá personas que continuarán con el mundo. El futuro es siempre una cosa incierta, pero deja de ser angustioso cuando aparece en blanco (o en negro) porque no le ves posibilidad de continuar. Pero nuestro mundo si lo tiene. Las generaciones se van sucediendo, la gente va cambiando, pero la vida sigue. No es poca cosa. Da gusto sentirlo así.

viernes, mayo 22, 2020

EL MAR EN CORUÑA



Los expertos en la materia suelen afirmar que los presos acaban teniendo problemas de vista porque sus ojos se acostumbran a los espacios cortos de las celdas y eso les hace perder sensibilidad con respecto a los espacios grandes. Una especie de miopía sobrevenida ocasionada por su adaptación a las condiciones ambientales en las que han vivido durante mucho tiempo. Algo de eso, en sus debidas proporciones, ha debido pasarnos a nosotros a causa del encierro prolongado a que nos ha sometido la pandemia. Acabas acomodándote a las dimensiones reducidas de tu casa, te mueves de tabique a tabique y todo queda encogido, hasta el ánimo. Cambian tus tareas, tus rutinas, tus intereses y, a lo que se ve, también tu vista. Quizás por eso, resultaba tan placentero asomarte a la ventana, da lo mismo que lo que pudieras ver fuera un patio interior, una calle vacía de coches y gente, o simplemente, la casa de enfrente con su ropa tendida.
Afortunadamente, el poder salir a pasear en tu franja horaria nos vino como agua de mayo (y nunca mejor dicho porque en ese mes comenzó nuestra liberación a plazos). Fuimos readaptando nuestra vista a espacios más amplios y menos urbanos. Para nosotros fue un placer caminar por la orilla de los ríos: nuevos paisajes, nuevos sonidos, movimientos más amplios y duraderos. Una aproximación a la “nueva normalidad que nos prometen”.
Pero la guinda de esa recuperación visual vino ayer, con mi primer paseo por el Paseo Marítimo de La Coruña. El mar es otra cosa, es un mundo sin límites, un paraíso para la vista. Te atrapa, te seduce, te llama, te habla, te acaricia. A veces, incluso, te atrae de forma irresistible (como dicen que hacían antes las sirenas) y sientes la tentación de arrojarte en sus brazos, de hundirte en el agua como si fuera un colo acogedor. Ya sabes que es una tentación traicionera, pero el mar lo intenta y emplea en ello todos sus recursos de seducción. ¡Ay el mar…!
Supongo que este irresistible atractivo del mar es más notorio cuando uno ha nacido tierra adentro, como es mi caso. Probablemente, quienes nacieron junto al mar, la convivencia con las playas y la presencia permanente del mundo marino han colmado suficientemente la necesidad de vivir y sentir el agua. Para mí, esa carencia innata ha generado una ansiedad que solo se puede apagar cuando uno se satura de estar, ver y sentir el mar. Aún recuerdo cuando, en nuestros primeros años de matrimonio y con los niños pequeños, veníamos de Madrid donde vivíamos a pasar las vacaciones a Coruña con los abuelos. Era un viaje terrible de día largo completo: salir temprano de Madrid para llegar, cayendo la noche a Coruña.  Nuestro hijo dormía bien hasta Medina del Campo y luego comenzaba el calvario del “¿cuánto falta?”, los juegos del “choche amarillo, animal de cuatro patas y señor con gorro”, las canciones a varias voces incompatibles, las conversaciones didácticas, las paradas para hacer pis. Y mis juramentos a media voz para ciscarme en mi mala suerte porque todos aquellos camiones que había logrado adelantar en la última hora, se había puesto delante nuestro de nuevo por la puñetera parada anterior. En fin, un viaje duro y agotador. Llegar a Coruña era como volver despertar de un sueño. Y una vez allí, descargábamos las cosas, daba un beso a mis suegros, e inmediatamente cogía al peque y nos íbamos al Orzán a ver el mar. La casa estaba junto a la Plaza de Pontevedra, así que el mar nos quedaba a 50 metros. En la playa de Orzán había entonces todo un muro de grandes bloques de piedra que servían de frontera entre la playa y la carretera y la ciudad. Nuestro gran placer era saltar de piedra en piedra, aún a riesgo de partirnos la crisma (Michel tenía aún 2 años). Saltar las piedras y ver el mar. No había mejor premio tras un viaje tan sufrido.
En fin, la maravilla del mar. Te abre los ojos, te permite sentir eso que se llama “la inmensidad” del mar. La pena es la mascarilla. La visión del mar marida bien con el rumor tranquilo de las olas (hoy el mar está tranquilo y hermoso) y con ese olor característico que mezcla el salitre con la humedad. Con la mascarilla se rompe la trilogía sensorial que orla la experiencia del mar. Pero así y todo, es una experiencia fantástica.
Estupendo mar el de Coruña. Mejor aún, cuando llegas a él con tantas ganas de mar, de luz, de horizonte. Y es en esa especie de climax cuando en tu interior aquella musiquilla contagiosa que tanto place a los coruñeses (https://youtu.be/MXHb1XmZgis):
“¿Qué más se puede pedir?,
¿Qué más se puede se puede pedir?
Que vivir en la Coruña, mi bien,
¡qué más se puede pedir!”