jueves, agosto 23, 2012

POLLO CON CIRUELAS



¿Y qué hace usted estos días de calor tan insoportable?, le preguntaron a un sevillano hace unos días en la tele. Pues quedarme en casa pegaito al aire acondicionado, dijo él. Pamplona no es Sevilla pero esta tarde hacía un calor parecido. Y me fui a la primera sesión del cine. Aquí los paisanos debieron hacer como en Sevilla, quedarse en casa. En el cine no había nadie a esa hora. Como sería que, para mi desesperación y después de chuparme la calorina de esa hora, llegué casi 15 minutos tarde. La chica de la taquilla me dijo que ya no podía pasar, pero luego vino el muchacho que atiende las salas y dijo que sí, que como no había entrado nadie a esa sala (ni a las otras por lo que pude ver) me la ponía para mí. Así que tuve una sesión de cine particular. Toda la sala para mí solo y con horario personalizado.

Y así fue como me metí en la historia preciosa y original de “Pollo con ciruelas” (suena más chic en el título original: Poulet aux prunes). Es una peli francesa del 2011 dirigida por Marjane Satrapi y Vincent Paronnaud y protagonizada por Mathieu Amalric, María de Medeiros, Isabella Rossellini (sólo en un par de secuencias) y Golshifteh Farahni. Todos están magníficos. Y lo mismo se puede decir de la fotografía y la música, sobre todo, la música. Por se trata de un asunto de violines. Por algo fue premiada en el Festival de Venecia 2011.

Como no he visto el trabajo anterior de Satrapi (Persépolis) me cogió de sorpresa el film y su estructura. Muy original y atractivo eso de mezclar elementos cinematográficos de diversa naturaleza como el comic y las acciones reales, la vida real y el teatro de imaginación. Hay mucho juego técnico, mucha imaginación y fantasía a lo largo de toda la historia.

Un violinista famoso, a quien su mujer le ha roto su violín (porque lo atendía más que a su familia), trata de buscar otro que lo substituya y como no lo encuentra decide que ya no merece la pena vivir y decide dejarse morir, proyecto que logra consumar a los 8 días. Todo esto aparece en la película en los primeros 5 minutos, incluido el entierro del tipo, así que enseguida te preguntas qué diablos te van a contar en los ochenta y pico restantes. Y ahí es donde la historia adquiere otra dimensión y los directores van reconstruyendo la historia del violinista enlazándola con el desarrollo de esos 8 días de preparación a la muerte. Porque el violinista, obviamente, no puede dejar de pensar en lo que fue su vida, en sus amores, en sus temores (incluida la propia muerte), en el pasado, en el futuro, en lo que quiso y no tuvo y en lo que tiene sin quererlo demasiado. En fin, suelen decir que uno en los últimos instantes de su vida hace un recorrido por lo que fue toda su existencia. Él tuvo 8 días, así que le dio tiempo a pensar y divagar con abundancia.

Es en ese recorrido autobiográfico (contado de manera muy original y sin dramatismos) cuando la historia del violinista se convierte en una historia de amor, de un amor que se hizo imposible pero que se instaló en los arcanos de su memoria junto a intensas emociones. Cada nota de su violín era un recuerdo de su amor perdido. Así que cuando pierde ese vehículo de contacto con su saudade interior pierde aquello que le mantenía vivo. Por eso es una película llena de añoranzas. Por eso el presente tiene poca importancia: su familia actual, su trabajo, su éxito solo son sucedáneos de esa otra vida interior que ha ido manteniendo a base de conciertos y notas de violín. Lo real y visible de su vida se cuenta en cuatro secuencias: pérdida de violín, desespero trágico, muerte y entierro. Lo que viene después es lo importante.

Una historia de amor en Teherán, dice el subtítulo. Y eso es, la historia de un amor perdido. Muy bien contada. Toda una lección de cine.

domingo, agosto 12, 2012

Nader y Simin, UNA SEPARACIÓN



No estamos (bueno, no estoy) acostumbrado a ver cine iraní. Lo más atractivo era el propio título (sonaba a problemas de pareja y enredos), y eso fue lo que me animó. A veces, aciertas, como esta vez.
La película es del año pasado, 2011. Está dirigida por Asghar Farhadi que es también autor del guión. Los actores son desconocidos entre nosotros, pero como suele suceder en estos casos son unos artistas impresionantes, sobre todo los dos protagonistas, Peyman Moaadi y Leila Hatami.  Pero, en general, todos, incluso las dos niñas, hacen auténticos papelones. Asumen sus roles con una naturalidad que en todo momento sientes que estás asistiendo a un documental más que a una ficción. Además, la fotografía está llena de primeros planos lo que hace que los personajes te resulten muy próximos y te sientas conmovido por su belleza (hermosas las mujeres, aunque lleven siempre cubiertas su cabeza con un velo; preciosas las niñas con esos ojazos tan enormes y amigables).
La historia es dura y lleva a dilemas fundamentales no solo en el desarrollo de las parejas y las familias, sino a problemáticas muy centrales del ser humano: cómo posicionarse ante la propia cultura, qué tipo de prioridades estableces en la vida, cómo construyes “tu verdad” frente a la verdad, cómo sientes el dolor de los demás, cómo te mueves en los meandros de la justicia. Y junto a ello, obviamente, las peculiaridades propias de los países árabes, sobre todo en lo que afecta al papel de las mujeres, a la forma de ejecutar la justicia, a ese barullo social en el que se mueven las relaciones, a la circularidad de las narrativas (cosas que se repiten una y otra vez, argumentos que parecen diques infranqueables, conversaciones que son soliloquios pues cada uno trata de contar su historia sin que eso afecte a lo que el otro vaya a contestar). Y una moraleja final, quizás dos. La primera tiene que ver con la construcción de la verdad, con los difíciles límites entre inocencia y culpabilidad. La segunda es más política y se refiere al deseo de abandonar un lugar como Irán y todas las contradicciones que ello genera en las personas con respecto a sí mismo y a la propia familia. Al final, en ese dilema te deja la película en la figura de la niña que debe decirle al juez con cuál de los dos padres se quiere quedar, si con su madre decidida a marcharse o con su padre resignado a quedarse para poder cuidar a su padre enfermo.
Pese a la diferencia cultural entre nuestros países occidentales y los países árabes (lo que dificulta que te puedas sentir metido en la situación porque la ves como algo demasiado ajeno y poco apetecible: probablemente a ellos les pase algo parecido cuando ven películas occidentales) las cuestiones que se plantean son todas muy universales y de una profundidad que impresiona. El amor del esposo que ama sinceramente a su esposa pero que acepta separarse de ella porque entiende que en ese momento ha de conceder prioridad al cuidado de su padre con Alzheimer, estremece. El cariño con el que trata a su padre (¡de qué manera impresionante trabaja el abuelo con Alzheimer!) conmueve y convierte su figura en un referente moral. Pero nadie es del todo bueno ni del todo malo y, también él, se ve obligado a construir “su verdad” para que un acto del que no se siente responsable no acabe arruinando la vida de su padre y de su hija. Lo mismo acontece con la embarazada que pierde a su hijo y su marido. Ellos también tienen deben construir su verdad sobre pequeñas mentiras u omisiones para salvar lo que, en su percepción, son bienes superiores.
Dejando aparte componentes culturales desasosegantes (sobre todo, en lo que se refiere al papel de las mujeres, a ese miedo que sienten por sus maridos, a la necesidad de tener que conseguir su permiso para vivir su vida), lo que más impresiona de la película es cómo se valora la verdad. Incluso, cuando deciden tergiversarla con adaptaciones interesadas, la verdad aparece como un valor sustancial en sus vidas. Un valor que nosotros hemos perdido. Uno puede figurarse cómo podría desarrollarse un juicio similar entre nosotros y, desde luego, no creo que “la verdad”, así en abstracto, tuviera el mínimo protagonismo. Cada parte se habría montado su propia historia, habría buscado a sus propios testigos a los que los abogados aleccionarían sobre lo que pueden o no pueden decir. Sería una verdad “construida”, no una verdad sentida como componente moral que uno jamás debe alterar y si lo haces, te vas a sentir mal. Una verdad que, como en su caso, a veces tienes que asumir aunque al hacerlo estés arriesgando tu propia seguridad y bienestar.
Una película que emociona. Ves mucha humanidad en la historia, mucha cordura en los personajes. Sientes el drama que cada uno de ellos está viviendo; las amenazas que las verdades de los otros pueden acarrear a tu vida y a la de los que dependen de ti. Recibió el Oscar2011 a la mejor película no inglesa y hasta más de 13 premios en los mejores festivales internacionales. Un rédito justo.

domingo, agosto 05, 2012

La Delicadeza




Detrás de un nombre tan precioso, algo bueno tenía que haber. Y ello pese a que, como casi siempre, los halcones de las críticas la ponen a parir. Hay que reconocer con ellos y ellas que, efectivamente, no es una de esas películas que te dan un revolcón intelectual o emocional, pero eso tiene que ver, también, con el título. Es un toque delicado, suave, amable pero, eso sí, lleno de sugerencias. Una película muy francesa. Nosotros hemos heredado del francés dos palabras similares pero que en el español juegan papeles muy diferentes: delicadeza y delicatessen. Ambas componen el dilema emocional que recorre todo el film: la contraposición entre la delicatessen poco delicada y lo normal pero delicado. Dos culturas, al fin y al cabo, los ricos pijos y las personas normales pero llenas de sentimientos.

Es una película francesa del 2011 pero estrenada este año en España. Me llamó la atención que salieron a la vez el libro y la película, con el acierto de que al comprar el libro te regalaban una entrada para ver el film. Entrada que perdimos, obviamente (valía solo para los jueves), pero que me pareció un detalle “delicado”.

La historia es sencilla. Probablemente no sea tan real (la vida, habitualmente no suele ser delicada) pero eso es lo que la hace bella, su capacidad para ver la vida desde otra perspectiva más amable de lo que suele mostrarnos la experiencia. Hace unos días, en Chile, me trataban de explicar por qué tiene tanto éxito una universidad muy cara. Es que los padres, me decían, prefieren pagar más y que sus hijos estudien rodeados de otros chicos y chicas de clase alta. Así se emparejan entre ellos. Vamos, lo mismo que sucede en los campamentos de verano de elite o en las discotecas chic. Es todo un sistema para que los ricos acaben junto a los ricos y los guapos junto a los guapos. Una selección social de los más deseables. Que a veces se rompa ese proceso con excepciones, es lo que hace interesante la vida. De eso trata La Delicadeza.

La Tautou (que está preciosa, aunque un poco flaca de más) pertenece a la clase de las guapas, con su novio guapo y su entorno guapo. Para hacer una  película romántica le hubiera bastado a Foenkinos, el director, con eso. Ayer mismo, al regresar del cine, estaban pasando por la tele Nothing Hill y de eso se trataba: chico guapo (Hugh Grant) conoce a chica guapa (Julia Roberts) y ambos van pasando por situaciones divertidas. Pero La Delicadeza busca otro camino, tipo Cenicienta pero al revés. ¿Cómo romper ese proceso de selección natural y social casi predeterminado? Que la cosa no es fácil queda a la vista en la película, donde los guionistas tienen que dar una especie de salto en el vacío, como si se tratara de un milagro o una ruptura de la lógica para que las cosas comiencen a tomar otro giro: ella que en “acto irracional” se lanza a besar al primero que entra por la puerta de su despacho. Rota la línea lógica del destino, otro tipo de acontecimientos pueden pasar.

La verdad es que la película es todo un canto de esperanza para todos aquellos a los que la naturaleza no nos ha situado en ese grupo de los guapos-pijos. Para ellos y ellas todo es bastante fácil, al menos al principio. El reparto de las cartas y los valores es bastante desigual: su jugada se ve enseguida (unas hechuras llamativas, una melena estupenda, una ropa pija para que vaya con el conjunto; un pico de oro; un comerse la vida porque se la han dado siempre bastante masticada). A los otros, el proceso se les hace más cuesta arriba, sus buenas cartas están casi siempre ocultas y sólo las descubre quien es capaz de superar esa fase ilógica inicial de hacer caso omiso a los cantos de sirena de los pijos-guapos.

No sé si la película va por ahí, la verdad. Pero el caso es que la Tatou pierde a su novio pijo-guapo (y simpático). Un tío estupendo con el que habría podido hacer una peli romántica aceptable. Al perderlo se rompen todas sus expectativas y se hunde en un profundo pozo. Lo habitual. Situación que el jefe de la empresa en la que trabaja (otra subespecie de los pijos-guapos, pero en este caso, además, presuntuoso y acostumbrado a conseguir todo lo que quiere) provecha para lanzarle los tejos con sus mejores armas (su pico de oro, su melena al aire, su Visa Oro y unas cenitas en restaurante chic).  No se puede decir que no sea delicado.

Luego, en medio de la crisis, aparece el sueco del equipo para analizar con ella el expediente 114. Una cosa anodina, ciertamente, y de lo más pedestre. Y el tipo, alto, desgarbado, con cuatro pelos, sin facilidad de palabra ninguna, se queda en la puerta esperando humildemente que su jefa le permita adelantarse a la mesa y sentarse tras ella para comenzar el trabajo. Ahí es donde se le cruzan los cables a la Tatou y comienza un proceso sin sentido, sin lógica (sin la lógica habitual). Ella ni se da cuenta de lo que hace y él debe pensar que su jefa se ha vuelto loca. Pero, visto en perspectiva, algo así hace falta para que se rompa la narrativa convencional y otra historia comience.

¿Es indelicado el jefe que pretende acostarse con ella y ayudarle a superar el duelo? ¿Es delicado el sueco que se ve atrapado en un sueño en el que en sus horas cuerdas ni se habría atrevido a soñar? Bueno, ambos usan sus recursos. La principal diferencia es que el primero cree que se merece lo que pretende y trata de conquistarlo. Va a satisfacer su deseo y, por tanto, él mismo se sitúa en el centro de la acción y de la propuesta. Pero no es indelicado (salvo ese toque de prepotencia e impaciencia con que trata a la chica de sus sueños). Su delicadeza va por otra vía: se expresa en el restaurante al que la lleva, en la cosecha del vino que pide para ella, en el perfume que seguramente le regalaría o en el viaje al que le invitaría a ir juntos. Es un tipo de delicadeza. La delicadeza del sueco es más interna. Él no se ve como protagonista de la historia, le concede a ella el protagonismo. Lo rico de la situación no está fuera de la propia relación: lo importante no es dónde van (¡un chino, por dios!), qué comen, o qué regalos le hace. Lo importante es que aquella mujer y lo que le hace sentir le ha sacado de sus casillas, que casi no sabe qué decirle y que, llegado un momento, él mismo desaparece porque en su universo sólo existe ella. Alguna vez leí que en una relación lo importante no es quién es el otro, sino lo que te hace sentir.

Dos tipos de delicadeza. Supongo que habrá mujeres que prefieran una de ellas y otras que prefieran la otra. Pero los dos llevan con dignidad su propio papel. Los dos sufren por lo que sienten. El jefe se muere de celos y va chapoteando en el agua de su propia ansiedad como un naufrago que se ahoga. El sueco lo lleva con más calma, quizás porque no acaba de creerse que una cosa tan estupenda le haya pasado a él. Pero es un buen tipo. No es frase suya, porque ya la conocemos desde hace tiempo, pero sienta bien aquello que dice de Tatou cuando le pregunta el otro qué es lo que le gusta de ella. Lo que más me gusta, le dice él, es que cuando estoy con ella me hace ser “la mejor versión de mí mismo”. Magnífico, tío.

De todas formas, me quedo sin saber qué ha querido decir Foenkinos sobre la delicadeza. Entiendo que no es delicado el jefe cuando le hace proposiciones crudas (de todas formas, dicen algunas, que a ellas les gusta que les vayan de frente), pero tiene su toque cuando le pide que descanse, cuando soporta con resignación sus desplantes y escucha paciente su frialdad. Es un pijo pero con clase: no la amenaza, no la desconsidera, no trata de forzar la situación. En el caso del sueco, yo le veo más paradito que delicado. Es ese tipo de delicadeza temerosa, como quien está manipulando una pieza de porcelana de gran valor, que además no es tuya, y temes que se te rompa. Una delicadeza insegura y poco creativa, sosa. ¡Mira que llevarla a un chino, en Francia!

En fin, no sé. Tendré que leer el libro para ver si capto mejor qué moraleja quiere señalarnos Foenkinos que es, además, el autor de la novela. Lo hago por la cuenta que me trae. Como nunca fui del grupo de los pijos-guapos, solo me queda reforzar el flanco de la delicadeza, si no a ver de dónde…

viernes, agosto 03, 2012

Rupturas sentimentales.




“¿Cuánto pesa una relación?”, así con interrogantes, no con signos admirativos (¡cuánto pesa una relación!), comenzaba la película chilena ¡Qué pena tu boda! que pude ver en mi maratón de cine con Iberia y que comenté en una entrada anterior. El protagonista se refería a la cantidad de cosas de las que tendrías que desprenderte cuando la relación se rompía (cartas, regalos, libros, postales…). La primera impresión es que ahora ese peso ya es mucho menor de lo que fue en otros tiempos. Ahora que no se escriben cartas sino emails, no se regalan libros sino ibooks, los pesos, ciertamente, han descendido mucho. Quedan cuatro fruslerías que cuesta poco tirar. Y apretar la tecla del delete  es un gesto que no duele.  Quizás por eso es más fácil romper ahora. Claro que esta historia del peso puede tener una lectura menos material y más simbólica. Librarse del peso de la relación es más que tirar las cartas o borrar los emails. Cuesta de cojones sacarse de dentro todo el conjunto de experiencias, sensaciones y amores /y desamores) que se han ido acumulando, da lo mismo cuánto haya durado la experiencia.

Viene todo esto a que este inicio de verano no está siendo buen tiempo para la lírica. Parece que con los calores se rompe más. Acabo de leer que el Facebook ha causado 28 millones de rupturas (debe ser porque aparecen fotografías comprometedoras de unos con otras y viceversa). Por alguna extraña coincidencia, también me he ido tropezando estos días con historias chocantes de rupturas. Algunas aquí y otras en los viajes. A lo que se ve, en eso no hay mucha diferencia entre unos países y otros.

La primera ha sido una historia sencilla. Una ex - alumna nuestra que marchó a otra ciudad para completar su formación y, aunque no solía decirlo, para acercarse un poco más a su novio. La última vez que la vi estaba bastante animada, concluyendo el máster y haciendo planes de futuro. Esta vez, en cambio, estaba más triste y nerviosa. Pensé que serían los apuros finales del máster. Pero no, es que había roto con su novio hacía un par de semanas. Uno no está en posición de hurgar mucho en esas heridas demasiado personales pero hasta puede parecer de mala educación (como si su problema no te interesara) el no preguntar por qué. Que una pareja rompa tras un año de convivencia (convivencia relativa, pues no vivían juntos) no suele ser extraño. Me llamó la atención las razones que ella daba: tenía que dejarlo, la relación no me aportaba nada, la cosa se fue desvaneciendo poco a poco y al final sientes que te has convertido en amiga. No es fácil de explicar el proceso y menos aún de verbalizarlo. Pero lo que quedaba claro era que todo ese proceso le había sucedido a ella. Ella sabía que tenía que romper y quería hacerlo cuanto antes y de la forma menos indolora posible. Sabía que debía romper pero no sabía cómo. Hasta fue a preguntar a su tutor personal cuál sería la mejor forma de hacerlo. Él todavía andaba preguntándose qué había sucedido. No quería que las cosas acabaran así. Le escribía, escribía a sus padres. Supongo que se sentía angustiado ante algo que no lograba entender. ¿Pero, no habéis hablado?, le pregunté. Sí, tres veces, me dijo ella. Me figuro en el lugar de él haciéndome las mismas preguntas: qué pasó, qué hicimos mal (qué hice mal), dónde empezaron a torcerse las cosas sin que yo me diera cuenta. Él supone que hay otra persona, decía ella, pero no lo hay. No, simplemente se acabó. Supongo que ambos lo debieron pasar mal, pero el más confuso, humillado y destrozado es él que debe aceptar una situación que no entiende. No es sencillo.

La otra historia la conocí hace poco en uno de los viajes a Iberoamérica. Historia bien convencional de académicos y estudiantes. Él, profesor, ella estudiante. Él 45, ella 25. Vivieron durante años una relación compleja. La historia la supe de él, así que es probable que su versión no sea del todo neutral. También en su caso, estaba perplejo y muy dolorido. Sin darse cuenta había pasado de sentir que ella lo deseaba, que le apetecía estar con él, que disfrutaban juntos a una situación en la que se habían perdido todos los referentes. Como un caballo que se para de golpe y te arroja con violencia de su grupa. En su caso, la edad le permitía poder volver la vista atrás y analizar lo que pudo pasar. De todas formas, lo contaba con una fuerte dosis de angustia. En realidad, la historia había sucedido hacía casi 10 años y aún subsistía en él esa sensación de derrota inmerecida. Cuando lo contaba mezclaba su propia narrativa con las explicaciones que, según él, le había dado ella. Según contaba, la relación había seguido los patrones habituales de esas relaciones desequilibradas: momentos de pico y de valle; discusiones frecuentes; sexo intenso; rupturas o amagos de rupturas de vez en cuando; algunos celos, más fuertes en él. Lo llamativo de la historia fue que la cosa comenzó a adquirir tintes graciosos si no fuera por lo dramáticos que resultaron. Primero ella cambió de casa y, en la nueva, ya no quería que se acostaran en la habitación (ahí sólo entrará quien vaya a ser mi marido, le decía ella) y habilitó una especie de sofá en el salón donde se encontraban. Algo después, comenzó a tener fuertes dolores vaginales que hicieron imposible mantener relaciones sexuales. Continuaron durante algún tiempo buscando otras alternativas pero con entusiasmo decrecido. Al final, comentaba él entre una media sonrisa irónica, me dijo que le representaba a su padre. Y ahí sentí, concluyó, que todo había acabado. Y lo resumía en una síntesis que parecía un puñal: primero me echó de su cama, después de su vagina y, al final, de su imaginario. Fue un delete completo. Le pregunté qué tal lo había vivido él toda la experiencia. Por su explicación vi que ya lo había racionalizado. Seguía haciéndole daño pero lo tenía bastante controlado. Lo había vivido muy mal en su momento. Le costó mucho entender. ¿Sabes?, me decía, lo que más me dolió fue que cuando le pregunté qué había pasado, por qué me había tratado así, me contestó que no sabía cómo romper conmigo. Eso me hizo sentir ridículo, confesaba. Yo había estado durante todo ese tiempo pensado que ella estaba encantada conmigo y, mira tú, ella andaba buscando la fórmula para mandarme al carajo. Un ridículo de cojones, decía cariacontecido.

Algo parecido a esto escuché en otra ocasión, ya no me acuerdo dónde. Tampoco sé los detalles, pero el caso es que el tipo se había encontrado con la chica con la que mantenía relaciones esporádicas. Habían quedado esa tarde y las cosas iban saliendo de maravilla. Ella, que tenía una hija, la había dejado con unos amigos. El programa de la tarde había sido agradable. Habían reservado un restaurante precioso para cenar. Total, el tío se las prometía felices. Así se las ponían a Felipe VII, debió pensar. Pero hete aquí que llegó la cena y en el momento culminante en el que él esperaba que hablaran de dónde iban a pasar la noche, ella le soltó que había conocido a un tipo y que estaba muy enamorada. ¡Ah, fantástico!, decía él que le dijo, pero ya me figuro que poniendo esa cara de quien se tira por una ventana del décimo piso. Pero lo peor no fue eso, según contaba. Lo peor vino cuando le dijo que ya andaba en eso desde hacía un año.  Como en la ruptura anterior, otro pobre estúpido que andaba en las berzas: él creyendo que mantenía una relación muy especial con ella y prometiéndoselas felices para esa noche y ella que llevaba un año saliendo con otro. ¡Estúpido, estúpido, estúpido!, se quejaba de sí mismo dándose golpes en la cabeza.

En fin, que esto de las rupturas es toda una historia. Cada una debe tener su propio proceso, pero seguro que hay algo en lo que todas se parecen: los tíos no se enteran hasta el final. No sé qué sucede cuando son ellos los que rompen: no me ha tocado escuchar historia de ese tipo, aunque seguro que las hay. Pero, estaría por apostar a que, en esos casos, ellas ya lo van oliendo desde antes. Esos pequeños detalles que a nosotros se nos pasan desapercibidos. Tú vas, te confías y, de pronto, te encuentras en la mitad de la nada, con una cara de idiota que pa qué.

“¿Algún mensaje subliminal detrás de todo esto?”, me pregunta intrigado el blog. Y sigue, el muy cenizo, “¿no será que estás espantando tus propios fantasmas?”. No, por favor, le he tenido que decir. Yo solo cuento historias. Ya sabes que el verano es buen tiempo para eso. Pero, por si acaso, toco madera. En todo esto de los desamores es mejor ser el narrador que el protagonista. En lo de los amores, ya es otra cosa.

miércoles, agosto 01, 2012

Tan fuerte, tan cerca.



A parte del misterio del título (Extremely Loud and Incredibly Close), el resto de la película de Daldry es toda una historia. Estrenada en 2011, tuvo varias nominaciones a los Oscars de 2011 (mejor película y mejor actor secundario, nada menos que Max Von Sydow) y varios otros premios, incluido uno en el festival de Berlín.
La historia protagonizada por Thomas Horn, Tom Hanks, Sandra Bullock y Max Von Sydow, se sitúa en los terribles acontecimientos de las Torres Gemelas, donde mure el padre de un niño hiperdotado quien cree que su padre le ha dejado un mensaje porque encuentra un sobre con una llave en un jarrón que él guardaba en su escritorio. Partiendo de un nombre que figura en el sobre (Black), va indagando entre todos los Black que figuran en el listín telefónico de N.York (doscientos y pico) si conocían a su padre y si sabían de qué podía ser aquella llave. En su ayuda acude un huésped misterioso y mudo que se aloja en casa de su abuela.
Ésa es la historia, pero la película es mucho más profunda y jugosa. No ha gustado excesivamente a los críticos ni a los listillos que van al cine a comprobar si el producto que les ofrecen se parece o no a lo que ellos esperaban. Casi ninguno de ellos ha salido contento: no es la película que ellos habrían hecho; no es la película paradigmática del 11S; no resulta creíble; está hecha a la búsqueda de algún Oscar. Allá ellos. A mí me ha encantado. Cierto que acaba agobiándote un poco con tanta emoción, pero entiendo que de eso se trataba. Y tiene cosas espectaculares.
El primer espectáculo es la figura del propio niño. Un poco repipi y sabelotodo al principio pero una buena muestra de lo que puede ser un niño inteligente y que lleva dentro un peso emocional tan fuerte como le sucede a él. El otro espectáculo es el huésped mudo. Max Von Sydow borda un papel que no es fácil. Entre la ternura, el distanciamiento y el pragmatismo resulta, al final, todo un personaje. Vas conociendo su sistema de comunicación (izquierda sí, derecha no). Disfrutas con las frases tan concisas con las que sabe expresar sus ideas y emociones. Su propia pose, su forma de andar, su rostro es toda una partitura de modalidades expresivas. No dice nada pero sabes en cada momento qué piensa y cómo se siente. Magnífico. Tom Hanks está cordial y cariñoso, el padre que a todos nos gustaría ser para nuestros hijos: conversaciones inteligentes, complicidades que generan una fuerte comunicación y sintonía, propuestas irresistibles para el niño que encuentra en él un magnífico referente para sus altas inquietudes intelectuales (jugar al oxímoron, las palabras que se contradicen debe ser divertidísimo). También la madre Sandra Bullock hace un papel interesante: atractiva como siempre, cariñosa cuando todo va bien, dolorida y perdida tras la tragedia, maternal e inteligente con el hijo que, supuestamente, se va alejando de ella). Quizás esa parte final, donde ella se anticipa a los pasos que va a dar su hijo es la menos creíble de todo el film, pero resulta aceptable, sobre todo por lo que tiene de equipararse a la inteligencia del hijo, de respetarla sin intentar dominarla.
Parece lógico pensar que cada quien va a ver la película desde su propia perspectiva. También lo hago yo. Al final, nadie puede desprenderse de las diversas mochilas vitales con las que va cargando: ser padre y esposo, ser psicólogo, ser educador, ser emotivo. En este caso, las mochilas que más se activaron fueron las dos primeras.
Identificarse con el padre y esposo que muere en un atentado resulta fácil. Ya decía que Tom Hanks lo hace muy bien. Te gustaría ser como él en el trato con tus hijos, haber sido capaz de hacerles propuestas tan interesantes, haber sido capaz de crear con ellos esa sintonía que les da fuerza y despierta sus sentidos. Es fácil después vivir su propia angustia. Es dramático cómo consigue Daldry ir aumentando la intensidad de la angustia con esas llamadas sucesivas desde la torre que va destruyéndose. Pero cualquiera haríamos eso: estás perdiendo lo que más quieres y quieres tranquilizarlos y tranquilizarte. En definitiva no quiere morir y se agarra a lo que más le ata a la vida. Emocionante todo lo que pasa con el teléfono. Pero no es sólo eso. Lo rico de la situación es cómo hablan de él cuando ya no está, cómo lo va presentando a los Black que visita, cómo habla de él con el mudo o cuando se reencuentra con su madre. Los recuerdos de un padre. ¿Qué recordarán de nosotros nuestros hijos? En general, ya se ve, son esas pequeñas cosas que forman parte de la vida cotidiana: cómo movía los hombros en plan interrogante, cómo saludaba al llegar a casa, cómo jugaban a los axímoros, cómo te tocaba la cabeza. Es curioso, son cosas casi insignificantes, que nos pasan desapercibidas. Cosas pequeñas que integran ese gran mundo de la presencia y se mantienen, al menos un tiempo, en la ausencia.
La otra referencia magnífica de la película es todo el juego con la llave. La llave está llena de simbolismo en este film. Una llave que abre algo, una llave que le llevará al mensaje de su padre. ese mensaje que no pudo oír por el teléfono. Una llave que tiene una clave (algo lógico en una relación en la que el ponerse retos a descubrir ha sido una de las formas de comunicarse). La llave del misterio. Y el niño (signo de que la inteligencia está construida de tesón y constancia) se traza un plan y lo sigue cueste lo que cueste. Un plan digno de un chaval superdotado, con sus cuadrículas, sus sistemas clasificatorios, su sistema de documentación y archivo de las evidencias. Pero, en realidad la llave no lleva a ningún mensaje. Pertenecía a un tipo que guardaba allí cosas suyas. O quizás sí tenía un mensaje, aunque de otro tipo. El mensaje de ir poniendo en marcha su capacidad de investigar, de crear sistemas, de ir conociendo cómo es la gente (perfecto el diálogo con su madre recordando las peculiaridades de cada persona). La llave no abría cajas pero le abrió a cosas y personas muy interesantes.
Bueno, pues todo esto no gustó a los críticos ni a quienes comentan el film en internet. ¡Que les den!