jueves, enero 25, 2024

CHULLA VILLE

 



A nadie se le escapa que en Madrid se puede comer bien. Que tiene extraordinarios restaurantes repartidos por toda la geografía urbana, especialmente por aquellos rumbos por los que se mueve la gente con pelas. Es más arriesgado poder decir que también se puede comer bien en los barrios periféricos y en lugares menos privilegiados y glamurosos. Por eso, la experiencia de hoy tiene un plus de sorpresa y disfrute. No es que pasáramos por allí y entráramos azarosamente a comer. Íbamos en su búsqueda porque nos habían hablado de él. Y, desde luego, mereció la pena.

Se trata del Chulla Ville, un restaurante humilde gestionado por un matrimonio ecuatoriano que tras mucho rodar por el mundo de la restauración ha recalado en el barrio madrileño de Las Rosas, c/ Longares 34. Nunca se imaginarían que allí se van a encontrar una cocina que funde la tradición ecuatoriana con la mediterránea y, sobre todo, que lo hace con tanto mimo.

El caso es que, aprovechando un viaje a Madrid para una reunión, avisamos a nuestros compañeros de descubrimientos culinarios, Juan Manuel y Celia, y nos fuimos juntos a conocer y disfrutar de la cocina de Pablo Maldonado y el servicio sencillo y estupendo de su esposa. El sitio es pequeñito, como el salón de casa y en él caben, a duras penas 5 mesas pequeñas. Nada que ver con los restaurantes notables y luminosos de la élite gastronómica. Luego, acabada la comida, el chef se acerca a la mesa y te cuenta. Entonces entiendes un poco de qué va la cosa.

Y así iniciamos la comida. Una carta corta con algunos entrantes, 4 primeros y 5 segundos. A lo que se añaden algunos platos fuera de carta. Pasamos de los entrantes y, ayudamos por la señora de la casa, seleccionamos los platos. Ella es una persona de movimientos acompasados, voz bajita y trato amable. No trata de convencerte, solo te explica con sencillez de qué va la cosa. Se agradece.

Nuestras mujeres se atrevieron con un vermut de la casa (muy suave y rico, según ellas) y nosotros nos fuimos al LAN R-12 que, como suele, estaba rico y de precio no abusivo, que es lo  que suele suceder.  Lo acompañamos de un pequeño entrante que ofrece la casa.

 Obviamente, comenzamos con un “Ceviche de corvina jipijapa” que estaba muy logrado. La corvina troceada en dados no en láminas, pero muy bien curada en el limón, la cebolla, el cilantro y la salsa maní que es lo típico del ceviche jipijapa (hasta donde yo sé, porque es la postura típica de la ciudad ecuatoriana que lleva ese nombre).  No faltaron, claro, las lochas de plátano macho frito para apoyar el cebiche y su salsa. Buen inicio.

Al ceviche le siguió un “Pulpo al horno” que nos ofrecieron fuera de carta porque era una lograda expresión de la fusión entre lo ecuatoriano y lo mediterráneo que les caracteriza. Aunque nuestros amigos no, nosotros somos gallegos y del pulpo nos lo sabemos todo. Sin embargo, efectivamente, aquello era distinto y exquisito. Las salsas que le añaden con componentes entre caribeños y andinos nos encantó. Al final es una mezcla de sabores que te deja un retrogusto excelente.

Superados los pescados, pasamos a la segunda fase de la comida, que se inició con un “risotto de setas salvajes con magret de pato”. En la carta lo tienen con pichón en escabeche, pero nos apeteció más este de setas salvajes porque aún estamos en periodo de setas y lo mejor es adaptarse al producto del momento. Como suele pasar en estos casos, mejor el risotto que el magret, pero ambos haciendo un conjunto muy armónico, siempre siendo protagonista el arroz con ese cosquilleo variado que le dan los trocitos de setas que te vas encontrando.

 Dejamos para el climax final el que según la maitre era el plato estrella de la casa: la “costilla de cerdo con tamarindo”. Y se mereció, en verdad, los mejores elogios. Era un costillar asado a baja temperatura durante 12 horas de horno sobre el que se había derramado una salsa oscura de tamarindo con algún tipo de chile y especias. Desde luego el sabor de la salsa de tamarindo era excelente y la carne se iba deshaciendo en la boca. Fantástico plato.

Los postres fueron menos llamativos: un Brownie con sopa de chocolate y helado de Yuzu (un cítrico japonés, pequeñito y con fama de superalimento) y una tarta de plátano con diferentes adherencias. Pero con los postres llegó el momento social de la comida. Se acercó el chef a saludarnos y compartir conversación. Ya estábamos solos en el local y él se sintió con ganas de compartirnos su experiencia. Había recorrido varios países, siempre trabajando en cocina (incluido un restaurante belga con dos estrellas Michelín). Su última experiencia en un restaurante de platos combinados le resultó frustrante y decidió retar a la vida y abrir su propio restaurante. Tarea no fácil en los momentos en que vivimos. Y, a lo que él contó, pensaron hacerlo con realismo y sin saltos en el vacío. Así que empezaron en un local de barrio y asequible, con la esperanza que su trabajo fuera el mejor reclamo y que fuera eso lo que atrajera clientes y les permitiera ir ascendiendo en visibilidad y reconocimiento público. Sin olvidar, claro, el dignificar los recursos básicos de un restaurante de calidad: servicio, vajilla, precios, atenciones al cliente, etc. “Con buen apoyo bien se folla”, dejó caer como quien no quiere la cosa.

En fin, una buena experiencia en un local que no le hace justicia. Pero se entiende y hasta te apetece apoyar a unos profesionales que se toman tan en serio su trabajo.

 

miércoles, enero 17, 2024

LA MEMORIA INFINITA

Ya tocaba ir al cine. Después de una semana completa con las tardes ocupadas dando un curso de doctorado virtual, necesitaba el reencuentro con una historia interesante contada en el cine. Y nos fuimos a ver LA MEMORIA INFINITA, película chilena de este mismo año, dirigida por Maite Alberdi y protagonizada por Paulina Urrutia y Augusto Góngora. 
 
Es un film duro y tierno a la vez, que aborda el tema del Alzheimer, aunque su directora insiste en que lo que quería contar es una historia de amor, no hacer un film sobre el Alzheimer. 
 
Es, desde luego, una historia de amor, pero las características del Alzheimer son tan dramáticas y perturbadoras que es difícil sacárselas de la cabeza mientras disfrutas de la historia de amor que te están contando. Por otra parte, el hecho de saber que te están contando una historia real, la historia de los dos protagonistas, aún aumenta más la emoción por lo que estás viendo. Sientes que no es ficción, que no son actores ejecutando su rol; son ellos mismos, él haciendo de sí mismo y ella siguiendo con el mismo papel de cuidadora paciente que vive en el día a día. Además, la directora no rehúye momentos de crisis. Ella confesaba en una entrevista que había sido el propio Augusto quien lo había autorizado en un momento de lucidez). Paulina Alberti ha logrado controlar el dramatismo propio de la enfermedad introduciendo una tercera línea de desarrollo del film, la historia de ambos personajes; lo que le permite, además, incorporar los trágicos momentos de la historia de Chile que a ellos les tocó vivir. De esa manera, contraponiendo las tres emociones (el amor a toda prueba, la enfermedad implacable y el valor de la oposición a la dictadura) se teje un equilibrio suficiente para mitigar la desesperanza que produce el Alzheimer.
Es curioso cómo, con frecuencia, las enfermedades acaban destrozando lo más valioso que cada uno tiene. A Augusto Góngora, que dedicó toda su vida a documentar la historia de Chile, a teorizar sobre la importancia de la memoria histórica para construir la identidad (“los que tienen memoria, tienen coraje y son sembradores; sin memoria no hay identidad”, dice él); pues a él, justo a él, viene el Alzheimer y le borra justamente la memoria.
Con todo, lo que impresiona más del film es el papel de Paulina Urrutia. Ella es una actriz, no es una neuróloga, ni una psicóloga, ni una monja resignada. Quizás no sepa mucho del Alzheimer ni de su tratamiento (si lo supiera no se desesperaría tanto por el hecho de que él no la reconociera en un momento de crisis), pero sigue enamorada de su marido y está dispuesta a hacer lo que sea preciso para mantenerlo a flote y no perder su consciencia. Y, eso sí, juega de manera brillante (en eso se nota su condición de artista) a hacerle recordar sobre su vida en pareja, sobre sus actividades profesionales, sobre sus amigos, etc. Y todo ello con una paciencia infinita. Efectivamente, yo he visto más una película de amor que un documental sobre el Alzheimer. Me hubiera dado igual que la enfermedad o la situación personal de Augusto hubiera sido cualquier otra. 
 
Técnicamente la película es aceptable, normal. Sin excesos, ni grandes parafernalias. La fotografía es buena. A veces, las imágenes se difuminan y resultan borrosas. A propósito, calculo, para reflejar las alteraciones que el propio protagonista sufre en su visión. O, quizás, para destacar la condición de documental del film. La directora va jugando bien con distintos escenarios, lo que permite relajar el constante e intenso mano a mano entre los dos protagonistas. Y lo que hay es un muy buen trabajo de documentación y post-producción para ensamblar el presente y el pasado, para conjugar los momentos de enfermedad, con documentos de la historia personal de los protagonistas y de la historia de Chile. Y son muy de agradecer los 85 minutos que dura el film. En el despelote actual de películas infinitas, la parsimonia de Maite Alberdi se agradece en el alma.

domingo, enero 07, 2024

Y, DE NUEVO, EL SILENCIO

 



Las Navidades tienen mucho de excitación, de ruido, de exceso. Las esperas con ansiedad (con todo lo que de bueno y de malo tiene la ansiedad), las vives con intensidad (con momentos mágicos y otros de agobio) y las despides entre suspiros (unos de relajación y otros de agobio interior por las despedidas). Esa naturaleza dicotómica de estas fechas navideñas se hace muy patente. Por eso hay tanta gente que adora las navidades como gente que las teme e, incluso, las odia (o eso dicen, exagerando, sin duda).

Yo antes no lo entendía. Me resultaba inconcebible que la gente normal y sana pudiera odiar las navidades. ¡Pero si son fechas especialmente marcadas para el cariño y el encuentro, cómo se puede odiar eso…! Quizás sea porque en mis recuerdos predominan las experiencias positivas. Sobre todo desde que comenzaron a aparecer los niños (sobrinos, hijos, nietos), las navidades han sido unas fechas especiales. Trabajosas, desde luego. Primero éramos nosotros los que viajábamos a casa de nuestros padres para reunirnos con el resto de la familia extensa. Y viajar con toda la prole es siempre complejo, pero mientras eres joven, no te cuesta tanto y hasta te apetece.  Luego tú te haces mayor y son ellos los que tienen que venir a vernos; y ya ves que es toda una proeza moverse en estos días navideños. La complejidad de los días y el trabajo de lo cotidiano aumenta, sin duda, pero va con el pack y cuentas con ello.

En cualquier caso, esa combinación de disfrute y agobio es la marca de estas fechas. En las conversaciones con la gente de nuestra edad es frecuente escuchar aquello de “agradeces mucho que vengan y agradeces mucho cuando se van”. Debe ser una sensación bastante extendida. Esa ruptura de las rutinas, de las comodidades, de la paz cotidiana, si dura en exceso se hace pesada y desequilibrante. Es fácil de entender. Y aunque sea así, no quiero ni pensar qué sería de nuestras navidades si nuestros hijos y nietos no vinieran. El desconsuelo y la pena serían enormes. Yo ya estaba agobiado pensando que la noche buena la pasaríamos solos. Y menos mal que, al final, la pasamos con unos amigos. No son fechas para pasarlas a solas. No hay fiesta sin ruptura de lo habitual, sin comunidad, sin otros.

 Pues eso han sido estos días de final de año. Una ruptura total de nuestros ritmos cotidianos. Pasar de 2 personas a 11 (entre ellos, 5 niños) no es un salto fácil de dar. Y no es solo una cuestión de números, que también, es que cada persona trae consigo su circunstancia: distintas edades, distintas comidas, distintos tipos de leche y cereales, distintos caracteres, distintas formas de trato, distintas expectativas… Así que la complejidad de la vida en común se incrementa exponencialmente. Es toda una experiencia de supervivencia como grupo. La disfrutas y la padeces. No faltan los momentos de tensión, ni faltan los momentos de afecto intenso. Las navidades son como la vida, pero todo junto en unos pocos días.

La cosa es que hoy se nos han ido los últimos y la casa ha quedado vacía y en silencio. Un silencio que suena a paz, pero que sabe a vacío, a tristeza, a melancolía. Deseabas que llegara este momento, pero ahora que ya llegó darías con gusto marcha atrás y desearías que su estancia se alargara más, que no se fueran. Ese silencio que dejan los niños cuando se van es doloroso y amargo. Te quedas solo con tu edad, tus miedos, tu depre…

lunes, enero 01, 2024

AÑO NUEVO 2024

 



Se me quejaba alguien hace poco de que este blog había perdido interés porque ya solo subía post relacionados con el cine. Estoy de acuerdo y yo mismo siento la falta de otro tipo de comentarios que aireen un poco más este blog y, a la vez, lo hagan regresar a lo que siempre fue y así se recoge en su propia denominación de poutpurri: "cajón de sastre y plaza pública virtual en la que se puede hablar de todo según el humor de cada día". Tengo que confesar, además, que esa ausencia de otros temas es solo el síntoma de un cierto vaciamiento interior, sea por autocensura, sea por ese estado de atonía anímica que acaba cubriéndolo todo como una niebla espesa, o, quizás sea, por lo contrario, consecuencia de un estado de excesiva actividad externa que no deja espacio a ese pensar sosegado que requiere el escribir. Si miro de reojo a este 2023 que acabamos de dejar atrás, veo con claridad que ha habido mucho de las tres cosas. Si me atreviera a hablar del 2023 como si fuera una película tendría que decir de ella que me resultó bastante decepcionante, que verla hay que verla porque no puedes dejar de hacerlo, pero que, aunque tiene (ha tenido) momentos relevantes, en su conjunto deja mucho que desear.

Y, en todo caso, ya estamos en la escena siguiente y hemos de comenzar el nuevo año mirando, sobre todo, hacia adelante; olvidando o dejando a un lado lo que acabó y buscando algo de esperanza en ese baúl escondido en el que guardamos nuestras reservas de resiliencia. Todo nos hará falta.

El 2024, si lo vemos con las gafas de la esperanza, tiene sus cositas. Por un lado, y desempolvando el valor de aquel juvenil “ahora que de todo hace ya 20 años” que cantaba Gil de Biedma, nosotros continuaremos con nuestro caminar por la historia con un más preocupante “ahora que de casi todo hace ya 50 años”. Ya celebramos el medio siglo de nuestra graduación y este año nos toca celebrar el de nuestro casamiento. Lo que significa, antes de nada, que nosotros era acabar la carrera y casarse de inmediato. “Para poder follar sin que mi madre estuviera siempre dándome la lata”, decía una colega cuando quería explicar el porqué de esa prisa. En nuestro caso, no creo que fuera por eso, pues ese agobio ya lo teníamos resuelto, pero en cualquier caso, eso fue lo que hicimos. Y nos salió bien.

Otra cosa buena va a tener este año cincuentenario: va a ser el primer año, desde aquel lejano 1974 en que no tengamos que pagar hipoteca. Han sido cincuenta años de ir encadenando una hipoteca tras otra, desde aquel millón y poco de pesetas que nos costó en 1974 nuestro primer piso en el barrio de Moratalaz de Madrid, pasando después por Pontevedra, Santiago y Coruña. Primero firmaba uno letras que iban pagando una a una, mes a mes, y guardando con mucho cuidado el resguardo. Luego la cosa se tecnificó y ya se gestionaba todo directamente por el banco. Tú lo único que notabas era que al inicio de cada mes volaban 600€ de tu cuenta. Y así mes tras mes, año tras año. Toda una vida. Una preocupación menos para el 2024.

 Y no será el último cierre que se irá produciendo en este año nuevo (mal que nos pese, estamos en edad de ir cerrando etapas y compromisos). En mi caso, cerraré ya definitivamente mi relación directa con la universidad. Me jubilé a los 70 (en el 2019) y me he mantenido ligado a la USC como emérito hasta los 75 (lo que sucederá a finales de agosto del 2024). Las normas del emeritaje se modificaron hace unos años y ahora uno queda de emérito durante toda su vida, solo que ya sin una relación contractual con la universidad. Con seguridad, yo continuaré haciendo cosas que tengan que ver con la educación y la universidad, pero ya desde los márgenes de lo institucional y a título personal. Podré seguir poniendo bajo mi firma lo de profesor emérito de la USC, pero más como una condición intangible que como pertenencia específica a su claustro académico. A ver cómo lo llevo, porque es como quedarse huérfano, aunque sea a los 75 años.

Y aún hay más elementos luminosos titilando con luz incierta en ese cielo estrellado del 2024. Algunos tienen que ver con la salud y los médicos. Como ya lo fue la del año que cerramos, la agenda del nuevo año va a estar repleta de citas médicas y pruebas de todo tipo. Seguirá mi calvario con hematólogos y cardiólogas a la espera de que alguna de sus sospechas se confirme o podamos rechazarla del todo. Todo se está haciendo demasiado largo, pero supongo que más que quejarse lo justo es alegrarse de que aún sigamos en ello, de que no se haya producido ningún desenlace nefasto. El 2024 será, quizás, el año en que acabaré entrando en la cofradía de las personas con marcapasos o desfribilador acoplado al pecho. Y de nuevo, esa preocupación de a ver qué tal lo llevo y cómo me adapto. De todas formas, salvo por el coñazo que supone pasar tantas veces por el hospital para hacerte pruebas (algunas, como las resonancias, bien jodidas para alguien tan claustrofóbico como yo), no me quejo. También ha sido la oportunidad de conocer a médicos simpáticos e incluso poder hacer amistad y colaborar académicamente con ellos. Hacerse mayor (ese ir acumulando edad año tras año) implica inevitablemente que el cuerpo y su maquinaria se van haciendo cada vez más protagonistas, se van ganando posiciones y pasando del fondo (esos tiempos en los que uno se dedicaba a vivir porque el cuerpo funcionaba por su cuenta y como si todo viniera de fábrica) a la figura (ahora vas dejando poco a poco de vivir y el hacer cosas va pasando a ser el fondo porque la figura, el factor esencial, el que lo va condicionando todo es justamente el cuerpo). Condición que en mi caso aún se complica más, pues no es el cuerpo en cuanto chasis lo que me genera problemas (aunque, también), sino el motor. Y eso lo hace todo más traicionero. Yo no siento dolores, pero sé (porque me lo dicen) que allá adentro están pasando cosas raras. 

 Y para cerrar esta cartografía de expectativas para el 2024, diré que también aparecen en el horizonte cosas buenas e, incluso, muy buenas. Ya dije que Elvira y yo celebraremos nuestras bodas de oro y queremos hacerlo por todo lo alto, convocando a cuantos han tenido que ver con nuestra experiencia personal y de pareja: hermanos, hijos, nietas y amistades. 50 años dan para querer a mucha gente. 

Tampoco se va a cerrar mi vida profesional durante este próximo año. Seguiré presidiendo la Asociación Iberoamericana de Docencia Universitaria (AIDU) con la que haremos un Congreso internacional en Lisboa en el mes de Junio. Y seguiré también presidiendo la Red Española de Docencia Universitaria (REDU) con una notable carta de actividades a lo largo de todo el año. Por otra parte, ya me he comprometido con varios cursos de doctorado con universidades americanas, con el asesoramiento durante un año a la Universidad CETYS internacional de Baja California, con la inauguración de la Feria del Libro de Buenos Aires en su sección de educación. Y según me han anunciado, en abril seré nombrado miembro correspondiente de la Academia Nacional de Educación de Argentina.  Y todo ello cuando aún estamos a 1 de Enero.  Supongo que con el correr de los días irán apareciendo otros compromisos. Así que aburrir, no me voy a aburrir.

En fin, con esta mezcla de sentimientos, este pequeño marasmo entre nostalgia (aquello de que en el pasado casi todo fue mejor y la edad elevada siempre va unida a nuevas dificultades) y esperanza (¿quién sabe lo que nos va a deparar el nuevo año?), voy a afrontar el 2024.  Cuando lea este post, allá a finales de año, podré hacer balance de ganancias y pérdidas.

¡Voy a tocar madera por si acaso!