viernes, diciembre 20, 2013

Mari Carmen querida, adiós.




Solemos decir que la vida, de una manera u otra, es justa pero que la muerte es siempre injusta. Con Mari Carmen fue al revés, la vida no siempre le fue justa y, en cambio, la muerte (que siempre es una desgracia) fue justa con ella, llegó cuando la enfermedad empezaba a resultar insoportable. Demasiado pronto para cuantos la queríamos, pero  en el tiempo justo para ella. Le permitió despedirse de todo y de todos; le permitió jugar su partida de cartas la tarde anterior a venir a buscarla; le permitió ver a su hija con trabajo y relajarse; hasta le permitió, bendita sea, esperarme de regreso de mi último viaje a México. Pero, sobre todo, fue justa y benevolente porque no dejó que sufriera. Mientras la cosa podía  sobrellevarse con cataplasmas y pastillas pudo disfrutar con las personas a quienes quería; cuando ya nada hubiera podido neutralizar el dolor, la muerte la llamó a su reino. Eso no aminora la desgracia ni el dolor por su pérdida pero, puestos en su lugar, nos la hace más soportable.
Querida cuñada, solo han pasado unos pocos días desde que te hemos perdido pero aún seguimos con el shock. Aunque tu enfermedad nos dio el margen suficiente para irnos preparando, no es fácil elaborar el duelo. Especialmente a tus hijos que siguen con esas ojeras enormes que provoca el no dormir bien, el llorar a solas, el sentirse mal con ese dolor indefinido dentro que solo se irá mitigando con el paso del tiempo. También tus hermanos siguen ahí, en ese impasse que provoca el perder a uno de los pilares sobre los que asentaba su normalidad, su estilo de vida. Dependían de ti tantas cosas en sus vidas que, ahora que te han perdido, necesitarán buscar otros puntos de anclaje para construir su propio futuro. ¡Qué verdad es aquello de que cuando crees que ya tienes las respuestas a lo que deseas ser y hacer, viene la vida y te cambia las preguntas! Y ahí estamos todos preguntándonos qué será de todo ese entramado vital que habíamos construido contigo y en torno a ti. Eras tan importante en la vida de todos nosotros que tu muerte ha sido como un tsunami que se ha llevado buena parte de nuestra propia vida. No va a ser poco reto el volver a reconstruir aquellos cómodos esquemas de vida que habíamos construido.
A la muerte de nuestro padre, un hermano mío decía que, al final, lo  que nos queda son recuerdos. No necesariamente grandes recuerdos, sino recuerdos de esas pequeñas cosas que hicimos juntos. Y es verdad. Con las personas vivimos grandes momentos, unos de alegría y otros de mucho sufrimiento. Esos también se recuerdan, pero los que te llegan más dentro, los que te hacen sonreír, incluso en momentos así, son pequeñas cosas que se han vivido juntos. Quizás porque son momentos más personales, con un significado especial para quien los vive. O quizás que son cosas minúsculas pero que acaban ocupando un lugar privilegiado entre nuestros recuerdos. Cosicas. Y, sabes cuñada, mi vida contigo ha estado plagada de esas cosicas pequeñas pero agradables (aunque, quizás en su momento, supusieran un disgusto al que el tiempo ha eliminado la parte ácida).  Nuestra vida en común es como un largo trayecto entre dos comidas: una mariscada a finales de 1973 y un rabo de toro a finales del 2013, unos pocos días antes de fallecer. O sea, cuarenta años, ¡toda una vida! La mariscada me la ofrecisteis Manolo y tú la primera vez que llegué aterrorizado a Galicia como novio oficial de Elvira. Quizás fue una prueba para ver si era digno de entrar en la saga de los Cerdeiriña, pero yo lo viví como un momento de acogida y cariño que hizo que desde el primer momento me sintiera muy bien. El rabo de toro te lo ofrecí yo como uno de esos mimos que me gustaba hacerte en los pocos minutos en que podía pasar contigo. Disfrutabas tanto con esos momentos de excepción culinaria en los que podías romper el menú habitual de la semana, que nos hacía olvidar por unos momentos la complicada situación a la que te había llevado la enfermedad.  Hasta podíamos bromear y recordar y planear cosas para el futuro.
Decía, al inicio, que la vida no había sido justa contigo. Perteneciste a la alta sociedad coruñesa durante muchos años y, sin que mediara culpa alguna por tu parte, perdiste status y recursos. Tuviste que valerte por ti misma y lo hiciste con una valentía y un sentido del honor personal que te ha merecido el respeto de todos cuantos te conocen. Nunca es fácil  reconstruir como viuda el esquema de vida que se ha tenido como esposa de un médico de alto prestigio. En Coruña lo es aún menos. Y, sin embargo, ahí estabas, en la élite, entre “los de Coruña de siempre”, en toda la pomada coruñesa. Ibas para “señora de…” y lograste convertirte, con no poco esfuerzo, en simplemente señora. De las muchas cosas por las que te puedo admirar, ésta es, sin duda, la más importante, tu capacidad de adaptación. Sin dar mucha importancia a lo que hacías, sin otorgarte otro título que el de madre empeñada en sobrevivir. Parecías débil y dependiente y nos has dado toda una lección de cómo se puede llegar a liderar una familia tan complicada como la vuestra/nuestra con tino y eficacia, logrando el respeto de todos. Liderazgo que has mantenido hasta el final, ese brillante broche final de ser capaz de estimular el reencuentro entre hermanos y sobrinos. Es una herencia valiosa la que nos dejas. Cuídala, por favor, desde esa posición privilegiada que ahora ocupas. Es un brote verde que precisará mucho de tus cuidados.
De esos largos 40 años que hemos pasado juntos, más de la mitad, los hemos recorrido casi como trio de hecho. Los tres, Elvira, tú y yo, hemos hecho viajes, hemos ido al cine, hemos cenado, hemos pasado vacaciones en Orazo, hemos compartido con Vicente sus fiestas de Poio, hemos organizado cada navidad, hemos, hemos. Teníamos mucho pasado juntos y así habíamos planeado también el futuro, juntos en Coruña. Figúrate el desaguisado…

En fin, querida cuñada, nadie nos va a quitar las muchas cosas que hemos vivido juntos. Buenas y malas. Nunca podré olvidar lo que significaste para mí durante todo aquel mes trágico de Valladolid, tras el accidente de coche, en el que yo creía morir cada día al ritmo de los informes médicos sobre Elvira. Tú siempre estabas allí. Tan angustiada como yo, pero manteniendo el tipo. A veces me reñías porque no me cambiaba la camisa en varios días y me sentaba fatal (la camisa era el menor de mis problemas) pero me consolaba saber que estabas allí controlando mi desesperación. Pero también hemos tenido muchos momentos buenos (la boda de Manuel en la que pude bailar contigo tras tus primeros pasos como madre del novio; las muchas comidas en Casa Solla cada 6 de Agosto; los ratos de soledad a tres en Orazo; los viajes en tu flamante Mercedes a los campamentos de nuestros hijos; en fin, muchas cosas). Todo eso, pasa por mi cabeza en estos momentos de despedida. Una despedida relativa porque yo te seguiré teniendo cerca en Orazo, te visitaré con frecuencia y charlaremos.
Un beso enorme, querida cuñada. Ni te imaginas lo importante que has sido para todos nosotros.

jueves, diciembre 12, 2013

¡Adiós, corazón!


Frustrante cosa ésta del lenguaje que incluso la frases cariñosas se convierten en aldabonazos inmisericordes sobre el paso del tiempo.
Hoy me tocaba revisión de ese pequeño adminículo que llevo incrustado en el pecho. Se llama Reveal con un nombre que quiere parecer inglés pero está hecho en Portugal. Al final se queda en poquita cosa, una especie de pen-drive. Pero bueno dejémoslo estar que de él ya he hablado bastante en este blog, ahora intermitente (es un blog con apneas peligrosas). La cosa es que me tocaba revisión. En el hospital descargan sus anotaciones sobre las arritmias y te riñen si te has pasado. Yo me había portado bien (bueno, el corazón es el que se había portado bien, que él es muy autónomo), así que la cosa fue de trámite. De hecho, quien me atendió fue una enfermera, aunque bien preparada y muy habladora, con ese tono autosuficiente de las que llevan años de oficio.
Me colocó el aparato lector, extrajo los datos del cardio-pendrive y los analizó en pantalla. Nada, todo bien. Solo había dos incidencia, una marcada por mí y otra por el aparatito. Luego hizo su informe y me citó para dentro de seis meses.
Y al final, la guinda. “Y ya sabe, si le da algún mareo o un síncope se acerca por esta consulta sin pedir cita”. Muchas gracias, le dije. “Nada, corazón, a cuidarse”, me dijo ella. Pensé si se estaría despidiendo de mi víscera cardiaca, pero no, me lo decía a mí. Y cuando yo salía, ella aunque mirando para otro lado, lo repitió: “Adiós, corazón”. Me sonó chocante. No era un corazón de esos que significa “cariño” (adiós, cariño). La enfermera no era jovencísima pero, vamos, tampoco mayor. Yo debiera haber sentido “¡coño, me he ligado a la enfermera!”. Pero qué va, hubiera estado bien, pero no sonaba a eso. Más bien sonaba a trato maternal y compasivo (ya está usted mayor… cuídese, corazón). Me encantaba escucharlo cuando se lo decían a mi padre. Sonaba bien, a juego relacional, a enfermeras cariñosas con las personas mayores. Pero escucharlo dirigido a mí me sorprendió. Fue un coscorrón más que una caricia.
No somos nadie, está visto. Y, menos aún, en el hospital.
¡Señor, qué estrés! ¡Qué deterioro progresivo de la autoimagen!