viernes, noviembre 23, 2012

DOCTOR HONORIS CAUSA


DOCTOR HONORIS CAUSA

Es difícil describir lo que uno siente en ocasiones así. Es un largo proceso desde que te comunican que te han propuesto para ese honor hasta que despiertas del sueño y aceptas abrumado. Y luego, ya en marcha el proceso, vas dejando que los acontecimientos corran como si la cosa no fuera contigo, hasta que llega el día y no tienes más remedio que asumirlo, vestirte para la ocasión y ponerte a disposición del protocolo para que todo salga bien. Bueno, en este caso, salió bien.

Pues así fue. Un buen día me llamaron del IME de Oaxaca para comunicarme que me habían propuesto como Doctor Honoris Causa de la Institución. Me preguntaron si aceptaba. Por supuesto, ¿cómo iba a decir que no? Me contaron cómo había sido el proceso, que la propuesta había sido por unanimidad, que habían sido los jóvenes quienes más habían presionado, que estaban todos encantados. ¡Qué decir!.

Eso fue en Septiembre y acordamos la fecha del 10 de Noviembre para la celebración del solemne acto académico. El tiempo pasó y llegó el día. Fui a Oaxaca con Elvira y allí salieron también mi hermano Rafa desde Puebla y otros amigos. Fue un día muy especial.

Lo habían preparado todo hasta el último detalle. Incluso tuvimos que ensayar para que todo saliera perfectamente. Yo  creía que los rituales y protocolos pertenecían a las viejas universidades europeas, pero también ellos se han incorporado a la escenografía académica, eso sí, teñida de toques culturales propios.

El acto sería en el Teatro Macedonio Alcalá, un edificio fastuoso de comienzo de siglo. El mejor de la ciudad y reservado sólo para los grandes acontecimientos políticos o culturales de la ciudad. La propia Directora del IME estaba asombrada de que se lo prestaran para el acto académico pues es algo que nunca sucede. En la puerta del teatro habían colocado una enorme fotografía mía. Fue gracioso porque como nuestro hotel estaba próximo y cruzamos varias veces por aquella acera la gente miraba la fotografía, me miraba a mí y sonreía sorprendida de nuestro parecido. Y no solo fue el teatro, también la Orquesta Sinfónica de la ciudad aceptó participar en el acto. Otra sorpresa para todos, pues tampoco suele aceptar este tipo de invitaciones porque se reserva para sus propios conciertos o eventos de alta resonancia social. Y así fue la cosa, de sorpresa en sorpresa. Asistió el Secretario de Educación del Estado (su ministro de Educación), asistieron dos responsables del Ministerio de Educación Federal. En fin, que aquello parecía un acontecimiento con todas las de la ley.

Y comenzó la ceremonia. Todo el claustro de profesores del IME, adornados con su banda institucional, subió al escenario y se sentó como si fuera el coro. En el centro las autoridades. En una esquina, apoyado al pupitre estaba el maestro de ceremonias y en la otra esquina me habían colocado a mí, vestido de traje académico español con mi muceta azul y mi birrete, a mi padrino académico (vestido con un traje típico maya de un colorido precioso) y a la profesora que me guiaría en los diferentes movimientos que tendría que realizar. Una imagen impresionante, supongo, para quien lo viera desde las butacas del teatro que poco a poco se fue llenando.

El acto comenzó con una interpretación de la orquesta sinfónica que nos deleitó con diez minutos de música oaxaqueña preciosa. Un toque cultural que supuso una inmersión directa en un ambiente mexicano con resonancias indígenas. Después el Secretario del Claustro, el Dr. Vicente Carrera, leyó el Acta del nombramiento desgranando el proceso seguido y los criterios aplicados para la propuesta y nombramiento del nuevo Doctor Honoris Causa. Las cosas que fue diciendo y los méritos que me fue atribuyendo me dejaron medio apabullado. Resultaba difícil reconocerme en aquel panegírico. Habían hecho una lectura a todas luces desmesurada de mis aportaciones. Había mucho de amabilidad y cariño en aquel recuento. Pero, claro, me encantó escucharlo.

Nuevo momento musical, otra vez precioso, con música mexicana y, a continuación, la LAUDATIO del padrino académico, el maestro Javier López, originario de una comunidad indígena de Chiapas y, en la actualidad, director del Instituto de Lenguas Indígenas de México. Toda una autoridad internacional en lo que se refiere a las culturas indígenas. Comenzó su discurso en lengua maya que puso los pelos de punta a los asistentes. Debe ser que les conecta con sus orígenes. Supongo que poca gente lo entendía, pero se les veía a todos con esa mirada expectante de quien se siente absolutamente fundido en lo que se dice, como meciéndose en el ritmo del discurso de quien habla. Luego lo  tradujo al castellano y, la verdad, resultaba una construcción tan emotiva, tan centrada en el corazón y los sentimientos que resultaba más próxima a una declaración de amor que a un discurso académico. Muy mexicano, al fin y al cabo. Ellos y ellas son capaces de manejar los sentimientos, de hacerlos visibles sin gran dificultad. Así que no tuve más remedio que subirme a la nube de las emociones y flotar en esa especie de éter embriagador de las alabanzas y piropos inmerecidos. No puede ser, no puede estar hablando de mí, pensaba yo. Fue demasiado, pero igualmente me sentó bien escucharlo. En ese momento estaba yo en plena borrachera narcisista, así que bastante hacía con mantenerme en pie y sostener el tipo.

Más música y después comenzó el acto del nombramiento. La directora del IME. María Eugenia Penas Arbizu, hizo la introducción y explicó el sentido de cada uno de los momentos que viviríamos a continuación. También ella saturó de emotividad y de significados el acto, pero de ella ya lo esperaba, porque siempre ha sido así, amable y cariñosa con su gente. Nos aclaró qué significaban cada una de las cosas que a continuación me darían como nuevo Doctor Honoris Causa de la institución: el título de Doctor Honoris Causa; la banda académica del IME con sus colores muy especiales y cada uno con su sentido; la medalla de doctor de la institución con mi nombre y el bastón de mando (una tradición de las comunidades indígenas). Y así se hizo a continuación. Con toda solemnidad y de manos de personas muy representativas de la institución me fueron invistiendo con esos cuatro signos que marcaban mi nuevo estatus. No puedo explicar con palabras hasta que punto cada nuevo paso, cada nuevo símbolo me iba haciendo sentir a mí más chiquito, más abrumado por las cosas que me iban diciendo. Y diciéndomelas así, mirándome a los ojos como tratando de convencerme de que sucedía de veras y de que yo debía comprometerme con todo lo que aquello significaba. Cuando acabó me devolvieron a mi sitio y creí que podría relajarme, dejar que el revoltijo interior se fuera posando. Pero no tuve tiempo, enseguida me llamaron para que dijera mi primera LECTIO como nuevo Doctor Honoris Causa.

Me tuvo que levantar mi acompañante y llevarme bien agarrado del codo hasta el atril. Casi ni recordaba dónde había puesto los papeles hasta que los encontré en el bolsillo del pantalón lo que requirió todo un tiempo de búsqueda que, en esa explosión de pensamientos y recuerdos locos que bullía en mi cabeza, se me asemejó a cuando los curas de antes buscaban en medio de la misa su pañuelo en el pantalón por debajo de la casulla y el alba. Los encontré bastante arrugados, los tuve que ordenar, humedecerme la boca que la tenía seca como un estropajo (la humedad se había concentrado ya para entonces en unos ojos llorosos) y comencé todo emocionado mi discurso.

No es que lo hubiera preparado mucho pero, a veces, las cosas salen mejor así. Tampoco improvisé, no hubiera podido hacerlo en aquel estado. Simplemente leí lo que había escrito un día antes. La verdad, creo que estuvo bien. Yo mantuve el tipo hasta el final. Sólo cuando, para acabar, quise decir que me sentía feliz de estar acompañado por una parte de mi familia se me truncó la voz por la emoción y tuve que parar. Pero ya faltaba poco para acabar y retirarme a mi lugar, de nuevo.

Luego vino más música. Otra vez preciosa. Y acabamos con el abrazo a todo el claustro. Tuve miedo de no ser capaz de resistirlo. Eran casi 30 personas a las que tendría que abrazar/besar una por una. Ellos y ellas, a medida que los nombraban, iban desfilando hasta llegar donde estaba yo (en la mitad del escenario) para darles la mano y un par de besos a las mujeres y un gran abrazo a los hombres. A algunos/as los conocía y con ellos el abrazo y beso era intenso y emocionante; en otros casos era más protocolario pero, incluso en estos casos, era difícil sustraerse a la emoción que cada persona traía consigo. Fue un climax difícil de olvidar.

Después las fotos de todo el grupo, las fotos individuales, las fotos a petición de los asistentes. Cientos de fotos. Supongo que he salido en ellas como ausente. Ya no sé cómo estaba, la verdad.

El día lo cerramos en una de las placitas internas del hotel adornada deliciosamente de velas y flores. Tomamos una deliciosa cena absolutamente mexicana, lo que en mi caso significa que sólo pude saborear casi nada porque todo picaba. Pero nos ofrecieron un buen vino y, sobre todo, un excelente mezcal (el aguardiente de la tierra). Y tal como estaba yo, fue la puntilla que me remató. Mi calor interno me hizo insensible al frío externo y acabé cogiendo un resfriado monumental que después se convirtió en faringitis y más tarde en infección de garganta con su secuela de antibióticos y unos días de pena. Pero eso ya es otra historia.


Mi primera "LECTIO" como Doctor Honoris Causa



DOCTORADO HONORIS CAUSA

EXCELENTÍSIMA MAESTRA MARIA EUGENIA PENA ARBIZU, directora del IME y amiga de todos estos años de colaboración.
Dignas autoridades del Ministerio de Educación y de la Secretaría de Educación de Guanajuato: muy agradecido con su presencia en este acto.
Miembros del Jurado y claustro de profesores y profesoras del IME: gracias a todos y todas por el honor que me concedéis integrándome en el equipo.
Queridos familiares y asistentes a este acto. Muy agradecido a todos.
……………………………….
Quisiera iniciar esta primera LECTIO como doctor Honoris Causa con toda la emoción de quien se siente sorprendido y emocionado por este honor el que IME me concede. Ser Doctor supone haber ido superando las diversas etapas que la carrera académica nos va imponiendo. Ser Doctor Honoris Causa  es otro tipo de cosa, implica que alguien, una institución de Educación Superior, te reconoce como como persona de relieve y te concede el privilegio de figurar entre sus académicos honoríficos.
Como pueden ver por la vestimenta que porto, soy un académico de una vieja universidad, nacida en la misma época en que Colón llegó a América, finales del S.XV. Llena de historia y de rituales, trata de combinar la tradición con la modernidad. El color azul de mi esclavina tiene que ver con la especialidad a la que pertenezco, el mundo de las Letras.
Decía Felipe González,  cuando llegaba ya al final de su mandato, aquello de “Líbrenos Dios del día de los homenajes”. Inquietante presagio, se justificaba, de que tu periodo está concluyendo. Algo así pensé yo aquella tarde de sábado cuando recibí la llamada de la maestra Maru anunciándome, con esa voz a la vez dulce y segura de que hace gala, que el IME había decidido que yo fuera su siguiente  Doctor Honoris Causa. Estáis locos, creo que le dije, mientras me recuperaba de la sorpresa y dejaba que me inundara todo el cuerpo la alegría enorme que la noticia me provocó.
Dicen que los profesores de Pre-escolar y Primaria aman a los niños; que los de secundaria aman las disciplinas y que los de Universidad nos amamos a nosotros mismos. No les extrañará, por tanto, que mi EGO se hinchara como un globo ante la noticia. Tuve que aparcar el coche para no tener un accidente y así, con un poco más de sosiego, ir procesando el honor que el IME me hacía. Un hermoso regalo. Gracias a todos por la consideración que siempre me habéis tenido y que ha culminado ahora con este Doctorado Honoris Causa. Me siento muy honrado y orgulloso. El haber sido el siguiente nominado, después de que hace siete años lo fuera la Dra. Margarita Gómez- Palacio, es como para sentirse orgulloso del privilegio.
El que mi padrino en este acto haya sido el Maestro Javier López, Director del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas de México, supone un honor añadido en todo este proceso. En estos últimos años he conocido sus trabajos y le he escuchado hablar con fundamento y entusiasmo de los grandes retos que afronta la educación mexicana en relación a los colectivos indígenas. Emociona escucharle hablar en lengua maya y sentir la pasión con la que vive su responsabilidad institucional. Gracias, maestro.
No suelen ser habituales estos reconocimientos en el mundo de la Educación. Por lo general, los doctorados se los llevan personas con una fuerte presencia pública en áreas de intenso impacto social y mediático. Gente famosa, al fin. Pero está bien que, de vez en cuando, volvamos la vista a las gentes que se dedican a la Educación. Discutía un día con un amigo médico sobre la importancia de algunas profesiones. Me decía él que, obviamente, no se podía comparar la relevancia de la profesión médica, que salva vidas, con la de los pedagogos que resulta difícil saber para qué sirven. Formamos profesores, le dije, y sin profesores no habría médicos. Así que, aunque con frecuencia nuestros peores enemigos seamos nosotros mismos, resulta importante ser profesor y sentirse orgulloso de serlo. Así es en mi caso y por eso, uno de los pocos méritos que me reconozco es que cuando hablo de educación lo hago con entusiasmo y creyéndome lo que digo.
De eso quería hablar, si me lo permiten, en esta pequeña lección que como Doctor Honoris Causa se me pide en este acto. Del papel que jugamos los profesores en este mundo actual. Pero les voy a sorprender, verán. Seguro que piensan que voy a referirme a las nuevas tecnologías, al  trabajo en un mundo globalizado, a las nuevas competencias profesionales que se nos piden al profesorado. Pues no, ya ven. Me gustaría hablar de calidad de vida, de felicidad. No les cansaré. Prometido.
……..
Comienza León Tolstoi su novela Ana Karenina diciendo que todas las familias felices se parecen y que las infelices lo son cada una a su manera. Algo parecido se podría decir de los profesores: los profesores felices, los que viven bien su profesión, tienden a parecerse mientras que los que no lo son, apenas malviven y se consumen a sí mismos en un círculo vicioso (cada uno el suyo) en el que su única esperanza es sobrevivir. A veces ni lo consiguen.
Pero, ¿hay profesores felices? Más, incluso, ¿tiene sentido plantearse esta pregunta? Es curioso, les confieso que yo mismo nunca lo habría hecho hace unos años. Me preguntaría por “profesores eficaces”, “profesores competentes”, “profesores comprometidos”. Pero, ¿felices? ¿Qué necesidad tienen los profesores de ser felices para hacer su trabajo? Ya digo, resulta curiosa esta deriva hacia cuestiones tan personales. Escribía hace poco el divulgador español Eduardo Punset en sus “mandamientos de la felicidad” que las investigaciones recientes señalan que la felicidad aumenta con la edad. Quizás no sea tanto que, con la edad, aumenta la felicidad como el interés por ella. Eso me debe pasar a mí. Y también a otros. Hace unos meses, en unas Jornadas sobre Docencia Universitaria organizadas por la Cátedra Unesco de Gestión Universitaria de la Politécnica de Madrid, se desarrolló una mesa redonda sobre problemas de abandono escolar en la Universidad. Participaban un experto en Procesos de Aseguramiento de la Calidad, un Rector de Universidad Española, un Rector de Universidad finlandesa y un responsable de organización académica de otra universidad. Cada uno nos contó su historia, ofreció sus datos y sacó sus conclusiones. Después comenzó el debate con los asistentes y fue como un milagro, en unos pocos minutos todo el mundo estaba hablando de felicidad, de si no será que se abandona la formación porque estudiantes y profesores no son felices con el trabajo que hacen.
De eso mismo hablé yo cuando me tocó intervenir en una sesión posterior. ¿Somos felices los profesores? ¿Es importante que lo seamos para poder hacer bien nuestro trabajo? ¿Pertenece la felicidad al ámbito de lo personal, de lo que uno debe construir en su espacio privado (con su pareja, con su familia, con sus amigos) o es algo que viene condicionado por el contexto donde se ejerce la profesión lo que, a su vez, influye en el trabajo que hacemos?
Todo esto puede parecer la expresión de un sentimentalismo cursi al que las personas mayores se van adhiriendo a medida que crecen en años. Pudiera ser, pero no deja de tener un sólido fundamento en las investigaciones que se llevan a cabo sobre clima institucional y sobre desarrollo profesional en Ciencias de la Educación. Podemos analizar los procesos de enseñanza y aprendizaje como operaciones técnicas y neutras que requieren expertía por parte del profesorado y motivación y esfuerzo por parte de los estudiantes. En la misma línea de razonamiento, también podemos analizar las escuelas y demás instituciones educativas como meros espacios en los que se produce el aprendizaje. Así, sin más matices: las escuelas como escenarios preparados para que ese intercambio entre profesores y estudiantes se produzca en condiciones aceptables. Y el profesorado como el cuerpo técnico encargado de llevarlo a cabo. Pero no es suficiente.
En realidad, las instituciones educativas son bastante más que un espacio neutro donde se realizan tareas educativas. Vistas así, apenas puede entenderse lo que sucede en ellas. Deberíamos pensarlas, más bien, como realidades más complejas que afectan a muchas dimensiones de la vida de quienes acuden a ellas. Son contextos de vida, no solo lugares de trabajo. Pasamos mucho tiempo en las escuelas, vivimos mucha vida en ellas. Claro que lo mismo se podría decir de cualquier escenario de trabajo: también se pasa muchas horas en la oficina o en la fábrica o en el taxi. Es verdad y, justo por eso, resulta tan necesaria, en todos ellos, esta visión humana, vital y vinculada a la calidad de vida. Por eso los análisis psicológicos, pero también los laborales, de los contextos insisten en la importancia de sus cualidades: que sean amables, cálidos, colaborativos. En definitiva, que se esté a gusto en ellos.
En educación, este tema resulta crucial. Un 30% de los muchachos y muchachas no acaban su escolaridad obligatoria en España, casi el doble que en el promedio de la UE. Se habla de que un porcentaje creciente de docentes pasan por serios problemas psicológicos y de salud a lo largo de su carrera; que se toman muchas bajas por enfermedad (con frecuencia depresión); que van a sus clases como si fueran al matadero y cuyo máximo deseo es que aquel suplicio acabe cuanto antes. Del 2000 al 2005 el nivel de satisfacción del profesorado bajó del 67 al 51%. Y es probable que a día de hoy las cifras sean aún más bajas. Hemos insistido poco en esa idea de que las escuelas, colegios, liceos o universidades no son sólo lugares a donde se va a enseñar y aprender. Son lugares donde se va a vivir; a vivir de otra manera. Vivir es más importante que enseñar y también es más importante que aprender. Hablemos, por tanto, antes de calidad de vida que de calidad de la enseñanza y del aprendizaje. No por contraponerlas, desde luego. Sólo una vida de calidad la que nos llevará a aprendizajes de calidad.
Por eso insisto en la idea de las escuelas como contextos de vida. Y en tal sentido, quizás ya me hayan oído hablar de “contextos enriquecedores” y “contextos empobrecedores”.  Fíjense que hablo de contextos enriquecedores y contextos empobrecedores, no de contextos ricos y contextos pobres. También los hay, por supuesto: instituciones más ricas, con muchos recursos, con grandes equipamientos. Igual que hay escuela menos dotadas y con recursos escasos. Pero ni todas las instituciones ricas son enriquecedoras, ni todas las pobres empobrecen. A veces, incluso, pasa justamente al contrario. Sucede eso porque la calidad de los contextos va mucho más allá que la de sus infraestructuras. 4 elementos podemos distinguir en un contexto, da lo mismo que hablemos del contexto escolar, del familiar o de otros contextos de trabajo u ocio: (1) las infraestructuras y elementos materiales; (2) los elementos afectivos; (3) la organización funcional; y (4) los elementos culturales. Todos ellos están vinculados a la satisfacción de las personas que viven o trabajan en ellos.
En primer lugar, las infraestructuras, lo más objetivo y material. No es fácil sentirse bien en espacios reducidos, empobrecidos, con recursos escasos o poco cuidados. Este componente por sí solo no hace que el contexto resulte enriquecedor, como decía, pero constituye una condición importante: resulta difícil trabajar a gusto en marcos reducidos, mal dotados y poco atractivos. Dicen que le preguntaron a Borges, ya mayor, cómo era que, siendo famoso, su matrimonio había durado tanto: simple, dijo él, es que teníamos una casa grande.
En segundo lugar, los aspectos afectivos. Si los recursos son importantes los elementos afectivos del contexto, acordarán conmigo, son aún más importantes. Lo vemos con frecuencia en nuestras propias vidas personales: no hemos sido más felices cuando hemos tenido más; el tener más, ni siquiera suele hacernos más productivos. La afectividad crea un clima particular que dota de seguridad, reduce el estrés adaptativo y permite ser más productivo en lo que se esté haciendo. Todo esto que suena a visión romántica de la vida, a poesía, tiene sin embargo un fuerte apoyo en los últimos descubrimientos de la neurociencia. Los componentes afectivos tienen que ver con el sistema límbico que es quien genera la dopamina que, a su vez, estimula las otras zonas del cerebro. “Hay neurotrasmisores, decía C. Ramos (2002),  que producen una sensación de bienestar que permite mantener una disposición positiva a aprender. Por ejemplo, la serotonina y la endorfina que pueden ser liberadas por el cerebro naturalmente como resultado de la risa, de un gesto afirmativo o de una relación humana significativa”.   Otro neuro-científico, Acarín, señalaba que los estudiantes aprenden mejor “si el ambiente es emocionalmente positivo, si están más contentos, si lo pasan bien”. Quizás por eso, David Aspy tituló uno de sus libros con la expresiva afirmación:  Kids don’t learn from people they don’t like (los niños no aprenden de aquellos a los que no quieren).
 El tercer gran factor de un contexto de vida son los aspectos funcionales. Esto es, todo lo que afecta a las condiciones de trabajo, los horarios, las demandas que se nos hacen, la presión.  En definitiva, es otro factor de estrés que, sólo si está bien resuelto, puede permitirnos tener una vida intensa pero con un aceptable acople entre la vida personal y la laboral. O puede, si se plantea mal, convertir nuestros días en un sinvivir y tener siempre  esa sensación penosa de que lo estás haciendo todo mal porque debes saltar de un lugar a otro, de una responsabilidad a otra sin sosiego. En un mundo tan femenino como la enseñanza, siendo que las mujeres asumen intensos compromisos tanto en su vida familiar como laboral, los aspectos funcionales del contexto escuela son fundamentales.
Y finalmente está esa idea de la cultura institucional, es decir, la forma de pensar generalizada sobre qué es nuestro trabajo y cómo debemos realizarlo. Son tantas las formas de pensar y vivir la tarea de enseñar que en ello reside una importante característica de los contextos profesionales de los docentes. Se dice de nosotros, los profesores, que pertenecemos a las llamadas burocracias profesionales: se trata de una categoría profesional formada por sujetos con una elevada cualificación, lo que les hace actuar de forma individual y con altos niveles de discrecionalidad (es decir, haciendo las cosas según sus criterios y con notables dificultades para acomodar lo que cada uno piensa a lo que puedan pensar los demás, incluso aquellos que ocupan puestos superiores a los suyos en la jerarquía; en palabras sencillas, que estamos acostumbrados a hacer lo que a cada uno nos parece correcto aunque eso no se corresponda con lo que nos mandan hacer); sujetos que se identifican más con la profesión y especialidad que poseen que con el lugar donde la ejercen. Esas características se proyectan con claridad sobre las instituciones donde enseñamos y acaban impregnando la cultura institucional: una cultura individualista (un amigo de la universidad, candidato a Rector, en las últimas elecciones decía que lo malo de nuestra institución era que “aquí cada uno va a lo suyo, menos yo que voy a lo mío”), competitiva (esto no es culpa nuestra, el sistema nos está matando con este virus que nos obliga a cada uno a ser mejor que el otro, a publicar más, a posicionarse mejor en el ranking de los méritos) y conservadora, con poco estímulo hacia el cambio y la innovación sobre todo si ello implica algo más de trabajo o preocupación (otro Rector español se quejaba de que intentar cambiar la universidad era como querer modificar un cementerio; uno podía contar con cualquiera menos con los de dentro).
En fin, somos una profesión fantástica, esencial para la sociedad y con características muy particulares. Una profesión que te exige un alto nivel de implicación. Christopher Day escribió un hermoso libro sobre “la pasión de enseñar”. Eso es ser profesor, vivir esa pasión, esa necesidad de ponerte a disposición de los demás para ayudarles en lo que puedas. A veces no es mucho lo que puedes aportar, pero la cosa es que estás ahí, con tu estilo, con tu deseo, arriesgando. Claro que no todos los profesores son así. Yo estoy hablando de los buenos, del maestro que a todos nos gustaría ser. Yo mismo escribí, con mi hija, el año pasado un libro sobre los profesores que titulamos: Profesores y profesión docente: entre el ser y el estar. Porque es verdad, es distinto ser profesor que estar (trabajar) de profesor o profesora. Como se decía en el prólogo:
“En la actualidad, la profesión docente tiene mucho de ESTAR, de ejercitar el rol, de jugar al personaje.  Quienes están en la enseñanza son profesores de 9 a 15 (si tienen la suerte de haber logrado un horario reducido en la escuela) o lo son el número concreto de horas semanales de clase que les han atribuido en su horario. Están. SER profesor o profesora es otra cosa, lo llevas en el ADN, lo  vives, te acompaña cada momento del día, lo disfrutas y lo sufres por igual. Te atrapa… es una pasión, un compromiso”.
Hace un par de meses la Asociación Española de Actores entregaba sus premios anuales a los mejores del año. Como cada convocatoria, hacían entrega, también, del premio a toda una vida. Este año se lo dieron a la actriz Concha Velasco (no sé si ustedes la conocen aquí en México, pero es muy querida en España). Me encantó su discurso al recoger el premio. Decía Concha Velasco que había tres palabras que ella había suprimido de su vocabulario: sobrevivir, sacrificio y resignación. No es una mala receta ni para nosotros los docentes ni para nuestras escuelas y universidades. No queremos sobrevivir sino crear, que es una forma más digna de afrontar el futuro y sus desafíos; no queremos pensar en nuestro trabajo y el de nuestros estudiantes en términos de sacrificio sino como algo placentero e ilusionante; no estamos dispuestos a resignarnos ante las consignas y las presiones que nos ningunean y vacían de contenido la misión formativa que la sociedad nos encomienda. Sobrevivir, sacrificio y resignación deberían estar también eliminadas de nuestro vocabulario. Eso es lo que hicieron los grandes educadores.
Al final, por tanto, amigos y amigas, quienes vivimos la enseñanza y, además, nos esforzamos por mejorarla  no podemos quedarnos en los aspectos más pragmáticos y funcionales del trabajo. Leí el otro día que los griegos, en la antigüedad, no escribían notas necrológicas ni construían loas funerarias contando los éxitos o fracasos de las personas fallecidas. Cuando se moría alguien solo se preguntaban: ¿tenía pasión? Es cierto que la pasión te lleva a equivocarte muchas veces, pero es la única fuerza capaz de realimentar la energía que trabajar con chicos y jóvenes precisa. Sin ella se pasa con facilidad de la mística al contrato, de sentirte alguien importante para los demás a vivirte como un empleado que únicamente entrega a la empresa su actividad durante el tiempo que duran sus clases. Sabina, cantaba a su amor aquello de que “una casa sin ti es una oficina”. Algo así podríamos cantar nosotros a la pasión por enseñar, que “una escuela sin ti solo es una oficina”, es decir,  si no lo vives de veras, al final apenas te queda nada.
Hace unos meses apareció en español (Edit. Narcea) un nuevo trabajo del profesor Christopher Day (The new life of teachers). Partiendo de la doble idea de que el compromiso del profesor con su trabajo es la conditio sine qua non del éxito docente y la de que ese compromiso no se obtiene sino a partir de la confianza y el optimismo académico, señalan dos características de los buenos profesores: el sentimiento de  AUTOEFICACIA (sentir que lo que estás haciendo tiene importancia para tus estudiantes y va a influir en sus vidas) y la RESILIENCIA (esa natural capacidad de los seres humanos para sobreponerse a las condiciones adversas; esa energía interior que se alimenta de recursos intelectuales y emocionales para poder reconstruir el contexto personal y profesional a pesar de las dificultades). Como señalaba Hargreaves (1998),“los buenos docentes no solo son máquinas bien engrasadas. Son seres emocionales, apasionados, que conectan con sus estudiantes y llenan su trabajo y sus clases de placer, creatividad, retos y alegría” (pag.835).
Al final amigos y amigas eso es lo que nos toca hacer, ser profesores felices e intentar que también los sean nuestros compañeros y nuestros estudiantes. Solo siendo felices podremos ser profesores innovadores. Dicen de ellos y ellas, que son los profesores de las 5 E: Esfuerzo, Energía, Entusiasmo, Excitación, Esplendidez. Ninguna de esas cualidades se hace posible sin una gran satisfacción interior, sin esa felicidad de quien se siente satisfecho en el papel de profesor, en el honor que la vida le ha permitido vivir.
Este es mi deseo para todos ustedes. Me gustaría desearles que se sintieran tan satisfechos de lo que están haciendo, de su profesión, de su trabajo como yo me siento ahora mismo.
Agradezco de todo corazón al IME y a quienes me habéis hecho el honor de acompañarme en este día tan hermoso para mí. Espero cumplir con honestidad las responsabilidades que este Doctorado Honoris causa me atribuye.
Muchas gracias a todos.
                                                   
1 Day, Ch. y Gu, Q. (2012). Profesores: vidas nuevas, verdades antiguas. Madrid. Narcea.
2 Hargreaves, A. (1999).  Profesorado, cultura y postmodernidad: cambian los tiempos, cambia el profesorado. Madrid: Morata.