domingo, febrero 28, 2010

AMIGOS CHILENOS


No sé si el dolor tiene medidas. O si las tiene la compasión. El caso es que el terremoto chileno me ha dolido mucho más que otras desgracias recientes e, igualmente, desesperantes. Quizás sea un problema de “epicentro”: más cerca el epicentro de tus recuerdos y sentimiento, más dolor. Y Chile está lleno de recuerdos, de emociones, de amigos y amigas. ¿Qué habrá sido de ellos, de sus familias, de sus cosas? ¿Qué angustias estarán viviendo ellos en estos momentos?
Cuando le televisión dio la noticia me quedé aterrado. ¡Un terremoto de intensidad 8,3! (yo creía que la máxima era 7). 50 veces más destructor que el de Haití. ¡Terrible! Con epicentro a sólo 50 kms. de Concepción. Destrucciones masivas en 5 regiones. ¡Qué desastre! Hasta el aeropuerto, recién reformado y por el que tantas veces he deambulado haciendo tiempo en los últimos años, hecho polvo. Y luego el tsunami para clavar la puntilla. En fin, cada noticia peor que la anterior. ¡Desesperante!.
¡Qué sensación de impotencia! Cuando la naturaleza se revoluciona, nos convierte en nada. A veces es el agua como estos días pasados en Galicia o Andalucía o Francia, y también en Chile, otras los temblores, o los aludes o las sequías. La madre tierra, la pacha-mama, devorando a sus hijos. Se entiende mal que las cosas hayan de ser así, o quizás es que es así como han de ser, no lo sé. El caso es que te deja aplanado, en un abismo de desamparo. No sirve de nada buscar explicaciones. Algunas incluso llegan a ofender la inteligencia: esto no puede ser un castigo divino, ni una venganza de la naturaleza que se siente agraviada ni, siquiera, la terrible consecuencia de que los políticos no tomen las medidas oportunas. Es la naturaleza y su propio devenir que va mucho más allá de nuestras fantasías de omnipotencia. No hay más. Y eso mismo forma parte de la tragedia: no tienes de qué protestar, ni a quién dirigir tu ira; no puedes hacer responsable a alguien a quien poder crucificar. Y te encuentras sólo ante tu propia desgracia preguntándote por qué tú, por qué nosotros, por qué en Chile. Nuestro destino no va más allá de “adaptarnos a la naturaleza y sobrevivir a sus embates”. Con frecuencia pensamos que somos nosotros los que adaptamos la naturaleza a nuestras necesidades, pero eso no pasa de ser un espejismo. Adaptamos cositas pequeñas, detalles. Lo sustantivo sigue quedando muy lejos de nuestra competencia.
De todas maneras, de poco sirven las reflexiones. La cuestión es que hasta un millón de familias perdieron su vivienda o la tienen terriblemente deteriorada, que varios cientos murieron (setecientos por ahora pero con previsiones que superan en mucho esa cifra) lo que significa otra infinidad de familias llorando pérdidas humanas, que muchos proyectos personales e institucionales se fueron al traste porque las prioridades se han alterado trágicamente en unos pocos minutos. De la tranquilidad feliz a la angustia sobrevenida, así, en un santiamén. “Este evento desgraciado”, decía la Bachelet esta mañana. ¿Un evento? Parece una palabra demasiado simple para designar una desgracia tan inmensa. O quizás es que desde aquí se ve más dramático todo por la distancia y las fotografías que se van publicando.
Ya veo que se me va la expresión a buscar un discurso que escape de los sentimientos. No sé qué decir. En mi cabeza están los amigos y amigas chilenos. Las personas a las que quiero. Y no sé qué ha sido de ellos. Fueron siempre tan cordiales, tan atentos, tan buenos anfitriones. Viví con ellos experiencias tan preciosas de amistad y trabajo. Aprendí tanto simulando que era yo el que enseñaba… Y ahora esto. Esa hermosa tierra que lo tiene todo, del desierto a los glaciares, de los lagos a los volcanes. Cuando paseaba por Viña y Valparaíso me hacían gracia los avisos de rutas de evacuación y zonas de seguridad para escaparse de los tsunamis. “Hay que ver qué precavidos”, pensaba yo. Pues fíjate, los habrán tenido que usar estos días. Y lo mejor de todo, la gente: seria, amable, inteligente, segura de sí misma. La primera vez que llegué a la Universidad de Chile para dar un curso, me recibieron diciendo que estaban hartos de los españoles que iban a venderles estampitas y cristales de colores como si ellos fueran indígenas lerdos. Leche, dije para mí, aquí no se puede andar con bromas. Y así ha sido desde entonces, siempre me han planteado retos con un listón muy alto. Pero siempre, todo rodeado de un gran cariño personal. Por eso los aprecio tanto. Por eso siento tanto esta tragedia.
Amigos y amigas, un abrazo enorme. Ojalá que vosotros y vuestras familias estéis bien. Poco podemos hacer desde aquí pero estad seguros de que estaremos junto a vosotros con todo el cariño y aprecio que se ha ido acumulando en estos años en que hemos compartido tantos proyectos ilusionantes. Espero que tanta desgracia no rompa vuestro entusiasmo. La Bachelet decía hoy que Chile está acostumbrado a superar las mayores dificultades y que ese aprendizaje será su mejor aval para hacerlo de nuevo. Yo estoy seguro de que así es. Recibid nuestro cariño más sincero. Y nuestra com-pasión. Estaremos padeciendo con vosotros cada nueva noticia.

lunes, febrero 22, 2010

Infinita


Una tarde especial ésta. De ésas en las que tú mismo te asombras de tu suerte. Tuvimos entradas para poder ir al teatro. Un milagro que ocurre pocas veces cuando no has sido previsor. Pero como ésta vez actuaban en sábado y domingo, fue posible encontrarlas para el domingo. La obra era Infinita de la Familie Flöz, de Berlín, unos mimos absolutamente extraordinarios.
La propaganda presentaba el espectáculo con palabras excesivas: “INFINITA es una obra sobre los primeros y últimos momentos del juego final entre la vida y la muerte. El tiempo en el que suceden los mayores milagros: la primera aparición en el mundo, los primeros pasos valientes y la primera osada caída. INFINITA es un mosaico físico de la vida compuesto simple y virtuosamente, una breve mirada en la infinidad del nacimiento, el sexo y la muerte y de todo aquello que sea cómico”. Algo tan rotundo te hace entrar temblando al teatro. Y, además, el cartel anunciador del espectáculo, incluye una frase chocante de un tal Kart Valentin: “Le he tenido toda mi vida miedo a la muerte, ¡y ahora esto!” Algún alegato sobre la muerte, pensé. Y, en verdad, la coreografía del escenario aludía a eso: unos cuantos panteones alineados a ambos lados y una pantalla de sombras el fondo en la que ya se estaban proyectando desde media hora antes del espectáculo sombras de gente que iba a un entierro. ¡Chungo!

Luego comenzó con música de violonchelo, muy baja y bronca, y un tipo al que arrastraban sentado en su silla y que, supuestamente, iba a depositar una flor a la tumba de alguien (su esposa, quizás). ¡Chungo!

Y sin embargo, algo había de mágico en todo aquello. Las sombras del fondo comenzaron a animarse. Ya no eran sombras negras sobre fondo blanco. Ahora se turnaban con sombras blancas en fondo negro. Y los personajes comenzaron a tener vida. Niños que nacían y comenzaban con sus primeros movimientos y juegos, viejos que entraban en una residencia y allí sobrevivían cada uno a su manera, pero siempre con mucho humor. Y todo con un fondo musical, a veces del violonchelo (cuya sonoridad y perfección iba en aumento a medida que se avanzaba en la edad), a veces con el piano, todo en directo. Una gozada.

Ver a estos mimos trabajando es acercarse a la perfección. Los movimientos parecen absolutamente espontáneos de tanto que los han ensayado. El niño subiéndose a una silla es toda una obra maestra. Y no digamos nada de los viejos sintonizando las antenas o, después, haciendo música con sus bastones. Y cuando quisieron meterse al público en el sombrero, les bastó un balón de espuma. Y todo sin una palabra. Para no perdérselo, de veras.

No sé si el tema iba de la vida y la muerte. Quizás sí, pero resulta una interpretación un poco dramática. Quizás hasta eso forme parte del juego dramático y quieran acojonarte un poco para que después puedas soltar esa tensión interior a través de la alegría que transmiten los actores. De lo que sí va es del poder de comunicación que tiene un buen actor. Y eso que van siempre con una máscara que, por definición, convierte en rictus la expresión y dificulta la variación de matices que conlleva el mimo. Pues no es verdad, incluso con máscara son unos actores muy expresivos, te hacen entrar en sus personajes, percibes los matices de su estado de ánimo en cada momento, disfrutas y sufres con ellos. En fin, es teatro puro, liberado, incluso, de la palabra. Y no habiendo palabras, el mensaje es más profundo, te cala más hondo. La mente tiene menos que trabajar para decodificar lo que estás oyendo. Es tu corazón, tus sentimientos, tu cuerpo entero el que se vive las situaciones. Sin intermediarios. Es ese placer profundo que se manifiesta en una sonrisa más que en una carcajada.

Y al final, la gran sorpresa técnica. Durante la función muchas veces te preguntas si los que hacen de niños serán niños, porque la verdad tienen tamaño de niños y se mueven como ellos. Unos niños actores maravillosos pensé para mí. Pues no, eran todos adultos y además muy altos. Parecía un milagro que gente así hubiera podido hacer papeles tan desproporcionados con su tamaño. ¿Cómo diablos pudieron encogerse tanto? Y no fue sólo eso, resulta que todos esperábamos que salieran 6 personajes y solo aparecieron 4. Otro milagro técnico. ¿Cómo demonios pudieron transformarse tan rápidamente de unos personajes a otros? Pero si además no era sólo la ropa, eran las máscaras, el tamaño, la expresión. Incomprensible. Maravilloso.

O sea, un magnífico trabajo. Se nota que hay un gran equipo detrás. Una familia, dicen ellos. Ojalá mucha gente tenga la oportunidad de verlos y disfrutar de esa hora y media de sensaciones inenarrables. Les aseguro que saldrán del teatro emocionados. Y con una sonrisa que les durará días.

domingo, febrero 21, 2010

Precious


Uno tiene siempre una cierta resistencia a meterse en una historia que ya sabes de qué va y que, con seguridad, te va a dejar mal cuerpo. La vida está ya bastante achuchada como para ir al cine a meter el dedo en la llaga. Pero también te entra una especie de culpabilidad si dejas al margen películas que han sido premiadas con Oscar y que reciben críticas muy positivas. Así que hicimos de tripas corazón y nos fuimos a ver PRECIOUS. Y pasó lo que tenía que pasar. Sales con el corazón roto, con la cabeza alborotada y con ese agridulce sabor de las películas en las que se mezcla la muerte y la vida, el caos y el orden, la degradación y el espíritu de superación. Sentimientos encontrados entre lo que la película puede tener de cine y lo que tiene de vida real, de historia de carne y hueso. Pero merece la pena. Por muchas cosas. De hecho, el próximo curso será la que trabaje en clase con mis estudiantes de Educación Social (este año ha sido Celda 211).
Precious es la historia de una adolescente obesa a la que la vida la va maltratando desde que nació. Es tan patógeno todo a su alrededor que uno no se explica cómo ha podido sobrevivir. Quizás de eso va la película, de la supervivencia, de ese inmenso potencial que tenemos los humanos para sobrevivir incluso en situaciones muy adversas. Los descendientes de esclavos afroamericanos deben tener esta capacidad integrada en su código genético. La historia está basada en la novela Push de la escritora afroamericana Sapphire que fue un bestseller en EEUU.
A la chica le va mal en casa (su padre abusó sexualmente de ella desde que tenía tres meses y ya ha tenido dos hijos de él; su madre la odia profundamente porque el padre la prefiere a ella y la maltrata de forma reiterada y violenta); debe atender a una hija discapacitada de la que se hace cargo la abuela (la única referencia un poco sensata en la familia); debe hacer las tareas de la casa pues su madre (obesa, insolente, agresiva y mala en el sentido más pleno de la palabra) apenas se mueve de su sofá conectado permanentemente a la televisión y su cajetilla de pitillos. No es de extrañar que la pobre chavala pase la mitad de su tiempo entre ensoñaciones que la sacan de su cutre existencia para llevarla a un mundo de fantasía donde ella es una estrella tipo Oprah Winfrey que canta, baila y se mueve entre la admiración y el aprecio de cuantos le rodean.
Algo que alguien como yo no puede dejar de apreciar es que, al final, quien puede salvar a la muchacha no son los Servicios Sociales, ni el aparato policial del Estado. Quien puede salvarla es la educación. La escuela le va abriendo los ojos, va rompiendo el témpano de victimación y desprecio en el que ha ido creciendo y comienza a creer en ella misma, en sus fuerzas, en su derecho a tener un futuro. La figura de sus profesores, primero el de matemáticas de la escuela pública, después el de su profesora de la escuela especial (“escuela alternativa” en la película) es la que van abriendo pequeñas brechas en la condena vital a la que ella estaba destinada. Importante mensaje, muy frecuente en las pelis americanas y que aquí apenas si resuena.
Y eso que la imagen de enseñanza que se da en la película es bien cutre. Muy lejos de nuestros propios estándares. Que chavales de 16 años antes aún deambulando por esas praderas de la ignorancia llama mucho la atención. Difícil de entender que a esa edad haya que enseñarles a escribir. Pero más irreal aún que, en tales circunstancias, ellos hablen simultáneamente de sacar el graduado escolar (terminología que, con seguridad, la han incorporado en la versión española para adaptarla a nuestros esquemas), de hacer el bachillerato y de entrar en la universidad. Suena a ridículo por exagerado, pero está bien como forma de visualizar un futuro con suficiente fuerza como para superar la dureza del presente.
También es interesante la figura de los Servicios Sociales y de sus técnicos. Como mi santa pertenece a ese terreno, nos dio para analizar con lupa cómo se les puede engañar en sus visitas domiciliarias, y que importante papel juegas, de todas maneras, para poder intervenir en el ámbito de la subsistencia diaria. “Te has fijado, le han pintado bigote a la trabajadora social (Maria Carey)”, le decía para provocarla. Y hacen de psicólogas o fiscales condicionando la ayuda a la consecución de información. “Es que si vienen a pedir ayuda has de saber bien por qué y hasta qué punto la necesitan”, me contestó muy profesional. En lo del bigote, ni caso. Y casi fue mejor porque me pude ganar una colleja. Lo que sí me pareció más sustancial es que a ella le extrañó menos que a mí la historia. Yo la consideré exagerada e improbable: nadie hay tan malo. “Ni te imaginas cuántos casos de esos vemos…”. Me quedé pasamado.
En fin, Lee Daniels, el director, ha construido una historia con mucha garra. La protagonista es una chica debutante (Gabourey Sidibe) que o hace tan bien que está nominada al Oscar a la mejor Actriz y le arrebató el Globo de Oro a la Penélope. Me gustó mucho (es guapísima) la profesora que hace de tabla de salvación de Precious, Paula Patton. Me recordaba mucho a una actriz de series americanas de los 90. Y, aunque hay que reconocer que borda su papel de mala, salí odiando a la madre, Mo’Nique que construye una imagen absolutamente despreciable de una madre, lo peor que uno podría imaginar. Pero lo hace bien y eso le mereció el Globo de Oro a la mejor Actriz Secundaria. Así que madre e hija, cada una en las antípodas de los valores humanos, elevan la película a una de las grandes candidatas a los Oscars de este año. De hecho ya ha recibido el premio del público en San Sebastián y en Sundance.
Interesante. Es una película que se ve con la cabeza y con el corazón. Y que te obliga a pensar. Claro que sales con ganas de darte un chute de Paco Martínez Soria. Para relajar el espíritu.

lunes, febrero 15, 2010

ESTAR ENAMORADO



14 de febrero. Otra vez San Valentín. “Una persona seria no debería celebrar estas fiestas, son pura mercadotecnia”. “Manipulan nuestros sentimientos”. “Nos ha comido el coco el Corte inglés”. Cosas fáciles de oír estos días entre la gente seria. Los más cursis hasta ponen cara de circunstancias para decir aquello de que “es que San Valentín, para nosotros, es todo el año”. Y cada año es lo mismo. Todo muy racional. Y, así, cada año acabas sintiendo un vacío enorme si, al final, con tanto ruido “progre”, tú también se has quedado en secano y sin nada que ofrecer a tu pareja. Y lo peor es que ella nunca se olvida. ¡Una cruz!.
¿Y si en lugar de un ramo de flores uno elucubra sobre el amor y el enamoramiento? ¿Valdría eso de regalo? “Buen intento, pero un poco cutre”, susurra el blog, que en estas cosas es muy exquisito. “Tu inténtalo, me dice mi otro yo, de perdidos al río. Son las 9 de la noche y no tienes regalo, así que para peor no va a ser!” O sea que ni modo. A escribir.

Este año coinciden San Valentín y los carnavales. Buena oportunidad para buscar metáforas para progres descreídos. Lo de amor “carnal”, estaría bien y apropiado. Los disfraces del amor podría hacer otro buen título-síntesis. Pero ése no es mi rollo. Yo creo en esas cosas. Antes te miraban mal si hablabas del amor, de enamorarse, de formar pareja, de casarte (lo de casarte ya era lo peor). Yo debería hablar de esas cuestiones a mis alumnos de Educación Social, pero a veces me lo salto cuando veo que no está el horno para bollos y me van a mirar con ojos descalificadores. Si fuera sexo, sería más fácil, pero hablar del amor está demodé. Estaba, habría que decir desde hace unos días, porque el gran gurú de la izquierda europea, Alain Badiou, ha escrito un libro que titula Elogio del amor. Con dos cojones. Y dice cosas que muchos hemos pensado desde siempre: que el amor no es un discurso trasnochado y de gente de derechas o de meros pijos. Él, que fue el gran líder del 68 francés, comunista hasta las tetas y, en la actualidad, la mosca cojonera que va persiguiendo a Sarkozy, también cree en el amor como la gran fuerza que permite pasar del yo al nosotros, del ensimismamiento individualista al compromiso compartido. Un santo, este Badiou.

El otro día en un programa de TV preguntaban a la gente qué iban a hacer en San Valentín. Casi todos hablaban de regalitos y de momentos románticos a dos. Pero una chica lo tenía más complicado. Decía que ella, en realidad, estaba enamorada de varias personas y que su problema era que tenía que pensar distintos regalos y buscar formas de celebrarlo. La entrevistadora le miró con cara rara. Debió pensar que, en realidad, su problema era que no estaba realmente enamorada, que enamorarse significa centrarse en alguien y olvidarse del resto. Pero ninguna de ellas insistió y ahí quedó el tema. Pero ojalá hubieran seguido porque su visión del enamoramiento podía dar mucho juego. Al menos, abre otra perspectiva sobre la esa idea estreñida que solemos tener de “estar enamorado”: cuando de buenas a primeras te encuentras fuera de ti, presa de la pasión y el deseo, pensando sólo en una persona, deseándola, obsesionándote con ella. Todo muy intenso, frágil y dramático. Pero no es eso lo más bonito del amor. Más que el amor concéntrico y convergente (que es maravilloso, sin duda) habría que declarar patrimonio de la humanidad el otro, el amor que se desparrama, que abre vasos comunicantes, que crea redes.

Hoy mientras buscaba en internet alguna imagen simpática que incorporar a esta entrada, vi que la mayoría de ellas concebían así el enamoramiento, como algo a dos. Algo que sucede entre una pareja y que excluye a todos los demás. En una de ellas, aparecía una rosa roja y una cadena, con lo cual ya se riza el rizo de la claustrofobia: enamorarte es vincularte a otra persona, algo así como encadenarte a ella. Para siempre, se supone. Un poco fuerte, la verdad, por muy enamorado que estés. Hace un par de años, una colega ya mayor que había enviudado algún tiempo atrás recordaba con su gracejo andaluz su primera noche de casada (primera, de verdad, recalcaba ella por si no nos lo creíamos). Estaban en un hotel. Les habían dado una habitación de matrimonio normal. Y ella que se vio allí con un hombre con el que se tropezaba a cada cosa que quería hacer, que tenía que apartarse para que ella se moviera y esperar a que saliera del baño para entrar ella, empezó a agobiarse. Díos mío, decía para sí, yo no puedo vivir toda la vida así, con un señor en la habitación…
Por eso la postura de la chica de la entrevista resulta atractiva. Si dejamos al margen esa pasión loca de los primeros momentos, lo que suele suceder, si las cosas van bien, es que se va generando un amor fuerte, una comunión, un compromiso, una complicidad que te lleva a querer a la otra persona. Quizás por eso, algunos diferencian entre la fase enamoramiento y la del “estar enamorado” como dos etapas distintas con sensaciones diferentes. En esta última el amor ya no es excluyente, al contrario, requiere de otros para alimentarse y crecer, para hacerse fuertes en comunidad. Y así vas queriendo a tus padres, a tus hijos, a tus amigos, a alguna de la gente con la que vas compartiendo experiencias y vida. Puede que los amores sean de naturaleza distinta en cada caso (ciertamente lo son en el caso de los padres, los hijos o los familiares) pero, la verdad, no creo que la diferencia sea tan fundamental en el caso de los amigos y otra gente con la que vas compartiendo experiencias valiosas.
A mí me parece que debe haber mucho de ese otro enamoramiento repartido por el mundo. Esos rescoldos que aunque ya fríos nunca desaparecen del todo con respecto a los/as ex. La gente que estuvo enamorada en su momento es difícil pensar que desapareció de cuajo lo que sentía. Los amigos a los que se quiere de una forma especial. Personas a las que van conociendo y que te hacen sentir especial y sientes que tú también lo eres para ellas. Con todos y todas ellos compartes eso que tiene el enamoramiento de admiración, de aprecio, de preocupación, de gusto, de complicidad. Por eso resulta ilógico querer encerrarlo en una persona. Habrá, sin duda, una persona que concentre más el amor porque es tu pareja, porque con él o ella has decidido que quieres convivir tu vida y así has ido construyendo una historia compartida. Pero los amores, como los humos, precisan escapes y, como el fuego, precisan arder multiplicándose.
¿Qué opinas tú?”, le he preguntado al blog que no para de curiosear. “No sé, me ha dicho, no he logrado saber si lo que quieres decir es que estás enamorado, que lo estuviste para ya no, que te enamoraste de la chica de la TV o que lo tuyo es el enamoramiento universal. Es que te enrollas mucho, chaval”. “No has entendido nada, capullo”, le he dicho a punto de cabrearme. “Vaya, me ha contestado, acusando el golpe, acabaré pagándola yo, como siempre: varios días sin escribir nada”. Y sin renunciar a hurgar en la herida siguió a la suyo, “reconoce que podrías ser más claro, bastaría decir que estás enamorado”. “Y que te ha pillado el San Valentín sin regalo”, remachó el otro. ¡Panda indeseables!

domingo, febrero 07, 2010

Decir “nosotros”.



Es bonita esa historia del “nosotros” que acabo de leer. Parece ser que resulta un antídoto contra las peleas de pareja. No las evita, eso sería imposible, pero ayuda a salir de ellas o a no hundirte en las arenas movedizas de una discusión con mal pronóstico.
Según cuenta la agencia EFE, en el laboratorio de Psicología de la Universidad de Berkeley (EEUU), Robert Levenson y su equipo han estudiado las discusiones y peleas de 154 parejas de mediana edad. Aquellas que utilizaban el pronombre “nosotros” en lugar de insistir en el “yo” o “tú” salían antes de la situación problemática.
Claro que pasar del yo o el tú al nosotros en una discusión es casi un milagro. Es más fácil intentar defender tu posición utilizando el “yo” como arma: lo que yo he hecho, lo que yo siento, lo que yo me he esforzado, la forma en que yo lo veo, etc. También es más fácil atacar la posición del otro arreándole con el “tú”: tú has tenido la culpa, tú has empezado, tú te has empeñado en algo, tú no eres capaz de entender mi posición. “Yo”, “yo”, “tú”, “tú”. Y sus derivados, claro: mío, tuyo.

Con la coña esta de la asertividad, hemos vuelto a reforzar mucho la fuerza de la individualidad, de los propios derechos, de lo que a cada uno nos interesa. Y en este caldo de cultivo posmoderno, la comunión del “nosotros” acaba diluyéndose. “Es que los jóvenes de ahora no aguantáis nada”, decía mi suegra. Para aquella generación la vida en pareja tenía algo de ascesis y de sacrificio. Por ambas partes. Se habían tomado en serio aquello de seguir juntos “en la pobreza y en la riqueza, en la salud y en la enfermedad, en lo bueno y en lo malo…”.
El nosotros tiene algo de lazo, de abrazo, de vida compartida. Es una figura lingüística que acerca. Por eso es más difícil tomarse a la brava la discusión mientras uno se mantenga en ese territorio común. Dicen los investigadores que en las parejas que usaban el nosotros, la discusión producía menos estrés. Por lo visto, las ponían a discutir durante 15 minutos sobre sus problemas matrimoniales o de pareja y, mientras lo hacían, las grababan en vídeo y les tomaban mediciones de ritmo cardíaco, temperatura corporal y sudoración. Lo que no me explico es cómo conseguían centrarse en sus problemas de pareja con tanta parafernalia. Yo me sé de alguien que se cabrearía sólo de verse en ese trance y acabaría pagándolo su sufrido interlocutor (quien, por supuesto, tendría la culpa de haber ido a aquel circo). Y si la cosa de la discusión iba ganando en intensidad, tampoco sería improbable que en el fragor de la batalla algunos de los cables de la discusión su fueran a tomar por saco.

Hombre, me relaja pensar que una de las conclusiones a las que llegaron en la investigación fue que los “años vividos en pareja” influyen en el uso del plural. Las parejas con más años en común usaban más el nosotros que las menos experimentadas. Al final todo se aprende (o se olvida, vete a saber). Y también me gusta aquello de que las parejas que han tenido que enfrentarse a obstáculos y los han superado juntos emplean más el nosotros. ¡Qué menos!

sábado, febrero 06, 2010

30 segundos


Lo que oyes. 30 segundos. Menos que una eyaculación extra-precoz. Y te dejan más baldado que aquella y con una humillación parecida. Pidiendo papas, vamos. Quizás sea solo al principio, mientras coges ritmo como un amante principiante, pero la verdad es que mete una caña de carallo. Eso sí, la publicidad te promete que en sólo 10 minutos obtienes “el mismo efecto de entrenamiento que después de una larga y agotadora sesión de entrenamiento convencional”. Así que, quizás, merezca la pena.
La Power Plate ésta es, ¿cómo no?, una máquina de última generación. De esas que han ido sustituyendo a aquellos otros vetustos utensilios artesanos de autodisciplina y mejora corporal (los cilicios, los látigos de flagelarse, las pesas, los kits de estiramiento y esas otras cosas sobre las que investigaba la inquisición). Hay que reconocer que ha mejorado mucho el envoltorio, pero los efectos son parecidos.
El secreto radica, a lo que parece, en esa historia del acceleration training (dicho así, en inglés, hay que reconocer que impresiona). Pero la cosa es, científicamente sencilla. Si los cocktails resultan mucho más exquisitos cuando se los menea intensamente, nada impide que suceda otro tanto con las personas: el buen meneo mejora la salud; más intenso es el meneo mayores virtualidades puedes encontrarle. Así que no se cortan y te mandan 25-50 vibraciones por segundo. Y tridireccionales. De modo que no se libra ni el más anacoreta de los músculos.
Una vez superados tus complejos (hay que pensar que siempre tienes al lado una monitora maciza y preciosa haciendo posturitas que cuando las hace ella parece que salen solas y a ti te cuestan un mundo) te subes a la máquina y sigues sus instrucciones: rodillas dobladas, culo atrás, pantorrillas en tensión, estómago contraído… y,¡ ala!, al meneíto. Los nazis lo hacían con descargas eléctricas. Ahora son “ondas de energía que se transmiten por todo el cuerpo activando las contracciones musculares”. Y es verdad, vas notando como se va moviendo todo mientras tú subes y bajas lentamente (rodillas siempre dobladas, culo altrás, pantorrillas en tensión, estómado contraído). Son sólo 30 segundos pero en los 10 últimos no tiras la toalla porque si levantas la mano de tu agarradero te das una leche. Hay que ver lo que tardan los últimos 10 segundos. Y luego las flexiones, los estiramientos de rodillas, de bíceps, de tríceps, de todo el repertorio. Y siempre el meneíto intenso. Durante 30 segundos cada vez. Una eternidad.
Casi seguro que algunos músculos ociosos y poco acostumbrados a este ritmo se han echado a la calle pensando que se trataba de un terremoto de nivel 7 en la escala Richter. Y ya me espero una protesta formal de los testítulos que me reclamarán un bunker seguro y anti colisión mutua en medio de este tsunami global.
La única satisfacción es que dentro de unos meses no me va a conocer ni el pupas. ¡Como una sílfide me va a dejar la Power Plate ésta!. Claro que entremedias habrá de ver cómo tranquilizo a mis asaduras para que no se declaren en huelga general. Y, cómo afronto el tema de las agujetas que se me han colado a sitios donde yo ni siquiera sabía que había cosa muscular
Una maravilla, oiga. Sólo 10 minutos por sesión. 30 segundo por postura. Uff! Pues ¡ala!, a gozar.

miércoles, febrero 03, 2010

LOS AMIGOS







Hace hoy una semana tuvimos una pelea entre amigos. La resaca ha sido dura. Da para pensar.

A veces, en el fragor de las discusiones entre amigos, surgen las peleas y las palabras se convierten en lanzas, los susurros en gritos y las sonrisas van alterando sus contornos hasta transformarse en rictus. Las miradas cómplices se convierten en amenazadoras y poco a poco vas cayendo en una especie de pozo negro del que parece imposible salir. Es como un terremoto. Y si el epicentro está próximo a alguno de tus pilares vitales (tu hígado, tu autoimagen, tus afectos, tu vida) todo se resquebraja y la vista y el sentido se nublan bajo los cascotes.
A veces la debacle se ve venir (así sentí yo hace unos años un terremoto en Brasil: lo sientes llegar de lejos como un murmullo infernal que surge bajo la tierra y que se va haciendo más profundo e intenso a medida que se va acercando) pero es como si no pudieras salir de las arenas movedizas que te van tragando, como si un maleficio te hiciera despreciar los cables salvadores que los otros del grupo te van echando para que te agarres a ellos antes de que la situación se haga irreversible.
Y ahí te ves, sin salida, chapoteando en un barrizal sin opciones en el que parece que se impone la sensación de que todo está perdido y que ya da igual. Y cada paso que das, cada frase que dices , empeora las cosas en lugar de aliviarlas. Y acabas con la voz ronca de gritar, la moral calcinada por el descontrol y con el espíritu dolorido por los golpes dados más que por los recibidos. Da lo mismo si en algún momento de la trifulca tuviste razón o no, si fuiste tú o fue otro quien comenzó la pelea, si fue buscada o inesperada. Da lo mismo, al final siempre pierdes, siempre sales malherido. Y sonao, como un boxeador después de 10 asaltos, sin saber qué hacer, cómo dar marcha atrás.
Decía Louis Pasteur que “los verdaderos amigos se tienen que enfadar de vez en cuando”. Si ése es un indicador de “buena amistad” la de nuestra pandilla no corre peligro pues ese principio lo cumplimos de sobra. Afortunadamente los enfados se van repartiendo entre unos y otros (curiosamente casi siempre entre los hombres, ellas se quedan al lado, compadeciéndonos primero y curando las heridas, después). Quizás las discusiones correlacionen con el cansancio del día o la saturación de alcohol de la noche, pero es una excusa pobre y, en todo caso evitable.
En fin, el caso es que en el pecado de las peleas tiene uno la penitencia. Y cuando has estado en la mitad del reparto de golpes (sólo verbales,¡ por favor!, que somos unos señores) no te queda más remedio que penar y atravesar tu propio desierto personal. Y comenzar a buscar estrategias para armar el reencuentro y pasar página.
Una semana así, reconcentrado, pesaroso, con la emoción a flor de piel y las lágrimas en la recámara ha sido suficiente tiempo para pensar en la amistad y sus contradicciones; para querer ser amigo sin dejar de ser asertivo; para querer cerrar las heridas pero sin cerrarlas en falso. Para preguntarse por la amistad. Es bien claro aquello de que “quien busca amigos sin defectos se queda sin amigos”. Pero no hay problema, también esa condición la cumplimos de sobra. La cuestión es que, ni siquiera así, podemos pretender que nuestros defectos aparezcan como virtudes, porque no lo son. A veces mis alumnos me preguntan cuántas preguntas tienen que responder bien en el examen para aprobar. Les digo que depende. Si las que tienen mal restan (los defectos, aunque sean inevitables, siempre restan) tendrán que responder bien a las preguntas suficientes para que, después de restar las incorrectas, les permita tener una calificación suficiente para aprobar. Así que necesitaran más respuestas positivas cuantas más respuestas incorrectas tengan. Algo así debe suceder también con los amigos para que la ecuación funcione: no se pueden evitar los defectos pero las virtudes deben, entonces, incrementarse. Y no está mal. Es mucho más interesante pensar en las virtudes de los amigos que en sus defectos.
¿Qué es lo que convierte a un grupo de personas en amigos? Ésa es, supongo, la pregunta básica, la que sirve de piedra angular del arco de la amistad. Si me pusiera cursi, diría que lo que construye la amistad es el amor. Pero suena raro y uno tiende a pensar que el amor es otra cosa y lleva a otro tipo de relación. Sin embargo algo parecido al amor debe ser lo que diferencia a los amigos de verdad de los otros amigos circunstanciales, de los colegas de trabajo, de los que se acercan a ti por otro tipo de intereses o confluencias. Me encanta aquel cántico religioso que dice “Si me falta el amor, nada sirve de nada; si me falta el amor, nada hay”. Con la amistad debe pasar algo de eso. Pero resulta cursi, lo reconozco.
Supongo que lo principal en la amistad es la confianza. “Una de las alegrías de la amistad es tener en quien confiar”, reza un dicho. Sin eso, ¿qué hay, en realidad? Un escritor francés del S.XVII, De la Bruyere, decía que “es más vergonzoso desconfiar de los amigos que ser engañados por ellos” No sé si estoy de acuerdo con eso. Tampoco hay que pasarse. Pero me gusta menos aún aquello de Gregg Levoy: “Él es mi amigo más querido y el más cruel de mis rivales, mi confidente y el que me traiciona, el que me apoya y el que de mí depende; y lo más espantoso de todo: es mi igual”. Suena terrible. Un amigo no se puede convertir en tu rival, no se puede alegrar de tus desgracias, no puede insistir en tus defectos. Los amigos pueden ser, ocasionalmente, moscas cojoneras, que te zahieran con tus defectos pero no pueden regodearse en ello. Más que tus fiscales deberían ser tus abogados defensores: “Un amigo es el que lo sabe todo de ti y, a pesar de ello, te quiere”. Leonardo da Vinci decía (uno nunca sabe si estas frases que se atribuyen a famosos son suyas o no, pero se non é vero é bene trovato) que “la amistad solo puede tener lugar a través del desarrollo del respeto mutuo y dentro de un espíritu de sinceridad”.
Bueno, mucho rollo, para algo sencillo, me está diciendo el blog. Te estás comiendo el coco de una manera insoportable. Y me da su propia sentencia: los amigos pueden ser como les dé la gana. Así, con dos cojones. Y a ti no te queda otra que aturar con ellos. Justamente porque son tus amigos. Y si, de vez en cuando, saltan chispas, pues que salten. Es preferible apagar un fuego ocasional que embridar las relaciones y tener a la gente pendiente de lo que se puede o no se puede decir o hacer. Y además, ten cuidado y evita tanta elucubración si no quieres perderlos pues “los amigos son como los taxis, cuando hay mal tiempo escasean”.

martes, febrero 02, 2010

Te quiero mucho.



“Te quiero mucho” oí que le decía él, aunque la verdad su gesto no era de esos que expresaran un gran entusiasmo. La miraba, sin más. Una mirada neutra, de mal augurio. Por eso casi ni me extrañó cuando él siguió, tras una pequeña pausa. “Te quiero pero no te deseo”. Buah!, pensé para mí, vaya papelón.
Como íbamos en la cinta rodante del aeropuerto de Barcelona, no tenía como zafarme del novelón. Pero tampoco podía parecer interesado y meticón. Así que simulé mirar para otro lado, como quien se asombra de las novedades de la nueva terminal, pero orientando la antena hacia la pareja que avanzaba delante de mí. Más joven ella que él, aunque no mucho. Ella no se lo debía esperar porque quedó como paralizada y en estado catatónico. Solo miraba. Aparentemente, hacia ninguna parte. Supongo que trataba de controlar su tsunami interior. Debía estar más acostumbrada a que le dijeran lo contrario (me gustas muchísimo pero sin ir más allá), así que este nuevo escenario con aquel tío la dejaba descolocada. ¡Pobre!. Entonces acabó el trozo de cinta rodante, pasamos al suelo fijo y yo los perdí de vista. Pero me quedó dentro el navajazo: “te quiero pero no te deseo”. ¡Señor, señor…!
Tiene que ser jodido que alguien te diga eso. Si se analiza racionalmente la cosa es clara y, seguramente, describe bien una situación que debe ser bastante habitual: parejas que rompen o que se cansan de la relación; desenamorados; gente que en un tiempo sentía esa emoción erótica por el otro pero que tras haber probado otros placeres altera su apreciación; gente que se hace mayor. En fin, fácil de entender en abstracto o como algo que puede pasarles a los otros. Terrible si uno lo piensa sobre sí mismo. En cualquiera de los dos papeles, como quien lo dice o a quien se lo dicen. Ya es doloroso que el otro pueda pensarlo, así que el que te lo digan así de claro es un buen bofetón. Pobre chavala.
Un colega prejubilado me decía, con esa sonrisa forzada que te enseña la resignación, que su drama era que había perdido la potencia pero le quedaba el deseo. Y se quejaba de esa descompensación que, según decía, era progresiva, cuanto más descendía la primera más se descontrolaba el segundo y se le iban los ojos a diestro y siniestro. Un viejo verde, es lo que tú eres, le dijimos a coro. En cualquier caso, qué terrible vacío se debe sentir cuando alguien te dice que te quiere pero no te desea. Desear es un verbo tan amplio, tan perturbador que es como si al perderlo cayeras al mar sin salvavidas. Supongo que para evitar ese riesgo algunas personas coleccionan deseos. Y si pierden uno saben que les quedan otros en la recámara. Previsores que son.
Oye, me ha dicho el blog que me miraba fijamente mientras asistía a mi soliloquio, ¿es verdad eso del aeropuerto? Por supuesto, le he dicho yo. ¡Es que te pasa cada cosa…!, ha concluido él

lunes, febrero 01, 2010

Invictus


Después de viajar toda la mañana de regreso de Pamplona y la correspondiente siestica de recuperación retomamos las actividades dominicales habituales. Y, por supuesto, el cine. Esta vez fuimos a ver Invictus la recién estrenada obra de Eastwood con Morgan Freeman y Matt Damon como cabeceras de cartel.
Como sucede con las películas que crean expectación, también en ésta la sala estaba a rebosar. Hasta la bandera, que aquí son las primeras filas (y ya hay que tener motivación para quedarse a ver una película en la primera fila…).
La película fue estupenda, por supuesto. Clint Eatswood es un genio del cine. Domina los ritmos, las emociones, los diálogos (casi siempre muy parsimoniosos, como solía hacer él cuando actuaba), los escenarios, el sonido, la intriga. Esta vez, incluso la política. Por supuesto, buena parte del mérito es de los grandes actores que participan en el film: el omnipresente Morgan Freeman (él y Eastwood parecen ya una pareja de hecho) y Matt Damon que pone mucha intensidad en todos los papeles que asume (sus miradas y gestos son toda una lección de cine). La historia se basa en un texto de John Carlin que es un periodista británico (de madre española, por cierto) que estaba de corresponsal en Sudáfrica en los momentos del campeonato del 95: “Playing the Enemy: Nelson Mandela and the Game that Made a Nation”. Ya el título recoge perfectamente el sentido que Eastwood dará a la película: cómo construir una nación rota y enfrentada a través de un mecanismo de identificación como es el rugby.

He leído en algunas críticas que interpretan el film como una incursión de Eastwood en el mundo del deporte. Pudiera ser. De hecho filmar eventos deportivos, como películas de guerra o musicales debe tener si intríngulis y constituir un reto para un director (Eastwood ya lo había hecho con el boxeo en Million dolar baby. De todas formas, el Invictus de Eastwood, como sucediera con Million Dolar, supera con mucho una película deportiva al uso, al menos en cuanto a la temática y al manejo de los actores. Lleva mucha miga detrás: el enfrentamiento entre negros y blancos, los estereotipos y su peso negativo en la renovación (el proceso seguido por los guardaespaldas es magistral), el liderazgo y sus carismas, la pobreza, etc. Pero, sobre todo, esa una especie de estribillo permanente en la partitura del film, la necesidad de unir y crear sinergias positivas (incluso cuando eso significa perdonar) para poder reconstruir un país. Una buena moraleja para tanto iconoclasta como pulula hoy por los mentideros políticos y sociales.

Al entrar en el cine nos tropezamos con otro amigo que salía emocionado de la sesión anterior. Y también en nuestra sesión, cuando acabó el film se notó esa especie de Uff! de quienes han estado en tensión durante la proyección y siguen un poco conmocionados sin conseguir levantarse de la butaca (todo lo contrario de lo que sucede en las malas películas que parece que todo el mundo sale con prisa como escapándose del bodrio que han sufrido). Hoy seguían sentados. A mí no es que me emocionara tanto. Claro que te metes en la emoción del partido de la final con suspense hasta el último minuto, pero no me pareció eso lo más importante del film. Mi placer fue más intelectual que deportivo.

Me gustó sobremanera la “visión política” que se le atribuye a Mandela. Esa idea de construir desde la implicación de todos, la necesidad de vincularse a una imagen o un sentimiento que amalgame sensibilidades distintas en un sentido de pertenencia común. La necesidad de superar los fracasos a base de “inspiración”, de búsqueda de alternativas. “Cómo podemos soñar con algo grandioso, le dice al capitán del equipo, si no tenemos nada en que soñar”. Eso y el poema de Henley que le sirvió de apoyo durante su cautiverio “doy gracias al dios que fuere por mi invicta alma; soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma”. Supongo que ésa fue la gran lección del Mandela real, del prisionero político llamado a superarse a sí mismo y dirigir un país en el que aún permanecen quienes le han maltratado y despreciado durante tantos años. Y lo maravilloso es que lo logra porque cree en la persona humana. Está muy justificado el subtítulo del trabajo de Carlin que se incluye, también en el film: el factor humano. Ahí está la clave.

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Texto del poema que sirvió a Mandela en su prisión y que entrega al capitán del equipo:


Out of the night that covers me,

Black as the pit from pole to pole,

I thank whatever gods may be,

For my unconquerable soul.


In the fell clutch of circumstance,

I have winced but not cried aloud.

Under the bludgeonings of chance,

My head is bloodied but unbowed.

Beyond this place of wrath and tears,

Looms but the horror of the shade.

And yet the menace of the years,

Finds, and shall find me, unafraid

It matters not how strait the gate,

How charged with punishments the scroll,

I am the master of my fate,

I am the captain of my soul.

Traducido:
Desde la noche que sobre mí se cierne,negra como su insondable abismo,agradezco a los dioses si existen,por mi alma invicta.
Caído en las garras de la circunstancia,nadie me vio llorar ni pestañear.Bajo los golpes del destino,mi cabeza ensangrentada sigue erguida.
Más allá de este lugar de lágrimas e ira yacen los horrores de la sombra, pero la amenaza de los años,me encuentra, y me encontrará, sin miedo.
No importa cuán estrecho sea el camino, cuán cargada de castigo la sentencia. Soy el amo de mi destino; soy el capitán de mi alma.