domingo, febrero 21, 2010

Precious


Uno tiene siempre una cierta resistencia a meterse en una historia que ya sabes de qué va y que, con seguridad, te va a dejar mal cuerpo. La vida está ya bastante achuchada como para ir al cine a meter el dedo en la llaga. Pero también te entra una especie de culpabilidad si dejas al margen películas que han sido premiadas con Oscar y que reciben críticas muy positivas. Así que hicimos de tripas corazón y nos fuimos a ver PRECIOUS. Y pasó lo que tenía que pasar. Sales con el corazón roto, con la cabeza alborotada y con ese agridulce sabor de las películas en las que se mezcla la muerte y la vida, el caos y el orden, la degradación y el espíritu de superación. Sentimientos encontrados entre lo que la película puede tener de cine y lo que tiene de vida real, de historia de carne y hueso. Pero merece la pena. Por muchas cosas. De hecho, el próximo curso será la que trabaje en clase con mis estudiantes de Educación Social (este año ha sido Celda 211).
Precious es la historia de una adolescente obesa a la que la vida la va maltratando desde que nació. Es tan patógeno todo a su alrededor que uno no se explica cómo ha podido sobrevivir. Quizás de eso va la película, de la supervivencia, de ese inmenso potencial que tenemos los humanos para sobrevivir incluso en situaciones muy adversas. Los descendientes de esclavos afroamericanos deben tener esta capacidad integrada en su código genético. La historia está basada en la novela Push de la escritora afroamericana Sapphire que fue un bestseller en EEUU.
A la chica le va mal en casa (su padre abusó sexualmente de ella desde que tenía tres meses y ya ha tenido dos hijos de él; su madre la odia profundamente porque el padre la prefiere a ella y la maltrata de forma reiterada y violenta); debe atender a una hija discapacitada de la que se hace cargo la abuela (la única referencia un poco sensata en la familia); debe hacer las tareas de la casa pues su madre (obesa, insolente, agresiva y mala en el sentido más pleno de la palabra) apenas se mueve de su sofá conectado permanentemente a la televisión y su cajetilla de pitillos. No es de extrañar que la pobre chavala pase la mitad de su tiempo entre ensoñaciones que la sacan de su cutre existencia para llevarla a un mundo de fantasía donde ella es una estrella tipo Oprah Winfrey que canta, baila y se mueve entre la admiración y el aprecio de cuantos le rodean.
Algo que alguien como yo no puede dejar de apreciar es que, al final, quien puede salvar a la muchacha no son los Servicios Sociales, ni el aparato policial del Estado. Quien puede salvarla es la educación. La escuela le va abriendo los ojos, va rompiendo el témpano de victimación y desprecio en el que ha ido creciendo y comienza a creer en ella misma, en sus fuerzas, en su derecho a tener un futuro. La figura de sus profesores, primero el de matemáticas de la escuela pública, después el de su profesora de la escuela especial (“escuela alternativa” en la película) es la que van abriendo pequeñas brechas en la condena vital a la que ella estaba destinada. Importante mensaje, muy frecuente en las pelis americanas y que aquí apenas si resuena.
Y eso que la imagen de enseñanza que se da en la película es bien cutre. Muy lejos de nuestros propios estándares. Que chavales de 16 años antes aún deambulando por esas praderas de la ignorancia llama mucho la atención. Difícil de entender que a esa edad haya que enseñarles a escribir. Pero más irreal aún que, en tales circunstancias, ellos hablen simultáneamente de sacar el graduado escolar (terminología que, con seguridad, la han incorporado en la versión española para adaptarla a nuestros esquemas), de hacer el bachillerato y de entrar en la universidad. Suena a ridículo por exagerado, pero está bien como forma de visualizar un futuro con suficiente fuerza como para superar la dureza del presente.
También es interesante la figura de los Servicios Sociales y de sus técnicos. Como mi santa pertenece a ese terreno, nos dio para analizar con lupa cómo se les puede engañar en sus visitas domiciliarias, y que importante papel juegas, de todas maneras, para poder intervenir en el ámbito de la subsistencia diaria. “Te has fijado, le han pintado bigote a la trabajadora social (Maria Carey)”, le decía para provocarla. Y hacen de psicólogas o fiscales condicionando la ayuda a la consecución de información. “Es que si vienen a pedir ayuda has de saber bien por qué y hasta qué punto la necesitan”, me contestó muy profesional. En lo del bigote, ni caso. Y casi fue mejor porque me pude ganar una colleja. Lo que sí me pareció más sustancial es que a ella le extrañó menos que a mí la historia. Yo la consideré exagerada e improbable: nadie hay tan malo. “Ni te imaginas cuántos casos de esos vemos…”. Me quedé pasamado.
En fin, Lee Daniels, el director, ha construido una historia con mucha garra. La protagonista es una chica debutante (Gabourey Sidibe) que o hace tan bien que está nominada al Oscar a la mejor Actriz y le arrebató el Globo de Oro a la Penélope. Me gustó mucho (es guapísima) la profesora que hace de tabla de salvación de Precious, Paula Patton. Me recordaba mucho a una actriz de series americanas de los 90. Y, aunque hay que reconocer que borda su papel de mala, salí odiando a la madre, Mo’Nique que construye una imagen absolutamente despreciable de una madre, lo peor que uno podría imaginar. Pero lo hace bien y eso le mereció el Globo de Oro a la mejor Actriz Secundaria. Así que madre e hija, cada una en las antípodas de los valores humanos, elevan la película a una de las grandes candidatas a los Oscars de este año. De hecho ya ha recibido el premio del público en San Sebastián y en Sundance.
Interesante. Es una película que se ve con la cabeza y con el corazón. Y que te obliga a pensar. Claro que sales con ganas de darte un chute de Paco Martínez Soria. Para relajar el espíritu.

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