miércoles, mayo 26, 2010

El Orfeón Donostiarra.




Eso fue, un inmenso placer de los sentidos, una pasada, una tromba de sonidos vibrantes y cadenciosos que te transportaban a una especie de cielo sonoro. Una maravilla.
Actuaron ayer en el Auditorio de Zaragoza que aportó al espectáculo su propia dosis de grandiosidad. No lo conocía, pero merece la pena. Forma parte de esa arquitectura sorprendente llena de volúmenes y espacios, con infinitas aristas y salientes tanto en el techo como en los graderíos. Si lo miras en su conjunto se asemejan a un juego de múltiples cascadas verticales y multicolores en forma de reservados en los que grupos de personas se superponen para no perder detalle del escenario. Pero el sonido es perfecto y la visión también lo es. No corres el riego de que se siente delante de ti alguien más alto o con más pelambrera y tengas que andar en permanente trajín buscando el hueco que deja su posición.
El concierto corría a cargo de la Staatskapelle Weimar que según señala su propaganda es una de las orquestas sinfónicas más antiguas del mundo. Fundada en 1491, ¡qué cosa!, un año antes de que Colón llegara a América ya existía la sinfónica. Contó entre sus valedores a Liszt que le dio relieve internacional y a Richard Strauss. Las guerras mundiales la llevaron casi a desaparecer pero enseguida surgió de sus cenizas y ha vuelto a ser una de las mejores orquestas de Alemania. Bajo la batuta de Leopold Hager, nos ofrecieron la Sinfonía nº 1 de Schubert y el Himno de alabanza (Sinfonía-Cantata nº 29 de Mendelssohn.
Y fue en la cantata donde participó el Orfeón. Impresionaba verlos salir, primero los hombres de negro, muchísimos y después las mujeres de un blanco impoluto, como si fueran vestales en un templo griego. Y el conjunto, espectacular. O sea, que el primer placer que uno siente es un placer visual y estético contemplando a un grupo tan inmenso de cantantes en un cuadro blanco y negro de cuatro filas abigarradas.
En la cantata participaron consecutivamente una soprano, un tenor y una mezzosoprano. Estuvieron bien, pero los momentos espectaculares se iniciaban cada vez que a un suave gesto del director el coro se ponía en pié (85 personas, 39 mujeres y 46 hombres) en bloque y empezaban a cantar. Allegros, moderatos, andantes, animatos iban sucediéndose en una secuencia intensa que uno desearía que no acabara nunca. ¡Qué cosa, los coros! Te meten en cuerpo y alma en una oleada de sonido que a veces es como un viento suave y otras como un tornado que te arrebata. En algunos momentos se te ponían los pelos de punta. Me acordé de mi hijo que, cuando era pequeño, en Florencia y arrobado por las maravillas que íbamos viendo me preguntó, “oye papá, cuál es esa palabra para decir que no se tienen palabras para decirlo”. Indecible, le dije. Pues así fue esa segunda parte del concierto de Zaragoza, inenarrable. No es fácil explicar cómo te hace sentir un coro cuando interpreta esas músicas potentes de las cantatas. Regresé al hotel en pleno éxtasis.

domingo, mayo 23, 2010

José Manuel Esteve

“Siento comunicaros que hoy ha fallecido José Manuel Esteve Zarazaga”, así comienza el escueto mensaje de Carlos Marcelo. Ya está. Una malísima noticia que te encoge el corazón. ¿Pero qué haces? ¿Qué se hace cuando una noticia así aparece en una lista de distribución? ¿Puedes exteriorizar tus sentimientos o eso está fuera de lugar tratándose de una lista profesional como la nuestra? No lo sé, la verdad, pero no me apetece retirarme a un rincón privado y dolerme a solas por la pérdida de un buen amigo. Espero no ofender a nadie, ni romper las normas implícitas de la lista, si le dedico unas palabras. Tampoco pretendo apropiarme de su recuerdo. Sé que otras muchas personas estuvieron más cerca de él y lo conocieron mucho mejor.
Fuimos compañeros de curso en la Complutense, él en el Chaminade y yo en el Pío. No grandes amigos entonces porque nuestras pandillas eran diferentes, pero sí buenos compañeros y colaboradores en las tareas académicas que como estudiantes de Pedagogía debíamos afrontar. Pero es que, además, algo tenía aquella promoción 1970-1973 de Pedagogía que nos unió de una manera especial. Y eso que éramos un grupo bien heterogéneo y con vidas tan diferentes… Él era el chico guapo del curso, lo que no pasaba desapercibido a nuestras compañeras. Pero además era serio, listo y trabajador por lo que tampoco pasaba desapercibido para los profes. Hace varios años celebramos nuestras bodas de plata y nos reunimos todos de nuevo en Madrid. Muchas más canas, más arrugas, más experiencias, pero la misma cordialidad. Fue un bonito reencuentro en el que algunas compañeras, ya más locuaces, le revelaron viejos afanes y le contaron a José Manuel lo atractivo que resultaba aquel guaperas simpático que además era el primero de la clase en casi todo.
Ya comenzaba a ser líder, cualidad que ha seguido manteniendo viva durante toda su vida. Lo saben bien quienes han convivido con él en los distintos ambientes académicos en los que ha desarrollado su actividad. Yo no he tenido esa suerte, pero ello no ha sido obstáculo para que mantuviéramos una cordial amistad.
No era difícil ser amigo suyo, tan simpático y cordial siempre. Tenía esa sabiduría natural que le permitía no enredarse en exceso en los intrincados hilos de las filias y las fobias a las que nos suele arrastrar el día a día universitario. Y así fue dejando su huella, cada vez más nítida, en los casi 40 años de vida intelectual y docente. No sólo los colegas de Teoría han perdido a un gran profesor, toda la Pedagogía está hoy de luto por su pérdida.
Una de las últimas veces que me encontré con él, fue en la cafetería de la Facultad de Educación en Málaga. Hacía yo un descanso en un curso para profesorado universitario. Él nos confesó que venía del hospital donde había recibido el enésimo chute de quimioterapia o algo parecido. Había pasado una época muy mala pero ya estaba algo mejor. Pero eso era lo de menos, estaba tan alegre y positivo como siempre. Eso era lo que enamoraba de él, la forma en que afrontaba las penurias de su enfermedad. Hasta se animó a contarnos un chiste. De médicos, claro, nos dijo, porque ahora mis paisajes están llenos de batas blancas. El chiste decía que el tipo que acababa de llegar a urgencias había tenido un grave accidente de coche, a resultas del cual se había abrasado el pecho y la barriga. Quemaduras de segundo grado, le habían diagnosticado. Le hicieron las primeras curas en el hospital y cuando ya se sentía un poco mejor el médico le permitió volver para su casa pero continuando con el tratamiento. Le hizo tres recetas y le explicó. Mire tiene que hacerse la cura cada 12 horas y aplicarse estos tres medicamentos. Esta primera es una pomada que contiene antibiótico porque hay que evitar a toda costa que se le infecten las quemaduras. Esta otra es una crema analgésica porque le va a doler mucho. Y, además, siguió el médico en cada cura me toma dos pastillas de Viagra. El paciente le miró dolido al médico como si se estuviera cachondeando de él. “Oiga doctor, si estoy hecho un ecce homo, no pensará que en estas circunstancias yo estoy pensando en el sexo, verdad?”. Ah, no, le dijo el médico, las pastillas son para que no le roce la sábana.
Las carcajadas resonaron en toda la cafetería. Así era él. Y éste es el mejor homenaje que se me ocurre en este momento, contar un chiste suyo. Porque, aunque estudió como nadie el cansancio y el burnout de los docentes, él siempre fue una persona vital y capaz de transmitir la voluntad inquebrantable por vivir a fondo la propia vida y hacerlo de una forma comprometida.
José Manuel, fuiste un gran compañero, un fantástico profesor y un incomparable pedagogo. Quienes tuvimos la fortuna de conocerte quedamos desolados al perderte. Un vacío que se une a otros vacios que se han ido acumulando en estos años. Contigo perdemos, además, una de esas personas que con su sonrisa amable y sus chistes son capaces de dulcificar el rigor del debate académico y de las tensiones cotidianas. Nos dejas de luto, amigo Esteve. Te echaremos muchísimo de menos.
Miguel Zabalza
(en nombre, aunque no he hablado con ellos, de todos tus compañeros de curso).

jueves, mayo 20, 2010

El Silencio

Hoy me desperté conversando con mi silencio. Parece algo absurdo, pero en esa región intermedia entre los sueños y el alba, nada resulta absurdo. Además ya decía Platón que el pensamiento es un diálogo consigo mismo. Pues hoy hablé con mi silencio. Quizás sean efectos retardados de mi regreso de Chile con Alfredo, el gurú de la “silent peace meditation”. O que sigo chapoteando en un cienagal de silencios todavía ruidosos. La cosa es que fue una conversación interesante. De las que hay que tener de vez en cuando para poner en orden algunos sentimientos.

Lo vi raro hoy. En otras oportunidades tenía un gesto más relajado. Estaba tenso. O intenso, no sé. Como si hubiera mucho silencio dentro de él. Muchos silencios. Cuando se lo comenté me miró con esa cara de lástima y resignación que acostumbra poner cuando las cosas no van bien. Hay silencios que son como metales pesados, tardan una infinidad en reciclarse, me dijo. Sí, supongo, acepté, ése es el silencio de los silencios, el que duele más. Llegará un momento en que será un silencio amable, se me ocurrió decir para consolarnos. Un silencio en el que podremos hablar con él. Probablemente, aceptó, pero por ahora es como una losa que te aplasta. Es cierto eso, le dije. Es un silencio excesivamente ruidoso y atronador. Sólo nos queda tener un poco de paciencia y esperar que vaya escampando la tormenta. Y ambos hicimos ese gesto cómplice de quien sube la ceja para asumir que hay cosas que están por encima de ti.

¿Y los otros silencios?, le pregunté. Sabes, me dijo, algunos representan al silencio como una cara con tres gestos: relajación, preocupación y muerte. Las tres cosas puede ser el silencio. Por eso hay muchos silencios. Y forman familias. A veces un gran silencio actúa como imán de otros silencios. Son como pelusas que se van pegando unas a otros hasta formar una bola. Son peligrosos porque pueden llegar a ahogarte. Uno a uno es fácil afrontarlos, así en pelotón la cosa se pone más chunga. ¿Pero son más o es que te cogen más indefenso, quise saber? Las dos cosas, me dijo. Ya, pensé, aquello de que “a perro flaco todo son pulgas”. No dramatices, me corrigió, algunos silencios sólo son intervalos entre sonidos, como en la música, no importa lo que se alarguen. Sí, es cierto, pensé. Eso me pasa con algunos amigos. Pasamos largos periodos de silencio pero luego todo se reinicia donde estaba. Viene bien ese silencio en algunos casos porque demasiada conversación y presencia agota las relaciones.
Pero, a veces, le decía yo, el silencio es vacío y ausencia, es preludio de que la cosa se acaba. ¿Cómo saberlo? Sí claro, me decía él, a veces los afectos mueren por inanición. Se van acumulando los silencios que tienen un efecto corrosivo y, cuando te quieres dar cuenta, ya no queda nada. ¿Sabes?, volví a insistir, esos son los silencios que más duelen. Lo malo del silencio es que tiene una gramática excesivamente compleja. No sabes qué significan. Algo quieren decir, de eso no cabe duda (ya decía Watzlawick que “no se puede no comunicar”), pero qué. En cualquier caso, me dijo medio serio, el silencio nunca es un buen síntoma. Algo pasa. No es verdad que no sepamos traducir los silencios. Lo que sucede es que no solemos querer, preferimos no hacerlo. Mal que me pese, decía él, ser silencio es no ser, es vacío, es ausencia, es duda o, incluso, negación y rechazo. Ninguna de esas condiciones se avienen con el cariño, el recuerdo, la amistad sincera. Siempre hay excepciones, pero no son muchas.
¿Y qué se hace?, quise saber. ¿Devuelves silencio a quien te lo da o tratas de romperlo con tus voces?. No lo sé, me contestó. Soy el menos indicado para resolver ese dilema. En puridad, yo únicamente puedo ofrecer silencio, pero ya me doy cuenta de que la suma de silencios pocas veces trae buenos resultados. En este caso, la suma de negativos no da un positivo sino un doble negativo. Chungo. Además, el psicólogo eres tú, ¿no? Tú sabrás. Pues no, la verdad, tuve que reconocer. Suelo ser de los que siempre prefieren dejar puertas abiertas aunque sea hablando sólo, pero he de reconocer que muchas veces me siento un poco estúpido y patético, como si estuvieras pidiendo al otro que, por favor, no te olvide. "Ya, me contestó como queriendo concluir la conversación, pero ni te imaginas cómo consuela, a veces, a quien está en silencio, recibir esas voces no pedidas". Eso quisiera creer, le respondí, porque no te creas que se pasa bien.

Y así, sin más, se coló de nuevo en mi interior y se aposentó en su rincón oscuro y frío. Tampoco es vida lo suyo, la verdad.

miércoles, mayo 19, 2010

El hombre de rojo

Ya van algunos días sin escribir. Y no por no tener noticias. Muchas que contar de Chile, aunque la mayor parte de ellas profesionales (no sé si eso les quita o añade interés). Otras más personales, con momentos de melancolía y agobio personal. Pero en fin, aunque comenzó mal con la historia de la “puta naranja”, acabó bastante bien. Agotado, como suele ser habitual en este tipo de viajes. Pero la gente chilena es cordial y amigable y eso lo hace todo más fácil.
Interesante fue el regreso.
Todo un personaje. El tipo medía en torno a los dos metros. Todo de rojo, de arriba abajo. Yo lo había visto en los pasillos del aeropuerto de Santiago de Chile y tuve la impresión de ver a uno de esos pirados que uno se encuentra de vez en cuando. Pero no pude por menos de quedarme mirándolo, como todos con cuantos se cruzaba. Alto, fuerte, con cabello blanco recogido en una coleta, barba blanca amplia. Una túnica roja que lo cubría de arriba abajo. Y cruzándole el pecho una especie de beca ocre de esas que suelen ponerse los colegiales o los graduados americanos en el acto de la graduación. Si hubiera abierto los brazos en cruz, parecería uno de esos Cristos que aparecen en las cumbres de las montañas. Luego lo perdí de vista.
Cuando llegó la hora del embarque, todo fue bastante embarullado como de costumbre. Gente que se pone desde mucho tiempo antes en la fila pero que luego no puede pasar hasta el final, con lo cual colapsa la entrada. Esta vez había tenido suerte y pude conseguir un up-rate con puntos, así que pude entrar de los primeros a Bussiness. Iba delante de mí un coreano bastante agoiro, de esos que hacen gimnasia en cada sitio y van muy preocupados por su trabajo. Me pareció que llevaba mi misma fila y una letra contigua a la mía en su billete. Mal asunto, me dije, me va a tocar de compañero este coreano: comerá, dorimrá, hará ejercicios bucales y gimnasia de esa seca. Total toda la noche en danza.
Pero no, hete aquí que quien se sienta a mi lado es el Cristo de rojo. Primero pensé que aquello iba a ser un agobio (a saber qué lengua hablaba o hasta donde llegaba su locura andando de aquellas pintas). Además era grande de cojones. Pero bueno, en preferente se va bien para estos viajes largos. Nos sentamos y cada uno se dedicó a lo suyo. Así hasta que nos trajeron la comida. Para entonces yo ya sabía que hablaba español pues lo había oído dirigirse a las azafatas que estaban alucinadas con él. También que era vegetariano: no comía nada que viniera de animales, así que tuvieron su pequeña dificultad para atenderle aunque le traían menú vegetariano. Pero para entonces ya habíamos acoplado nuestros ritmos y no fue difícil preguntarle si era chileno. Me dijo que sí pero que vivía en Portugal, en Obidos. Hombre yo conozco mucho eso, le dije. A veces me alojan ahí cuando voy a las Facultad de Motricidad Humana. Ya habíamos roto el hielo. La cosa iba mejor.
Aunque nunca creí que me atreviera hacerlo, la pregunta se me fue de las manos. Oiga, ¿significa algo esa ropa que lleva? Sí me dijo, yo soy sacerdote budista. Ah!, carajo, los budistas van de rojo. No lo sabía, la verdad. Pero la cosa no paró ahí. Además de sacerdote budista, el tipo me contó que era sacerdote Maya, chamán y sanador. Y alguna cosa más que ya no acerté a descifrar. Impresionante, pensé para mí. Luego me confundió un poco porque me dijo que también era economista y que en su otra vida había sido gran personaje del Banco Mundial y Embajador de Chile. Él no bebía (también les dijo a las azafatas que había sido alcohólico, pero eso no se lo creí) yo sí. De forma que las dificultades para entender las cosas venían, sobre todo de mí. Me lo estaba poniendo difícil. Yo le decía que sí a todo, por supuesto. Y, a la postre, resultó que todo aquello era verdad. Aquello y mucho más. Me habló de su año en el Tibet formándose con una maestra tibetana y su otro año en tierra Maya (tuve gran suerte pues los chamanes mayas no enseñan sus técnicas a quienes no son mayas, pero me cogió un momento de apertura y pude formarme). Pero además, iba mencionando cosas chocantes, sus grandes conferencias ante los gobernantes de países, su estancia en el Vaticano hablando ante prelados y cardenales, su mensaje en la ONU. Llegó un momento en que me perdí. Hasta creo que cogí una medio borrachera porque eltío me tenía en vilo ante tanta sorpresa que yo intentaba calmar a base de Campillo que las azafatas traían generosas.
Hablamos de lo divino y lo humano (era lo propio en aquellas circunstancias), incluso le conté cosas que le gustaron mucho, aunque, obviamente el tema era él. Como buen gurú, tenía el narciso muy desarrollado. Pero resultaba simpático.
Y, a medida que avanzaba la charla y la tarde de vuelo, yo me iba haciendo una ligera idea del personaje. Había trabajado en el Banco Mundial como economista. Y debió llegar a tener altas responsabilidades en la organización. Al final, según contaba, lo echaron porque no apoyó algunas medidas favorables a China, pero resultó que su jefe era chino, así que lo botó. Y se dio a la religión, a las religiones. Y fue pasando por varias de ellas. Se había formado en los Jesuitas, pero no le gustó el elitismo de sus colegios. Luego debió pasar por otras, hasta recaer en el budismo y completar su itinerario en el chamanismo azteca. Todo un recorrido vital.
Y todo lo demás es cierto. Se llama Alfredo Sfeir-Younis, chileno de origen libanés. Resulta ser uno de esos gurús que predican la paz mundial. Lo suyo se denomina silentpeacemeditation y va recorriendo el mundo dando sus prédicas. Pero sin intentar hacer de misionero, me confesó en la larga charla que tuvimos. Fue un viaje interesante. Ojalá se me haya pegado algo de su sabiduría, que seguro que la tiene a raudales. Y yo que sospechaba de él… ¡qué atrevida es la ignorancia!.

lunes, mayo 10, 2010

Las madres.


Día de la madre en Chile. Una semana después que en España. Un día muy especial aquí. Oí decir que es la segunda fecha más importante en ventas de todo el año. Calculo que la primera son las Navidades. Suena a comercial, pero es bonito. Bonito que la gente convierta en prioridad las atenciones a las madres. En un país que ha sufrido lo suyo en los últimos meses, aún sabe mejor.
El día fue precioso. También la Naturaleza quiso sumarse a la celebración. Allá a mediodía comenzaron a salir las familias con niños pequeños a pasear y disfrutar del sol. Eran las madres las que mostraban orgullosas a sus hijos. Se las veía contentas, felices, poderosas. Como quien ha cumplido con su misión o, al menos, con parte de ella. Era estupendo verlas. Emocionaba. También ver a los maridos o parejas o lo que fuera. También ellos disfrutaban del momento. Si existe la felicidad, no creo que haya ninguna representación de ella que supere ese cuadro de las madres y sus parejas con sus niños pequeños. En las miradas que se cruzan entre ellos, en la forma que tienen de agarrarse, de caminar juntos se acumulan tantos sueños, tantas nostalgias, tanta vida compartida que te quedas atrapado en la contemplación.
Luego, hacia el mediodía empezaron a aparecer las otras madres, las mayores, las abuelas. En su caso eran los hijos, los que se enorgullecían de estar con ellas celebrando su día. Caminaban hacia los restaurantes (imposible encontrar una mesa libre hoy en Santiago), las cogían del brazo, las ayudaban, las regaloneaban. Y ellas les seguían la marcha, algunas a duras penas. Pero se las veía también orgullosas, contentas. Muchas con una flor en la mano, o con un fulard nuevo. También se hacía emocionante el espectáculo. Quizás no se hablaran mucho entre semana, pero hoy era un día especial y se les notaba. Sobre todo a los hijos. Quien sabe, quizás seamos más sentimentales. O, probablemente, es que les debemos más.
Claro que, en medio de esa orgía de sentimientos hermosos, yo seguía caminando sólo por las calles céntricas de la ciudad. Y como no podía ser menos, con las emociones un poco alborotadas. Es un mal cocktail esta mezcla de soledad y lejanía. Ni siquiera hacen falta temblores, tan frecuentes aquí, para que se te desencuadernen las visagras y se descoloquen los refuerzos que vas colocando en las grietas del alma. Pero hoy no es día de lágrimas y suspiros. Hoy no toca. Es el día de las madres. Y hasta ella volaron mis pensamientos.
La Salo. ¿Qué estaría haciendo en aquel momento? Bueno, lo que es seguro es que estaría en casa, seguramente con varios hijos o nietos. Con tanta celebración aquí del día de las madres, yo casi no tuve tiempo de felicitarle. Tuve que llamarla de víspera porque el domingo estaría viajando cara a Chile. Ella lo entendió, o eso creo. Pero a mí me dejó fastidiado esa mala coincidencia. Después de tantas visitas durante los últimos meses para atender a papá, uno se acostumbra y siente más la ausencia.
Pues ya ves, mami. No pude celebrar como me hubiera gustado el día de la madre, pero lo he tenido repetido aquí en Chile, una semana después. Y esas cosas se viven de forma parecida allí y aquí. Sólo que aquí, los hijos han podido sacar a sus madres a comer y les han regalado una rosa en el restaurante. Lo mismo que, supongo, hicieron mis hermanos el domingo pasado contigo. Yo me he tenido que contentar con pensar en ti mientras observaba curioso cómo festejaban otros hijos el privilegio de poder celebrar este día con sus madres. Todo se andará. Me reservo ese placer para dentro de unos días. Un beso muy fuerte desde este otro Santiago, a diez mil y pico kilómetros del mío. Un beso, mamá.

domingo, mayo 02, 2010

Chile y la naranja


Dicen que la única forma de recobrar la normalidad es volviendo a ella. Finiquitar el estado de excepción (donde todo suena y sabe distinto, donde te permites sentirte en un estado especial y los demás también te ven raro) y recuperar la vida cotidiana. Cerrar los paréntesis y seguir con la narrativa habitual. A veces asusta. Otras te sientes como culpable por cerrar un capítulo que supones deberías mantener abierto y por sufrir menos de lo que deberías sufrir. Uno ya entiende que eso llegará en su momento. Lo difícil es averiguar cuándo llegó. En fin, malos rollos para espíritus diletantes.
El caso es que decidí que no podía mantener más tiempo el stand by profesional. Entre otras cosas porque lo único que conseguía era ir aplazando las cosas y abusar de la generosidad de quienes me las habían encargado. Al final tendría que poner otras fechas y ocupar otros tiempos de los que quizás no dispondría. Y ahí viene Chile.
Ya había acordado hace meses un par de compromisos con universidades chilenas. Una semana con la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile y otra con la Universidad Central. En ambos casos como asesor internacional en sus proyectos MECESUP para el rediseño de sus Planes de Estudio. Había suprimido el viaje por la enfermedad de mi padre porque por nada del mundo hubiera querido que le pasara algo estando yo fuera. Pero desgraciadamente nos dejó antes e incluso fue generoso dejándome un par de semanas intermedias para renovar el ánimo. No tenía sentido aplazar más el viaje. Así que les pedí que reprogramaran las actividades. La gente es buena y accedieron. Y, como sucede siempre, llegó el día y ahí me tienes de nuevo en la T4 de Barajas recuperando viejas sensaciones. Mis amigos no se lo creerán, pero llevaba sin viajar (viajes largos) desde Noviembre.
Aún no me lo explico pero tenía tan mal planificado el viaje que me chupé 5 horas en el aeropuerto. Menos mal que fueron en la sala VIP y eso lo hace más entretenido. Y eso que mis propósitos de normalidad se rompieron a media tarde cuando pasando delante de la sala de la TV vi que echaban una de Paco Martínez Soria. A tomar por el saco las emociones. Ése era un espacio que yo compartía con mi padre. Lo llamaba siempre que ponían alguna y cuando estaba con él nos encantaba verlas y reírnos juntos. Allí me quedé imaginándolo a mi lado y entremezclando sonrisas y lágrimas. Supongo que cosas de éstas, recuerdos que se te cruzan, imágenes, situaciones vividas juntos nos rondarán por mucho tiempo. Aún es pronto y esos recuerdos te lo remueven todo. Son momentos en los que la pérdida se te hace tan patente, tan física que te duele todo.
Cuando acabó me fui a cenar y después a ver el partido del Barça contra en Villarreal. Había mucho catalán en la sala, así que se organizó un buen jolgorio a medida que iban cayendo inmisericordes los goles blaugranas. Y de allí, al avión pues ya estaban embarcando.
El viaje fue bien. Aunque me tuvieron en vilo hasta el último minuto, cuando ya entraba resignado a mi asiento en turista, la azafata me dijo que me ofrecían un upgrade a Bussiness. No le di un beso por timidez, pero no pude evitar un salto de alegría. “Esto empieza bien”, pensé para mí. Y fue bien. Como ya había cenado en la sala VIP apenas probé nada de lo que nos dieron. Vi una peliculilla mediocre y traté de dormir toda la noche. No pude, claro. Ni con pastilla, pero tampoco fue desagradable. Simplemente se trataba de ir dejando pasar las horas, que son muchas. La leche de horas, unas 14. Vi que la información del vuelo decía que habíamos recorrido 10.700 Km. La leche.
Llegamos al aeropuerto de Santiago de Chile 10 aviones internacionales en el plazo de una hora. Así que aquello era un mundo para pasar la policía. 45 minutos de esa cola infinita en zigzag que ponen ahora. Pero también pasó, es cuestión de paciencia. Fue gracioso porque había como una docena de cabinas de policías atendiendo los pasaportes. Y un funcionario indicando a cuál debías ir. Y lo estaban volviendo loco la gente de la fila. “la cinco está libre”; “la doce está llamado”: “oiga, la tres, es que está ciego”. El tipo empezó a cabrearse: “hagan el favor, déjenme a mí”. Pero ni por esas, sobre todo los chilenos. Se las estaban haciendo pasar canutas. “A un guardia civil, podríamos hacerle eso”, pensaba yo para mí.
Pero ahí acabó la felicidad del viaje. Pasé el control de pasaportes, recogí mi maleta y corrí raudo a pasar la aduana y encontrarme con Carlos Moya que me esperaba fuera. ¡Y un huevo de pato! En Chile están obsesionados con su agricultura y ganadería. Y te escanean las maletas para ver si llevas productos alimenticios o animales. Yo metí las mías y pasé tranquilo. ¿Quién me lo iba a decir? “Eh, usted, me llamó el policía. ¿Esta maleta es suya?”. Era mi trole. “¿Me podría usted enseñar su papel de aduana?”. Era el que nos habían dado en el avión donde te preguntaban si traías dinero, comida, frutas, hortalizas. Siempre pongo que no a todo, claro. “Está sin firmar, me dijo”. Y generosamente me dio su bolígrafo para que firmara. Después abrió la maletita y, ¡santo cielo!, allí estaba mi naranja. La había cogido en la sala VIP, pensando que iría en turista, para refrescarme un poco la boca a media noche. Luego al ir en Bussiness me olvidé totalmente de ella. El tipo me la enseñó triunfante. “Trae usted una naranja”. “¡Es verdad!, confesé. Me había olvidado totalmente de ella. Puede quedársela”. “Pero usted ha firmado este papel diciendo que no trae frutas. Este es un documento oficial del Gobierno de Chile. Ha firmado en falso!” No nos volvamos locos, pensé para mí. El tipo me estaba medio acusando de perjurio. ¡Por una puta naranja! Ni siquiera era “frutas”, en plural, como decía el papel. Pues no hubo tu tía. Me pidió el pasaporte. Tiene que acompañarme, me dijo, como si hubiera encontrado un alijo de droga. Me llevó a un rincón. Sacó unos documentos de una carpeta e inició la apertura de un expediente con mis datos, el momentos, el vuelo, la cinta, todo. Muy concienzuda la recopilación de evidencias. Incluso pesó la naranja: 0,22 Kg. Y me la leyó. No añadió aquello de que tiene usted derecho a guardar silencio y hablar solo en presencia de un abogado, pero se lo había tomado tan en serio que no me hubiera extrañado nada. “Espere en ese banco y enseguida le llamarán”. Metió la naranja y su atestado en una bolsita y se la llevó a la oficina. Yo me senté en el banco y esperé.
Me llamaron a los 20 minutos y pasé a un cuartucho con varias mesitas y ordenadores. Se hizo cargo de mi caso un policía joven. Muy atento. Me saludó, me dijo su nombre y me enseñó su placa para que lo comprobara. “Discúlpeme unos minutos mientras compruebo unos datos en el computador y enseguida comenzamos”. Sonaba bien, pero la situación seguía siendo esperpéntica. A todas estas vi que en otra mesa se estaban ensañando con una señora. Mi fijé un poco más y vi que en la bolsita de las evidencias, la funcionaria tenía una mandarina pequeña. “Uf!, pensé, si a ésa por una mandarina ridícula la tratan así, ya verás el sarao que me montan por una naranja”. Al poco el funcionario comenzó a explicarme si entendía por qué estaba allí. Le dije que entender entendía pero que me parecía ridículo. “¡Por una puta naranja!”, le dije. “Una naranja, me dijo él, lo demás sobra, que yo le estoy tratando a usted con respeto”. No se podía decir puta allí, me aclaró. Le pedí disculpas. Pero seguimos discutiendo. Yo no entendía que pudieran perder tanto su tiempo y el mía por una naranja. Ni sé la cantidad de papeles que hizo: la denuncia, el certificado de evidencias, el reconocimiento del requisamiento, la autorización de la destrucción de lo requisado. Y todo por duplicado con sus fotocopias y la doble firma, la suya y la mía. Otra media hora. Discutí mucho, la verdad, pero no merecía la pena. El estaba haciendo su papel. Y al final, hasta me perdonó la multa. Puso en la denuncia que llevaba la fruta por olvido y que no lo hice con mala intención. “No hable de esto fuera”, me dijo. La legislación ordena poner multas que van de los 250 dólares a los 1200. Tenga más cuidado la próxima vez porque no se librará. “Voy a tener que darle las gracias”, pensé confundido. Así lo hice y me escapé sin mirar atrás porque me podía perder la cara de cabreo.
Allí encontré a Carlos esperándome. Desesperado también él y pensando que ya me había ido. Menos mal que se rió y me contó aventuras similares de otros profesores a los que había ido a esperar. A uno le habían quitado medio kilo de jamón de jabugo que le traía. “Pero no creo que lo destruyeran como le hicieron firmar”, aseguró.
De allí al hotel. Una duchita reparadora y una media siesta para recuperar fuerzas. Pero al rato me despertó un terremoto. La habitación comenzó a moverse como si estuviera en un barco. Me quedé más perplejo que asustado (al final, aquello se parecía al avión donde también estás tumbado y también se mueve, a veces mucho). Pero el movimiento seguía y seguía. Era como un columpio que iba para adelante y para atrás.. Dudé si levantarme y salir corriendo pero oía que los coches y autobuses seguían pasando por la calle Apoquindo. Así que decidí que tampoco yo me dejaría asustar. Seguí en la cama y la cosa volvió a la normalidad. Luego cuando salía a la calle se lo comenté al recepcionista. Sí, me dijo, pero fue sólo un temblor. Usted lo notó más porque está en el séptimo piso. Luego en la radió oí que hablaban de que el epicentro había estado en una ciudad al sur de Santiago y que se habían caído algunas casas. Pero no parecían darle demasiada importancia. Creo que es bastante habitual en los últimos meses.
En fin, llevo sólo unas horas en Chile y ya han estado a punto de multarme (¡por una puta naranja!) y he vivido un miniterremoto. Esto es entrar en situación de golpe. Ya empiezo a estar preocupado por las sorpresas que me pueda deparar la semana que entra.