Ya van algunos días sin escribir. Y no por no tener noticias. Muchas que contar de Chile, aunque la mayor parte de ellas profesionales (no sé si eso les quita o añade interés). Otras más personales, con momentos de melancolía y agobio personal. Pero en fin, aunque comenzó mal con la historia de la “puta naranja”, acabó bastante bien. Agotado, como suele ser habitual en este tipo de viajes. Pero la gente chilena es cordial y amigable y eso lo hace todo más fácil.
Interesante fue el regreso.
Todo un personaje. El tipo medía en torno a los dos metros. Todo de rojo, de arriba abajo. Yo lo había visto en los pasillos del aeropuerto de Santiago de Chile y tuve la impresión de ver a uno de esos pirados que uno se encuentra de vez en cuando. Pero no pude por menos de quedarme mirándolo, como todos con cuantos se cruzaba. Alto, fuerte, con cabello blanco recogido en una coleta, barba blanca amplia. Una túnica roja que lo cubría de arriba abajo. Y cruzándole el pecho una especie de beca ocre de esas que suelen ponerse los colegiales o los graduados americanos en el acto de la graduación. Si hubiera abierto los brazos en cruz, parecería uno de esos Cristos que aparecen en las cumbres de las montañas. Luego lo perdí de vista.
Cuando llegó la hora del embarque, todo fue bastante embarullado como de costumbre. Gente que se pone desde mucho tiempo antes en la fila pero que luego no puede pasar hasta el final, con lo cual colapsa la entrada. Esta vez había tenido suerte y pude conseguir un up-rate con puntos, así que pude entrar de los primeros a Bussiness. Iba delante de mí un coreano bastante agoiro, de esos que hacen gimnasia en cada sitio y van muy preocupados por su trabajo. Me pareció que llevaba mi misma fila y una letra contigua a la mía en su billete. Mal asunto, me dije, me va a tocar de compañero este coreano: comerá, dorimrá, hará ejercicios bucales y gimnasia de esa seca. Total toda la noche en danza.
Interesante fue el regreso.
Todo un personaje. El tipo medía en torno a los dos metros. Todo de rojo, de arriba abajo. Yo lo había visto en los pasillos del aeropuerto de Santiago de Chile y tuve la impresión de ver a uno de esos pirados que uno se encuentra de vez en cuando. Pero no pude por menos de quedarme mirándolo, como todos con cuantos se cruzaba. Alto, fuerte, con cabello blanco recogido en una coleta, barba blanca amplia. Una túnica roja que lo cubría de arriba abajo. Y cruzándole el pecho una especie de beca ocre de esas que suelen ponerse los colegiales o los graduados americanos en el acto de la graduación. Si hubiera abierto los brazos en cruz, parecería uno de esos Cristos que aparecen en las cumbres de las montañas. Luego lo perdí de vista.
Cuando llegó la hora del embarque, todo fue bastante embarullado como de costumbre. Gente que se pone desde mucho tiempo antes en la fila pero que luego no puede pasar hasta el final, con lo cual colapsa la entrada. Esta vez había tenido suerte y pude conseguir un up-rate con puntos, así que pude entrar de los primeros a Bussiness. Iba delante de mí un coreano bastante agoiro, de esos que hacen gimnasia en cada sitio y van muy preocupados por su trabajo. Me pareció que llevaba mi misma fila y una letra contigua a la mía en su billete. Mal asunto, me dije, me va a tocar de compañero este coreano: comerá, dorimrá, hará ejercicios bucales y gimnasia de esa seca. Total toda la noche en danza.
Pero no, hete aquí que quien se sienta a mi lado es el Cristo de rojo. Primero pensé que aquello iba a ser un agobio (a saber qué lengua hablaba o hasta donde llegaba su locura andando de aquellas pintas). Además era grande de cojones. Pero bueno, en preferente se va bien para estos viajes largos. Nos sentamos y cada uno se dedicó a lo suyo. Así hasta que nos trajeron la comida. Para entonces yo ya sabía que hablaba español pues lo había oído dirigirse a las azafatas que estaban alucinadas con él. También que era vegetariano: no comía nada que viniera de animales, así que tuvieron su pequeña dificultad para atenderle aunque le traían menú vegetariano. Pero para entonces ya habíamos acoplado nuestros ritmos y no fue difícil preguntarle si era chileno. Me dijo que sí pero que vivía en Portugal, en Obidos. Hombre yo conozco mucho eso, le dije. A veces me alojan ahí cuando voy a las Facultad de Motricidad Humana. Ya habíamos roto el hielo. La cosa iba mejor.
Aunque nunca creí que me atreviera hacerlo, la pregunta se me fue de las manos. Oiga, ¿significa algo esa ropa que lleva? Sí me dijo, yo soy sacerdote budista. Ah!, carajo, los budistas van de rojo. No lo sabía, la verdad. Pero la cosa no paró ahí. Además de sacerdote budista, el tipo me contó que era sacerdote Maya, chamán y sanador. Y alguna cosa más que ya no acerté a descifrar. Impresionante, pensé para mí. Luego me confundió un poco porque me dijo que también era economista y que en su otra vida había sido gran personaje del Banco Mundial y Embajador de Chile. Él no bebía (también les dijo a las azafatas que había sido alcohólico, pero eso no se lo creí) yo sí. De forma que las dificultades para entender las cosas venían, sobre todo de mí. Me lo estaba poniendo difícil. Yo le decía que sí a todo, por supuesto. Y, a la postre, resultó que todo aquello era verdad. Aquello y mucho más. Me habló de su año en el Tibet formándose con una maestra tibetana y su otro año en tierra Maya (tuve gran suerte pues los chamanes mayas no enseñan sus técnicas a quienes no son mayas, pero me cogió un momento de apertura y pude formarme). Pero además, iba mencionando cosas chocantes, sus grandes conferencias ante los gobernantes de países, su estancia en el Vaticano hablando ante prelados y cardenales, su mensaje en la ONU. Llegó un momento en que me perdí. Hasta creo que cogí una medio borrachera porque eltío me tenía en vilo ante tanta sorpresa que yo intentaba calmar a base de Campillo que las azafatas traían generosas.
Hablamos de lo divino y lo humano (era lo propio en aquellas circunstancias), incluso le conté cosas que le gustaron mucho, aunque, obviamente el tema era él. Como buen gurú, tenía el narciso muy desarrollado. Pero resultaba simpático.
Y, a medida que avanzaba la charla y la tarde de vuelo, yo me iba haciendo una ligera idea del personaje. Había trabajado en el Banco Mundial como economista. Y debió llegar a tener altas responsabilidades en la organización. Al final, según contaba, lo echaron porque no apoyó algunas medidas favorables a China, pero resultó que su jefe era chino, así que lo botó. Y se dio a la religión, a las religiones. Y fue pasando por varias de ellas. Se había formado en los Jesuitas, pero no le gustó el elitismo de sus colegios. Luego debió pasar por otras, hasta recaer en el budismo y completar su itinerario en el chamanismo azteca. Todo un recorrido vital.
Y todo lo demás es cierto. Se llama Alfredo Sfeir-Younis, chileno de origen libanés. Resulta ser uno de esos gurús que predican la paz mundial. Lo suyo se denomina silentpeacemeditation y va recorriendo el mundo dando sus prédicas. Pero sin intentar hacer de misionero, me confesó en la larga charla que tuvimos. Fue un viaje interesante. Ojalá se me haya pegado algo de su sabiduría, que seguro que la tiene a raudales. Y yo que sospechaba de él… ¡qué atrevida es la ignorancia!.
Aunque nunca creí que me atreviera hacerlo, la pregunta se me fue de las manos. Oiga, ¿significa algo esa ropa que lleva? Sí me dijo, yo soy sacerdote budista. Ah!, carajo, los budistas van de rojo. No lo sabía, la verdad. Pero la cosa no paró ahí. Además de sacerdote budista, el tipo me contó que era sacerdote Maya, chamán y sanador. Y alguna cosa más que ya no acerté a descifrar. Impresionante, pensé para mí. Luego me confundió un poco porque me dijo que también era economista y que en su otra vida había sido gran personaje del Banco Mundial y Embajador de Chile. Él no bebía (también les dijo a las azafatas que había sido alcohólico, pero eso no se lo creí) yo sí. De forma que las dificultades para entender las cosas venían, sobre todo de mí. Me lo estaba poniendo difícil. Yo le decía que sí a todo, por supuesto. Y, a la postre, resultó que todo aquello era verdad. Aquello y mucho más. Me habló de su año en el Tibet formándose con una maestra tibetana y su otro año en tierra Maya (tuve gran suerte pues los chamanes mayas no enseñan sus técnicas a quienes no son mayas, pero me cogió un momento de apertura y pude formarme). Pero además, iba mencionando cosas chocantes, sus grandes conferencias ante los gobernantes de países, su estancia en el Vaticano hablando ante prelados y cardenales, su mensaje en la ONU. Llegó un momento en que me perdí. Hasta creo que cogí una medio borrachera porque eltío me tenía en vilo ante tanta sorpresa que yo intentaba calmar a base de Campillo que las azafatas traían generosas.
Hablamos de lo divino y lo humano (era lo propio en aquellas circunstancias), incluso le conté cosas que le gustaron mucho, aunque, obviamente el tema era él. Como buen gurú, tenía el narciso muy desarrollado. Pero resultaba simpático.
Y, a medida que avanzaba la charla y la tarde de vuelo, yo me iba haciendo una ligera idea del personaje. Había trabajado en el Banco Mundial como economista. Y debió llegar a tener altas responsabilidades en la organización. Al final, según contaba, lo echaron porque no apoyó algunas medidas favorables a China, pero resultó que su jefe era chino, así que lo botó. Y se dio a la religión, a las religiones. Y fue pasando por varias de ellas. Se había formado en los Jesuitas, pero no le gustó el elitismo de sus colegios. Luego debió pasar por otras, hasta recaer en el budismo y completar su itinerario en el chamanismo azteca. Todo un recorrido vital.
Y todo lo demás es cierto. Se llama Alfredo Sfeir-Younis, chileno de origen libanés. Resulta ser uno de esos gurús que predican la paz mundial. Lo suyo se denomina silentpeacemeditation y va recorriendo el mundo dando sus prédicas. Pero sin intentar hacer de misionero, me confesó en la larga charla que tuvimos. Fue un viaje interesante. Ojalá se me haya pegado algo de su sabiduría, que seguro que la tiene a raudales. Y yo que sospechaba de él… ¡qué atrevida es la ignorancia!.
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