miércoles, mayo 26, 2010

El Orfeón Donostiarra.




Eso fue, un inmenso placer de los sentidos, una pasada, una tromba de sonidos vibrantes y cadenciosos que te transportaban a una especie de cielo sonoro. Una maravilla.
Actuaron ayer en el Auditorio de Zaragoza que aportó al espectáculo su propia dosis de grandiosidad. No lo conocía, pero merece la pena. Forma parte de esa arquitectura sorprendente llena de volúmenes y espacios, con infinitas aristas y salientes tanto en el techo como en los graderíos. Si lo miras en su conjunto se asemejan a un juego de múltiples cascadas verticales y multicolores en forma de reservados en los que grupos de personas se superponen para no perder detalle del escenario. Pero el sonido es perfecto y la visión también lo es. No corres el riego de que se siente delante de ti alguien más alto o con más pelambrera y tengas que andar en permanente trajín buscando el hueco que deja su posición.
El concierto corría a cargo de la Staatskapelle Weimar que según señala su propaganda es una de las orquestas sinfónicas más antiguas del mundo. Fundada en 1491, ¡qué cosa!, un año antes de que Colón llegara a América ya existía la sinfónica. Contó entre sus valedores a Liszt que le dio relieve internacional y a Richard Strauss. Las guerras mundiales la llevaron casi a desaparecer pero enseguida surgió de sus cenizas y ha vuelto a ser una de las mejores orquestas de Alemania. Bajo la batuta de Leopold Hager, nos ofrecieron la Sinfonía nº 1 de Schubert y el Himno de alabanza (Sinfonía-Cantata nº 29 de Mendelssohn.
Y fue en la cantata donde participó el Orfeón. Impresionaba verlos salir, primero los hombres de negro, muchísimos y después las mujeres de un blanco impoluto, como si fueran vestales en un templo griego. Y el conjunto, espectacular. O sea, que el primer placer que uno siente es un placer visual y estético contemplando a un grupo tan inmenso de cantantes en un cuadro blanco y negro de cuatro filas abigarradas.
En la cantata participaron consecutivamente una soprano, un tenor y una mezzosoprano. Estuvieron bien, pero los momentos espectaculares se iniciaban cada vez que a un suave gesto del director el coro se ponía en pié (85 personas, 39 mujeres y 46 hombres) en bloque y empezaban a cantar. Allegros, moderatos, andantes, animatos iban sucediéndose en una secuencia intensa que uno desearía que no acabara nunca. ¡Qué cosa, los coros! Te meten en cuerpo y alma en una oleada de sonido que a veces es como un viento suave y otras como un tornado que te arrebata. En algunos momentos se te ponían los pelos de punta. Me acordé de mi hijo que, cuando era pequeño, en Florencia y arrobado por las maravillas que íbamos viendo me preguntó, “oye papá, cuál es esa palabra para decir que no se tienen palabras para decirlo”. Indecible, le dije. Pues así fue esa segunda parte del concierto de Zaragoza, inenarrable. No es fácil explicar cómo te hace sentir un coro cuando interpreta esas músicas potentes de las cantatas. Regresé al hotel en pleno éxtasis.

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