Eso es lo que ha sucedido este fin de semana pasado. Mucha lágrima.
Me había ido a Pamplona para aprovechar, como hacemos siempre que tenemos oportunidad, para reunirnos toda la familia. Lo que no es fácil. Pero venía desde México nuestro hermano Rafael y era motivo más que suficiente.
El viernes la cosa estuvo tranquila. Es un decir, porque a Rafa le dejaron tirado en París. Venía a Pamplona con Air France vía París para enlazar a Bilbao y desde allí a casa. Hasta París todo fue bien, pero allí la compañía que lo debía trasladar a Bilbao canceló el vuelo. Esas cosas incomprensibles de la aviación (ya se ve que en todas partes cuecen habas). Los embarcaron, los tuvieron casi una hora en el avión y después les mandaron bajar porque la empresa que debía suministrarles el fuel estaba en huelga y no se lo sirvió. Y ni cortos ni perezosos cancelaron el vuelo. Y a reclamar al maestro armero. Para llorar, vamos. Pero como mi hermano es duro y decidido, en lugar de hacerlo, los mandó a freír buñuelos y alquiló un coche. Total que toda la noche viajando. Y en casa, las lógicas dudas sobre qué tal les iría en esa aventura milkilométrica. Pero todo fue bien.
El sábado visitica rápida al cementerio en Tafalla y comida familiar en el Zubiondo de Huarte. Buena elección y una excelente carne. Después, tarde tranquila en casa recuperando las emociones del chinchón, que es como una terapia para mi madre.
¿Y las lágrimas del título? Llegaron el domingo, como esas tormentas veraniegas llenas de furia. El primero en caer fui yo mismo. A veces sucede. Veo a mi padre en la fotografía del salón con su mirada serena y alegre como invitándote a sentarte junto a él. Y surgen enseguida las riadas de emoción como esas trombas de agua que en aquel mismo momento anegaban a nuestros vecinos del País Vasco. Son tormentas rápidas e intensas. Emotivas aunque no dolorosas. Son otra forma de encontrarte con los recuerdos, con la soledad sobrevenida, con lo que él era y significaba para ti. En fin, luego pasa.
Pero las lágrimas no acabaron ahí. Luego aparecieron en la Misa. El evangelio del día hablaba de la Magdalena que irrumpió en el comedor del fariseo que había invitado a comer a Jesús. Ella lloraba y con sus lágrimas enjuagaba y acariciaba los pies del Señor y luego le ponía perfumes. Bueno, el relato bíblico es bien conocido. Más curiosa fue la interpretación del párroco. Ya me pareció un tipo bastante especial cuando nada más salir de la sacristía entonó un cántico de entrada y como no le gustó cómo cantaban los asistentes mandó parar y les (nos) echó una bronca de padre y muy señor mío. Que no podía ser, que allí se cantaba y si no cantábamos nos podíamos ir a otra Iglesia. Todo en un tono bronco y desabrido. Mal comienzo, pensé. Y luego llegó el evangelio y después su homilía. Por extraños vericuetos llevó el tema a que debemos besarnos y abrazarnos. Que es eso lo que quiere el Señor. Aunque algunos curas y monjas os digan lo contrario, insistía una y otra vez. Supongo que se refería al Opus. Pero suena raro oírselo decir a un cura en plena homilía.
Las lágrimas siguieron por la tarde, aunque éstas ya venías de atrás. Lágrimas de ruptura emocional, de desconsuelo infinito. ¡Qué difícil es romper una relación! Y lo fastidioso es que sufre más quien más se ha entregado, quien más expectativas se ha hecho. De eso viene pérdida: es la frustración y desconcierto que produce la inutilidad de lo mucho que has dado. Y eso duele de carajo. Caes en el pozo de tus propios temores y malos presagios (si esto ha salido mal, nada me garantiza que otras experiencias puedan salir bien), capoteas en un oleaje que eres incapaz de controlar y tragas tanta angustia que sientes ahogarte, te revuelves una y otra vez en los mismos pensamientos (qué he hecho mal, por qué me pasa esto a mí, qué voy a hacer ahora). En fin, una locura. Y tú lo ves desde fuera y no puedes hacer nada. Sólo callar. Y esperar a que escampe. Y mostrar un poco empatía. Total, nada. Tiritas para quien se está desangrando.
Muchas lágrimas, ya digo. Pero la cosa no acaba ahí. Porque resulta que el libro que estoy leyendo va también de eso. El camino de las lágrimas, de Jorge Bucay. Es un libro de esos de “autoayuda” que me regalaron con la sana intención de que cumpliera, justamente, esa misión. Jorge Bucay, un autor de eso que ahora se llaman bestsellers, ha escrito, entre otras muchas cosas, una cuatrilogía (¿se dice así, no?: tres libros, trilogía; cuatro libros, cuatrilogía). Dice él que las personas hemos necesariamente de transitar por 4 caminos y a cada uno de ellos le ha dedicado un libro. El primero es el camino de la Autodependencia (que nos llevará a aceptarnos y a asumir el compromiso de ser nosotros mismos). El segundo es el camino del Encuentro (descubrir al otro, incluyendo el amor y el sexo). El tercero es el camino de las Lágrimas que fue el que me regalaron a mí (va sobre la superación de las pérdidas y los duelos). Y el cuarto es el camino de la Felicidad (que nos llevará a la plenitud y a dar sentido a nuestra vida). No está mal como esquema.
Pero, a lo que se ve, yo estoy en el camino de las lágrimas, intentando gestionar esa cosa del duelo. No es un camino fácil de recorrer y no creo que el libro pueda ayudarme mucho, pero tiene cosas curiosas. Algún día las comentaré. De momento, no sé si avanzo mucho o poco por ese sendero, pero por falta de lágrimas no será. Al menos, este domingo ha sido un auténtico aguacero.
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