miércoles, noviembre 09, 2022

CRÓNICAS DEL CARIBE-1-



Después de parecer, durante muchos meses, que aún quedaban lejos las fechas del Congreso (nuestro duodécimo CIDU, el famoso congreso de docencia universitaria), pues resultó que se nos echaron encima. Octubre que se prometía mes largo, se fue achicando, achicando y, casi sin darnos cuenta, llegó el 27 que era la fecha marcada para la partida.

Los días anteriores a viajes largos son, casi siempre, días de desazón. Siempre te queda la impresión de que te olvidas de algo, le das vueltas y vueltas a la cabeza organizando la ropa. Esta vez la tarea no era tanta, la verdad, pues si algo estaba fuera de cualquier duda razonable era que en la República Dominicana iba a hacer mucho calor; pero ni siquiera ese dato tranquilizaba pues, para que no faltara entropía en esa fácil quiniela, ya nos advirtieron que el calor era fuera de los espacios cerrados porque dentro te helabas por el aire acondicionado que siempre está muy alto. Total, que a pensar de nuevo cómo meter en la maleta ya llena todo lo referido al capítulo del frío. Y en el entretanto, el calendario fue pasando páginas y la víspera llegó.

Hubo que ajustar de víspera el taxi porque últimamente andan un poco desbordados y la precaución salió bien pues allí estaba a la hora acordada. Los trámites del aeropuerto resultaron sencillos de puro conocidos, salvo unas cremas que descubrieron en la maleta de Elvira que se había saltado la exigencia de meterlas en su bolsita transparente. Pecado venial, en cualquier caso. Y en cuatro patadas ya estábamos dentro. Vuelo tranquilo de Santiago a Madrid, muy bien llevado por una comandante a la que debimos haberle aplaudido al llegar porque hizo un aterrizaje fantástico, ningún golpe sobre el suelo, ninguna frenada, todo suave y sencillo.

Dicen que los aeropuertos causan más estrés que los propios vuelos y creo que es cierto. Llegamos con retraso a Madrid (la maldita congestión de tráfico aéreo que se ha hecho ya estructural y te obliga a dar vueltas y más vueltas sobre el destino: media hora nos llevó esta vez, lo que para un vuelo de una hora es muy excesivo). Hubo momentos en que pensé que perderíamos el vuelo trasatlántico. Pero no, llegamos. Fuimos rápidos por la sala (los vuelos que llegan desde Santiago tiene el sambenito de que siempre los desembarcos se hacen en las últimas puertas de la terminal, así que te toca recorrerla entera) y tuvimos suerte con el trenecillo que estaba saliendo cuando llegamos. El control de pasaportes se ha tecnificado mucho y aunque tienes que aguantar colas infinitas todo va muy rápido (al menos en la cola de los europeos). Las máquinas siempre te dan el disgusto de que les cuesta reconocerte, pero con un poco de paciencia y alguna desesperación la cosa va corriendo.

De todas formas, pese a las prisas, llegamos con el embarque avanzado, pero como en mi caso vamos armados de una tarjeta platino, entramos de corrido y ocupamos nuestros asientos de primera fila con agrado. Por cierto, por allí apareció la sobrecargo del vuelo para saludarme y darme la bienvenida de parte de toda la tripulación, para agradecerme que fuera tan buen cliente y desde hace tanto tiempo. También lo había hecho la del vuelo de Santiago a Madrid (ella llevó el saludo más allá y me agasajó con un cafecito en mitad del vuelo). Vamos que vieron mi tarjeta de pasajero frecuente y la compañía les ha encargado que tengan ese detalle. Ya poco me van a durar estos mimos, porque calculo que la perderé en la próxima renovación. El vuelo fue muy tranquilo y hasta se me hizo corto: comida, sueñecito, película, pequeñas charlitas con Felipe y Elisa y ocho horas y pico después de embarcar, estábamos ya en Santo Domingo.  

 Desembarco tranquilo (éramos los primeros); revisión de pasaportes rápida y algo accidentada pues resulta que yo había hecho el QR que exigen con un dato de mi pasaporte equivocado (equivoqué una O con un cero, ese maldito dilema que uno tiene siempre que van juntos números y letras) y el sistema se lo rechazó. Primero me quería mandar a que lo rehiciera en un ordenador de la sala de inmigración, pero luego se compadeció y me lo hizo ella misma. Así que finalmente todo fue bien, aunque ya sé que tengo que rehacerlo antes de regresar a España.

Nos esperaba un taxista que habíamos apalabrado por consejo de otro profesor que lo había utilizado en sus viajes de la R.D. Un tío simpático y amable. Y lento conduciendo, también. Ya me había advertido mientras esperábamos a Felipe y Elisa que estaban a la espera de sus maletas, que él nunca pasaba de cien (y creo que exageró pues más parecía que le tenía cariño al 80 y de ahí no pasaba).

De todas formas, lo peor fue ese complemento final que se añadió a nuestro viaje. Llegas al aeropuerto internacional después de muchas horas de viaje (habíamos salido de Santiago de Compostela a las 9 de la mañana y llegamos a Santo Domingo sobre nuestras 10 de la noche, o sea trece horas de trajín) y piensas que “bueno, ya está; ha sido duro, pero ya hemos llegado bien y enteros”. Y resulta que no, que aún te quedan otras dos horas y media de transporte por carretera. Se hacen insufribles. Y en nuestro caso, tampoco resultó relajante la forma de conducir de los dominicanos. A nuestro conductor (y por lo que fuimos viendo, a otros muchos) le gustaba afincarse en el carril de la izquierda, y seguir en él a su ritmo. Los coches le iban adelantando por la derecha, a veces con no poco riesgo, pues le adelantaban por la derecha pero debían retornar de inmediato a la izquierda porque se topaban con otro vehículo más lento delante en su carril. Y así con ese vaivén constante fuimos avanzando lentísimos cara a la costa. Por el camino fuimos cruzando nombres de lugares con resonancias musicales como San Pedro de Macorís (“ponme la mano aquí macorina”, de Chavela Vargas y otras de Juan Luis Guerra); y otros con resonancias a lugares de ensueño para los ricos (ocultos entre la floresta estaban, nos dijeron, las grandes mansiones d Julio Iglesias, de Messi, de grandes de las finanzas). Fue un avance lento y tortuoso pero, al final, llegamos. Una alegría, la de la llegada, solo tibia pues fue llegar a Punta Cana y entrar en atascos enormes de coches que se movían a cuenta gotas. Demasiado suplicio para unos pobres turistas que solo querían llegar y tumbarse en algo blando. Y si el tráfico no nos mató del todo, aun nos quedaba la aventura de encontrar el hotel, ya de noche y en un mar de hoteles. San Google nos apoyó en ese trance final, pero ni siquiera con su ayuda la cosa resultó fácil. Y conste que no buscábamos un hostal de mala muerte, teníamos reserva en el Meliá Punta Cana, pero ni por esas. Tras no pocas preguntas a gente y las consiguientes “de la vuelta, por favor” de nuestro GPS, dimos con el Meliá, pero como lo nuestra iba de aventura desde el primer día pues descubrimos que el Meliá es como una trinidad hotelera: son tres hoteles en uno, pero cada uno con su sistema. Y resultó que ni el primero en el que entramos, ni el segundo al que llegamos después confiados eran los nuestros. Así que, por descarte llegamos al tercero. ¡Llegamos!

El hotel nos pareció enorme y fantástico y eso sirvió para reconciliarnos con nosotros mismos y resetear nuestro sistema para entrar con buen pie en estos cuatro días que pasaremos aquí.

Nos tomaron los datos, nos cobraron por adelantado, nos pusieron la cinta en la muñeca (esto es un resort de todo incluido) y pasamos a formar parte de la clientela de hotel. Mucha gente… Cena tranquila antes de ir a la habitación, carricoche hasta la villa nº 5, exploración de la habitación, duchita reparadora después de casi 24 horas danzando por el mundo y a la piltra antes de caer redondo de cansancio.

Un viaje largo y sin novedades más allá del cansancio acumulado y de la tensión generada por el caos del tráfico. O sea, bien.