martes, diciembre 25, 2007

La Navidad.


Leí, hace unos días, una de esas frases que vienen bien para describir cómo algunos vivimos estos días. “La Navidad, decía, no es una fecha, es un sentimiento”. Un sentimiento que tiene que ver, sobre todo, con la familia y con la infancia. Un sentimiento positivo, cabe añadir, y fuerte, por necesidad. De otra manera sería incapaz de superar los muchos prejuicios que se proyectan sobre estos días y sus circunstancias. Se ha hecho todo tan comercial, tan convencional, tan “obligatorio” que no me extraña que a bastante gente la navidad le ponga del hígado.

De todas formas son unos días muy especiales. Ninguna otra fecha del calendario tiene ni la mitad del encanto y la magia de ésta. Y cuando hay niños pequeños todo se hace mucho más natural. Ellos son la magia y el centro de todo cuanto acontece. Quizás sea su asombro ante tantos estímulos nuevos (las luces de colores en la ciudad, los regalos, la gente, la música) lo que despierta nuestro propio asombro y vuelve a avivar las llamas del niño/a que todos llevamos dentro.

Nuestro magos de este años han sido Roque y Almudena, año y poco el primero y 7 mesicos la segunda, dos criaturas preciosas que han celebrado con nosotros, por primera vez, su Navidad. Sonrientes o llorosos, espabilados o adormecidos, amigables o extrañones siempre están ahí y su presencia lo llena todo. Claro que las comidas y cenas se tornan más caóticas, mucha gente levantándose y moviéndose para atenderlos y todos pendientes de qué hacen en cada momento. Pero, así y todo, merece la pena. Hay algo en los niños pequeños, quizás su propia vulnerabilidad, que nos transforma, nos hace tiernos, disponibles, pacientes. Esas miradas profundas, esas sonrisas frescas, esa vitalidad agotadora, esa confianza infinita con que se acurrucan en tu colo, ese lenguaje de gestos y sonidos tan conmovedor… eso te penetra, te transforma. Da lo mismo cuáles sean tus problemas o tus comeduras de coco en ese momento, al final te desnudan de costras racionales y acabas entrando en cuerpo y alma en su juego tierno y acaparador. A mí me han dejado jugar a tío abuelo durante estos días. Y esos momentos con Roque han sido una experiencia maravillosa. Va a ser una Navidad inolvidable.

El cuñado cura, que es quien da el toque religioso al festejo familiar, nos ha explicado que “pascua” viene de paso, de tránsito. Como los solsticios de la naturaleza, pero con una mirada religiosa. Cada pascua es un tránsito de una época a otra, de un momento personal a otro. Y eso es lo hermoso de esta pascua, que es la pascua de la vida, del renacer. Como si el destino nos ofreciera cada año la oportunidad de resetear el periodo que cerramos (para eso hemos vivido antes el otoño y hemos ido despojándonos de las hojas viejas y de las escamas marchitas que habíamos ido acumulando) y abrir un nuevo momento más acorde con nuestros nuevos deseos y proyectos. Por eso estos días navideños se llenan de buenos propósitos. Y de eso se trata, de abrirse a nuevas posibilidades. Luego no cumpliremos la mitad de ellos, pero qué más da. Lo importante ahora es sentir que tenemos energía suficiente como para pensarnos renovados, como para ser capaces de aprovechar ese tránsito pascual para “imaginar” una imagen renovada de nosotros mismos. Como me ha escrito una amiga en su felicitación navideña:

Que nunca nos falte un sueño por el que luchar,

un proyecto que realizar,

algo que aprender,

un lugar a donde ir,

y alguien a quien querer ......


Feliz Navidad a todos.

sábado, diciembre 22, 2007

Querido Javier.


Querido hermano, ayer, por fín, pude acercarme al cementerio a hacerte una visitica. Ya me estaba tardando. Ya sé que los otros hermanos pasan por allí con una cierta frecuencia, pero para los que estamos lejos es más difícil. Y se echa mucho de menos. Pero ayer aproveché que paso unos días con los papás antes de las navidades, para bajar a Tafalla y pasar un rato contigo.

Cuando llegué vi un montón de coronas bajo tu nicho y me dije, ¡vaya, sí que duran las flores!, si ha pasado más de un mes. ¿O será que las reponen? Después me asombró que había una corona preciosa que decía “De tus sobrinos de Galicia”. ¡Coño!, pero si mis hijos no me habían dicho nada de que hubieran enviado una corona. Ni siquiera se lo agradecí, pensé. Y seguí viendo los ramos y coronas sobrevivientes. Entonces me di cuenta que había una, la mayor, que decía “De tu esposa, hijos (hasta ahí todo iba bien, pero la cosa seguía) nietos y biznietos”. Vamos que no eran para ti. Y ya vi que acababan de ocupar el nicho debajo del tuyo. Así que ahora estarás más compañado. Casi todos los que te rodean son gente mayor, menos un chaval de 30 años a tu derecha y otro chico jovencito enfrente de ti.

Así fueron los primeros tanteos, un poco erráticos. Me quedé deambulando por allí y fijándome en las cosas. Como si tuviera miedo en aceptar por qué estaba allí o en dejar que los sentimientos y amarguras comenzaran a fluir. Pero poco a poco los círculos que iba haciendo se fueron haciendo más cortos y finalmente quede atrapado junto a tu nicho. Ha quedado precioso, que lo sepas. Mérito de Iñaki, creo. Y han puesto una fotografía tuya, supongo que tus hijas, en la que estás muy bien. Tal como eras, sonriente, con esos ojillos tiernos y cargados de párpados que hemos heredado de los Beraza, transmitiendo vitalidad y confianza. Era fácil imaginarte sentado en la silla de al lado en el comedor de los papás comentando cosas o haciendo bromas. Así que también fue fácil hablar contigo. De cualquier cosa al principio y luego de cosas más importantes para ambos, o al menos, para mí.

Para ponerme en situación me imaginé momentos en que ambos hubiéramos estado así charlando de temas personales. Y es curioso, no son tantos. Incluso siendo hermanos que se llevaron siempre bien, no abundan los momentos en que hayamos compartido cuestiones personales. Y eso que no nos han faltado motivos ni oportunidades. Sentí pena atrasada de no haberte aprovechado más en ese terreno. Porque siempre me infundiste mucha confianza (recuerdo que fuiste la primera persona a la que llamé tras nuestro accidente) y creo que hubiera aprendido mucho de ti. Lo malo es que he comenzado a aprender demasiado tarde.

Te comenté lo mucho que admiraba la forma en que, al final, habías conseguido tomar las riendas de tu vida. Los infortunios económicos y diversos avatares de todo tipo te arrojaron a los pies de los caballos. A veces se te veía como un de esos gladiadores a los que les han arrojado la red y cuando más se mueven y más bracean para librarse de ella más se enredan y más difícil tienen salir. Hasta que tu salud protestó y te dio un serio aviso. Por entonces era la vida la que te llevaba a su antojo. Tú tenías poco que decir. Como cuando te arrastra una ola y vas chocando contra todo hasta que logras hacer pie y recuperar el control. Y eso hiciste. Y ¡qué bien!. Poco a poco, reconquistando pasito a pasito cada uno de los espacios personales y profesionales que habían quedado medio arruinados por el huracán. Los hermanos que están intentado aclarar tus papeles están asombrados de lo bien que has dejado todo. Y los demás, incluidas tus hijas y los papás, no dejamos de admirar lo bien aprovechados que han sido estos dos últimos años que te regaló la vida.

De todo eso te comentaba yo. Tú no es que estuvieras muy hablador. Nunca lo fuiste, así que ya contaba con eso. Pero así tuve más tiempo libre para poder contarte también de mi vida y de cómo se parece a algunos momentos de la tuya. Atrapado, como tú, en esa red en que la cuanto más haces por salir más te enredas. Fue bueno poderme sincerar contigo. Eres buen escuchador, no tienes prisa y, desde luego, no se corren riesgos de indiscreciones. Pero lo que me interesaba más era imaginar qué me podrías decir desde esa otra parte de la vida, ahora que has aprendido todas las lecciones. ¿Y sabes qué? A fuerza de repetir mis propios mensajes creí reconocer el tuyo. Pero no fue estando allí contigo, sino luego, a lo largo de la tarde. Fue creciendo en mí la sensación de que ya me habías dado tu respuesta. Me pasó como a esos detectives distraídos que haciendo otras cosas van atando cabos hasta llegar a esa idea que se estaba fraguando en su interior sin ellos darse casi cuenta. Al final, si mi problema es en algo similar al tuyo, la respuesta que he de darle no se puede alejar mucho de la que tú le diste y por la que ahora valoramos tanto estos dos años tuyos. La idea de “recuperar las riendas de tu vida” estuvo rondando en mi cabeza durante toda la tarde y ahí está plantada ahora como un sueño, como un deseo, como una promesa de año nuevo. Y ya ha empezado a dar sus frutos. En lugar de seguir chapoteando infructuosamente para librarme de la red, he decidido cambiar cosas importantes en mi vida e introducir ese fondo de sosiego personal y profesional que, últimamente, me estaba faltando.

Ya ves, Pachín, fue bien rentable la visita, aunque se reabrieran las heridas y aparecieran las lágrimas. Verte allí de nuevo en la fotografía, tan tranquilo, tan sereno, con la mirada tan limpia me concedió la oportunidad de hablarte y, quién sabe, incluso de escucharte en el eco de mis propias palabras. En todo caso, hermanito, me ha gustado mucho poder pasar este rato contigo. Y muchas gracias, una vez más, por tu ayuda.

viernes, diciembre 21, 2007

Los gremlis




“Son como gremlins, oí que le decía, y los hay buenos y malos, pero los malos pueden más”. Bueno, pensé, ahora mucha gente está dejándose influenciar por los anuncios. Esos de los conejicos de colores que parecen gremlis y que van saltando por la calle e inundándolo todo. Pero, a lo que pude ver, la conversación no iba por esos derroteros. Hablaba de sí misma, de la forma en que llevaba los problemas que se le iban planteando con sus amigos.
Y siguió contando. Tan alto que podíamos escuchar lo que decía en varías filas de asientos a su alrededor. Había tenido problemas con alguien, con quien mantenía una relación especial a lo que pude suponer. Y, por lo que se ve, discutieron. “Ya antes de la discusión, decía ella, estaba muy cabreada. Era como si hubiera ido agrupando y clasificando todos los agravios anteriores como para que no se me olvidara ninguno. Los gremlis malos habían hecho su trabajo a conciencia. Tenía infinitas cosas que reprocharle. Así que la pelea fue a cara de perro”. Pero según ella, por sintetizar, el hablar le vino bien. Muchas cosas que había interpretado en su contra no habían sido tan negativas o admitían otras interpretaciones menos agresivas. Sus sentimientos se fueron relajando y fue recuperando los afectos positivos perdidos. “Eran los gremlis buenos que, finalmente, tenían oportunidades de intervenir, le decía a su amiga. Y todo parecía más fácil. Ellos siempre se empeñan en hacerte creíbles las interpretaciones más favorables. Y, no sé cómo, es como si te curaran las heridas y te hicieran sentir bien. Hasta recuperé mis afectos positivos”. Así que la discusión acabó bien, supuse, y ella se fue encantada.
Un final feliz, pensé. Y me vinieron a la cabeza algunas frases célebres al respecto, sobre el valor de la conversación en las relaciones. Me acordé también de lo que yo les explico a mis estudiantes sobre la importancia de la metacomunicación (hablar sobre las propias relaciones para clarificar los malentendidos y reforzar sus aspectos positivos). Recordé también una frase que le había escuchado a José A. Marina en una charla: que los hombres vamos a una discusión con el propósito de salir ganadores de ella, mientras que las mujeres van a la conversación con el simple deseo de hablar y aclarar cosas. Muy ingenuo, el Marina, pero no vamos a entrar aquí en debates.
En fin, que parecía que la historia había acabado ahí, en una buena discusión terapeútica entre mi vecina de dos filas atrás y alguien. Y ya estaba a punto de concentrarme de nuevo en mi Sudoku cuando volvieron a aparecer los gremlins. “Quieres creer, le decía, que a los dos días, ya tenía mi cabeza igual de revuelta que antes de la discusión”. Vaya, pensé, así que no fue tan bueno el hablar. “Los gremlins, decía ella de nuevo, los malditos gremlis malos. En unas horas habían conseguido dar vuelta a todas mis convicciones y sentimientos. Empezaron por hacerme dudar de lo que me había dicho: parece mentira que le creas,me resonaba en la cabeza, te dice eso por quedar bien, pero las cosas no son así y lo sabes. Si lo que decía fuera verdad habría hecho esto y lo otro. A cada cosa positiva que yo había visto al hablar, ellos le buscaban la cara negativa. Y poco a poco las seguridades que había alcanzado se esfumaron. Y mi alegría y mis sentimientos fueron diluyéndose en la incertidumbre. Total que acabé igual de jodida que estaba antes de hablar”. Vaya, volví a pensar, ¿y dònde carajo estaban los gremlins buenos que no evitaron el destrozo? Pero, ahora sí, ya no supe más. Anunciaron que nos aproximábamos a Barajas y comenzaron a leer las puertas de embarque de los siguientes vuelos.

Me pareció imaginativa y un poco heterodoxa la explicación, pero muy cierta. ¿Quién no ha pasado por situaciones así muchas veces? En ciertas ocasiones, como le dejes dar vueltas a tu cabeza, incluso las cosas positivas (en lo que sabías, en lo que sentías) se vuelven negativas. Y resulta que son los jodidos glemlins. Parecen simpáticos (en las 2 películas que les dedicó Dante lo eran), pero son unos cabroncetes. De hecho, creo que la palabra gremlin viene del inglés antigüo y significa “hacer enfadar, mortificar a la gente”. Moscas cojoneras, en lenguaje de mi pueblo. Que la señora del vuelo a Madrid les atribuyera sus problemas relacionales tampoco es de extrañar. Ya lo hacían, en otro orden de cosas, los pilotos ingleses en la segunda guerra mundial, echándoles la culpa de las constantes accidentes que sufrían: “son unos animalillos, decían, capaces de sabotear cualquier tipo de maquinaria y que lo destruían todo”. Yo no los he visto, pero sí he sentido sus efectos. Y puedo asegurar que como te cojan en una época baja (que es cuando los gremlins malos se hacen fuertes) son una auténtica pesadilla pues te hacen dudar de todo y de todos. Hasta de ti mismo.

domingo, diciembre 16, 2007

Con Sofía a Carmona







Los viajes a Sevilla son estupendos, pero su interés y valor sentimental se desborda cuando logro (logramos) encontrar un hueco para pasar un rato con Sofía, la ahijada, y Ángeles. Es la guinda “parrilla” que corona el postre del viaje.

Esta vez hubo suerte y tuvimos casi una jornada completa para estar juntos. Pero, con todo y con eso, siempre me parece poco tiempo. A veces, el ansia por aprovechar estos momentos le hace a uno ser demasiado intensivo en sus gestos y cariños. En mis prisas por hacerlo todo rápido y sin el sosiego necesario, a veces atosigo a la pobre Sofía con propuestas o alternativas que ella precisaría meditar un poco más antes de decidirse. De vez en cuando ella mira interrogante para su madre o se agarra a ella como su tabla de salvación: “sálvame de este torbellino que me ha caído encima, mamá”, parece decirle sin palabras. “Tienes que darle tiempo…”, me aconseja ella. Y es verdad. Pero esto de ser padrino “a distancia” tiene esos inconvenientes. Uno se pasa la vida desaparecido y en esos pocos ratos en que se hace visible tiene que intentar saldar las deudas y los sentimientos pendientes. Pero no se hace así. Lo sé.

No lo he dicho, pero tengo que reconocer que como cada vez que la vuelvo a ver, Sofía me deslumbra. Ya es toda una chica. Fuerte y proporcionada como buena deportista. Con esos ojitos brillantes que denotan inteligencia y energía. Y con esa carita de satisfacción de quien sabe que la vida le sonríe en todos los frentes. Tanto que asegura que no quiere crecer.”¿Quieres volver a ser una niña?”, le pregunta su madre.”No, no, dice ella, quiero quedarme como ahora”, contesta ella. Ya he dicho que no es tonta y sabe bien lo que quiere. La verdad es que se le ve muy feliz. Ahora toca preparar su primera comunión y resolver los muchos flecos familiares que incluye ésta su primera conmemoración. Si hacerla en Sevilla con sus compañeras de cole o en Galicia con la familia. Yo les aconsejo que la hagan en los dos sitios y duplicar la fiesta. Así se duplican también las oportunidades de verla como protagonista feliz de cuanto bulle a su alrededor.

En fin, recorrimos el centro de Sevilla en busca de un regalo que se nos hizo esquivo porque la proximidad de las navidades ha mermado las existencias de los almacenes. Pero al final conseguimos, si no lo que buscábamos, sí algo que le apetecía.

Y de Sevilla a Carmona, a comer al Parador. Plan que teníamos de antigüo pero que por unas cosas u otras nunca conseguimos completar. Esta vez sí, aunque de churro pues nos reservaron la última mesa disponible. Y, por supuesto, lejos de esos ventanales preciosos que dan a la vega.

Es bonito Carmona, con sus casitas bajas y bien blanqueadas, como un rebaño de ovejas límpias y bien agrupadas en medio de la inmensidad de la vega. Y en lo alto, el Parador como una majestuosa fortaleza que hace de “gran hermano” vigilando y dando seguridad a cuanto se mueve en la Vega. “Os dais cuenta, decía Ángeles, vista desde esta altura, la vega es como un gran mar marrón” Y es verdad, toda aquella llanura inmensa, con una combinación natural de ocres y verdes pardos. Visto desde nuestra mesa y a través del marco de la ventana parecía la obra maestra de un pintor paisajista.

La comida estuvo bien y el tiempo se nos echó encima. Es lo que pasa siempre, cuando ya has ido superado la ansiedad de los primeros momentos y se ha ido generando ese clima especial (y sin nombre) en el que se mezclan recuerdos, expectativas y afectos, es cuando miras el reloj casi sin querer y te das cuenta de que deben estar a punto de llamar para embarcar en el aeropuerto. Y de nuevo las prisas, las despedidas y esa sensación de que cierras un apartado que no te gustaría cerrar. Ya no volverás a ser padrino hasta dentro de otro tiempo y entonces todo volverá a repetirse, las prisas, los atosigamientos, el querer precipitado.

Las Irinas de la vida.


El frío sevillano hizo que una opción aceptable para cerrar un día de trabajo fuera el meterme en un cine y esperar la cena en condiciones agradables. Y me fui a ver Irina Palm, de Sam Garbarski. Es una coproducción de varios países europeos que acaba de estrenarse tras llevarse premios importantes en varios certámenes y a la que la crítica no ponía mal. Además, por la sinopsis que ofrecían parecía divertida.

La primera sorpresa fue lo malísimo que era el cine. Malo, pero malo, malo. Con decir que, no sé cómo puede suceder eso hoy en día, pero comenzaron la proyección por el 2º o 3er rollo de la cinta, lo que hizo que varios espectadores nos levantáramos furiosos para ir a avisar a la gente del local de la equivocación. Cuando llegaba yo a la oficina, ya salía de allí otra persona que se me había adelantado. ¡Parece mentira que hoy día pasen estas cosas, le dije resignado!. “Dígamelo a mí, me contestó, que además me he llevado una bronca como si el culpable de su incompetencia fuera yo por ir a avisarles”. No sé si, dada la temática del film, ellos pensarían que la gente iba allí a otras cosas y no se iba a enterar.

Se oía una fuerte discusión en la cabina. Y les llevó algún tiempo arreglar el desaguisado. Luego se estropeó el sonido que andaba desmadrado. Pero, finalmente, conseguimos iniciar la historia sin más sobresaltos. Una historia interesante, distinta. Provocadora desde el inicio. Maggie (Marianne Faithfull) una cincuentona, viuda desde hace años, que precisa conseguir dinero para que operen a su nieto, se ve metida en un sex-shop haciendo pajas (y con mucho éxito, a lo que se ve) a los clientes. El escenario es cutre a morir, las situaciones patéticas (incluído ese agujero en la pared por el que los clientes han de introducir su miembro) pero el clima que se genera a este lado del agujero es simpático e higiénico. La serenidad y madurez de la nueva pajillera lo va impregnando todo, incluído al frío y calculador proxeneta jefe (Miki Manojlovic ) que acaba enamorado de ella. Y entre medias, las complicaciones sociales derivadas del descubrimiento del nuevo oficio de la madre por parte de su hijo y de sus amigas, esto último, quizás lo más divertido del film. El momento en que ella, una señora inglesa respetable, cuenta a sus amigas, pijas y chismosas de profesión, que se dedica a “hacer pajas” a hombres es todo un espectáculo.

Me ha gustado mucho la figura de la señora. Silenciosa, apenada de su situación, avergonzada de su oficio, pero gran señora, al fin y al cabo. Capaz de transformar todo lo que encuentra a su paso, desde el tugurio y las actividades “atípicas” que debe realizar, hasta la gente con la que su nuevo oficio le pone en contacto, hasta a su grupo de amigas y a su propio hijo a punto de rasgar su matrimonio. Paracía una persona gris y es una fuente de vitalidad y energía que ennoblece cuanto toca. Damos poco valor, a veces, a esta gente (mujeres, sobre todo, pero también hombres) porque aparentan poco en el círculo social, porque llaman poco la atención, porque pasan por la vida como estrellas mortecinas (al menos en comparación con otras que derrochan kilovatios). Pero hay que ver qué fuerza interior tienen. Con qué entereza afrontan los problemas y con qué generosidad se implican en lo que haga falta. Sin remilgos. Mientras avanzaba el film iba pensando en algunas de esas personas, empezando por mis propios padres, con las que me he ido tropezando en la vida. Probablemente no acabaron con el “codo de pajillera” de la protagonista pero hicieron cosas no menos sufridas. E igual de importantes para nosotros. Y todo sin llamar la atención.

Sevilla.




“Sevilla tiene algo especial…”, ya lo dice la copla. Y eso debe ser, porque es una de esas ciudades que te crean mono y a la que necesitas volver de vez en cuando. Yo no me puedo quejar, la verdad, porque viajo a Sevilla cada poquito. Y eso es lo que he hecho esta semana. Pase por la plaza o calle que pase, sobre todo en el centro, constantemente me tropiezo con Hoteles o restaurantes en los que constato que allí me he alojado o he comido. Vamos como si estuviera en casa.
Y la verdad es que Sevilla, aunque es una ciudad estacional (sus primaveras con las jacarandas y sus otoño con los naranjos son espectaculares), está hermosa todo el año. Tiene un encanto muy particular en cada rincón, en cada fachada, en cada plaza. Ahora acaban de jorobarla un poco con ese metro de superficie con el que han destrozado la Avda. de la Constitución, a la vera de la Catedral y Los Alcázares. Aquello parece ahora un bosque amenazante de fierros y postes negros de catenaria que le da un toque futurista y bastante contradictorio con los el ocre albero de los edificios. Si pasara por allí don Quijote, a buen seguro que habría de liarse a lanzazos con los gigantes de la modernidad que parecen controlar desde lo alto la vida común de los viandantes.

Esta vez hacía frío en Sevilla. Esta ciudad que es el paraíso de las calenturas (las buenas y las malas), estaba estos días congelada. Menos mal, que en los mediodías sale un sol acogedor que templa el día y te invita a pasear. Y eso hicimos el viernes por la tarde. Después de día y medio de trabajo intensivo pudimos relajarnos y dar una vuelta por el centro de Sevilla. La Sevilla de siempre, asolarada y amable. Por un pelo no conseguimos ver bailar a los Seises, tampoco nos dejaron entrar en la Catedral que cerraba, así que recorrimos por milésima vez el Barrio de Sta. Cruz donde siempre descubres detalles nuevos. Además esta vez, hasta estaba limpio y libre de ese polvillo eterno de las construcciones que desluce el verde brillante de los naranjos y da una sensación de suciedad en el entorno. Pasear por Santa Cruz es como un chute de emoción en vena. Las placitas estaban ayer verdes, verdísimas y muy tranquilas. Como para quedarse en ellas “colgado” de tus pensamientos. En fin, todo el paseo por el centro fue precioso. Ya está todo iluminado para las navidades y a medida que iba anocheciendo también eso le daba un toque bastante original. Pudimos admirar una exposición sobre vino y uvas de la Laffon y acabamos en la espléndida plaza de La Alameda, ahora toda renovada y llena de esculturas, entre ellas la impresionante serie de las Meninas de bronce como si fuera una secuencia de muñecas rusas cada una un poquito mayor que la otra.

Por supuesto, el placer de la contemplación y el ejercicio físico, bien se merecía un epílogo saturado de otros placeres complementarios. La cena,en un restaurante nuevo de la plaza de la Alameda, el Sta. Ana, fue exquisita. Nunca había tomado una ensalada de espinacas verdes tan deliciosa. “Es que tiene un secreto especial” nos dijo la camarera. Pues debe ser eso, pero estaba insuperable. Igual que el solomillo ibérico posterior a la salsa de naranja. En fin, una tarde sevillana y estupenda, aunque, seguramente, decirlo así es redundante.

A veces me pregunto, ¿qué tendrán ciertas ciudades para que ejerzan ese hechizo sobre quienes las visitamos? ¿Será la ciudad en sí, su encanto arquitectónico, su belleza? Pudiera ser, pero no es así en mi caso. Me gusta mirar el entorno y disfrutar de las vistas que las ciudades ofrecen pero no creo que sea eso lo que me enamora de ellas. ¿Será la gente que conoces en la ciudad, lo que hace que quieras volver a ella? Desde luego, éste es un factor clave. Las ciudades tienen mucho que ver con las gentes que conoces allí. Si faltan ellas, la ciudad sigue siendo igual de interesante en su arquitectura, pero para ti le falta la fuente del imán que te atrae. Yo creo que el encanto de Sevilla es ése, la gente con la que te ves allí, el especial calor con que te reciben y tratan, la simpatía con que siempre arropan las tareas y compromisos de lo cotidiano. De ahí viene el mono. Que son “mu buena gente”.

lunes, diciembre 10, 2007


Ya lo decía ayer. Hemos escogido una película densa y con mensaje: El atardecer (Evening) de Laios Koltai. Un film magnífico y lleno de sugerencias. Bastaría con ver el elenco de actrices que participan para animarse, sin otras razones, a verlo. Claire Danes está preciosa y nada que decir del papelón de la Vanesa Redgrave y de Meryl Streep (aunque confunde un poco el verla hacer el papel de madre e hija ya mayor).
Me encantó y dio para que habláramos mucho de ella. Una madre que al final de sus días recuerda los momentos felices e infelices de su vida y, sobre todo, su gran amor. Unas hijas que viven simultáneamente la recuperación de la historia de su madre y sus propios dilemas vitales. Y todo en torno al eterno dilema de qué significa “ser feliz” y cuál es el camino para lograrlo en la vida.

Me encantaron tantas cosas que no sabría decirlo en pocas palabras. Me gusta mucho cuando veo personajes creíbles, con sus dudas, sus problemas, sus búsquedas, sus chapoteos en el fango de sus propias contradicciones. Todos somos así, ¿no? Todos nos pasamos la vida buscando nuestro propio sendero hacia la felicidad. Pero no es fácil tener la seguridad de estar en él, de que ya lo has conseguido. Hay personajes en el film que resultan muy atractivos por eso mismo, porque no tienen las cosas claras y tratan de afrontar sus dilemas lo mejor que pueden. Pidiendo ayuda a gritos, a veces. El hermano borrachín pero clarividente, eterno enamorado invisible. Le dice a su hermana cosas preciosas sobre el amor y la vida (“la gente llama amor a cosas que no lo son, que son sólo presiones hacia lo convencional”; “hay muchas estatuas de generales, pero pocas dedicadas a gentes capaces de amar hasta el fondo, como tú”). También la hija rebelde con sus dudas sobre sí misma y sobre las relaciones que va viviendo. Me impresionó lo que le dice a su pareja, insatisfecho con la situación en que se encuentran: “¿sabes?, quizás no haya más que esto; es probable que nunca me convierta en la mujer que tú deseas”. Él quiere tener un hijo y ella está embarazada pero no se lo dice, al contrario, se lo pone difícil, no sé si para probarle.
Pero lo más interesante de todo lo dice la Meryl Streep cuando las hijas le preguntan sobre si su madre cometió algún error importante en su vida (porque ella lo repite mucho en esa fase final): “No existen los errores. Cada una hicimos lo que teníamos que hacer” Y eso que no se casaron con la persona de la que supuestamente estaban enamoradas, el tal Harris.
Un bonito film. En todos los sentidos. La crítica lo ha tildado de lento, recursivo y complejo. Pero para mí ha sido hermoso (la fotografía es impresionante), sugerente y un digno final a unos días llenos de cine. Y de emociones.

domingo, diciembre 09, 2007

Sobredosis de amor.



Suena a cursi, muy cursi, cierto, pero describe bastante certeramente el empacho de emociones peliculeras del fin de semana. Y eso que aún me falta la de esta tarde. Tendremos que escoger alguna con tintes dramáticos, para compensar. El caso es que después de un sábado familiar celebrando juntos la patrona de Poio y disfrutando como locos de los nuevos retoños de la saga, Roque y Almudena, que están como para comérselos, volvimos a las sesiones convencionales de sofá hogareño. Y me subí del cineclub una peli que suponía relajante y divertida: “Vacaciones” (The Holiday), de Nancy Meyers. El plantel de actores no está mal con la Cameron Díaz y Kate Winslet de preciosidades enamoradas y con Jude Law y Edward Burns de galanes. También aparece Eli Wallach, el tradicional malo de las pelis del oeste, ya mayorcísimo pero muy interesante y haciendo valer su experiencia y saber estar.

La historia es sencilla pero atractiva: dos chicas (inglesa y americana) tratan de huir de sus recientes fracasos amorosos y para ello intercambian sus casas para las vacaciones navideñas. La inglesa, que llevaba una vida modesta, se ve en una inmensa villa americana rodeada de todos los lujos. La americana, rica, se va a un cottage rural inglés en la mitad de ninguna parte y en pleno invierno. Como es suponer, ambas van conociendo otra gente y generando nuevos amores. También sus antigüos enamorados siguen ahí sin lograr olvidarlas y sin dar por acabadas las relaciones. Así que el núcleo del dilema es si aceptan mantener una situación que no lleva a ninguna parte (por lo menos clara) o atreverse a iniciar las nuevas relaciones que sus vacaciones les va ofreciendo. Relaciones que en su inicio parecen fáciles, pero que según se van conociendo se ve que no, partiendo de que se encuentran en países que no son el suyo y de que sus nuevos enamorados también tienen una vida anterior. Por supuesto, en un final previsible, triunfa el amor y las dos parejas pueden celebrar felices el fin de año.

Es una historia con idas y venidas, con un juego entre pasado y presente que resulta muy interesante. Como todas, tiene momentos y frases memorables. En este caso, sobre todo en boca del Sr. Scott (Eli Wallach), guionista jubilado, al que sus colegas de Hollywood quieren hacer un homenaje. Cuando la inglesa llegada a Los Angeles le cuenta sus desventuras, él le dice, con una metáfora cinéfila: “oye, te comportas como si tu papel fuera el de amiga de la chica, pero en realidad la protagonista eres tú”. Me pareció genial. Tantas dudas y condicionantes en función de los otros, cuando la respuesta estaba es que ella misma debiera tomar el timón de su propia vida y decidir lo que a ella le conviniera más.

En fin, una de las películas románticas que más me han conmovido, aunque reconozco que en ese juego de emociones a flor de piel soy una presa fácil. Pero algo tiene esta película que la hace especialmente emocionante. Quizás, la alegría y sinceridad con que actúan los personajes, quizás la forma en que cada uno afronta sus propios dilemas sin rehuirlos. En fín, que uno acaba el film conmocionado y con los ojos llorosos.

Posiblemente, lo que sucede es que siempre son hermosos esos momentos en que se van construyendo las relaciones. Y eso te trae añoranzas de cuando tú mismo andabas en esas faenas y tenías dudas parecidas a las que ves en pantalla y ponías la misma ilusión y empeño que ves en los personajes de la película. Cuando tu relación entra en un momento de madurez, cuando ya llevas muchos años casado y te va bien y parece que ya no tienes problemas importantes que resolver, ni dilemas que afrontar, ver, aunque sea en pantalla, ese derroche de ilusión, esa pelea por ganarte al otro emociona y te da un poco de envidia. “Si es por eso, me dijo mi mujer que me lee los pensamiento, no te preocupes, me echo un amante y así te doy la oportunidad de volver a reconquistarme”. ¡Qué agobio, señor!

sábado, diciembre 08, 2007

Las caras del amor



No la ponía muy bien la crítica pero, a falta de mejores opciones, fuimos a ver la recién estrenada “El juego del amor” de Rober Benton. Y no estuvo mal. Reúne un plantel de buenos actores (con el omnipresente Morgan Freeman, el simpático Greg Kinnear -el de “la pequeña Miss Sunshine” que, ¡vaya casualidad!, había visto esa misma tarde en casa-, y un trío de actrices espléndidas), un guión aceptable y un director con amplio pedigree (suyos son guiones famosos como el de Bonnie and Clyde o Superman, y películas como Kramer contra Kramer con la que ganó un Oscar). Me encantó la fotografía muy en ese estilo moderno de ofrecer primeros planos capaces de hacer visibles los menores gestos y emociones (asunto importante en este film) y, también, de reforzar la belleza de los actores y actrices (el director ha sido generoso en desnudos y escenas eróticas, cosa que, aunque haya de decirlo dentro del paréntesis, donde las cosas pasan más desapercibidas, se agradece). Ahora a estas películas las llaman “corales”, quizás porque aparecen diversas historias que se van entrecruzando. Y eso sucede, desde luego, en ésta.

Total para contarnos, algo bien sabido, que el amor es un lío, una realidad con muchas caras, algo que igual que te sube al colmo de la felicidad puede arrojarte a un pozo de amargura (aunque, en la película, las pérdidas tampoco se viven con exceso dramatismo). Las historias se van hilvanando entre sí: al simpático, le deja su primera mujer para irse con otra y la segunda para volver con su amante; el guapo inicia un romance con mal pronóstico con su nueva compañera de trabajo; el experimentado, hace de testigo de las muchas idas y vueltas de esa cosa intangible que es el enamoramiento mientras él mismo va curando sus heridas. Con un tema tan polivalente y tan de todos, no faltan situaciones en el film que dan para reflexionar, para identificarte con los personajes y para proyectar lo que allí se ve sobre tu propia experiencia o la de otros/as próximos a ti. A mí me llamaron la atención varias cosas.

La primera de todas fue revivir esa sensación de las muchas caras de las personas. Todos tenemos caras visibles y caras ocultas. En la película, todos los personajes están en un juego de roles permanente. No es que el amor sea un juego, como dice el título, es la vida la que es un juego. Cada uno somos muchos personajes y mostramos en cada momento aquel o aquellos que más nos convienen. No estoy seguro de que esto lo hagamos siempre conscientemente. A veces es un juego consciente (tener un amante en la cara oculta y mostrarte como persona libre y dispuesta a casarte en la cara visible) y otras puede que no (la orientación homosexual). Pero cada uno de nosotros tenemos diversos “yoes” jugando simultáneamente el juego de la vida. Toda historia individual es, a la postre, una historia coral porque son muchas historias entrecruzadas. Esa multiplicidad me parece fascinante. Te parece que conoces a las personas que te rodean, a quellas con las que convives pero, en realidad, sólo conoces una pequeña parte de ellas. La cara que da hacia ti. Las otras caras resultan invisibles y, por eso, cualquier rotación te puede sorprender.

Otra sensación que produce el film (ésta supongo que forma parte del mensaje que quiere transmitir) es que el amor campa a sus anchas y posee su propia lógica. No sirve de mucho lo que hagas, no es una cuestión de méritos sino de impulsos, de movimientos sobrevenidos. Es un poco desmoralizadora en ese sentido, sobre todo para los hombres. Hay un momento de la película especialmente patético en ese sentido. Él se siente feliz. Ha preparado con esmero el cumpleaños de su mujer. En el colmo de su deseo de agradar, le compra un perro. Y hasta se atreve a verbalizar el éxtasis que está viviendo: “En toda relación, le dice con la copa de champán en la mano, hay siempre un día perfecto. Es hoy”. “Sí, le dice ella”, que esa misma tarde ha estado con su amante descubriendo que es feliz con otra mujer y estaba a punto de anunciarle que lo dejaba para irse con ella. Es decir, cada uno en un mundo distinto e ignoto para el otro. No pude sino identificarme con el pobre tipo y pensar para mí: “Dios mío, con toda la ilusión que ha puesto y no le vale para nada. Creía que estaba en el 7º cielo y donde está en el puro sótano”. El amor…

No sé si he sabido leer bien las relaciones que se reflejan en el film, pero mi sensación es que los guionistas han construído historias de mujeres. Dicen hablar del amor, pero hablan de cómo aman las mujeres. Son ellas las que cortan el bacalao en las historias que se narran. Los hombre no pasan de ser unos pobres panolis que viven sus historias al ritmo que ellas les van marcando y, algunos, con traspiés tan notables como el que conté más arriba. Como justificación ante su amante para casarse con su nuevo novio, ella lo describe señalando los defectos de los que carece. No encuentra en él méritos positivos, pero como al hablar de hombres “la falta de descalificaciones no es nada frecuente”, se anima a casarse con él. Eso uno, el otro es un pobre exdrogadicto, exenfermo, extodo, que sólo se salvará por el ímpetu y la entrega que pone su pareja. E, incluso, el maduro, cabal y experimentado Freeman precisará de la ayuda de su esposa para poder superar sus traumas. Tampoco es que uno piense que las cosas pudieran plantearse de otra manera. Eso es lo que hay y lo que hemos vivido casi todos nosotros. Pero verlo representado tan explícitamente, agobia un poco.

En fin, ¿qué es el amor?, parece preguntarse la película. ¿Es una mala jugada que te hace la vida o es lo mejor que te puede pasar, aunque la historia pueda acabar mal? Aunque para ser políticamente correctos, todos responderíamos que lo segundo (el protagonista lo hace y yo, ciertamente, también diría eso), las historias que se cuentan no son muy optimistas al respecto. Y aparece al final, en boca de Freeman, una de esas frases que suenan como un latigazo: “el final siempre está presente desde el principio”. Pero eso es pasarse de listo. Y quebrar el principio de la “equifinalidad”: las relaciones acaban no en función de cómo comienzan sino de cómo van evolucionando. Esto es lo que las hace imprevisibles. Y divertidas.

jueves, diciembre 06, 2007

Los hermanos.


Mira por donde, ahora resulta que ser el mayor de los hermanos tiene sus ventajas. Siempre creí lo contrario, que ser el mayor podía tener alguna ventaja, pero más desventajas. Sobre todo, porque tienes que ir abriendo camino y eso es agotador. Los que vienen detrás disfrutan los beneficios de las peleas que tú has tenido que librar casi a solas. Y eso que he de reconocer que, en mi/nuestro caso, yo marché pronto de casa y a quien le tocó pelear de veras fue a la Blanqui que venía detrás. Pero, posiblemente, esa valoración es interesada porque yo lo veo desde el puesto del hermano mayor. Mi hija, que es la menor, hace una lectura totalmente contraria. Según ella, todas las ventajas se van al mayor, el más esperado, el más atendido, el centro de todas las reverencias. Para los que vienen detrás solo quedan las sobras (incluidas las ropas usadas, los libros ya usados, las atenciones ya debilitadas) y su protagonismo resulta muy debilitado.

Bueno pues ahora resulta que eso de ser el mayor tiene su aquél. Lo dicen los científicos. La Birth order theory se llama, la teoría del orden de nacimiento (El País, 5 de diciembre 07, pag. 38-39). Cita la periodista (Ma. Antonia Sánchez-Vallejo) un estudio noruego publicado en la revista Science según el cual, los primogénitos tenemos un cociente intelectual superior al resto de los hermanos (hasta 2,3 puntos por encima del segundo y aún más con respecto a los demás). Ser el hermano mayor de varios hermanos es también mejor que ser hijo único. No dicen si cuenta o no el número de hermanos que tengas porque, en ese caso, lo mío, con siete hermanos, es de salirse de la tabla.

Y no es solo la inteligencia. Es que ser el primero es un chollo en casi todos los campos. Bueno, en todos quizás no. Dicen que “según sea uno primogénito, hijo mediano o pequeño, así será su carácter. A grandes rasgos,en el reparto el primero se lleva el conservadurismo, el respeto a las expectativas y los valores paternos y el perfeccionismo. El mediano, en terreno de nadie, tarda en decidir qué quiere hacer con su vida -frente al mayor que la encarrila muy pronto- y desarrolla más relaciones con iguales que jerárquicas. El bejamín, por su parte, es la bohemia y el riesgo: divertido y encantador, puede ser, también, más débil que los otros” (pag. 38). Bueno eso del conservadurismo de los mayores… Yo lo negaría tajantemente, pero me temo mucho que si estuvieran aquí mis hermanos harían con la cabeza que sí, que sí. Total, que somos una familia de libro.

Colegas de otras universidades remachan en el mismo clavo. Según Victoria del Barrio (profesora de Psicología de la Uned) hay el “síndrome del primer hijo” más apegado a los padres; el “síndrome del mimado” (el menor) que tiene bula y al que se considera pequeño durante más tiempo; y el “síndrome del patito feo” (el mediano) que es el que más facilidad tiene para desarrollar emociones negativas, pero también el más sociable de todos. Bueno, nosotros somos 7 hermanos. Lo del mayor y el más pequeño está claro. Pero dónde está la linea para separar a los del medio. A lo mejor hay que hacer grupos: los mayores, los medianos y los pequeños. Un lío.

Otra colega y amiga, Díaz Aguado, profesora de psicología de la Complutense, dice en el mismo artículo que parte de esas diferencias se deben al reparto de papeles que se produce entre los hermanos: “todos los hijos/as podrían ser estudiosos o simpáticos, pero no, hay tendencia a repartir roles. El hecho de que un hermano destaque en algo, por ejemplo en los estudios, lleva a los restantes a excluir esa característica. Es como si cada hermano tuviera que encontrar un sitio: tras un hermano muy estudioso,el siguiente puede ser muy deportista, por ejemplo”. Esto daría para mucho debate en nuestra casa.

En resumen, según esos estudios, los mayores somos “más cautos, obedientes, eficaces, trabajadores, organizados, autodisciplinados y controladores; en el lado negativo más ansiosos y proclives a la depresión y a sentimientos de vulnerabilidad”. Tengo que confesar que en eso me han clavado más que la foto digital que llevo en el carnet de identidad. ¡Qué vergüenza, es como verme en pelota picada!. De los medianos dicen que “carecen de las ventajas de ser el primero o el último;reciben menos atención porque siempre tienen por encima o por debajo a un competidor. Están menos unidos a la familia, acudirán menos en auxilio de sus padres y confesarán haber sido poco queridos durante su infancia”. Pobres los medianos, hasta creo que han recibido menos atención en el propio estudio, pues casi no se dice ninguna característica positiva de ellos. Y de los pequeños ya se sabe, lo de siempre, “son más cooperativos, acomodaticios, modestos, sinceros, poco asertivos y/o sumisos, tiernos y confiados. Mayor inclinación estética y artística, proclives a la fantasía, atentos a sus sentimientos, poco tradicionales, atraidos por la novedad y las ideas. Y socialmente, más afectivos, divertidos y gregarios”. Vamos, que los pequeños son para echarles de comer aparte.

Todo esto daría para un “familia-forum” divertido. Esto es como los horóscopos, dicen obviedades con las que fácilmente nos podemos identificar. Claro que aquí se supone que han hecho investigaciones, aunque no creo que les den el nobel por ellas. Pero está bien. Uno va leyendo cosas y poniéndoles caras y sonriendo. Esto es clavado para mi hermano X, aquí me describen como si me conocieran, esto le va a parecer fatal a mi hermano pequeño. Pero, al margen de todo, yo lo que echo en falta es aquellos tiempos y aquellas situaciones en las que ser el mayor tenía realmente ventajas: ser el heredero de la corona; o el heredero de las propiedades como en la antigüa legislación foral navarra, que, por lo visto, aún se mantiene en Cataluña con el hereu. Lo demás sólo es psicología para reirte con tu camada.

lunes, diciembre 03, 2007

Una gran familia.




Así es la nuestra. Nuestros padres celebraron el sábado sus bodas de diamante. 60 años juntos. ¡Qué cosas! Parece que uno está hablando de la prehistoria (donde todo duraba mucho) o de esos fenómenos, como el cambio climático y así, sobre los que se hacen pronósticos a cientos de años vista. Pero aquí no era eso. Hablamos de ahora, de nuestra casa, de nuestros padres y de nosotros mismos. Hemos durado con ellos toda esa infinidad de tiempo. Conozco parejas que se han separado durante el viaje de novios, así que estar celebrando los 60 años de matrimonio es, antes que nada, un milagro humano. No un milagro de la ingeniería o la técnica, no. Un milagro de la paciencia y del cariño mutuo que nuestros padres han sabido gestionar de maravilla. Con nuestra ayuda, claro. Seguro que sus hijos hemos sido su principal preocupación durante todos estos años. Con nosotros se inventó aquel refrán de “hijos criados, trabajos doblados”. Pero también hemos sido su principal fuente de energía. Así que todos nos merecíamos la celebración.

Los chinos, que tiene de casi todo, deben tener también algún signo de esos que signifiquen dos cosas a la vez. Dicen que en el signo que usan para decir “crisis” está compuesto por dos morfemas: el de conflicto y el de mejora. Y eso son las crisis, un momento de conflicto de cuya solución puede obtenerse una mejora. Para nuestra fiesta de las bodas de diamante tendríamos que tener, también, un signo o una palabra que tuviera, bien mezclados, dos significados, el de alegría y el de pesar. Así fue como vivimos la fiesta, con una inmensa alegría que navegaba como una barca sobre una fuerte corriente de amargura. Hubo momentos en los que la barca de algunos estuvo a punto de naufragar y eso se notaba en los ojos llorosos, en las miradas perdidas, en esa intensidad especial con que te abrazas o besas al otro. La ausencia de Javier, en un día que él se merecía como el que más, estuvo muy presente. Le hubiera gustado tanto… hubiera disfrutado tanto. Él, que era tan armadanzas… Pero, en fin, seguro que no andaría muy lejos y que, a su manera, se habrá sumado al brindis general por estos 60 hermosos años de matrimonio de nuestros papis.

Quisimos hacer la celebración en la Iglesia de San Miguel, en pleno centro de Pamplona. Ellos se casaron allí hace 60 años. Y no solo eso, mi padre fue uno de los que trabajó, antes de casarse, en la construcción del templo. Así que la elección no tenía duda.

La fiesta, como no podía ser menos, tuvo todos los toques del caos en que se hacen las cosas en nuestra familia. Esa parte de nuestro encanto debe venir en algún repliegue de nuestros genes. Teníamos una misa a las 12. Y habíamos quedado, por supuesto, a las doce menos cuarto. Bueno, Blanqui y yo lo hicimos y para la hora señalada ya habíamos hablado con el cura y definido la coreografía del acto. Bastante compleja, por cierto: un ramo de flores (dos iguales, los padres, y siete diferentes, una por hijo) que entregaría el mayor a la madre; dos rosas con espinas (las espinas para recordar que no hay amor sin sufrimiento, pero que con un poco de cuidado, las espinas no pasan de generar pequeñas molestias superables) que entregaría la hija al padre. Todo ello se haría al inicio de la misa y tras la explicación del simbolismo por parte del cura. Y llegaron las 12. Y los curas, amables, pusieron unas sillas delante del altar para nuestros padres y dos más para quienes fueran a darles las flores y acompañarles durante la misa. Se encendieron las luces y comenzó el órgano con la música de entrada. Y de los zabalzas, nadie en la iglesia, salvo yo haciendo el panoli y reservando 6 asientos para la familia. “¿Qué va a haber?”, me preguntaba la gente cuando les pedía que no sen sentaran allí. “Es que tengo prisa, me decían, y pensaba que para las 12 y media esto estaría acabado”. No se preocupe le decía, no va a duran mucho. La música seguía. Y el cura impaciente:”Dígales que pasen, dígales que pasen…”. ¿Pero que pase quién, me decía yo, si es que no ha venido nadie aún”. “A tomar por el saco todo lo que hemos preparado, pensé para mí, ni ramos, ni flores, sólo espinas”. Y supuse que empezaría la misa sin los abuelos, sin nadie en los bancos y yo de arriba abajo lanzando jaculatorias. A punto de tirar la toalla, aparecieron los abuelos, ranca ranca, por el final de la iglesia. Hombre si hubieran entrado del brazo y rodeados de hijos aún hubiéramos dado el cante, pero así ya se veía que la cosa era de un puro retraso. Pero llegaron ellos a sus sillas antes que el cura al altar, lo cual es un mérito más que atribuirles. La Blanqui se sentó en su silla junto al papá (a ella le tocaban las flores con espinas) y Rafa a la izquierda con la mamá para darle el ramo. Era tarea del mayor, pero bastante tenía yo con preocuparme con la ausencia en pleno de la familia. Bueno, al menos estábamos los suficientes para empezar, con sonsolé. Menos mal, que enseguida comenzaron a llegar algunos más y la cosa empezó a normalizarse. Pero está claro por qué todos tenemos tendencia a la hipertensión. Es que no hay manera de vivir relajadamente. Vamos siempre al filo de la navaja. Así que al menor contratiempo, zás, al carajo toda la planificación. Y eso debió pasar ese día, que estaba Pamplona imposible de tráfico. Y el ir siempre a las últimas a punto estuvo de hacernos la pascua (Santi hasta tuvo que salir en medio de la misa para aparcar bien su coche que lo había dejado subido en una acera y al pie de una señal de prohibido aparcar, como desafiando a los municipales).
Relajados los ánimos, todo lo demás salió de maravilla. Las flores llegaron a su destino. El cura advirtió bien del simbolismo de los ramos. Le dio un toque poético y personal al acto. También él había celebrado hace unos años las bodas de diamante de sus padres y sintió que las revivía. Después, Paula leyó el escrito de los nietos (precioso, como siempre) a sus abuelos, felicitándoles el aniversario y la cosa siguió adelante. En el ofertorio se repitió la ceremonia de la boda: “Salomé, aceptas a Javier en la salud y la enfermedad…”. Sí dijo ella. Y se oyó muy bien. Luego “Javier, aceptas a Salomé…” Y el papá que debía tener el sonotone bajo pensó que ya no hacía falta nada más, interrumpió al cura y dijo un Sí bien claro. Pero tuvo que esperar a que acabara la frase y a repetir su Sí bien alto. “Mejor que el día de la boda primera, me dijo después, ésta ha estado mejor”. Yo no estuve en aquella, pero ésta fue preciosa, de veras. La música del órgano nos entonó durante toda la ceremonia y el tenor y la soprano dieron ese toque celestial que precisan estos actos. Con tanta gente en los bancos (ahora sí, ya habían llegado todos), el darse la paz fue como un movimiento de masas en una película antigua, con gente yendo y viniendo a todas partes. Somos muy besucones en la familia. Y también eso estuvo bien.
La misa acabó con una sesión fotográfica. Infinita, según el coadjutor, que no veía la hora de que nos fuéramos y poder cerrar la iglesia. Pero son ésos los recuerdos que te quedan para realimentarnos y restañar heridas.

En fín, la parte religiosa salió muy bien. No todos en la familia viven estas cosas con el mismo agrado e implicación, pero todos fueron generosos con los que sí lo hacemos. Y la verdad, así es como se va haciendo familia, con pequeñas renuncias de cada parte en beneficio del sentir general. Y a los papás, que primero dudaban sobre si en nuestras circunstancias debiéramos hacerlo o no, luego les encantó. Se les veía felices rodeados de todos nosotros. “¿Ves? ¿Tú crees que deberíamos haber suprimido todo esto?”, me regañó Rafa porque yo había sido uno de los que dudaban de la conveniencia de celebrar las bodas en una fecha tan reciente a la muerte de Javier. “Por supuesto que no, Rafa, reconocí, hubiera sido un error”. Y es verdad. No importan las lágrimas que nos hayan podido costar las emociones de este acto. Merecen la pena. Javier sería el primero en insistir en que esta fecha no nos la podíamos saltar por ninguna razón.

Y tras la fiesta canónica, la gastronómica. Los pintxos, el marisco, el jamón y las innumerables viandas que mis hermanos habían reservado para la ocasión en el Pasarela. Pues eso, una pasada. Todo estaba adornado como para una gran fiesta familiar con globos, fotografías, escritos y demás encantos propios de una familia con más críos que adultos (aunque por lo que disfrutamos y comentamos, no era fácil distinguir entre quiénes eran los críos y quiénes los adultos). Lo bonito era que se habían reunido todos, nietos y bisnietos para prepararlo. Así que todo aquello tenía todo el encanto de las cosas hechas con cariño.

Lo demás es lo sabido. Comimos más de lo aconsejable (que me lo digan a mí que pagué caros mis excesos), bebimos lo que no se puede contar (para desesperación de Rafa que no paraba de ir a buscar sus botellas Premium de vino gourmet al escondite en el que las conserbaba como oro en paño), jugamos a las cartas (volví a perder y eso pese a jugar con mi padre; esto se está convirtiendo en una maldición) y, sobre todo, estuvimos juntos mucha gente, con bastante ruido y sin molestar a nadie. Una envidia para cualquiera.