domingo, diciembre 16, 2007

Sevilla.




“Sevilla tiene algo especial…”, ya lo dice la copla. Y eso debe ser, porque es una de esas ciudades que te crean mono y a la que necesitas volver de vez en cuando. Yo no me puedo quejar, la verdad, porque viajo a Sevilla cada poquito. Y eso es lo que he hecho esta semana. Pase por la plaza o calle que pase, sobre todo en el centro, constantemente me tropiezo con Hoteles o restaurantes en los que constato que allí me he alojado o he comido. Vamos como si estuviera en casa.
Y la verdad es que Sevilla, aunque es una ciudad estacional (sus primaveras con las jacarandas y sus otoño con los naranjos son espectaculares), está hermosa todo el año. Tiene un encanto muy particular en cada rincón, en cada fachada, en cada plaza. Ahora acaban de jorobarla un poco con ese metro de superficie con el que han destrozado la Avda. de la Constitución, a la vera de la Catedral y Los Alcázares. Aquello parece ahora un bosque amenazante de fierros y postes negros de catenaria que le da un toque futurista y bastante contradictorio con los el ocre albero de los edificios. Si pasara por allí don Quijote, a buen seguro que habría de liarse a lanzazos con los gigantes de la modernidad que parecen controlar desde lo alto la vida común de los viandantes.

Esta vez hacía frío en Sevilla. Esta ciudad que es el paraíso de las calenturas (las buenas y las malas), estaba estos días congelada. Menos mal, que en los mediodías sale un sol acogedor que templa el día y te invita a pasear. Y eso hicimos el viernes por la tarde. Después de día y medio de trabajo intensivo pudimos relajarnos y dar una vuelta por el centro de Sevilla. La Sevilla de siempre, asolarada y amable. Por un pelo no conseguimos ver bailar a los Seises, tampoco nos dejaron entrar en la Catedral que cerraba, así que recorrimos por milésima vez el Barrio de Sta. Cruz donde siempre descubres detalles nuevos. Además esta vez, hasta estaba limpio y libre de ese polvillo eterno de las construcciones que desluce el verde brillante de los naranjos y da una sensación de suciedad en el entorno. Pasear por Santa Cruz es como un chute de emoción en vena. Las placitas estaban ayer verdes, verdísimas y muy tranquilas. Como para quedarse en ellas “colgado” de tus pensamientos. En fin, todo el paseo por el centro fue precioso. Ya está todo iluminado para las navidades y a medida que iba anocheciendo también eso le daba un toque bastante original. Pudimos admirar una exposición sobre vino y uvas de la Laffon y acabamos en la espléndida plaza de La Alameda, ahora toda renovada y llena de esculturas, entre ellas la impresionante serie de las Meninas de bronce como si fuera una secuencia de muñecas rusas cada una un poquito mayor que la otra.

Por supuesto, el placer de la contemplación y el ejercicio físico, bien se merecía un epílogo saturado de otros placeres complementarios. La cena,en un restaurante nuevo de la plaza de la Alameda, el Sta. Ana, fue exquisita. Nunca había tomado una ensalada de espinacas verdes tan deliciosa. “Es que tiene un secreto especial” nos dijo la camarera. Pues debe ser eso, pero estaba insuperable. Igual que el solomillo ibérico posterior a la salsa de naranja. En fin, una tarde sevillana y estupenda, aunque, seguramente, decirlo así es redundante.

A veces me pregunto, ¿qué tendrán ciertas ciudades para que ejerzan ese hechizo sobre quienes las visitamos? ¿Será la ciudad en sí, su encanto arquitectónico, su belleza? Pudiera ser, pero no es así en mi caso. Me gusta mirar el entorno y disfrutar de las vistas que las ciudades ofrecen pero no creo que sea eso lo que me enamora de ellas. ¿Será la gente que conoces en la ciudad, lo que hace que quieras volver a ella? Desde luego, éste es un factor clave. Las ciudades tienen mucho que ver con las gentes que conoces allí. Si faltan ellas, la ciudad sigue siendo igual de interesante en su arquitectura, pero para ti le falta la fuente del imán que te atrae. Yo creo que el encanto de Sevilla es ése, la gente con la que te ves allí, el especial calor con que te reciben y tratan, la simpatía con que siempre arropan las tareas y compromisos de lo cotidiano. De ahí viene el mono. Que son “mu buena gente”.

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