domingo, diciembre 16, 2007

Con Sofía a Carmona







Los viajes a Sevilla son estupendos, pero su interés y valor sentimental se desborda cuando logro (logramos) encontrar un hueco para pasar un rato con Sofía, la ahijada, y Ángeles. Es la guinda “parrilla” que corona el postre del viaje.

Esta vez hubo suerte y tuvimos casi una jornada completa para estar juntos. Pero, con todo y con eso, siempre me parece poco tiempo. A veces, el ansia por aprovechar estos momentos le hace a uno ser demasiado intensivo en sus gestos y cariños. En mis prisas por hacerlo todo rápido y sin el sosiego necesario, a veces atosigo a la pobre Sofía con propuestas o alternativas que ella precisaría meditar un poco más antes de decidirse. De vez en cuando ella mira interrogante para su madre o se agarra a ella como su tabla de salvación: “sálvame de este torbellino que me ha caído encima, mamá”, parece decirle sin palabras. “Tienes que darle tiempo…”, me aconseja ella. Y es verdad. Pero esto de ser padrino “a distancia” tiene esos inconvenientes. Uno se pasa la vida desaparecido y en esos pocos ratos en que se hace visible tiene que intentar saldar las deudas y los sentimientos pendientes. Pero no se hace así. Lo sé.

No lo he dicho, pero tengo que reconocer que como cada vez que la vuelvo a ver, Sofía me deslumbra. Ya es toda una chica. Fuerte y proporcionada como buena deportista. Con esos ojitos brillantes que denotan inteligencia y energía. Y con esa carita de satisfacción de quien sabe que la vida le sonríe en todos los frentes. Tanto que asegura que no quiere crecer.”¿Quieres volver a ser una niña?”, le pregunta su madre.”No, no, dice ella, quiero quedarme como ahora”, contesta ella. Ya he dicho que no es tonta y sabe bien lo que quiere. La verdad es que se le ve muy feliz. Ahora toca preparar su primera comunión y resolver los muchos flecos familiares que incluye ésta su primera conmemoración. Si hacerla en Sevilla con sus compañeras de cole o en Galicia con la familia. Yo les aconsejo que la hagan en los dos sitios y duplicar la fiesta. Así se duplican también las oportunidades de verla como protagonista feliz de cuanto bulle a su alrededor.

En fin, recorrimos el centro de Sevilla en busca de un regalo que se nos hizo esquivo porque la proximidad de las navidades ha mermado las existencias de los almacenes. Pero al final conseguimos, si no lo que buscábamos, sí algo que le apetecía.

Y de Sevilla a Carmona, a comer al Parador. Plan que teníamos de antigüo pero que por unas cosas u otras nunca conseguimos completar. Esta vez sí, aunque de churro pues nos reservaron la última mesa disponible. Y, por supuesto, lejos de esos ventanales preciosos que dan a la vega.

Es bonito Carmona, con sus casitas bajas y bien blanqueadas, como un rebaño de ovejas límpias y bien agrupadas en medio de la inmensidad de la vega. Y en lo alto, el Parador como una majestuosa fortaleza que hace de “gran hermano” vigilando y dando seguridad a cuanto se mueve en la Vega. “Os dais cuenta, decía Ángeles, vista desde esta altura, la vega es como un gran mar marrón” Y es verdad, toda aquella llanura inmensa, con una combinación natural de ocres y verdes pardos. Visto desde nuestra mesa y a través del marco de la ventana parecía la obra maestra de un pintor paisajista.

La comida estuvo bien y el tiempo se nos echó encima. Es lo que pasa siempre, cuando ya has ido superado la ansiedad de los primeros momentos y se ha ido generando ese clima especial (y sin nombre) en el que se mezclan recuerdos, expectativas y afectos, es cuando miras el reloj casi sin querer y te das cuenta de que deben estar a punto de llamar para embarcar en el aeropuerto. Y de nuevo las prisas, las despedidas y esa sensación de que cierras un apartado que no te gustaría cerrar. Ya no volverás a ser padrino hasta dentro de otro tiempo y entonces todo volverá a repetirse, las prisas, los atosigamientos, el querer precipitado.

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