domingo, mayo 19, 2019

HUEVOS A SANTA CLARA



Ante un calendario francamente negativo (los meteorólogos daban el 100% de probabilidades de que lloviera), hubo que echar mano de remedios menos científicos pero más prometedores: los huevos a Santa Clara. La tradición en Santiago es ofrecerle huevos a la santa a través del convento de las clarisas pidiéndole que nos conceda buen tiempo en el día señalado: una boda, una celebración, algo que requiera de que el tiempo colabore con la celebración. Y eso hice, hace ya algunos días. Me pasé por el mercado y compré huevos frescos a una campesina que los ofrecía fuera de los puestos oficiales. Huevos de mis gallinas, me prometió. Dudé en cuanto a la cantidad pues no me había documentado bien con respecto a ese punto. Al final, docena y media, ni mucho ni poco. Y me fui al monasterio. Llamé y apareció una monjita en el torno a la que le di los huevos. Hola hermana, le dije, vengo a cumplir con la tradición y le traigo estos huevos a Santa Clara para pedirle que nos haga buen tiempo el sábado. Noté que la alegría que había mostrado al dárselos se transformaba en sorpresa, “Ah, no, me dijo, pero eso es con las clarisas, no es aquí”. Y, buena persona ella, me devolvió los huevos que ya había depositado en una alacena. Y era verdad, con los nervios y el corte que llevaba encima, me había equivocado de monjas, aquellas eran las pelayas (del convento de San Pelayo) y yo tenía que ir al de Santa Clara en otra parte de la ciudad. Y allí fui. Las clarisas son de clausura, así que su convento es mucho más recoleto y oscuro. Allí no vi a la monja porque el torno era de los que rotaba sin dejarte ver nada de lo que había detrás. Pero oí la vocecita que me saludaba. Y volví a lo mío: Mire hermana, traigo estos huevos para pedir a Santa Clara que tengamos buen el próximo sábado porque celebramos un importante evento familiar. Muy bien, me dijo la voz, y ¿cómo es su nombre? Miguel, le dije. ¿Y qué celebran?, me preguntó. Mi aniversario, le dije. Felicidades, me dijo ella. ¿Y dónde será?, siguió preguntando. Me pareció muy exhaustivo su interrogatorio, pero pensé que a quien algo quiere, algo le cuesta y no era el caso de mostrarse reacio a la conversación. En Orazo, le contesté a sabiendas de que no tendría ni idea de dónde era eso. ¿Y a qué hora? Es comida, hermana.  ¿Y serán muchos en la celebración?, siguió ella. Bastantes, le contesté, temiendo ya que la cosa entrara en cuestiones más íntimas como si iba a misa los domingos o desde cuando no me confesaba. Pero no. Muy bien, Miguel, me dijo ella y me asombró que recordara el nombre, les tendremos presentes en nuestras oraciones. Y ahí acabó el diálogo y la ofrenda. Toda una experiencia.
Pese a ello, hoy ha amanecido un día triste y nublado, cargado de malos presagios. Hemos desayunado todos juntos en la casa rural y mientras nuestros amigos marchaban a su visita al Pórtico de la Gloria, nosotros nos fuimos a Orazo a cumplir con los últimos preparativos del gran día. Los invitados llegarían a partir de las 13 horas, pero antes tendrían que colocarlo todo los chicos del catering. Así que teníamos por delante una mañana intensa.
Todo siguió su ritmo. El tiempo seguía amenazando lluvia. Llegaron los del catering y montaron su tinglado. Nosotros dimos el último repaso al polvo, las flores, y la casa en general. Y aún nos dio tiempo para tomar un cafecito y esperar relajadamente a que llegaran los invitados. A la una y poco comenzaron a llegar, primero los colegas de Orense y Pontevedra (con nuestro recién estrenado diputado socialista al frente), después los Caeiro. Y, en eso, se puso a llover a mares. Me acordé de los huevos a Santa Clara y me sentí defraudado. Afortunadamente, por aquello de una vela a dios y otra al diablo, habíamos mandado colocar una carpa para el caso de que acabara sucediendo lo que sucedió, que llovía. También habíamos previsto que los aperitivos, caso de llover, podríamos tomarlos debajo de la Galería que nos resguardaría de la lluvia. Allí se puso la mesa de las bebidas y otras para los aperitivos. Así que el problema fue más emocional (y de pérdida de fe) que fáctico. La gente siguió llegando y los protocolos se fueron cumpliendo sin alteraciones. Éramos 53 en total. Todos encontraron Orazo sin dificultad, aunque algunos con algún bucle innecesario. Casi todos conocían Orazo de encuentros anteriores, así que tampoco hubo que organizar visitas guiadas por la casa. Fue un momento muy agradable, con conversaciones ricas y un clima muy amigable y cariñoso por parte de todos. Este año no hubo cabra ni sorpresas llamativas. Se ve que vamos siendo cada vez mayores y, con eso, más convencionales.

Tras el aperitivo, pasamos a la carpa. Había dejado de llover pero sentarse bajo una carpa daba tranquilidad. No fue fácil decidir cómo organizar los puestos en la mesa. Habíamos escogido una estructura en U porque no queríamos mesas separadas y tampoco que hubiera una presidencia como en las bodas. Afortunadamente cada quien se sentó como quiso o pudo; Elvira se escapó de la mesa central pero yo no pude evitarla arrastrando a ella a algunos amigos y a María y Luca con Íria y Matteo que se convirtieron en los protagonistas de la zona. La comida muy bien. Como siempre con estos chicos de Valenciaga: pulpo a esgallo (su cálculo era una ración por persona), richada estilo Forcarey y tarta de Santiago. Todo rápido y bien servido, repitiendo cuantas veces fuera necesario. El vino un poco más flojillo, un Amandi blanco y tinto de cosecha. Yo creo que la gente quedó contenta de la parte gastronómica. Al final, estábamos en una aldea y las expectativas no pueden desmadrarse.
Pero lo interesante de estas cosas no es tanto lo que comes (que también), sino cómo te sientes, cuál es el clima que se nota entre la gente, qué tal te lo pasas. Y en eso, creo que se nos da bien crear y mantener un tono amigable y próximo. Mis amigos son así, desenfadados, de conversación agradable, poco creídos y envarados, próximos. Y luego, nuestras reuniones tienen su protocolo: Juan Gestal hace su lectura-cántico (con estribillo coral), alguien hace un brindis (esta vez, fue Felipe); se entregan los regalos (yo había puesto la condición de que no hubiera regalos pero ni caso: un fantástico reloj para mí y una hermosa orquídea para Elvira; y además una propuesta de viaje en caravana por la Toscana, de Pepe y un hermoso cuadro pintado por Arturo). Son los momentos mejores-peores porque las emociones se descontrolan y cuesta mantener el tipo; por eso, justamente, había pedido que no hubiera regalos. Pero en fin, yo tampoco obedecería si algún amigo me pone esa condición. Así que no tengo de qué quejarme. Ni qué decir tiene que, también esta vez, seguimos los ritos.  Y luego, lo de siempre, de forma semiespontánea van surgiendo momentos creativos y graciosos que rompen la formalidad. Al final, por supuesto, el homenajeado tiene que decir algo y someterse de buen grado a las chanzas que y provocaciones que los demás le hagan. Todo eso pasó.


Y así, entre viandas, licores, conversaciones y abrazos transcurrió la tarde. Ni una gota cayó mientras estuvimos bajo la carpa. Al final, los huevos tuvieron su efecto. Santa Clara cumplió. Bien entrada la tarde, la gente fue marchando. Todos muy agradecidos y, al menos externamente, contentos. Yo, desde luego, el que más. Todo salió muy bien y se cumplió el objetivo principal que era el de agradecer a los amigos de tantos años (y a los de pocos años) el cariño y la ayuda que durante todos estos años nos han prestado. Me encantó que pudieran estar allí también María y Luca con los niños. Muchos de los amigos conocieron a María de niña y pudieron volver a encontrarla de mayor y con niños. Ojalá hubiera podido ser también con Michel y los suyos. Pero, en fin, sin ser perfecto, fue un día completo.
Por la noche, de nuevo en la casa rural, aún tuvimos ganas de cenar. Me tocó preparar un arrocito siquiera fuera para serenar el estómago y completar el día con una copita postrera de vino. Después, padecimos la humillación de eurovisión. ¡Qué desastre! Iban votando país tras país y Spain no aparecía en ninguna lista de votos. Terrible. Al final, preferí irme a dormir a seguir penando. Los hubo más sacrificados que yo que aguantaron hasta el final.
Así fue este esperado día D. No me puedo quejar. Ojalá no caiga el nivel de afectos y satisfacción en todo lo que queda de década.


sábado, mayo 18, 2019

LA FELICIDAD





No se les ocurrió mejor cosa para entrar en situación que anunciar en el desayuno una conferencia (una gracia mañanera, me imaginé) sobre la felicidad. Y lo que decían todos era que la daría yo, claro, el homenajeado. Una iniciativa ingeniosa, pensé, muy acorde con el ambiente coñón y bromista en el que suelen moverse nuestros encuentros. En su descarga (la de los proponentes) debo confesar que ya habíamos jugado con ese tema en el pasado e, incluso, llegué a pedirles ideas y referencias que poder utilizar en mi conferencia para el acto académico del Honoris Causa de Porto Alegre. Pusieron carteles en el comedor de la casa rural por donde todos habíamos de pasar necesariamente e insistieron en resaltar la aconsejable presencia de todos/as en la sesión.
El día fue tranquilo e intenso a la vez. Nos fuimos de excursión a la “Costa da Morte” y todo salió a las mil maravillas (los detalles ya los conté en otra entrada). Regresamos hechos polvo al anochecer y con ello creí que me libraba del sambenito de la conferencia. Además, al poco de llegar me dí cuenta de que había perdido mi cartera en el autobús que nos llevó a la excursión. Afortunadamente tenía el Tfno. del conductor y hablé con él. Me confirmó que allí estaba la cartera caída. Quedó en que me esperaría en Santiago (30 Kms. de distancia de donde estábamos) y allí fui a toda leche, no sin antes haberme perdido en el monte por querer utilizar un atajo. La cosa es que llegué a Santiago, encontré el microbús en el lugar acordado y recuperé la cartera. Esta vez la cosa salió bien. Pero entre unas cosas y otras cuando volví a la casa rural eran ya las 21:30. Yo solo quería tumbarme en un sofá y descansar. Pero me estaban esperando.
Impidieron que yo entrara en la sala donde estaban todos. Me pasaron a otra sala donde me vistieron de Nazareno con birrete y, cuando alguien dio el visto bueno, entré en la sala acompañado de Celia, a la sazón mi madrina académica, según pude saber al poco. Nos esperaban todos bien colocados en una especie de salón de grados, de pie, vestidos de birrete de graduación y cantando el gaudeamos igitur (bueno ellos lo tatareaban, quien lo cantaba era una grabación). En fin, todo el mundo muy metido en su papel. Me llevaron a la mesa cátedra y la madrina hizo la presentación de la ceremonia. Yo seguía en shock y no me enteré mucho de lo que decía pero parece ser que lo de la conferencia aún se había enredado más (no se les puede dejar solos) y parece ser que pretendían que aquello fuera un sucedáneo de un acto académico. En fin…de locos.
Tras el saludo todos se sentaron (éramos 14) como oyentes atentos. Y ahí empezó la sesión. Parecía evidente que no me libraba de la charla sobre la felicidad. Los primeros momentos fueron de confusión (sobre todo mía) pues no sabía muy bien ni cómo comenzar ni qué decir. Menos mal que tenemos un grupo ingenioso y enseguida surgieron los alborotadores para darle un tono lúdico a la situación. Unos protestaban (“yo no quiero estar en la primera fila”); otros exigían (“esto estaba anunciado para hace una hora y aún no hemos comenzado”) y yo me asustaba mientras armaba alguna estrategia para salir de aquella.
Como siempre se me ha dado mejor escuchar que hablar, decidí escapar por ese vericueto. Y tras tomar prestada una anécdota de Sabater sobre el silencio de los catedráticos, les dije que sí, que hablaríamos sobre la felicidad pero que la conferencia iba a ser coral, es decir, que la íbamos a dar entre todos. Me dí un beso en la mejilla a mí mismo por la genial iniciativa (de algo tienen que servir tantos años dando clases y conferencias) y me puse manos a la obra preguntando a cada uno de los asistentes qué era la felicidad para él o ella. Algunos se zafaron del enredo, otros echaron mano de ocurrencias lindas (“el chocolate”; “que pierda el Barça”; “estar aquí”; “haber llegado hasta aquí”; “ciertos momentos”; “ciertos lugares”; “ciertas músicas”…). Después hice lo mismo con la infelicidad y ahí hubo ya un poco más de jaleo pues la gente se iba dando cuenta de la trampa de hacerles hablar por no hablar yo mismo. Pero también para eso sirven las tablas y, mal que bien, fui capeando esas críticas. Después pasamos a personalizar más los discursos (“cuéntanos algún momento especialmente  feliz para ti”) y ahí casi todos acudieron a los tópicos (cuando me casé, cuando tuve a mis hijos, cuando superamos una enfermedad), todos verdad, sin duda, pero fáciles de exponer. Seguir con los momentos infelices individuales me pareció una agresión a la intimidad y ya no seguimos por ese camino. Lo interesante fue que acabamos hablando de la jubilación. Un 80% del grupo estaba ya jubilado así que podíamos abordar el tema desde la experiencia de los jubilados y desde la ansiedad anticipatoria de los que están aproximándose a ella. Fue muy interesante ese momento de la catarsis colectiva. Todos hablaron y, seguramente, fue ese tema, más que el de la felicidad, el que representaba las preocupaciones del grupo como colectivo y de algunos de nosotros a nivel más individual.
En definitiva, una sesión que comenzó a trancas y barrancas pero que poco a poco fue entrando en materia. No solemos tener muchas dificultades para entrar en temas complejos y emocionales. En algo se tiene que notar que provenimos del campo de la Psicología y que varios miembros del grupo son psicoanalistas. Y los temas fueron saliendo al estilo de cada cual, unos en plan serio, otros envueltos en papel de coña, otros construidos con narrativas sociales o políticas, pero al final, creo que cada quien se manifestó como era aunque tratara de pixelar de una forma u otra su imagen.
¿Y qué decir de mí? Poco dije en la reunión y, sin embargo, creo que todos se dieron cuenta de cuál era mi situación en ese momento: alguien que se escuda en la conocida estrategia de hacer hablar a los demás para no tener que hablar él mismo. Lo que hice fue rentabilizar las competencias socráticas adquiridas en tanto años de docencia. Puro instinto de conservación. Entre las arenas movedizas de la salud y las amenazas latentes de la jubilación, mi cocktail anímico era difícil de gestionar. No hubiera resistido la presión y acabaría agobiándome. En fin, hay batallas que solo se pueden afrontar huyendo. Y esta vez salió bien, o no salió mal. Pero lo grupos tienen eso, entre bromas y veras se va configurando un contexto coral que quieras o no, por cauces directos o por vericuetos imprevisibles, acaba yendo al núcleo de la cuestión. Así que, al final, tampoco tuve claro si yo había manejado al grupo o fue el grupo el que acabó atrapándome y llevando la discusión al tema de la jubilación.
Pero estuvo bien. Es un grupo complejo y polícromo, pero con unos cimientos bien profundos (50 años llevamos juntos) y firmes. Además, cuenta con la argamasa de la solidaridad y del cariño mutuo, que va aumentando con la edad (nos vamos viendo más débiles y eso hace que sintamos más necesidad y aprecio por dar y recibir apoyo de los otros). Vamos, una cosa rara y, por eso, bien valiosa. Algunos ya lo dijeron en la reunión: también eso es la felicidad.


viernes, mayo 17, 2019

A COSTA DA MORTE. paisaje y gastronomía.






Hoy, viernes 17, bajo la batura del buen amigo y corcubionense de ADN, Felipe Trillo, hemos dado un paseo por A Costa da Morte. Ha sido magnífico. Una mañana intensa (Santiago – Muros – Carnota – Ézaro – Cee – Corcubión – Finisterre – Corcubión), con un tiempo variable pero respetuoso (muy gallego, con pequeñas lloviznas para humecederte y buenos momentos de sol para secarte) y con paisajes preciosos como siempre y, además, visibles porque el día estaba claro y luminoso.

 Comida en Corcubión. Buenos comensales de la zona nos recomendaron el restaurante Marea Viva y, salvo por el ritmo, fue una excelente elección. Entras en una pescadería gourmet donde ponen ante tu vista un pescado excelente del día que has de escoger para tu comida. Requiere destreza gallega el identificar la oferta y saber discriminar, pero así puedes escoger viendo lo que hay cada día. Nuestra elección fueron unas lubinas hermosas (las mejores que yo he tomado en mis 40 años de gallego adoptivo, los otros no cuentan para cosas de pescado) y unos excelentes rodaballos. Obviamente, precedidos de unos percebes, unas cigalas y unas centollas de escándalo. Y sin olvidar el aperitivo de croquetas de centolla que estaban de morirse. En resumen, comimos y bebimos muy bien. En exceso, como casi siempre.  No solo comimos mucho, sino que lo hicimos lentamente, así que eran ya las seis de la tarde cuando nos levantamos de la mesa. Tres horas y media de degustación… 

Y de allí a Muxía. Como es lógico, después de tal almuerzo, no había cómo pasar por debajo de a pedra dos cadrís, al pie del santuario da Virxe da Barca.
Dice la tradición que la llaman así (cadrís se dice en gallego a los riñones) por su forma y porque tiene propiedades curativas: a quien pasa nueve veces por debajo de ella se le curan las enfermedades de los riñones, los dolores de espalda y de cabeza. No fue fácil convencer al personal del valor de esa tradición. Con todo, incluso los descreídos en esas cosas abrieron un paréntesis y, a trancas y barrancas, casi todos pasamos por la piedra. Espero que ese esfuerzo se note en nuestras artritis del próximo invierno. Y eso que algunos lo hicieron con poca fe y con muchas quejas, así que tampoco da para esperar milagros. Allí al lado estaba, también, A pedra de avalar,  pero las olas y los abusos de la gente la habían partido por la mitad, así que no pudo ser el balancearnos sobre ella.

En el regreso a casa éramos ya sombras durmientes después del ajetreo de un día tan intenso y lleno de naturaleza, cultura y gastronomía. Con dos o tres certezas bien consolidadas por repetidas y consensuadas a lo largo de todo el viaje: que Galicia es preciosa tanto en su interior como, y sobre todo, en sus costas y paisajes marinos; que nuestra gastronomía a base de marisco-pescado es fantástica; y que, desde luego, Cee no puede compararse con Corcubión porque es mucho más señorial y llena de historia.