sábado, abril 23, 2011

OS CREBINSKI



Era Jueves Santo, pero llovía. Y eso eliminaba las alternativas más lúdicas para estos días festivos. La aldea, como se dice aquí, nos esperaba pero no pudo ser. Así que nos encerramos en casa para ver las tormentas desde la barrera y avanzar en la inmensidad de tareas pendientes. Y para volver al cine.
Primera sorpresa: una cartelera lamentable, sin apenas nada apetecible. Muchas películas para niños. Supongo que como estrategia de respiro para padres abrumados. No me parece mal, y ahora que voy a ser abuelo creo que empezaré a valorar más este tipo de ofertas. Pero, en todo caso, a los adultos eso no nos resuelve la necesidad de un buen cine.
Y así fue como caímos en Crebinski, una peli gallega dirigida por Enrique Otero, hijo de unos conocidos de La Coruña. Desde que se metió en estas lides y se fue a estudiar a Vigo, el chico parecía bueno y con un futuro prometedor que ahora se va consolidando. Parecía claro que tendríamos que verla.
Segunda sorpresa: había cola en las taquillas. Y me llamó la atención comprobar que todo el mundo sacaba la entrada para ver Crebisnki. Bueno, pensé para mí, al menos tendremos la sala llena, lo que no es poco tratándose de cine gallego. Y así fue. La sala se fue llenando de gente de diverso pelaje: parejas mayores, grupos de jóvenes, gente alternativa, otros que ya se veía pertenecían, por la pinta, a eso que solemos llamar “mundo de la cultura”. En fin, los Crebinski tenían un poder de atracción bastante inclusivo.
La película, recién estrenada, tuvo su precedente en un corto con el mismo título, que le proporcionó a Enrique uno de sus primeros premios en un Festival de cortometrajes celebrado en Valladolid en el 2002. Como película acaba de recibir el premio al mejor guión en el reciente Festival de cine de Málaga.
Os Crebinski es, más que nada, una broma. Tierna y ecológica, eso sí. Durante la hora y media que dura uno se debate en el dilema de si cabrearse por la imagen absurda y paleta que se da de los gallegos (parece mentira que no seamos capaces de buscar otros modelos de personajes capaces de romper los estereotipos) o dejarse llevar por la belleza de las imágenes y la ingenuidad de la historia. Si el cine fuera sólo forma, color e imágenes, ésta sería una película estupenda. Pero el cine también contiene una historia, presenta unos personajes, refleja un contexto social y cultural y, con todo ello, alimenta un imaginario colectivo con el que te puedes identificar o del que te puedes sentir lejano e, incluso, cansado. Es por eso que nos quejamos que cuando las películas americanas se refieren a España lo hagan a través de los toros. En fin, eso, que Galicia tiene perfiles de progreso, tecnología, cultura y arte que apenas aparecen en el cine o en las novelas que escogen nuestro territorio como marco de una historia.
Pero tampoco hay que dramatizar. Se pasa bien en Os Cribinski y tiene momentos en los que no puedes dejar de sonreír por la imaginación del guión, ni dejar de maravillarte por la hermosura de las imágenes.
La historia, si es que hay una historia, se refiere a dos hermanos que pierden a sus padres y acaban en una playa de la Costa de la Muerte con su vaca. Estamos, se supone en plena Segunda Guerra mundial, con submarinos de uno y otro bando rondando por las costas gallegas y con los alemanes beneficiándose las minas de Wolframio de Santa Comba y Lousame. Arriba de la playa, los hermanos Crebinski han construido un chamizo espectacular a base de restos de embarcaciones que naufragan y que el mar va arrojando a la costa. Y es así como el hermano bordeline (Miguel de Lira) y el otro (Sergio Zearreta) sólo un poco más espabilado que él van tejiendo la monotonía del día a día, solo interrumpida por la lluvia a la que temen más que al diablo pues fue la que provocó la crecida del río que les arrastró hasta allí.
Y así van sorteando, sin darse cuenta, las aventuras que suceden a su alrededor: un paracaidista alemán muerto, un submarino americano que pretende ganar la guerra en aquella playa desierta sustituyéndola por Normandía, una patrulla alemana que ronda sin rumbo en busca del paracaidista. Casi parece una comedia de enredos. Pero resulta simpática. Y en esto la vaca se va. Y ellos la persiguen. Excusa magnífica para que guión, música y fotografía (obviamente de Sergio Franco, un artista) nos permitan admirar lo más hermoso de la costa gallega y algo de su mundo rural (incluida una verbena en medio del monte con su cantante indígena pero modernizada: Loli Marlene).
Ese viaje interminable tras la vaca a lo largo de la costa es, en realidad, un viaje hacia sí mismos, hacia su infancia y los lugares donde la vivieron felices. Ya digo, no sé si hay una historia, pero si la hay es una historia linda e amable. Coherente con la broma en la que la película te sitúa desde su inicio.
Tiene cosas interesantes, en cualquier caso. Se hablan 5 lenguas diferentes (y muchos más lenguajes, si tomamos en cuenta la forma de comunicarse entre los protagonistas) todas en versión original y subtitulada. Interesante. Luis Tosar, por ejemplo, habla un inglés magnífico, envidiable. La fotografía, la música, los paisajes, el propio carácter de los dos hermanos (tosco y cutre pero simpático), la escenografía (la chabola donde viven es un canto a la imaginación y a la creatividad técnica). Todo ello está muy bien construido.
Lo dicho, Enrique Otero y su equipo han sabido sacar partido al ambiente y los personajes. Se diría que el ambiente es el auténtico protagonista del film. Lástima que la historia no dé mucho de sí. Y que, una vez más, se haya elegido lo “cutre” como contexto de lo que sucede en Galicia.

lunes, abril 18, 2011

Tocando el fondo


Ha pasado un año, un año entero. Parece mentira. Se siente como si fuera ayer. Disminuye el dolor, se va apagando la pena pero queda ahí ese vacío inmenso, esa soledad. La ausencia que nos dejó. Con el paso de los días, las heridas dejan de sangrar pero no cicatrizan. Uno va entendiendo que lo que pasó tenía que pasar. La enfermedad y el sufrimiento se aliaron con la edad y todo se fue haciendo demasiado oscuro y triste. Disfrutaba pero solo a ratos y así, apenas si le merecía la pena seguir. Aquellas noches de los últimos meses, con la angustia cada vez que debía acostarse, con las llamadas constantes para que lo moviéramos, para que lo levantáramos y lo volviéramos a acostar. Se ahogaba el pobre. Se asustaba. Pero llegaba el día y parecía otro. Desayunaba, paseaba un poco, leía el periódico, charlaba, se relajaba. Comía poco, echaba su siesta y volvía a pasear la tarde. Luego la cena y, a veces, una partidica de cartas para concluir el día. Y así, entre medicaciones y rutinas iban pasando los días y llegaban las noches. Noches terribles. Y todo acabó en una de esas noches, hace hoy un año.

¿Sabes, papá? Lo peor del tiempo es cómo va erosionando la memoria. Hay cosas que no se olvidan y quedan ahí bien nítidas, con todos sus detalles. Los detalles de aquella medianoche final, siguen ahí con todo su dolor. No es fácil de olvidar. Incluso siendo todo muy natural, sin dramatismos excesivos, sin sorpresas, supuestamente sin dolor. Pudimos estar contigo en ese tránsito y eso es probablemente un regalo final que nos hiciste. En cambio, hay otros recuerdos que se van diluyendo en la memoria. Tu rostro, tus gestos, tu mirada. Esas cosas de detalle que estaban llenas de matices. Estoy seguro que si escuchara tu voz la reconocería de inmediato, pero a veces me quedo pensando en tu cara y es como si me faltaran detalles, piezas del puzle para poder componer el retrato completo. Por eso la necesidad de volver cada poco a tu fotografía y quedarse mirándote para reencontrarse con esos ojitos serenos y vivos; la piel tersa, la frente ancha; el gesto tranquilo y cariñoso; la media sonrisa siempre puesta. Pero lo malo del tiempo es eso, te deja lo fundamental pero pierdes los detalles. Y los detalles, a veces, son tan importantes…

En fin, hoy hace un año. El primer año sin ti, papá. Luego vendrán otros. Supongo que las heridas irán cicatrizando y nuestros ánimos se irán relajando. Pero no quisiera perder los detalles. Y como en los ordenadores, necesitaré refrescarlos. Pero será un placer, porque lo más rico de los recuerdos que tengo de ti radican en esos detalles: tu rostro, tu gesto, tu sonrisa, tu mirada. También tu tacto cariñoso, pero eso corre menos riesgo de olvidarse.

¿Sabes otra cosa, papá? Compartes aniversario con Gabriel Celaya, uno de nuestros mejores poetas. Ya sé que tú no eras mucho de poesía, pero quién sabe cómo son las cosas por ahí. Quizás os guste disfrutar de todo bello. En cualquier caso, la poesía apacigua los ánimos y eso es, justamente lo que necesitamos hoy. De él son aquellos versos que dicen:


Poesía para el pobre, poesía necesaria


como el pan de cada día,


como el aire que exigimos trece veces por minuto,


para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.


Pero el que más me gusta, el que me acompañó en aquellos días tristes de hace un año, cuando me sentía perdido y sentía que, otra vez, había tocado fondo. El verso dice:


Porque vivimos a golpes,


porque apenas si nos dejan decir que somos quien somos,


nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.


Estamos tocando el fondo. Estamos tocando fondo.


Y entonces, con cara de paciencia me dirías: "pues si has tocado fondo, ya sabes lo que toca. Ahora p'arriba".


CORTEO

No podíamos dejarlo pasar. Después de haber asistido hace un par de años a Saltimbanco, nos enamoramos de ellos. Reconozco que llegamos tarde. Me he ido encontrando con muchísimas personas que llevaban años en un estado similar. Así que en cuanto nos enteramos que volvía Le Cirque du Soleil con otro espectáculo, Corteo, fue fácil decidir que no podíamos dejarlo pasar. Y eso que actuaban en Madrid, lo que significaba planear un viaje de dos días, con hotel, restaurantes y toda la parafernalia. ¡Una pasta! Los amigos madrileños se animaron también y eso fue mejor pues pudimos compartir la alegría de una noche de circo y todo lo que le rodea. Lo primero que llama la atención es la enorme procesión humana que desde una hora antes se va acercando a la enorme carpa. Un lugar difícil de encontrar en Madrid, en la zona de la Puerta del Ángel, en una esquina de la Casa de Campo. Así que quien más quien menos, tuvimos que preguntar varias veces hasta llegar allí. Era divertido ver la cara de resignación de los vecinos de la zona, cansados de responder siempre a la misma pregunta (que se la hacían en diversos idiomas, además). Al final, allí estaba la carpa. Las carpas, pues eran varias. Teníamos unos buenos puestos, ni tan cerca que pierdes la vista de conjunto (eso fue lo que nos pasara la vez anterior) ni tan lejos que pierdas los matices. Y comenzó el espectáculo y nos aprestamos a dejar de pensar en otras cosas para sumirnos en la magia de movimiento, luces y colores del escenario. Según raza la propaganda, CORTEO, el espectáculo creado por el italiano Danielle Finzi (se nota mucho su sentido italiano) tiende ser una historia en la que se mezcle lo espiritual (eso, al fin, es lo que pretende la magia) y lo real; el mas allá de la muerte (por eso la escenografía se basa mucho en ángeles) y la vida, lo dramático y lo cotidiano; lo grande (el payaso enorme, un argentino, mide 2,80) y lo pequeño (la pareja de personas pequeñas). Y logran bien ese mundo de contrastes por el que te van llevando. De forma parecida definen el espectáculo sus propios creadores:



"Mediante la yuxtaposición de lo grande con lo pequeño, lo ridículo con lo trágico y la magia de la perfección con el encanto de la imperfección, el espectáculo pone de manifiesto la fuerza y la fragilidad del payaso, así como su sabiduría y su bondad, para ilustrar la porción de humanidad que se encuentra dentro de cada uno de nosotros”.




Comienza con tres grandes lámparas iluminando el escenario y la simulación de la muerte de un payaso a quien los ángeles suministran, cómo no, su primer juego de alas XXL. Y así, como en una especie de flashback sobre su vida, nos vamos encontrando con los sucesivos números de circo y de sus intermedios (esos movimientos de escena cuyo sentido es entretenernos mientras pasamos de un número a otro).


Comentábamos allí que el circo antes eran los animales extraños que podías ver haciendo cosas extrañas, los atletas y equilibristas, los payasos. Todo era evidente y se jugaba con lo extraordinario. Todo eso cambia mucho en El Circo del Sol. Aquí lo importante es la coreografía y el mundo mágico que en cada momento se crea. Lo importante son los detalles y la conjunción entre ellos para formar escenas que parecen cuadros de artistas consumados. Lo importante es sobre todo ese gran movimiento coral que desarrollan los actores: parecen un ejército que se van agrupando según cada número y que corren por el escenario, se agrupan, se separan, mueven cosas, hacen malabarismo. Es como una máquina de relojería en el que cada uno ha de saber el segundo exacto en que le toca intervenir. Es algo que no puede dejar de maravillarte. Más, desde luego que ver a un elefante que levanta sus patas traseras.


Pero lo que realmente me entusiasma de estos montajes es el ritmo y la perfección con que van desarrollando cada uno de los pasos que se van sucediendo. Seguro que no soy original si digo que el Circo del Sol es, ante todo, un mundo de luces, sonidos y ropas que transmiten sensaciones estéticas inenarrables. Y si quisiera profundizar aún más, lo que me entusiasma más que ninguna otra cosa, es esa alegría de vivir que son capaces de transmitir. Se les ve contentos, como personas que disfrutan de lo que hacen, que disfrutan haciendo disfrutar a los demás. Y eso se transmite en sus sonrisas, en sus ojos brillantes, en esos pequeños gestos que son capaces de hacerte sonreír. Me encantaron los caballos de disfraz, sobre todo ella tan coqueta y con esos pasos desesfadados por el escenario. Y luego están los artistas que van apareciendo. En esta ocasión, los números quizás no hayan sido tan buenos como en Saltimbanco, pero eso no significa que no fueran excelentes todos los que actuaron. Quizás es que después de ver ese tipo de números en otros espectáculos ya te asombran menos. Pero los equilibristas, el alma del circo, estuvieron soberbios, tanto ellos recogiéndolas y enviándolas, como las muchachas volando a muchos pies sobre el escenario. También fueron magníficos los movimientos sobre las camas, sobre las lámparas, la chicha que soportaba a su partenair de un brazo o un pie (en algún momento pensé que podría desgarrarse la pobre en aquella postura tan forzada de colgar de un pie y sostener con el otro al gimnasta y moverse ambos como diablos. Los juegos combinados sobre barras fijas, sobre aros, sobre cintas. En fin, todo muy espectacular. Y pese a todo, lo que te llega más dentro, es esa alegría inmensa que te hace sentirte mejor. Esa estética preciosista del detalle bien conjugado. Se diría que lo hacen tan bien por oficio. Pero hay algo más en aquello. Es terapéutico, es amable. Estoy seguro que hasta genera endorfinas que, según dicen, es lo más de lo más.

domingo, abril 10, 2011

EN UN MUNDO MEJOR

Hay películas que puede dejarte indiferente. Te lo pasas bien, en general, pero el disfrute es eso: el buen rato que te han hecho pasar, la forma agradable en que puedes escaparte por un rato de los agobios del día a día para vivir los agobios de otros o disfrutar con sus disfrutes. Aunque solo sea por eso, merece mucho la pena no dejar de ir al cine. Resulta terapéutico. Pero hay veces en las que la película que acabas de ver te sorprende, te interroga, te genera esa sensación de reto intelectual o vital que se queda ahí, ronroneando en tu cabeza y en tu cuerpo. En un mundo mejor de la directora danesa Susanne Bier (ya es su doceava película de éxito, ésta Oscar 2011 a la mejor película extrajera) pasa justamente eso: te recrea con imágenes y paisajes bellísimos, te hace interrogarte con algunas escenas de documental ecologista que te perturban pero, sobre todo, te questiona moralmente sobre dilemas morales y formas posibles de resolver situaciones conflictivas de la vida cotidiana. No puedes dejar de preguntarte, ¿qué haría yo en un caso similar?

La película cuenta con un hermoso guión en el que van entrando muchas cosas de la vida: el amor, la violencia, la vida en pareja, los ideales altruistas, la enfermedad, la agresión sin sentido, la escuela. Cuenta con una fotografía espectacular. Y el ritmo de la historia, en la que se van mezclando imágenes en Africa con imágenes en Europa, te mantiene en tensión durante las casi dos horas que dura. Mikael Persbrandt, el protagonista, hace un papel espectacular. Y los dos niños resultan perfectamente creíbles.


La historia es bonita y cuenta la evolución de dos familias a través de sus hijos adolescentes. Una de las familias acaba de perder a la madre por un cáncer y el padre e hijo se van a la casa de la abuela una granja preciosa. En la otra familia, de padres médicos, ambos están separados por alguna infidelidad anterior de él, que se ha ido a África de médico solidario. Los dos adolescentes se encuentran en la escuela donde uno de ellos sufre el acoso inmisericorde de los típicos matones y sus pandillas que lo desprecian y someten a vejaciones diarias. Él va resistiendo el acoso como puedo pero sin enfrentarse a ellos. Cuando lo ve su nuevo compañero, menos proclive a reacciones pacíficas, la cosa revierte y el matón resulta gravemente herido y amenazado de muerte por el nuevo escolar. En su opinión: No se puede respetar a los que no se hacen respetar y no soporta a los que se rinden. La siguiente situación de violencia se produce durante una visita del padre médico. En un momento su hijo más pequeño se pelea con otro crío porque ambos querían un columpio. El médico corre al lugar y separa a los niños, situación que el padre del otro pequeño ve desde su coche y salé furioso para enfrentarse al el médico por haber tocado a su hijo. No sólo le insulta de palabra sino que le empuja y golpea delante de los otros hermanos adolescentes. Pero el padre médico no responde y eso los chavales no lo entienden. Trata de convencerlos pero no lo logra, con lo cual vuelve con ellos a donde el padre agresivo trabaja para encararse con él y hacerle ver que con la violencia no se gana nada. Quiere que le pida disculpas pero no solamente no lo logra sino que consigue nuevos mamporros para escándalo del hijo adolescente y su amigo. No es fácil, está claro, defender la no violencia en contextos violentos. Y menos ante adolescentes. Así que los chavales deciden actuar por su cuenta y hacerle pagar las deudas al padre agresivo destruyendo su coche con unas bombas que han aprendido a hacer en Internet utilizando restos de pólvora que han encontrado en la granja.


Mientras tanto, el padre médico y defensor de la no violencia debe enfrentarse en Africa a situaciones que le generan un enorme dilema moral: si debe curar a un sanguinario cacique que juega con la vida de las personas y es capaz de rajar a una embarazada para saber quién ha ganado porque ha apostado si será niño o niña. Pese a las presiones de los hombres y mujeres del campamento, decide curarlo pero exige que aleje hombres y armas del campamento. Pero tampoco el gordo asesino aprende la lección y propone violar ya muerta a una de las muchachas que maltrató y que no pudo superar las heridas. Eso descompone al médico que lo arroja del hospital dejándolo en manos de la turba que lo lincha.

Las cosas en casa no van mejor. Los niños siguen adelante con su plan. Construyen la bomba y se la colocan al coche pero no prevén la posibilidad de que alguien pase por allí y uno de ellos, el niño antes acosado, acaba muy malherido al querer salvar a una madre y su hija que hacían footing.


Llegada la historia a ese punto se empiezan a recoger velas y reflexiones de unos y otros. La película tiene un final feliz (salvo en el caso del matón africano) y quizás eso sea lo más ficticio de todo el film. Pero está bien porque las lecciones morales no deben asumirse por temor a las desgracias que puedan estar vinculadas a ellas (sería una malísima pedagogía) sino por su propio sentido y valor.


Hay cosas interesantes en el film. Algunas que me afectan de una manera muy especial: el acoso escolar de los matones y la forma en que los orientadores y la dirección de la escuela minusvaloran el problema. Lo conocen, saben quién lo causa, pero prefieren mirar a otra parte: no hay pruebas claras, no hay denuncias. Incluso llegan a sugerir que puede ser problema del propio acosado por la situación familiar de separación que tienen sus padres. Y cuando el problema se agrava vuelven a desentenderse porque ya es mucho para ellos. Ahí sí le vienen a uno ganas de volverse agresivo y recurrir a la violencia. Porque lo que la escuela hace es otra forma de violencia por inhibición y bobaliconería. Muy bonita es la forma árdua en que el matrimonio separado se reconquista. Sobre todo el esfuerzo del padre, quien por otra parte debió ser quien creó el problema. Pero ese ir poco a poco, siempre pidiendo disculpas, siempre respetando los sentimientos de ella que no se sentía capaz de perdonar, es muy interesante y aleccionador. También lo es la forma en que el padre viudo recupera el aprecio de su hijo, un candidato a psicópata resentido. Sin muchos recursos, teniendo que ocultar su propia insatisfacción personal a favor de la madre muerta, tragándose las insolencias de su hijo. Pero, al final, lo consigue.

Y cuando sales del cine sigues llevando en tu espíritu el retrogusto de cuando has ido pensando. Sigue quedando el aire el gran dilema. El mundo sería mejor sin violencia. Nadie lo duda. Pero no es fácil renunciar a la violencia en contextos violentos. Y, por otra parte, siempre serán violentos si nadie renuncia a la violencia. No es fácil, la verdad.