miércoles, septiembre 23, 2020

Mi inconsciente es un cabrón.

 


Aquella tarde parecía especialmente brillante y soleada. No sé por qué había ido allí, ni qué era aquello, pero estábamos en una playa. Los niños (entiendo que mis nietos) estaban jugando tranquilos con las olas, amables y atractivas en aquel momento. Yo paseaba por la playa mientras les vigilaba y jugaba con ellos. La arena era blanca y brillante, muy gallega; la playa ancha y alargada estaba protegida por un repecho que la rodeaba. No sé cómo explicarlo bien, pero era una imagen lo más parecido a una situación ideal, a una fiesta en el paraíso. La tarde iba avanzando lenta y placenteramente, casi sin enterarse. Es lo bueno que tiene el estar pasándolo bien. Como se iba haciendo tarde, yo ya había avisado a los niños que tendríamos que ir recogiendo para marchar, pero ellos se hacían los remolones porque estaban felices entre chapuzones, carreras y juegos en la arena. Aunque no pensaba mucho en ello,  me sorprendía el silencio que reinaba, que no se sentía a más gente en la playa. Estaba todo demasiado tranquilo, un poco raro. De pronto, me extrañó ver que desde la otra parte del repecho que cerraba la playa aparecía agua, como si estuvieran llegando también olas por aquel lado. Desde la playa no se veía nada al otro lado del repecho que estaba alto desde nuestra posición. Que llegara agua del otro lado (yo pensaba que por allí estaba la tierra) me dejó descolocado. Y el agua seguía llegando, cada vez un poco más fuerte como si estuviera subiendo la marea también por aquel lado. Me empezó a entrar la angustia, “¿agua por allí, cómo puede ser?”; “y, ¿por dónde vamos a salir nosotros?”, “¿estamos rodeados de agua por todas partes? “Y con la marea subiendo… en un rato vamos a estar aislados y sin poder salir, ¿qué hago con los niños, dónde está la orilla?”, “nos vamos nadando, pero ellos no saben… ¿esperamos aquí para que nos vengan a buscar, pero quién va a venir, cómo explico dónde estoy si ni yo mismo lo sé?”. ¡Qué angustia! Miraba para un lado, miraba para otro; me acercaba al repecho y tenía que volverme enseguida porque cada vez el agua que entraba por allí era más amenazante. Curiosamente, los niños parecían menos preocupados, quizás no eran conscientes de lo que estaba pasando. Yo tenía ganas de llorar, de gritar, de morirme; tenía que tomar una decisión y no sabía qué hacer. Todas las posibilidades me parecían malas porque nos llevaban a una desgracia terrible. La cosa se iba alargando y mi capacidad de resistencia estaba llegando al límite. Y entonces caí: “esto es un sueño, me dije, y el cabrón del inconsciente no podía dejarme disfrutar de un sueño relajante, así que tuvo que joderlo una vez más para que todo acabara mal…”. Y ahí en mitad del sinsentido y el agobio, medio desperté maldiciendo al inconsciente. Debía haberme dado cuenta, pensé para mí. Es que este miserable siempre hace lo mismo. Da lo mismo de qué vaya el sueño, siempre hay un momento en que todo se tuerce y entras en un trance de angustia que malogra cualquier satisfacción en el sueño.

No creo que esto le pase a todo el mundo. He tenido mala suerte con el inconsciente que se ha formado en mi interior. Está amargado, frustrado por algo, incapaz de disfrutar de las cosas buenas, aunque sean ficticias y sucedan en el sueño. Es una compañía tóxica. No sé qué hacer con él, la verdad. Si, al menos, alternara los momentos felices y satisfactorios con los más angustiosos e frustrantes, aún te daría oportunidades para reponerte, pero es que siempre va a lo malo, como si no tuviera alternativa, como si lo suyo fuera joder por joder.

Y mira que hay sueños que lo ponen a huevo el pasar un rato bueno, aunque sea en ese mundo onírico en el que las reglas están más difusas y la permisividad no está limitada. Pero da lo mismo que sea un sueño erótico y estés a punto de irte con la pareja ocasional que tanto te ha costado ligar, pues algo pasará que dará al traste con la aventura: no habrá llave, alguien se opondrá, alguna desgracia se interpondrá. La cosa es que no puede acabar bien. De eso ya se encarga el inconsciente. Y si estás en una excursión con amigos, pues algo pasará que perderás el autobús y ellos ya se habrán ido cuando tú llegues. Y si precisas orinar, algo pasará para que todos los baños disponibles estén inservibles y tengas que deambular como alma que lleva el diablo para no mearte encima. Hasta que despiertas (afortunadamente) y puedes hacer tus necesidades en el mundo real, que es lo apropiado. Y si estás soñando en una piscina, el cabrón del inconsciente ya se encargará de que te dé un tirón y las pases canutas para sobrevivir porque nadie te hace caso.


En fin, que no hay puta manera de que puedas tener un sueño, (¡coño que es un sueño, que ni siquiera es una experiencia real!) que acabe bien; uno en el que despiertes con una sonrisa y esa cara de satisfacción de quien ha vivido una aventura gratificante que te ha servido para recuperarte de los desgastes de la vida real. Yo antes los tenía. Era capaz de soñar que podía volar y así recorría largas distancias a poca distancia del suelo y disfrutando de los paisajes que atravesaba; o participaba en congresos y reuniones en los que pronunciaba apreciadísimos discursos; o disfrutaba en aventuras de todo tipo recorriendo el mundo. Entonces yo estaba orgulloso de mi inconsciente, hasta lo admiraba porque era capaz de hacerme decir o hacer cosas brillantes que en la vida real hubiera sido absolutamente incapaz. Me intrigaba de dónde habría sido capaz de sacar tanta información, de cómo conseguía sacar de mí tanta energía y creatividad. Estaba orgulloso de mi inconsciente. Mis sueños eran mucho mejores de lo que mi vida real, la mejoraban, la estimulaban. Por eso me extraña tanto lo que me está pasando ahora. Todos los sueños acaban mal, todos te dejan hecho polvo por la angustia y frustración que generan. No sé si será que también el inconsciente se ha hecho mayor y le ha cambiado el carácter (para mal, por lo que veo), o es el cambio climático o, quizás, la pandemia (aunque esto último no creo que sea, pues mi inconsciente ya era insoportable mucho antes).

En fin, que me tiene jodido. Con lo necesarios que son los sueños para alegrarte la vida y compensar el cansancio de la vida real y aquí estoy yo  con esta mierda de inconsciente que todo se lo toma a mal y se ha especializado en echarme a perder los sueños.    

 

sábado, septiembre 19, 2020

UNO PARA TODOS

 



Había visto el tráiler y me gustó. La estrenaban ayer, viernes. Dudé si esperar a que pasara algún tiempo tras el estreno para poder escuchar algún comentario y así hacerme una idea de qué podía esperarse de la película, pero al final me entraron las prisas y me fui al estreno. Es una peli sobre educación, me dije, nada de retrasos.

Y bien. Sí, de veras. Es una película sin grandes pretensiones ni en el formato, ni en el elenco (de hecho, la mayor parte de los personajes, sobre todo los niños, no son profesionales y eso juega a su favor), ni en la historia. Pero, pese a ello, te atrapa y te llega al corazón. Ilundain, pese a su corto bagaje en la dirección (todo se andará) hace un trabajo estupendo. Y, David Verdaguer, el protagonista Aleix, borda su papel, le da vida y lo convierte en algo tan natural que piensas que te lo vas a encontrar en cualquier momento en el bar o el supermercado del pueblo.

La historia, que la película sitúa en Caspe, un pueblo muy aragonés, quiere contarnos las aventuras y desventuras de un profesor joven que llega de interino a la escuela del pueblo para sustituir a una profesora de baja por embarazo. En realidad, el asunto no es ese, pero hacen bien las guionistas situándolo en ese marco: un profe joven, nuevo e inexperto que llega a una escuela y se encuentra  con un problema de bulling que venía lastrando la dinámica de la clase sin que los docentes se hubieran percatado de ello (porque eso es lo que suele pasar en la realidad, que nadie se entera). Y así se va trenzando la película sobre tres historias: el profe novato, el problema relacional de los niños, los otros profes que no se enteran. Las guionistas aún añaden un 4º problema (la enfermedad), pero, sinceramente, creo que no hacía falta e introduce aspectos de condolencia y morbo que alteran la enorme naturalidad con que, por lo demás, abordan la situación.


Por supuesto, es una película que debería verse en las escuelas e institutos. Sobre todo, por la enorme naturalidad con que van pasando las cosas. Los problemas aparecen como tales y nadie se las da de tener respuestas claras. Todos van aprendiendo. Y, además, todo sucede con una gran naturalidad. En eso, el profe novato actúa como novato y uno acaba sufriendo sus mismas dudas pensándose en situaciones similares a las que él afronta. Los niños y niñas de 6º de Primaria están muy bien, quizás un poco pegados en exceso al papel que les han encomendado, pero lo hacen con mucha naturalidad. Se hacen creíbles.

En definitiva, una película que merece la pena verse. Además, se pasa bien. Tiene detalles muy simpáticos: esa gota de agua desesperante (a punto estuve de ofrecerme yo mismo para buscarla y arreglarlo), ese estar desgarbado y perdido típico del tipo de ciudad que cae en un pueblo, la niña árabe haciendo traducción libre a su madre, en fin… buenos detalles. También detalles pedagógicos en el desarrollo de las clases (con ese guiño a la película El club de los poetas muertos), en las ideas que les propone, en la búsqueda permanente de la cohesión del grupo. Es profe novato, pero con toda la energía y creatividad que ese estatus le concede.

Y por si faltaba algo, cuenta con una buena imagen (un canto a Caspe, al que trata con el mismo cariño que Woody Allen a Nueva York); un ritmo tranquilo, casi de documental, una música muy agradable y un buen guion.  Más que suficiente para los tiempos que corren.

sábado, septiembre 12, 2020

UN DIVÁN EN TÚNEZ

 

Me enamoró el tráiler que había visto en una tarde cinematogáfica anterior. La idea me pareció brillante y las imágenes que seleccionaron hacían prever una comedia tan divertida como las que nos está prodigando últimamente el cine francés. Así que allí estaba en su estreno ayer viernes.

Mereció la pena. Aunque más tranquila y dramática de lo que sugería el tráiler, se pasa bien.  Uno sale del cine con un regusto amargo por la desazón que la pobre colega tiene que pasar para asentarse en su país, pero con esa sonrisa amable que te dejan la situaciones jocosas que se van sucediendo.

Un diván en Túnez es una peli francesa de 2019 que se estrenó ayer en España. Es el primer film de Manele Labidi, una directora y guionista franco-tunecina. La película, titulada inicialmente como Arab Blues, ya se alzó con el premio del público en la sección de Autores del Festival de Venecia. Está protagonizada por Golshifteh Farahani, una actriz y cantante iraní de una especial belleza que pese a su juventud posee un amplio currículum habiendo participado en numerosos films.

La historia es muy sugerente. Una chica tunecina que marcha a Francia con su familia (al menos con su padre, de la madre se sabe poco, salvo que no se lleva bien con su hija). Allí estudia medicina, profesión que después abandona para convertirse en psicoanalista. Y dado que en Francia sobran los psicoanalistas (7 consultas había en la calle parisina donde vivía), ella vuelve a su país para montar allí la suya. Y es lo que intenta hacer en la buhardilla de su casa en un barrio tunecino.

Y ahí comienza la aventura. El reencuentro con su familia extensa y el resto de vecinos (que ya tienen sus propios problemas y no ven con buenos ojos eso de tratar perturbados en su casa); el montaje de la consulta (con el diván como pieza clave y más sugerente); la búsqueda de pacientes y la llegada de los primeros (cada uno con su propio imaginario sobre lo que ofrecía la señora Selma); la aparición de los problemas administrativos con la policía y la  burocracia de por medio… en fin, todo un enredo, mitad cómico mitad trágico que está a punto de enloquecer a la propia terapeuta.

Llama la atención la pésima imagen que la película transmite sobre Túnez, una excolonia francesa que debería haber alcanzado otras cotas de eficacia en en el film no aparecen. Y eso que la historia se sitúa en el Túnez posterior a la revolución de la “primavera árabe”. Quizás se haya buscado el esperpento para reforzar la vis cómica de la  historia, pero aún así, la imagen de la policía, de los funcionarios, de la burocracia resulta bastante cruel,  al menos vista con los ojos occidentales de hoy en día. Con todo, las dificultades se asumen como algo menor y que hay que llevar con paciencia, buscando los recovecos que las propias grietas del sistema permiten. Como si aquella fuera una forma de vida a la que uno acaba acostumbrándose. Y la película acaba pareciéndose así a una especie de documental costumbrista. Esperemos que exagerado.

Una historia que se ve iluminada por la imagen de la protagonista y del rol que desempeña. Su belleza especial (ese rostro que atrae y tranquiliza), su carácter contemporizador (algunas europeas sin ese ADN árabe habrían estallado ante algunas de las insinuaciones que recibe), su empatía a prueba de cualquier desvarío, su energía… Desde luego, la Farahani, aparte de su propia imagen y fotogenia, se ha trabajado muy bien el papel que escenifica y lo hace creíble.

En fin, una película amable y simpática. Con escenas inolvidables en la consulta (a saber lo que cada quien se puede imaginar que sucede teniendo a mano un diván y una francesa) y con cargas de profundidad sobre la realidad tunecina.

Me gustó, así sin echar cohetes. Ya se la he recomendado a mis amigos psicoanalistas.