Hay que ir al cine, eso está
claro. Se echa de menos esa hora y media de voyerismo y espectáculo que te saca
de ti mismo (bueno, es un salir y entrar permanente porque acabas viviendo la
historia que se narra en el film e incorporándote a ella, poniéndola en
contraste con tu propia existencia). Y divirtiéndote si la peli es buena. Pues
eso, que lo echas de menos. Y después de tantos meses de pandemia y ausencia
vacacional fue llegar a casa y comprar las entradas para esa misma tarde en La
Boda de Rosa, el último film de Icíar Bollaín.
Como la han estado anunciando
insistentemente en la tele (supongo que tratando de neutralizar la pereza por
salir que nos ha dejado la pandemia), ya sabíamos el eje central del argumento:
una señora que se quiere casar con ella misma. La propuesta resultaba original.
Que la dirija la Bollaín, también era un punto a favor. Así que, mascarillas en
ristre, allá nos fuimos. Y…

Pero dicho lo dicho (mera
catarsis personal), también he de reconocer que el film y la historia que
cuenta tienen su mérito. Bollaín cuida mucho sus montajes y, efectivamente, es
bien sabido que ella tiene su argumentario y de él impregna sus pelis. Nada que
objetar a eso. Y como ya señalé, estoy convencido de que eso es, justamente, lo
que muchos de sus fans esperan de ella.
En cualquier caso, tengo que reconocer
que la idea es original y que la historia da para muchos enredos. Candela Peña está
excelente y saca a relucir lo mejor de sus registros, aunque en algunos casos
eso le lleve a sobreactuar. Y lo mismo sucede con Paula Usero, su hija. Más
comedidos en sus papeles están Sergi López y Nathalie Poza, sus hermanos. En su
caso, el problema surge con la inconsistencia de su papel: una vez que se
definen al inicio del film, cuadra poco su actuación a medida que éste va
avanzando. Pero en fin, en la vida también somos así y vamos reaccionando muy
en consonancia con lo que sucede y no solamente con lo que somos.
Que una mujer (o un hombre)
quiera casarse consigo misma resulta algo extraño, pero no es mala idea. No se
entiende muy bien en estos tiempos de desprecio por el matrimonio y los papeles
pero, en fin, ella tampoco es joven (está en sus 45) y eso puede hacerle tilín.
Cuando todo a tu alrededor se descontrola, cuando vas abandonando todos tus
anhelos y sueños para poder cumplir los de quienes te rodean, la idea de rescatarte
y escapar es una opción muy apetecible. De hecho, no son pocos los que lo
hacen. Y, como sucede en el film, lo problemático es romper las amarras,
decírselo a tu gente sin que lo vivan como una deserción, gestionar la huida. Por
algo se dice que vivimos en red, que lo que nos sitúa en el aquí y ahora no es
una amarra simple sino un conjunto de vínculos que nos unen a las personas y
las cosas como si fueran potentes chupones. Rosa quiere escapar de esas arenas
movedizas que la van consumiendo y para ello organiza su boda con todo lo que
tiene de espectáculo, de asamblea familiar, de acto público que avale su
compromiso consigo misma. Obviamente nadie a su alrededor entiende su proyecto
y en el marco de esa confusión se va desarrollando la historia. Es una bonita
historia, con sus momentos simpáticos junto a otros más sentimentales. Y al
final, como no podría ser de otra manera, todo acaba bien.
Y así podemos salir del cine con
una sonrisa en los labios. Y con el mensaje feminista resonando en la cabeza:
las mujeres tenemos que cuidarnos, respetarnos, atendernos, querernos. No sé si
en el silencio quedaba la coletilla del “porque si no lo haces tú, nadie lo
hará por tí…”. Pero quizás sean solo imaginaciones mías.
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