viernes, agosto 19, 2016

Omran




Probablemente no conseguimos entender bien qué significa una guerra hasta que vemos fotografías como esta. Un niño pequeño en estado de shock ante algo que él ni comprende ni puede valorar. Algo de lo que ni siquiera puede huir. ¿En qué pensará la pobre criatura? No llora, no llama a sus padres, no pide nada. Ahí lo tenemos, en la más absoluta desolación sin saber qué le ha sucedido o qué sucede a su alrededor. Puede que su pensamiento esté seco y embarrado como su mirada. ¡Pobre criatura!
Ése es el problema de las guerras. Escuchas el telediario y te cuentan que uno u otro de los contendientes ha atacado un lugar; te muestras bombas cayendo, edificios explotando, nubes de polvo llenando el vacío de los destrozos. A veces, hasta mencionan el número de muertos ajenos, como si fuera un triunfo. Todo en un lenguaje técnico destinado a conformar los espíritus y ahuyentar las emociones. Y así día tras día. Pero, de pronto, aparece un Omran y todo el castillo de la conformidad se viene abajo. Efectos secundarios, los llaman en ese lenguaje técnico, pero son puñaladas en la conciencia de la gente de bien. 

La gente, eso que somos nosotros, entramos también en shock; convertimos la imagen en mensaje viral en las redes; volvemos a repasar y repensar nuestro catálogo de buenas creencias; nos sentimos conmocionados… pero poco más podemos hacer. O quizás sí, no sé. Supongo que cada uno lo vive de una manera diferente. Lo que yo siento en este momento no es tanto la necesidad de reclamar al mundo que se paren las guerras porque es algo que ni siquiera llego a imaginar. Lo que me emociona es el propio niño, su estado, el verlo así, tan desamparado, tan impotente. Y eso que él ha tenido suerte porque está vivo y, probablemente, superará esta desgracia.

Se dice que cada rostro es un milagro. El de Omran, lo es. Es toda una reclamación de humanidad. Estamos en el año de la Misericordia. Esta carita de Omran vale por toda una encíclica. Ese es el gran poder emocional de la infancia. Ahora es Omran, hace unos meses lo fue Aylan. Dos niños sirios capaces de expresar la barbarie en la que se mueve nuestra civilización. Ojalá estas cosas no dejen de emocionarnos. No podemos acabar con ellas pero no podemos acostumbrarnos a convivir con ellas. Son gritos demasiado desgarradores en medio de la comodidad de nuestras vacaciones de verano.

lunes, agosto 15, 2016

LOS AMIGOS




El verano es una buena época para pasar una especie de ITV (esa inspección técnica a la que han de someterse periódicamente nuestros coches). A lo que se ve, parece que hasta las relaciones consolidadas se reblandecen con el sol y llegan las crisis veraniegas. Acabo de leer una vez más (el dato es conocido) que un tercio de todas las separaciones (de matrimonios o parejas) se producen en Septiembre, justo después el periodo de vacaciones. Eso de que el roce hace el cariño, no debe ser cierto del todo. O debe tener sus umbrales, por encima de los cuales, el mucho roce más que cariño lo que produce son cicatrices.
Pero me he animado a entrar en este tema, no tanto por la noticia de los efectos del verano en las parejas sino por un interesante artículo de Arcadi Espada en El Mundo de ayer (original esa especie de correspondencia crítica que mantiene con su virtual “liberada”, le permite un estilo literario juguetón y personal). Además, siempre te aporta ideas y frases de autores interesantes. Se curra bien los textos. Me encantó en este, la cita de Jules Renard:  no hay amigos, sino instantes de amistad”. No estoy de acuerdo. Tengo muchos amigos de muchos años; de esos que permanecen latentes y sin contactos durante meses pero eso no es óbice para que la amistad se mantenga. Aunque quizás sea eso, justamente, lo que quiere decir la cita. Pero, por otra parte, no deja de ser verdad que la amistad no es una cualidad que se mantenga por sí sola, precisa de actos de amistad que la alimenten; esos momentos en los que la condición de amigo o amiga deje de ser platónica y se convierta en algo objetivo, palpable (y nunca mejor dicho). Muy interesante, también, la explicación de Montaigne sobre la razón de su amistad con La Boétie: “porque era él, porque era yo”. Y es verdad, a veces ésa es la única explicación. Y no es una mala explicación. Se es amigo de alguien porque él es como es y yo soy como yo; porque yo soy capaz de encontrar en él algo que sintoniza conmigo o, quizás (ahí la reciprocidad) porque él o ella es capaz de encontrar en mí algo con lo que sintoniza, aunque sea un espejismo del que luego nos hayamos de arrepentir.
El artículo parte de un experimento sociológico en torno a la distancia afectiva con que nos posicionamos con respecto a nuestros compañeros/as de clase o trabajo. Se trata de una prueba en la que los miembros de un grupo (una clase, un club, un equipo, un departamento de una empresa, un conjunto de gente que trabaja o actúa como grupo) valora su mayor proximidad o lejanía personal (con 5 grados que van desde un no lo conozco  a un es mi mejor amigo). El experimento, un sociograma típico, no tiene nada de nuevo y lo hemos utilizado muchos profesores para conocer mejor a nuestros estudiantes y la estructura de los grupos con los que trabajamos. Suele tener efectos positivos y, también, algunos negativos. No siempre es bueno saber lo que los demás piensan o sienten sobre ti. En unos casos, porque te crees más importante para ellos de lo que realmente eres (los afectos y las preferencias son siempre muy vulnerables de circunstancias variables); en otros casos, porque refuerzan el sentimiento de irrelevancia o de soledad que algunas personas sienten. 
Con todo, resulta una exploración interesante más que por los datos objetivos que la investigación mencionada aporta (son muy pocos sujetos y este tipo de variables resultan muy dependientes del contexto donde se analizan, lo que significa que esa misma prueba pasada a otros grupo diferente daría, o no es descartable que los diera, resultados bastante diferentes). Así  y todo, como esto no es un trabajo científico, podemos elucubrar sobre esos resultados. A mí me parece muy interesante (y tranquilizador) que mis percepciones  coincidan en el 53% de los casos con la que mis colegas tienen de mí. Es decir, aquellos que yo valoro como desconocidos, me meten a mí en la misma categoría y, más importante aún, aquellos que yo valoro como mis mejores amigos también me escogen a mí como uno de sus mejores amigos. Que esa tasa de reciprocidad llegue al 53%, me parece bastante aceptable. Es decir, deja suficiente entropía e inseguridad como para que las cosas puedan cambiarse.
Uno quisiera ver el vaso “medio lleno”: que algunos que yo solo considero como conocidos me tengan a mí como amigo y algunos que yo pueda considerar como simples amigos, digan de mí que soy un buen amigo o quizás uno de sus mejores amigos (esto no debe resultar fácil, creo yo: llegar a ser un mejor amigo lleva implícita la idea de la reciprocidad, que ambos lo sepamos, que nos lo hayamos dicho o, al menos tengamos alguna evidencia al respecto). Claro, que el vaso también puede estar “medio vacío” y te puedes encontrar con que personas que tú considerabas amigas o muy amigas, resulta que te sitúan a ti en la categoría de conocido, sin más. ¡Qué frustración, qué ganas de mandarlos al carajo!
Dos cuestiones se me plantean en esta historia.

La primera tiene que ver con la propia condición de reciprocidad. ¿Es bueno que las relaciones y su intensidad sean recíprocas? En uno  de mis últimas entradas al blog, traje a colación la idea del amor que McCullers describía en su novela “La balada del café triste”. Para él, la  reciprocidad no existe y cada amante va estableciendo su propio recorrido al margen del que sigue su partenaire. ¿Sucederá lo mismo con la relación cotidiana y con la amistad? Yo siempre creí que no, que mis amigos continuarían siendo mis amigos al margen de lo que ellos sintieran con respecto a mí. Y en algunos casos ha sucedido algo así, he logrado mantener una buena relación incluso con gente de la que sentía que se había alejado mucho de mí. Debe ser la edad, pero últimamente me siento menos capaz de hacerlo y mi experiencia actual es muy ambivalente porque tengo la impresión de que, consciente o inconscientemente, tiendo a buscar esa reciprocidad. Es decir tiendo a hacerme más amigo de aquellos/as que me consideran más su amigo; y tiendo a enfriar mi relación con aquellos/as de los que siento que también enfriaron la suya con respecto a mí. Quizás por eso, con el paso de los años, el círculo de meros conocidos se va ampliando y el de los amigos se va reduciendo. No sé si les pasará eso a todos. Algo de eso debe querer decir Arcadi Espada cuando señala que “las circunstancias, los trabajos y los días van distribuyendo las personas alrededor de las edades”.
La segunda cuestión (el ruido de las olas en mis paseos de estos días permite dejar divagar la mente y pensar en estas cosas) es algo más sofisticada y tiene que ver con la cuestión del género. No es que vaya a hacer un discurso feminista, Dios me libre, pero me pregunto qué varía, en este contexto, si en lugar de hablar de amigos (así, en ese neutro genérico) hablamos de amigos y amigas. Desde luego, para un hombre no es lo mismo hablar de “mi mejor amigo” a hacerlo de “mi mejor amiga”. Y, supongo, también sucede eso a la inversa. Las relaciones entre hombres y mujeres difícilmente son neutras porque están siempre muy connotadas por otras cualidades. O quizás no. En todo caso, debe ser bien jodido que aquella a la que yo considero mi mejor amiga (¿puede existir una mejor amiga, así, sólo como amiga?) me considere a mí como un mero conocido o como un amigo, sin más. Y debe ser la leche que aquella persona a la que tú consideras una simple amiga te considere su mejor amigo. La cosa es qué haces, entonces. ¿Cómo descodificas esa cosa tan ilusionante como desconcertante de ser el mejor amigo de una amiga?
En fin, aún tengo tema para ronronear mentalmente durante dos o tres paseos.