viernes, marzo 24, 2023

MACHUCA

 


 Nuestra última película (22-03-2023) en este ciclo de CINEDUCA ha sido la chilena Machuca. Película del 2004 dirigida por Andrés Wood, que forma parte, también del equipo de guionistas. Wood es uno de los grandes cineastas chilenos, con películas tan notables como Historias del fútbol (1997), La fiebre del loco (2001), La buena vida (2008), Violeta se fue a los cielos (2011) o Araña (2019). Ha ido recogiendo numerosos galardones en cada una de las producciones que nos  ha ido ofreciendo, antes y después de Machuca. La película llega, por tanto, a nuestro ciclo con buenos avales.

El guión de la película lo construye Wood recurriendo en parte a su propia historia. El asistió  en Santiago al colegio católico Saint George que tuvo como director al sacerdote Gerardo Whelan a quien pudo conocer allí.  Ese director carismático fue destituido tras el golpe y sustituido por un militar.La película se la dedica a su memoria y así se hace constar al final de la película.

Sobre esa experiencia (que debió quedarle muy grabada en su memoria) construye el guión. Nos cuenta la historia de dos muchachos, pertenecientes a clases bien diferentes (clase media alta uno; clase baja, el otro), que se encuentran como compañeros de clase en un colegio privado religioso (y, por tanto, frecuentado habitualmente por hijos de familias con recursos económicos) que ha iniciado un proyecto educativo que incluye una experiencia novedosa de integración social. Un grupo de niños de clases bajas se incorporan al colegio. Más que en cuestiones de tipo didáctico o vinculadas al aprendizaje, la película se centra en ese aspecto concreto de la vida del colegio: ¿es posible una integración entre chicos provenientes de contextos y situaciones tan diferentes y enfrentadas?

Esa era, realmente, la pregunta que se hacían en Chile en todos los órdenes de la vida. La vida era ya compleja en un país dividido en posturas ideológicas y políticas muy enfrentadas. Todo hacía prever que el conflicto estallaría pronto. El Colegio St Patrick, con toda la ingenuidad y tenacidad de su director irlandés, el padre Mc Enroe, está dispuesto a aportar su granito de arena para evitarlo. Pero todo es demasiado difícil, la fractura social es demasiado fuerte. A los problemas típicos de la convivencia entre los adolescentes se añade, en este caso, ese poso de prejuicios e incomprensiones que cada uno de ellos ha ido inoculando en su entorno familiar y social. Las asambleas de padres son palestras de lucha y contrastes viscerales. Un claro reflejo, por otra parte, de lo que también sucedía en las calles con manifestaciones y luchas. Difícil llegar a una integración adecuada y constructiva.

Probablemente, las cosas hubieran mejorado en el colegio con un poco más de tiempo y experiencias positivas de encuentro. Pero no tuvieron tiempo. Los militares dieron el golpe de estado y, entonces, todo se fue al carajo. La media hora final de la película es todo un recital de violencias, un apocalipsis sin sentido. A uno se le hunde el mundo y la moral si compara la ingenua voluntad del director de colegio por conseguir algún avance en la paz social, con la postura del militar que se arroga el liderazgo posterior. Y más aún si se encuentra con la violencia extrema de los soldados. La verdad, se sale del cine con un pesar y un dolor interior inconmensurable. De hecho, finalizada la película, ni siquiera fuimos capaces de mantener un diálogo posterior, para frustración de Antón Porteiro que era el animador de la sesión.

 Con todo, la película es buena. Buena técnicamente: fotografía estupenda con momentos de documental (las vistas de las diversas zonas, ricas y pobres, de la ciudad, las secuencias del ataque al palacio de la moneda); otros momentos de reportaje (las manifestaciones) y momentos de ficción (las clases y la vida del patio, la asamblea de padres y madres, la vida familiar en los dos estratos sociales, etc.). La música excelente. El guión es rico, aunque con un lenguaje chileno tan cerrado que hay secuencias enteras que apenas se entienden (precisaría subtítulos). Los actores principales, los dos niños, Pedro Machuca (Matias Quer) y Gonzalo infante (Ariel Mateluna) hacen un papel fantástico y lleno de matices. Su recorrido personal de tránsito de la adolescencia púber a la juventud es hermoso. Y en esa evolución que ellos recorren desde la amistad, a la atracción sexual de su compañera (Manuela Martelli: fantásticos los besos de leche condensada que suponen su gran hallazgo erótico), y de ahí, nuevamente, a la incomprensión, el desprecio y la lejanía, sitúa Wood el reflejo de la dificultad de un cambio social y personal. También hace un gran papel el director del colegio (Ernesto Malbrán). Interviene Federico Luppi, pero su personaje es secundario y su participación poco añade a la historia. El ritmo del film es vibrante y con una gestión de actores que te mantiene en vilo. Wood se recrea mucho en las acciones, buscando los detalles, poniéndonos en contexto. Eso hace que algunas escenas se alarguen y, al final, el film se va, siguiendo la moda actual, a las dos horas.

¿Qué decir de la dimensión educativa de Machuca? No sé si se puede decir que sea una película estrictamente educativa, pero desde luego permite un gran debate sobre la educación. De la educación como misión social, más que de la educación como tarea didáctica. La gran cuestión pedagógica que aletea en el film es ¿qué puede hacer la educación en un contexto de ruptura social? Y la respuesta implícita que da es que no puede hacer nada. Respuesta desesperanzada que agrada poco a quienes vivimos la educación desde dentro.

Quizás habría que señalar, en primer lugar, que el proyecto educativo del St Patrik es bien intencionado, pero está poco planificado. Las cosas no se hacen así. No se trata de meter, sin más, a niños “pobres” o “diferentes” en una clase o un contexto institucional habituado a funcionar en otras coordenadas. De esa manera, se les condena a una doble inadaptación: ya la traían de sus familias marginadas y, ahora, se ven insertos en un ecosistema que no es el suyo y en el que ellos son, nuevamente, la parte débil. No se ve que ni los docentes, ni el propio colegio hagan nada para apoyar el proceso, para cambiar la cultura previa. Es ingenuo pensar que el convencimiento personal del director o sus bellas palabras resulten suficientes. O que lo sea el mero acto protocolario de pedirse perdón. Para que algo cambie (sobre todo si es algo tan valioso y central en el comportamiento humano como la comprensión y el apoyo mutuo) es necesario que todo cambie. Y eso no sucede en el St Patrik.

La palabra machuca se emplea bastante en Navarra, mi tierra. Seguramente como acepción derivada de machacar. Algo te machuca cuando te rompe por dentro (un accidente, una desgracia, un mal negocio). Estar machucado es estar destrozado. Esa sensación se parece mucho a la que me produjo la película. A mí como a casi todos los que asistimos a la sesión final del ciclo, Machuca nos dejó machucados. Alguien hizo la observación de que para el próximo ciclo busquemos una película final un poco más optimista y que nos deje a todos un buen sabor de boca. Buena idea.

MATRIA

 

Me resulta especialmente difícil comentar esta película por el torbellino de sensaciones que me ha producido tanto su visionado como su análisis posterior al escuchar y leer los comentarios que se han hecho de ella. Supongo que eso no es malo para la propia película, que genere debate, que se alabe y critique con intensidad. Debe estar contento Alvaro Gago, su director, por haber suscitado tanto interés en su ópera prima.

La idea de la que parte la película ya la había trabajado Gago en un documental anterior que llevaba el mismo título. Supongo que fue el éxito de aquel documental (Gran Premio del Jurado en cortometrajes Sundance 2018), lo que le impulsó a convertirlo en largometraje. La película está protagonizada por la actriz gallega María Vázquez (premio a la mejor actriz femenina en el festival de Málaga 2023) que hace un auténtico papelón y es quien llena toda la película.

La historia nos describe la vida complicada de Ramona, una mujer enérgica y estresada de la costa arousana. La vida no ha sido fácil para ella y debe armar un complejo puzzle vital para para lograr sobrevivir en lo personal, lo familiar y lo laboral. Como ninguno de esos tres mundos le funciona bien, su vida se convierte en un ajetreo y un agobio constante, hasta que decide romper amarras y buscarse otra vida que la película ya no nos aclara si es mejor o peor.

La película está bien. Agobiante pero bien construida. La imagen es buena y correcta. Nos ubica en el hermoso contexto gallego; el elenco de actores cumple su papel, aunque todos ellos quedan minorizados por el gran poder expresivo de la protagonista. La música es adecuada y acompaña bien la historia. En sintonía con el estrés y desasosiego que vive la protagonista, el ritmo de la película es acelerado, un ajetreo constante, un ir y venir en coche de un lado a otro, un viacrucis de muchas estaciones buscando trabajo y consuelo.

En realidad, el juicio sobre la película tiene que ser bueno pues ha cumplido con creces los estándares que se le pueden pedir a un film. Quizás no para catalogarlo de excelente, pero si como bueno. Más compleja resulta su valoración, cuando uno desea analizar el film en cuanto al sentido de la historia y su valor como mensaje, cosa que muchos de los y, sobre todo, las analistas hacen. Es esa interpretación la que a mí ha acabado irritándome.

 Empezaré confesando que nosotros, que somos gallegos (bueno, yo gallego de adopción) y vivimos en Galicia, salimos del cine con una sensación agridulce. La película estaba bien, pero sales desanimado. Nos preguntábamos por qué el cine gallego, que es un buen cine, se empeña tanto en contar historias deprimentes. Sea que se sitúen en contextos rurales o urbanos, pareciera que la cultura gallega es una cultura anclada en lo pobre, desfavorecido, problemático, antiguo. Es como si se asumiera que la cultura gallega lleva en su ADN un cierto toque depresivo. Ya pasó eso con “As Bestas” de Sorogoyen. Pese a los méritos reconocibles en el film, mucha gente quedó desencantada por la imagen que se daba de Galicia. Y algo parecido sucedió antes con “Lo que arde”, de Laxe. Seguramente este comentario peca de generalista e infundado porque también debe haber otras películas mucho más luminosas y optimistas, pero llama la atención escuchar a tanta gente su insatisfacción.

Pero lo que me resulta más chocante es la lectura feminista que se ha hecho del trabajo de Gago. La idea viene a ser que la historia que se describe en la película es un buen reflejo de la vida real. Ramona está “casi” condenada a vivir así porque es mujer, es gallega, es trabajadora y es madre (madre soltera, además). Y, aunque se dice entre líneas (en algunos casos de manera explícita), eso le sucede porque su pareja es un borrachuzo indolente, sus patrones unos explotadores y su yerno un tipo del que se dice poco, pero todo suena a que sea un aprovechado de poco fiar. Y esa extrapolación me parece muy fuera de lugar. A quienes hacen esos comentarios, probablemente, les parecería irreal y casi inmoral que en lugar de llamarse Ramona, el protagonista se llamara Ramón y fuera un tipo normal y estresado de 50 años al que le pasa más o menos lo que le sucede a ella. Esa lectura sesgada es lo que molesta. Porque en la película salen otras muchas mujeres, también gallegas, también trabajadoras y, probablemente, algunas de ellas también madres. Y no viven esa vida o no la viven como Ramona. Es decir, la historia que se cuenta es la historia de Ramona. Quizás haya otras mujeres (y otros hombres) que viven situaciones similares a las de Ramona, pero, en modo alguno es ese el patrón que las mujeres gallegas, trabajadoras y madres se ven condenadas a vivir.

Se llama sinécdoque ese error lingüístico (pero también lógico y cultural) de tomar la parte por el todo y creer que cada caso es el reflejo de todos los casos. No sé cuál fue la intención de Gago al diseñar el guión. Él ha contado en una entrevista que ha querido contar la historia de una amiga suya que pasó por situaciones parecidas a las que se cuentan en la película. Es decir, es la historia (algo novelada, supongo) de una mujer concreta. Eso parece justo. No es la historia de las mujeres. Ni los personajes masculinos que aparecen pretenden ser el retrato robot de las figuras masculinas del entorno en que se mueve la protagonista.

Al final, eso es el cine: tener una historia, construir a partir de ella un guión y traducirlo en imágenes. Ir más allá de eso es responsabilidad de quien hace la extrapolación. Desde luego cada quien puede decir lo que le parezca más oportuno y adecuado. No faltaría más. Y esa posibilidad es la que me permite a mí sentirme incomodado con tamañas generalizaciones. Y poder decirlo.

sábado, marzo 18, 2023

ÉL ME LLAMÓ MALALA

 

La cuarta película de nuestro ciclo de CINEDUCA fue el documental de Davis Guggenheim, He named me Malala (2015). Esta prevista, intencionalmente, para el día 8 de marzo (día de la mujer) pero el fallecimiento del Presidente honorífico del Ateneo nos obligó a trasladarla al día 17.

Desde el punto de vista técnico es un hermoso trabajo en el que se combinan ficción y realidad, documento periodístico y dibujos animados, presente y pasado. Y ese juego de lecturas diferentes de la realidad se lleva a cabo con transiciones muy bien desarrolladas no te sacan de la historia. Más bien al contrario, te ayudan a entender mejor lo que el film quiere transmitir.  Por otra parte, aún siendo una historia realmente dramática, el relato no se contamina de ese toque gore de algunos documentales. El propio relato resulta lo suficientemente dramático como para que se precise de argumentos visuales escatológicos. De hecho, no aparece el atentado ni los actos de terror que se relatan. Vemos sus efectos. No se precisa más.

El film se inicia con una historia de tradición pastún que resalta el valor de una niña que subida a una montaña arenga a sus soldados que huían y acaba muriendo ella misma en la batalla. Su nombre era Malala. El mismo nombre que su padre le puso a ella cuando nació., quién sabe si presagiando lo que su pequeña sería capaz de hacer.

La figura del padre es central en la historia de Malala. Él, se hizo consciente de que no se podía callar ante los acontecimientos dramáticos que se iban produciendo en su país, Pakistan. Callar significaba mentir y rendirse. Vinculó la maldad a la ignorancia y eso le llevó a construir una pequeña escuela y a participar en el debate público. En esa escuela y en ese contexto nació y creció Malala. Y su fe en la cultura y en el testimonio valiente se formaron también allí. Pero todo se fue haciendo demasiado peligroso para toda la familia y acabaron deambulando por diferentes domicilios hasta tener que marchar de su país.

La cuestión es que los talibanes no podían soportar su empeño activo en favor de las escuelas y de la educación de las niñas a las que habían prohibido acudir a ellas. Y juraron vengarse de la forma en que ellos solían, con destrucción y muerte. Y así fueron destruyendo escuelas y matando a quienes mostraran alguna oposición a sus dogmas. La propia Malala se hizo acreedora de esa condena y dispusieron que muriera en el autobús que la trasladaba a la escuela. Le dispararon en la cabeza, pero milagrosamente sobrevivió, no sin quedar desfigurada y muy afectada pues la bala entró en su cerebro. La cosa es que no murió y tras una larga recuperación se convirtió en aquella otra Malala de la historia pastún que arenga, en cuanto foro se le ofrece, en favor de la escolarización de las niñas y del valor superior de la cultura. Ese esfuerzo le valió el Nobel de la Paz del 2014.

 Ya se señaló que el film, y aunque las críticas no hayan sido benevolentes con él, posee desde el punto de vista técnico un gran interés. Ritmo, imagen, sonido, todo está conjugado con gran dominio del lenguaje visual. No le faltaron reconocimientos públicos y tampoco hay que olvidar, como recordó Juana María Otero, la presentadora del documental, que Guggenheim es el autor de algunos de los mejores documentales realizados hasta la fecha.  Pero, obviamente, de lo que nos interesa hablar aquí es del valor de su historia en el contexto de la educación. Varios aspectos fueron apareciendo a lo largo del debate:

-el protagonismo de la niña y su poder traducido en constancia y alto nivel de compromiso. Ella pudo dejarlo e inhibirse pues era consciente del peligro que corría, pero sus temores se fueron disipando emulando la fuerza de su padre y su propio convencimiento. Y tras el accidente, queda de manifiesto su gran capacidad de resiliencia. Produce congoja pensar en el dolor físico y el malestar psicológico que tuvo que sufrir al ver su estado y los efectos del atentado sobre su cuerpo.

-el perdón a sus asesinos. Ella lo repite varias veces: no les guarda rencor, no ha perdido energía en odiarlos. Considera una tragedia lo que está sucediendo en su país (y en otros muchos que limitan la educación de las niñas) y por eso han organizado una Fundación y viaja por los países haciendo de la Malala arengadora, pero eso no tiene que ver con el odio. Odiar no resuelve los problemas.

-la idea de que el gran objetivo del terror es, justamente, ése, aterrorizar, infundir el temor en las personas para hacerles incapaces de actuar, de rebelarse. Al terror se le puede vencer con más terror por la parte contraria (ya se intentó, como refleja el film, a través del ejercito pakistaní), pero también puede hacerse a través del convencimiento, del negarse al miedo, del compromiso con la verdad (aunque resulte difícil de concretar pues unos y otros creen estar defendiendo la verdad). Pero toda la saga de los Yousafzai (desde el abuelo, el padre y después Malala) fueron capaces de vincularse a ese compromiso con la verdad, superando los miedos.

Y sobre todo lo dicho, lo que el documental y la historia de Malala transmite es un gran canto a la educación y a su valor para construir un mundo justo y libre. “Un niño, un profesor, un libro y un bolígrafo pueden cambiar el mundo”, dice Malala en una escena. Y, si nos referimos a las niñas en particular, la aseveración es todavía más pertinente. Es bien sabido que educar a las niñas tiene más impacto social que hacerlo con los niños, por la mayor implicación  educativa que ellas siguen ejerciendo sobre los hijos. Dejar a las niñas fuera de la escuela y de la educación es un drama irreparable en lo que se refiere a las siguientes generaciones.