sábado, marzo 18, 2023

ÉL ME LLAMÓ MALALA

 

La cuarta película de nuestro ciclo de CINEDUCA fue el documental de Davis Guggenheim, He named me Malala (2015). Esta prevista, intencionalmente, para el día 8 de marzo (día de la mujer) pero el fallecimiento del Presidente honorífico del Ateneo nos obligó a trasladarla al día 17.

Desde el punto de vista técnico es un hermoso trabajo en el que se combinan ficción y realidad, documento periodístico y dibujos animados, presente y pasado. Y ese juego de lecturas diferentes de la realidad se lleva a cabo con transiciones muy bien desarrolladas no te sacan de la historia. Más bien al contrario, te ayudan a entender mejor lo que el film quiere transmitir.  Por otra parte, aún siendo una historia realmente dramática, el relato no se contamina de ese toque gore de algunos documentales. El propio relato resulta lo suficientemente dramático como para que se precise de argumentos visuales escatológicos. De hecho, no aparece el atentado ni los actos de terror que se relatan. Vemos sus efectos. No se precisa más.

El film se inicia con una historia de tradición pastún que resalta el valor de una niña que subida a una montaña arenga a sus soldados que huían y acaba muriendo ella misma en la batalla. Su nombre era Malala. El mismo nombre que su padre le puso a ella cuando nació., quién sabe si presagiando lo que su pequeña sería capaz de hacer.

La figura del padre es central en la historia de Malala. Él, se hizo consciente de que no se podía callar ante los acontecimientos dramáticos que se iban produciendo en su país, Pakistan. Callar significaba mentir y rendirse. Vinculó la maldad a la ignorancia y eso le llevó a construir una pequeña escuela y a participar en el debate público. En esa escuela y en ese contexto nació y creció Malala. Y su fe en la cultura y en el testimonio valiente se formaron también allí. Pero todo se fue haciendo demasiado peligroso para toda la familia y acabaron deambulando por diferentes domicilios hasta tener que marchar de su país.

La cuestión es que los talibanes no podían soportar su empeño activo en favor de las escuelas y de la educación de las niñas a las que habían prohibido acudir a ellas. Y juraron vengarse de la forma en que ellos solían, con destrucción y muerte. Y así fueron destruyendo escuelas y matando a quienes mostraran alguna oposición a sus dogmas. La propia Malala se hizo acreedora de esa condena y dispusieron que muriera en el autobús que la trasladaba a la escuela. Le dispararon en la cabeza, pero milagrosamente sobrevivió, no sin quedar desfigurada y muy afectada pues la bala entró en su cerebro. La cosa es que no murió y tras una larga recuperación se convirtió en aquella otra Malala de la historia pastún que arenga, en cuanto foro se le ofrece, en favor de la escolarización de las niñas y del valor superior de la cultura. Ese esfuerzo le valió el Nobel de la Paz del 2014.

 Ya se señaló que el film, y aunque las críticas no hayan sido benevolentes con él, posee desde el punto de vista técnico un gran interés. Ritmo, imagen, sonido, todo está conjugado con gran dominio del lenguaje visual. No le faltaron reconocimientos públicos y tampoco hay que olvidar, como recordó Juana María Otero, la presentadora del documental, que Guggenheim es el autor de algunos de los mejores documentales realizados hasta la fecha.  Pero, obviamente, de lo que nos interesa hablar aquí es del valor de su historia en el contexto de la educación. Varios aspectos fueron apareciendo a lo largo del debate:

-el protagonismo de la niña y su poder traducido en constancia y alto nivel de compromiso. Ella pudo dejarlo e inhibirse pues era consciente del peligro que corría, pero sus temores se fueron disipando emulando la fuerza de su padre y su propio convencimiento. Y tras el accidente, queda de manifiesto su gran capacidad de resiliencia. Produce congoja pensar en el dolor físico y el malestar psicológico que tuvo que sufrir al ver su estado y los efectos del atentado sobre su cuerpo.

-el perdón a sus asesinos. Ella lo repite varias veces: no les guarda rencor, no ha perdido energía en odiarlos. Considera una tragedia lo que está sucediendo en su país (y en otros muchos que limitan la educación de las niñas) y por eso han organizado una Fundación y viaja por los países haciendo de la Malala arengadora, pero eso no tiene que ver con el odio. Odiar no resuelve los problemas.

-la idea de que el gran objetivo del terror es, justamente, ése, aterrorizar, infundir el temor en las personas para hacerles incapaces de actuar, de rebelarse. Al terror se le puede vencer con más terror por la parte contraria (ya se intentó, como refleja el film, a través del ejercito pakistaní), pero también puede hacerse a través del convencimiento, del negarse al miedo, del compromiso con la verdad (aunque resulte difícil de concretar pues unos y otros creen estar defendiendo la verdad). Pero toda la saga de los Yousafzai (desde el abuelo, el padre y después Malala) fueron capaces de vincularse a ese compromiso con la verdad, superando los miedos.

Y sobre todo lo dicho, lo que el documental y la historia de Malala transmite es un gran canto a la educación y a su valor para construir un mundo justo y libre. “Un niño, un profesor, un libro y un bolígrafo pueden cambiar el mundo”, dice Malala en una escena. Y, si nos referimos a las niñas en particular, la aseveración es todavía más pertinente. Es bien sabido que educar a las niñas tiene más impacto social que hacerlo con los niños, por la mayor implicación  educativa que ellas siguen ejerciendo sobre los hijos. Dejar a las niñas fuera de la escuela y de la educación es un drama irreparable en lo que se refiere a las siguientes generaciones.

 

 

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