domingo, agosto 26, 2007

Nuestro París era otra cosa.


Un fin de semana muy a mi estilo. 1500 kms. de coche para pasar unas horas con la familia (y, de paso, llevarles unos chuletones gallegos que han dejado el pabellón donde se merecía) y una tarde de domingo tratando de recuperar el pulso habitual. La visita familiar estupenda. No hemos podido reunirnos todos porque algunos están de vacaciones y otros lejos de España. Pero los 16 ó 17 que éramos hemos disfrutado como siempre. Sin que faltara la sobremesa con el mus de los hombres y el chinchón de las mujeres. Es cansado pero merece la pena. Está claro que también estas relaciones, aunque sus raíces sean de familia, hay que cuidarlas y alimentarlas (lo que en esta ocasión ha sido hasta literal por la cosa de los chuletones gallegos).

Y la tarde del domingo, como decía, volviendo a la realidad. Y a los pequeños vicios de pareja: cine y pizzería.

Se me habían puesto los dientes largos al leer el trailler de la película seleccionada para hoy, “Dos días en París”, pues decían allí que se trataba de una análisis iconoclasta de las relaciones de una pareja (francesa ella y norteamericano él) que se detienen dos días en París camino de EEUU.
Bueno pues me he quedado frustrado. Ya me parecía a mí demasiado peso para una sola persona: Julie Delpy es la directora (novata, pues ésta es su ópera prima), la protagonista, la productora, la guionista y no sé cuántas cosas más. Quizás lo hizo para ahorrar, pero tanta polivalencia no puede ser buena.

Vista en su conjunto, lo primero que extraña de esta película es que haya sido hecha (y ya dije que completamente, ahí sí que no puede echar la culpa a nadie) por una mujer. Estoy seguro que más de una amiga habría dicho que es una peli “machista”. Julie Delpy hace un dibujo de su personaje (una joven fotógrafa francesa) demasiado histérico, voluble y promiscuo (aunque no estoy seguro de si eso se plantea como una conducta inmadura o como la máxima expresión del modelo francés de mujer de nuestro tiempo). La imagen que se da de Francia es también bastante lamentable y trae a colación todo un espectro de tópicos que encantaría al más encendido antigabacho. No se deja títere con cabeza: ni los padres, ni sus amigos, ni los taxistas (con ellos es cruel), ni las ONGs, ni la policía, ni los artistas. Ni la propia ciudad se salva (el américano llega a decir que aquello más que Francia parecía el Irak post-Bush) En fín, yo que esperaba un canto a París como oasis propicio al romanticismo, me he encontrado con una imagen ácida y rencorosa de la ciudad y la sociedad francesa, como si la directora tuviera alguna cuenta pendiente con ella.

El argumento, la relación de pareja de los protagonistas, sí que da más que hablar. Cierto es que se ha buscado una mirada deformada y exagerada de las situaciones para provocar la risa fácil. Así que tampoco merece la pena ponerse a hacer comentarios serios de situaciones artificiales. Pero la Delpy no reprime su deseo de sentar doctrina sobre el enamoramiento, el amor, la fidelidad, los celos y todas esas cosas que hacen la salsa de una relación de pareja. Dice de su personaje que le aterra pensar en “todo el resto de su vida” como una unidad de compromiso, por eso, busca y mantiene relaciones simultáneas. Interesante también eso de no romper con los “ex”, de seguir siendo amigos y encontrarse de vez en cuando. Me pareció muy atinado su comentario sobre la fragilidad de las relaciones: hasta un momento todo va bien y en un segundo todo se tuerce y se va al carajo. Un momento, el “mach point” de Woody Allen. También yo siento que eso es un absurdo que no acabo de entender.
No estoy de acuerdo, en cambio, con la idea de que la relación de pareja significa ponerlo todo en común, hacer de la vida de los dos una sola. Ya me lo había advertido mi psicoanalista hace muchos años, cada uno debe conservar un espacio reservado que sea propio. Aunque nos enamoremos, aunque queramos vivir siempre juntos y por eso nos casemos (en cualquiera de las modalidades de pareja), seguimos siendo dos y, por tanto, distintos. La unión excesiva sólo propicia que uno e los dos desaparezca en la fusión. Y, a veces, que desaparezcan los dos. Creo que eso, aunque pueda parecer políticamente incorrecto, es básico para que la pareja se mantenga. A mí por lo menos no me ha ido mal (y van para 34 años). Y algo de eso quería decir Borges cuando le preguntaban cómo era que su matrimonio había durado tanto. El respondía: “es que tenemos una casa muy grande…”.
Interesante, aunque traída un poco por los pelos, la teoría del “mundo pequeño” en el que estamos abocados a encontrarnos dondequiera que vayamos con gente conocida. Hasta pudiera ser cierto, pero seguro que planteado en plan de “ley de Murphy”: "por muy lejos que te vayas con una amiga (o amigo) especial y por mucho que te escondas, acabarás encontrándote con un amigo (que, por supuesto, no sabía nada de lo tuyo y, desde luego, conoce a la familia)". De hecho, eso es lo que le pasó a él aunque en una versión de “ley de Alexander”: por muy lejos que te vayas con una amiga (o amigo) especial y por mucho que te escondas, acabarás encontrándote con un amigo de ella o él (del que, por supuesto, no sabías nada).

viernes, agosto 24, 2007

El sonido de los sentimientos



Estoy sobrecogido esta mañana por dos noticias de esas que te hieren profundamente. No lo acabas de entender. En Liverpool, unos adolescentes matan de un disparo a un niño de 11 años que jugaba al fútbol con sus amigos. En la India, un grupo de adolescentes matan por asfixia a dos hermanos de 5 y 8 años para obtener vacaciones en el colegio (cuando había alguna muerte, cerraban un día la escuela para que los niños pudieran asistir a las honras fúnebres de los fallecidos, matando a dos pensaron que les darían dos días sin escuela). Educadores como somos, es como para echarse a temblar. Dejando a un lado la responsabilidad de sus familias y de su entorno, cuántos años de escolaridad llevarían esos adolescentes asesinos. ¿Qué aprendieron durante todo ese tiempo sobre sí mismos, sobre la vida, sobre los demás? Estoy desolado. No consigo entenderlo, la verdad.

En ese cienagal de amargura (la amargura es como unas arenas movedizas que te van tragando, te vas quedando sin respiración, sin fuerzas) aún adquieren más fuerza positiva, películas como la de “4 minutos” que tuve la suerte de ver hace unos días. Ya la tenía en mi agenda hace tiempo, pero al fin le llegó su día. Y me encantó. ¡Me trajo tantos recuerdos de mis tiempos de educador de chavales problemáticos!
Es una opera prima del alemán Chris Kraus que ha logrado una historia intensa y de gran contenido dramático. Ha recibido importantes premios del cine alemán a “la mejor película de año” y a la “mejor actriz”.
Jenny (Anna Herzsprung, elegida entre 2000 candidatas), la adolescente-joven de la película, no debía diferir mucho de los adolescentes asesinos de las noticias de hoy. Cada uno con su propia historia de sufrimientos y destrucción personal a la espalda. Destruido uno mismo, la destrucción (también la de los demás) entra dentro del guión de una vida tsunámica. Jenny, la joven presa por haber asesinado a alguien, era así, rota por dentro, con una incapacidad absoluta de soportar la frustración y con arrebatos incontrolables de acting out agresivos. Su destino, morir o matar y, probablemente, ambas cosas.
Pero aparece la música. La relación música – reconstrucción personal ha sido una constante en el cine (Los chicos del coro fue una magnífica muestra). Y aquí vuelve de nuevo el poder mágico de la música para salvar a Jenny. Una educadora anciana (Mónica Bleibtreu, que se llevó el premio a la mejor actriz aunque para mi gusto la pintan demasiado hierática y sin el entusiasmo que suele caracterizar a un buen educador, quizás porque ella nunca actúa como educadora sino como preparadora para un festival) asume la tarea de recuperar lo mejor, lo más sensible de Jenny, la enfant terrible a quien todos temen y desearían anular.
Y del mundo destruido, arruinado de Jenny (a veces, uno puede ver ese mundo suyo como un paisaje después de un bombardeo, un mar de destrozos) comienzan a aparecer rasgos de lucidez. ¿No es eso, no debería ser eso la educación: ser capaz de descubrir en cada uno de nosotros esa fuente de energía personal que alimente nuestro crecimiento? En ella es la música y esa habilidad que, pese a todos los desastres, su padre ha sido capaz de transmitirle.
No fue fácil la tarea. Las instituciones y quienes trabajan en ellas tienden más a aplicar principios legales que educativos. Tampoco es que la música suscite grandes entusiasmos como recurso de mejora (se vincula más al ocio que al castigo: “no la podemos premiar por portarse mal” era la gran queja de los guardianes). Al final, pudo más su poder mediático (lo que podía aportar a la mejora de la imagen de la prisión y de sus responsables) que su importancia para la recuperación de los detenidos.
Otro aspecto interesante es comprobar las insensateces que un tipo de institución cerrada como la cárcel puede llegar a cometer. Tocar el piano con esposas, por ejemplo; o buscar constantes humillaciones innecesarias.
Y al final, un poco artificial y previsible, la gran eclosión de la música como recurso para expresarse. Jenny tendría que interpretar música clásica, dulce y serena, pura armonía. Pero ni su cuerpo ni su espíritu estaban para lindezas de ese tipo. Y dejó que la música interpretara sus emociones. ¡Y cómo lo hizo, dios mío! Es un pasaje extraordinario. Es como meterte en su alma y poder escuchar los gritos de su espíritu. “Música de negros”, decía su educadora y se la prohibía. Pero al final tuvo que reconocer que esa era la auténtica Jenny. La mejor Jenny, como persona y como pianista.
Supo poner sonido a sus sentimientos. Yo creo que a partir de ese momento, si la cárcel y sus funcionarios no se empeñan en seguir destruyéndola, la conflictiva Jenny, como cualquier otra adolescente en su situación, puede comenzar a reconstruir su vida.

miércoles, agosto 22, 2007

De vuelta a la cotidianeidad


Aunque se trata, todavía, de una cotidianeidad mitigada, ya estamos de nuevo en el “tiempo ordinario”. Al estrés vacacional (“¡qué dura es la vida del turista!”, solía decir una amiga) sucede ahora el estrés posvacacional. Y así seguimos navegando en aguas conocidas.
Lo duro de estos días es “la narrativa” vacacional. Uno debe ir previendo qué es lo que va a contestar a sus colegas y amigos cuando le pregunten: “Bueno, y qué tal las vacaciones. ¿Descansaste?”. La respuesta tópica no es difícil de montar: “Ah!, muy bien. Lo peor es que duraron poco”.
Lo difícil son los matices. Sobre todo en la cosa esa del “descansar”. Además, ¿cómo se sabe si uno descansó? Supongo que si tu trabajo es descargar camiones o algo por el estilo es fácil diferenciar entre cansarse y descansar. El cansancio físico se reconoce bien y, supongo, que otro tanto sucede con el descanso. Pero para quienes trabajamos con la cabeza, la cosa no debe ser tan fácil.
Uno puede saber cuándo tiene la cabeza llena y la neurona rebosante: ya no le cabe más, no puede más. Por eso pensé que quizás para nosotros descansar es vaciar la cabeza, como cuando se deja vaciar un tanque porque se estaba sobrando. Pero dudo, primero, que se pueda vaciar la cabeza (salvo que uno se vaya a la India a hacerse budista) y, después, dudo también de que una cabeza vacía esté más descansada que una llena o medio llena. Así que se trataría de vaciar la cabeza pero sólo un poco, hasta donde está la marca de “normal”. Pero, además, cómo se vacía una cabeza. Podría ser repitiendo mantras, pero resulta aburrido. Podría ser no haciendo nada, pero es muy pesado, acabas agotado. O al contrario, poniéndote a hacer trabajos físicos como loco (tareas del campo, deportes, bricolage, en fin, todo eso que va quedando durante el año para cuando te quede algún rato libre). No está mal, y puede que ayude a vaciar la cabeza, pero desde luego no a descansar.
Leí en la prensa que alguien decía que él sería feliz en una isla leyendo y escribiendo durante todo su mes de vacaciones. Yo podría suscribir eso, pero no tengo claro que eso sea descansar. Yo solía entenderlo más que nada como un cambio de ritmo y una alteración de los horarios o las rutinas habituales. Pero como a nuestro cuerpo y nuestra mente les debe pasar como a los dientes, que tienen memoria, parece como si tendiéramos a volver a los hábitos más establecidos. Es curioso lo difícil que resulta (a mí al menos) romper con los viejos vicios (el correo electrónico, por ejemplo, o el ir a la Facultad de vez en cuando o el seguir pensando en cosas que tienen que ver con el trabajo). “Una dependencia la droga del trabajo, muchacho, eso es lo que tenéis algunos, por eso las vacaciones os producen el mono”. Eso me ha dicho mi otro Yo.
De todas formas, he de confesar que me he sorprendido a mí mismo estas vacaciones. Muchos días andaba sin reloj. Me olvidaba constantemente los teléfonos móviles y ni los echaba de menos. No he perdido ni un día de playa y eso hace que esté “negrillo”. Hemos dado largas caminatas por el paseo marítimo. Mi postura preferida era el “despatarre” sobre un sofá. No he tocado ni un solo libro serio. Así que puedo decir que, aunque el vaciado de la cabeza no ha sido perfecto, algún lastre sí he soltado. “Y el sexo, ¿se ha notado en el sexo?”, me interrumpe mi otro Yo. "Eso pertenece al negociado de Asuntos Internos, le he dicho, que, como sabes, funciona muy bien".

viernes, agosto 17, 2007

Sobre el valor y otras reliquias

A veces tendemos a pensar que somos excesivamente críticos en España. El secuestro de la revista El Jueves y los comentarios posteriores de mucha gente; las continuas quejas de la Iglesia sobre el ateismo militante por las críticas que se hacen a cuestiones de la tradición católica; las reacciones viscerales cuando alguien hace alguna crítica a ideas nacionalista, o simplemente a ideas “slogan” de los partidos… En fin, nos parece que vivimos entre excesos. Por eso sorprende más cuando ves películas tan enormemente críticas como algunas promovidas desde la factoría Hollywood.
Digo todo esto porque ayer pude recuperar “Banderas de nuestros padres” de Clint Eastwood (2006). No la había podido ver en su día y ayer la conseguí alquilar. He oído muchas críticas de la película, con división de opiniones. A mí me encantó por lo descarada y crítica que es.

Para un país como el americano al que se le pretende hacer tragar constantemente ruedas de molino sobre su supremacía moral y técnica y su misión de defenderla frente al mundo entero, una película como ésta es demoledora, sutilmente demoledora. No existe el valor ni existen los héroes y, de existir, son aquellos que no conocemos. Todo, al final, acaba convertido en espectáculo. Ése es el gran dios de la comunicación y a él se le pueden rendir cualesquiera sacrificios, incluidos los humanos e incluida, por supuesto, la verdad. Y nosotros reaccionamos como pazgüatos a lo que nos muestran. Eso fue lo que yo entendí del film.

Eastwood no pasa ni una a la sociedad americana. Pinta a la gente como idiota, a los políticos como personajes autosuficientes y centrados en sus propios intereses. Incluso los militares aparecen como hipócritas y racistas. Todo en la película es como una gran mentira, un ovillo de falsedades que se van entrelazando como una bola de nieve que va creciendo cada vez más.

Todo menos la guerra. Y la gente que muere en ella. Como casi siempre hay unos que mueren y otros que gestionan esa situación como si fuera un espectáculo y tratan de sacar partido de ella. ¿No es algo de eso lo que nos está pasando también aquí con el terrorismo, con los accidentes de tráfico, con las desgracias naturales?.

La película está bien hecha, aunque hemos visto películas de guerra mejor conseguidas. A veces se notaban en exceso los “efectos especiales”, sobre todo en relación a los barcos de guerra. Pero me interesó más la propia estructura dicotómica del film: la guerra y el espectáculo político; la acción y la psicología; los políticos y militares por un lado y los soldados héroes por el otro. Es un maestro en eso Eastwood, y me encanta.

Pero, volviendo al inicio, me quedó ese regusto amargo y grato a la vez de estar ante un gran gesto de valentía frente a los eslóganes de su tiempo, rompiendo con ellos. Sin acudir a la demagogia, sutilmente.
Y una lección hermosa al final. No existen los grandes objetivos que justifiquen las guerras. Aunque algunos militares se empeñaran en decir que aquella montaña había salvado muchas vidas eso quedaba fuera de foco, no se entendía bien. Lo que sí se entendía era que mandaban a la gente a morir (no van ellos, mandan a otros a morir). Y tampoco existen los héroes. Al final, lo único que ellos hacían era tratar de salvarse y de salvar a sus compañeros. Metidos en un fregado infernal se olvidan los grandes objetivos y prevalece el instinto de conservación (lograr que no te maten). Pero algunos hasta llegan a olvidarlo para tratar de ayudar a salvarse a los compañeros de al lado. No existe el compromiso con la estrategia que justificó la guerra, sólo el compromiso con el amigo de al lado que está corriendo el mismo riesgo que tú. Esos son los héroes. Pero casi nunca los invitan al espectáculo.

sábado, agosto 11, 2007

Orazo

Los viejos manuales recomendaban que unas buenas vacaciones debían combinar periodos de mar con periodos de montaña. Y eso hacían los ricos. Es una ventaja que también tenemos en Galicia. Aquí estamos rodeados de mar por todas partes y quien más quien menos tiene su casa en la aldea. Así que hemos dejado Coruña por unos días y nos hemos venido de fin de semana a Orazo. Como los ricos, vamos.

Orazo es una pequeña parroquia del Concello de A Estrada, a 25 Kms. de Santiago. Nuestra casa, una de las casas perteneciente a los pazos de Ulloa, tiene más de 150 años y es preciosa. Hasta hace unos años era un lugar de paz absoluta, lejos de cualquier ruido (con excepción del reloj de la iglesia que suena machaconamente, día y noche, cada 15 minutos). Ahora, como pasa cerca la autopista a Ourense se oye a lo lejos un cierto runrún pero que no llega a molestar. Y estamos justo bajo la vía de entrada de los aviones al aeropuerto de Santiago, así que asistimos pacientes al paso repetido de aviones que enfilan la pista de aterrizaje de Lavacolla. Pero, con todo, es un mundo de paz inmensa que contrasta con el ritmo habitual de la ciudad. Todo se ralentiza y cambia de ritmo. Al principio hasta te amuermas un poco hasta que vas entrando en la particular lógica de vivir la aldea.

Pero bueno, aquí estamos. Como el próximo sábado celebraremos el bautizo de Almudena, Orazo precisa de una buena limpieza. Y a eso nos hemos dedicado (bueno, yo poco, la verdad, pues me tocó afanarme en la paella). Así que eso del muermo y la quietud hoy, por lo menos, nos lo hemos saltado. Y así, entre tareas domésticas y cuidados paternales (la genitorialita que dicen los italianos, porque ahora eso de “paternales” parece muy machista) va pasando el día.

La verdad que la aldea con niño es otra cosa. Poseen una fuerza centrípeta que hace que todos estemos pendientes de ellos. Hoy nuestro fetiche ha sido Almudena, nuestro tesoro de tres mesitos que va de colo en colo y se ha convertido en el centro de atención y de mimos de todos. Veremos qué tal noche pasa. Hace ya muchísimos años (más de 20) que no hace noche en Orazo un niñito pequeño. Espero que no hayamos perdido destrezas.

Pues eso, entre que llegas, abres las casas, barres el polvo y quitas las telarañas más molestas se hace la hora de comer. Luego una larga sobremesa, interrumpida por una necesaria siesta, hasta que llega la cena y continua la sobremesa. Es como un chute de antiestrés.

martes, agosto 07, 2007

Sofía.



Hace solo una semana, sábado 14, estábamos cruzando media España en un Skoda Octavia alquilado intentando llegar a Santiago antes de que el Gobierno decretara el aislamiento completo en casa. O sea, llevamos una semanita de enclaustramiento y se empiezan a notar los efectos deletéreos del encierro. Yo acabo de tener un buen encontronazo con mi cerebro porque ha entrado en un estado de abulia que me está empezando a preocupar.
Empezó a bajar el ritmo al final del verano con motivo de la jubilación, pero se lo perdoné suponiendo que también a él le había afectado la cosa esta de dejar el trabajo después de tantos años. Aunque se podía pensar (y es lo que la gente acostumbra decir) que lo que venía con la jubilación iba a ser mejor y más relajado que lo que había vivido hasta ahora, siempre lo nuevo asusta un poco. Pensé para mí que bueno, que también el cerebro estaba pasando por una crisis, pero que en cuanto se adaptara a la nueva situación, también él volvería a su ritmo habitual. Creo que en parte lo consiguió. Aunque achacoso (los años no pasan en balde para nadie ni nada), lo vi coger cierto ritmo en los viajes que me tocó hacer a Lisboa, a Coimbra, a Cuba o México. Se le notaba inquieto, más lento que de costumbre, menos brillante, pero, de todas maneras, conseguía cumplir mal que bien su función. En Cuba hasta llegó a emocionarme al ver que era capaz de organizarlo todo para que el resto del organismo se pusiera las pilas y saliera a andar a las 7 de cada mañana y con un sol ya intenso a esas horas. Le costaba conseguirlo y tenía que pelearse a brazo partido con cada órgano del cuerpo, pero, oye, al final lo conseguía.
Pero lo que ha debido destrozarlo del todo es este encierro sobrevenido. Y ahora lo veo errante, sin energía, dejando que el tiempo pase. En fin, desaparecido. Y claro, si el cerebro que es el motor de todo el tinglado, no ejerce su liderazgo, todo lo demás se pone en modo “fuera de servicio”. Y la consecuencia es nefasta: ni ando, ni leo, ni estudio, ni avanzo en las cosas que inicio. Me he quedado en puro stand by a la espera de no sé estímulo, o empujón o golpe que me haga reaccionar. Y solo estamos en la primera semana. Si esto sigue así, el desbarajuste que se me viene encima puede llegar a ser mayúsculo.
Así que he decidido tomar cartas en el asunto y llamarle al orden. “Oye tío, esto no puede seguir así. Entiendo que estés en crisis y un poco desbordado por los acontecimientos, pero tú no eres así. Esta galbana que te ha entrado, este no tener ganas de nada, esto nos va a matar”. Me ha mirado con una mirada extraña, no estoy seguro si queriendo expresar su sorpresa o, simplemente, aceptando resignadamente que las cosas eran así pero que él no podía hacer más. Esperé que dijera algo, que se excusara, que prometiera que las cosas iban a cambiar, pero nada. No dijo nada. Se quedó callado mirando al vacío. “Ves, le insistí, esto es lo que pasa, que no reaccionas, no tienes energía, es como si renunciaras a plantar batalla a sea lo que sea lo que te pasa”. Siguió en un silencio desesperante, pero no era de desafío, de que quisiera llevarme la contraria o negar lo que le decía. Me dio la impresión de que también él era muy consciente de cuál era la situación pero que se sentía atrapado en ella, sin respuestas. Temí lo peor: “oye, amigo, no estarás tú también contagiado del virus, no me jodas…”. Una sonrisita forzada pareció negar esa posibilidad y él habló, no, qué va, esto ya viene de antes del virus, de mucho antes. “¿Qué es ese ‘esto’?, le pregunté. Pues eso que me reprochas, la desgana, la falta de energía, el vivir de las reservas. “¿Te duele algo, te sientes mal?”, seguí preguntando. No es un dolor que se pueda localizar, me dijo, es un malestar, una desazón genérica que se te mete dentro, como ese frío húmedo gallego que se cuela en los huesos y te deja aterido. “¡Coño!, me salió del alma, pues algo tenemos que hacer porque van pasando los días y eso no puede seguir así”.

Sentí un poco de lástima, pero mi queja siguió adelante. “Tío, esto no puede seguir así. Para qué quiero un cerebro si no me sirve para movilizar todo el resto del cuerpo. Consumes mucha energía que luego no me beneficia nada”. Ya, reconoció él, qué más quisiera yo que poder estar a pleno rendimiento, pero están siendo muchos cambios y cambios muy intensos y estoy perdido y un poco desfondado. A veces me he planteado, siguió con su perorata, que quizás tenga que tocar fondo para desde ahí comenzar nuevamente a resurgir, pero este vaivén constante de subidas y bajadas en la zona baja del ánimo me está matando. “La cosa es, le recriminé, que es ahora cuando más te necesitamos y tú no sales de tu marasmo; dependemos de ti y ahí estás tú lloriqueando con tus propias incertidumbres. Esto tiene que cambiar”. Ojalá,  fue lo que dijo, como indicando que también a él le gustaría.
Y ahí quedó la cosa. No tengo ni puñetera idea de si mi cerebro va ser capaz de salir de su desidia ni qué va a proponer en caso de que lo logre, pero la cosa no puede continuar así. Están pasando los días y sigo aquí sin ánimo de nada, salvo pijaditas para entretener el tiempo y dejar que un día suceda a otro día. Va a acabar esta cuarentena forzada, con la cantidad de posibilidades que nos ofrecía, y nos va a encontrar con que no he hecho nada de sustancia. Comencé el encierro pensando que lo aprovecharía para escribir un libro que venía aplazando y ha pasado ya una semana en la que lo único que he hecho ha sido ordenar algunos archivos del ordenador. Me deprime solo pensarlo. Y mi puñetero cerebro ahí, viviendo de la sopa boba y dejando que nos vayamos hundiendo poco a poco en la nada (tocar fondo, dice el cabrón).  Me está pasando lo que a Groucho Marx, que he llegado a un momento en el que hasta mis debilidades son más fuertes que yo.

lunes, agosto 06, 2007

Poio en fiestas.

De nuevo en Poio. Pero esta vez, en San Salvador y viviendo las fiestas patronales de la parroquia con mi cuñado D. Vicente Cerdeiriña, el párroco. Hace ya más de 25 años que no faltamos nunca y esto se va convirtiendo enana especie de rutina estival. Ya sabemos que del 5 al 8 de Agosto tenemos un compromiso en Poio.
Ayer fue el pregón. Cada año escogen a alguien de la parroquia (generalmente alguien significativo) para que abra las fiestas. Casi todos ellos lo que hacen cada año es recordar un poco su vida en la parroquia. Citan nombres de personas (cosa que agrada mucho a la concurrencia que también los conoció o que son parientes de ellos), de momentos, de cosas que pasaron en la parroquia. El de ayer era el dueño de un restaurante. Dueño sobrevenido pues él comenzó como camarero (antes había sido gaiteiro, carpintero, albañil, etc.) pero casó con la hija del dueño y ahora lleva él el restaurante. Seguramente es mejor haciendo cócteles que discursos, pero así y todo cumplió muy bien con su papel. Es un acto que crea comunidad. Recordar a quienes vivieron en la parroquia, revivir sucesos del pasado, comparar cosas del pasado con las del presente, etc. son buenos ingredientes para aglutinar a gentes que estamos bastante dispersas. De hecho, es una de las cosas que mencionaba el pregonero ayer: que la parroquia había mejorado mucho (ya tienen casa de cultura, museos, centro de salud, centros comerciales, etc.) pero que el precio a pagar también había sido grande, ahora ya no se conoce a quien vive al lado, ya no hay, apenas, vida de parroquia. Salvo estas fiestas patronales.

La segunda actividad de las fiestas es la merienda que ofrece la Comisión de Fiestas a todos los asistentes: refrescos, vino de la zona, empanadas, rosca, y alguna otra cosilla de saborear. La merienda desaparece como por ensalmo porque la plaza se llena de gente.

Pero lo interesante es la verbena. Un dispendio para parroquias tan pequeñas como ésta. Más de 23.000 € les ha costado, nos decían, las orquestas de los tres días que durarán las fiestas. Mucho dinero. Pero yo creo que se rentabiliza muy bien. Y de de hecho es una forma magnífica de bailar gratis y de disfrutar viendo cómo bailan gentes de todas las edades y condiciones sociales. Un auténtico placer.

De hecho, ayer bajamos a bailar como cualquier parroquiano. No es fácil siendo la hermana y el cuñado del cura porque hay que cuidar las formas, pero ya llevamos un par de años que pasamos mucho de eso y tratamos de disfrutar todo lo que podemos. Además hemos de rentabilizar nuestras clases de baile de salón. No es que la plaza sea exactamente el salón de un casino, pero prefiero este tono pachanguero y libre. Merengues, salsas, cumbias, bachatas, pasodobles, valses…todo un repaso.

Pero es que, además de bailar, la plaza-pista de baile es todo un espectáculo. Una especie de enciclopedia de la vida humana. Ves gente mayor (cómo los admiro) que bailan divinamente y les sientes disfrutar a tope. Pero el principal espectáculo son las caras de la gente. Hay miles de caras cada una expresando cosas diversas. Las hay de esas que expresan un cariño y una alegría con la pareja que emociona. Otras todo lo contrario, es como una lejanía infinita, están bailando juntos pero cada uno está en las antípodas del otro. Las hay de aburrimiento (ayer había una chica que no hacía sino mirar el reloj, su pareja no la veía, por supuesto, y hasta debía pensar que estaba encantada; por pensar bien, hasta pensé que quizás estaría deseando marchar pronto para seguir la juerga en la cama, pero no tenía mucha cara de eso, la verdad). También las había, aunque pocas, de precaución(“¿qué haces con esa pierna?”). Mucha gente que bailaba pero mirando para cualquier lado, como distraídos (o, simplemente, dejándose llevar por el ritmo de la música). Y alguno, como suelo hacer yo, a veces, bailando con los ojos cerrados (pecado mortal al bailar, lo sé). En fin, todo un espectáculo. Pero claro, tanto mirar para los otros, casi ni me entero de la queja de Elvira “¿qué, por dónde andas ahora?”. Pero salvé bien la situación con una figurita de avanzados. Y así hasta que casi nos quedamos solos en la plaza. Y luego, como tenemos la habitación encima mismo, pues seguimos disfrutando de la música desde la cama hasta las 4 de la mañana. Y mañana otro tanto. Las fiestas de Poio son eso.

domingo, agosto 05, 2007

Sobrevivir en las relaciones


Da bastante fastidio ver la degradación de las carteleras durante el verano. No tienes donde escoger (en cuatro salas pasaban simultáneamente Los Simpson que, por supuesto, vimos). Tampoco la oferta en TV es muy prometedora. Así que uno tiene que pasarse al alquiler para recuperar films que dejaste de ver o que te apetece repetir. Y así fue como en las tardes cansadas (después de la mañana en la playa y una buena siesta) vimos dos pelis razonablemente buenas (al menos para maníacos de las relaciones de pareja).

La primera, alquilada, fue “Una historia de Brooklyn” (por cierto, no sé de dónde carajo se han sacado esa traducción del original). Es un film del año 2005, dirigida por Noah Baumbach y con Jeff Daniela y Laura Linney haciendo de padres, y Jesse Eisenberg y Owen Kline de hijos. Se trata de la historia de una separación que se inicia de forma bastante amistosa y acaba, como todas, en un todo notablemente dramático. La película fue nominada a varios Oscars (al mejor guión original, al mejor actor, a la mejor actriz), premios que no consiguió, pero sí los obtuvo en el festival de cine de Sundance de 2005.

A mí me gustó mucho aunque eso de verla en casa y a trozos le resta continuidad a la emoción que te van despertando los personajes. El mayor interés radica en ver cómo los hijos viven la separación de sus padres y cómo se van quebrando sus identificaciones con ellos. Ellos tienen que romper sus rutinas con la historia de la paternidad compartida. El juego entre los elementos conscientes y los inconscientes en los comportamientos de los padres (esas conductas agresivas o comentarios descalificadores que se dicen casi sin darse cuenta) está, también, muy bien representado.

Al principio, lógicamente, me identifiqué más con el padre que parecía el gran sufridor de la historia (las cosas iban deteriorándose sin que él se diera cuenta; él seguía pensando que todo iba bien) y con el hijo mayor que parecía muy sensato y que idealizaba a su padre. Pero, poco a poco, se ve al padre demasiado ensimismado en sí mismo, demasiado autocompasivo y eso le resta encanto. Sirve de poco que luego aluda a las agresiones recibidas de su esposa (seguramente ciertas) pero se le ve con poco ánimo y demasiado exigente. Probablemente estaban destinados a separarse y nada de lo que hubiera hecho podría evitar ese desenlace, pero no se le veía con ímpetu suficiente como para reconstruir la relación o, al menos, su propia vida.

La otra película la pasaron por la tele. Se trata de “Dos vidas en un instante” y es un poco más antigüa, de 1997. Dirigida por Peter Howitt e interpretada por autores bien conocidos como John Ana, Kevin McNally, Gwyneth Paltrow y Virginia McKenna. La historia es habitual en el cine y trata de representar la diferente secuencia que habría seguido una vida de haber acontecido un mínimo cambio en algún momento de la misma (“¿Y qué pasaría si…?). En esta historia, el hecho que marcaría la diferencia es el haber llegado a tiempo para coger un tren o el perderlo para coger el siguiente. Algo parecido al “Macht Point” de Woody Allen o a toda la saga del “Regreso al futuro”.
Pero aunque ése sea el punto de arranque de la película, lo interesante es que se trata de dos posibles historias de amor que los espectadores seguimos en simultáneo aunque pertenezcan a los dos itinerarios distintos. Ambas historias son preciosas por el esfuerzo constante de los protagonistas por construirlas o, en el primer caso (si ella hubiera tomado el tren habría llegado a casa a tiempo de ver a su marido en la cama con una antigua novia), reconstruirla tras la ruptura por el engaño. En ninguno de los dos casos lo tienen fácil porque como en toda relación van surgiendo muchas interferencias. Tampoco faltan las mentiras o los pequeños engaños, pero lo interesante es ver cómo cada uno e ellos va tratando de sobrevivir en el amor. Y lograrlo nunca es tarea fácil. Más allá de lo que tiene de sentimiento el amor es un proceso de búsqueda y clarificación de laspropias contradicciones, de adaptación a la otra persona y a sus contradicciones. Puede que a veces resulte una tarea fácil y lineal (como en los cuentos: se conocen, se enamoran y viven juntos y felices), pero eso debe ser la excepción. Por lo general, las historias amorosas son mucho más complejas, más trabajadas, con pasos adelante y atrás, con momentos brillantes y otros grises. En fin, que hay que currárselo.

Es algo que no se ve claro en Bernard, el protagonista de la primera película, pero que sí se hace evidente en los dos personajes de la segunda. Incluso el primero que la engañó y que trata de reconquistarla con más engaños es un luchador que no ceja en su esfuerzo aunque éste sea un tanto errático.

Llama la atención en ambas películas que parece dejarse en las espaldas de los hombres ese trajín batallador por mantener su relación. Como si el papel de las mujeres fuera dejarse conquistar y gestionar el proceso. Quizás sea el modelo americano. O que yo no he sabido ver la parte femenina de ese esfuerzo por construir y mantener la relación. No lo sé, pero da qué pensar.

jueves, agosto 02, 2007

Esferas de luz

Tengo este asunto en la cabeza desde el curso de Educación Ambiental en Valsaín. Una de las participantes en el curso, Lola, que era, según supe, guía de grupos de niños en la Alambra de Granada (¡pena que no saliera como una de las nuevas maravillas del mundo!). Tenía una gran fuerza en la mirada y en los gestos. Me recordó mucho a una compañera y amiga chilena que trabaja con comunidades indígenas y también vive así de intensamente la vida.

Bueno, lo que Lola nos contó en la cena del curso (cena ecológica, por supuesto) era que, en una de sus visitas guiadas por la Alambra había conocido a un señor muy interesante. De hecho fue él quien la abordó después de seguirle y fotografiarle durante toda una visita guiada. Le dijo que notaba en ella un halo especial. “¡Buen sistema de ligue”, le dijimos enseguida. Pero ella no nos hizo caso y siguió con su historia.

Por lo visto se llamaba Francisco Chacón y era un experto en fenómenos para normales. Hasta tiene su propia página WEB con estas cosas. Le habló de unas pequeñas bolas de luz que aparecen como un halo en algunas personas y en algunos momentos. Le dijo que ella los tenía (“magnífico el tipo, seguimos pensando los presentes, utiliza una técnica de seducción muy refinada”).

Esas esferas de luz se llaman daiamonds (aunque no estoy seguro de que se escriba así). Según Lola, que se hacía eco de las palabras de su admirador, esas esferas de luz aparecen cuando hay niños, donde hay alegría, pureza, ingenuidad. Por lo visto no las podemos ver los humanos pero sí los animales. También los perciben las actuales cámaras fotográficas y suelen aparecer en las fotografías.

Estuvimos hablando buena parte de la cena de ello y del que suponíamos romance entre la guía y el parapsicólogo Relación frustrada, según nos hizo saber Lola, porque él descubrió que entre ellos había fuerzas muy opuestas y que si seguían manteniendo cualquier tipo de relación ello podía perjudicarles gravemente (se puede uno suponer por dónde fueron nuestros pensamientos al respecto).

En fin, en cuanto pude entré en Internet para ver qué demonios era eso de las esferas de luz. Y efectivamente allí apareció la WEB de Chacón y otras muchas dedicadas al fenómeno. Tan importante que las están estudiando de muy diversas maneras y en situaciones variadas (con lluvia, moviendo polvo, con luz intensa, a media luz, en momentos de gran concentración de pólenes, etc. Es decir, con todo un montaje experimental para ver qué tipo de sustancias son las que recogen las fotografías.

De todas maneras, la explicación de Lola es, sin duda, mucho más romántica y atractiva. Da gusto saber que los niños y la ingenuidad generan esas esferas de luz que, por su parte, transmiten alegría y paz. En eso, alguna ventaja hemos de tener quienes trabajamos en temas de educación infantil y nos pasamos de ingenuos.

He de revisar mis fotos.

miércoles, agosto 01, 2007

Los otros silencios


Hablaba el otro día de los silencios pesados, difíciles de llevar, esos que crean fracturas entre la gente (o son el síntoma de que la ruptura está ahí).
Pero hay también silencios otros silencios. Silencios pacificadores, constructivos, necesarios.
Debe ser la edad, pero cada vez agradezco más el silencio. Soy incapaz de soportar una conversación excesivamente larga, a alguien muy hablador o a un grupo muy tumultuoso. Cuando algo así sucede, salta mi termostato y mi cabeza se desconecta. Es como si se produjera un calentamiento excesivo de mis neuronas (las dos o tres que quedan activas) y precisaran descansar un momento. Son los silencios en el regate corto, en el tú a tú. No siempre son bien vistos por tu interlocutor, ni tienen buena fama, sobre todo entre los jóvenes tan necesitados de decir y decirse cosas. Ir en el coche con otra persona sin necesidad de tener que darle conversación; estar sentado cerca de alguien y ser capaz de entenderte con él o ella en silencio; pasear junto a alguien y poder ir pensando en tus cosas sinque él/ella se moleste; estar comiendo en un restaurante con alguien a quien quieres y que te gusta y que el nivel de aprecio o contento no tenga que medirse por lo fluido de la conversación (claro que en esos casos hay silencios y silencios: hay algunos que expresan una apatía infinita o una indiferencia total, como si el otro no existiera o fuera invisible para ti). Por el contrario, qué interesantes son las conversaciones llenas de silencios, cuando basta un gesto para entenderte, cuando te están diciendo cosas con la mirada, con los gestos. Antes, yo mismo tenía mis dudas con respecto a esas situaciones y tendía a hacer atribuciones negativas sobre la relación de quienes no se hablaban (¡pobres, pensaba para mí, cómo son capaces de soportar tanto silencio, debe irles fatal!). Ahora, llego a encontrar un cierto encanto en la situación. Sobre todo cuando se trata de un silencio cómplice fácil de llevar (no se les ve tensos, ni distantes del otro, ni huidos de la situación).


También hay buenos silencios de “larga distancia”. Hay amigos y amigas con los que no es necesario hablar frecuentemente. Sabes que están ahí y que cuando, tras un largo periodo de no saber nada de ellos, vuelvas a contactarlos será como retomar una conversación que se hubiera dejado abierta la tarde anterior. Sólo pasa con los buenos amigos, es cierto. Si son más que amigos la relación precisa alimentarse con asiduidad; si son amigos ocasionales lo poco que hay en común se va desvaneciendo y,al final, se hace muy cuesta arriba volver a la relación porque es, casi, como tener que reiniciarla.

También hay silencios “ecológicos” que te condicionan la satisfacción en lo que estás haciendo. Nada más estresante y perturbador que ir al cine y que te toque al lado alguien con un enorme embase de palomitas. Lo de las pipas era peor, desde luego, porque además escupían. Para suicidarse. O querer escuchar música entre ruidos o conversaciones. O leer. O estudiar. Hace algún tiempo hasta escribí sobre la “pedagogía del silencio”. Volveré a insistir en ello ahora en el libro de Didáctica universitaria. Sé que hay gente a la que le gusta el ruido, o los sonidos intensos que te quiebran el cerebro como un percutor (por eso odio los conciertos con millones de vatios) pero no me convencen, aunque me digan que soy un muermo.

En fin, cosas de la edad, como decía.