viernes, agosto 24, 2007

El sonido de los sentimientos



Estoy sobrecogido esta mañana por dos noticias de esas que te hieren profundamente. No lo acabas de entender. En Liverpool, unos adolescentes matan de un disparo a un niño de 11 años que jugaba al fútbol con sus amigos. En la India, un grupo de adolescentes matan por asfixia a dos hermanos de 5 y 8 años para obtener vacaciones en el colegio (cuando había alguna muerte, cerraban un día la escuela para que los niños pudieran asistir a las honras fúnebres de los fallecidos, matando a dos pensaron que les darían dos días sin escuela). Educadores como somos, es como para echarse a temblar. Dejando a un lado la responsabilidad de sus familias y de su entorno, cuántos años de escolaridad llevarían esos adolescentes asesinos. ¿Qué aprendieron durante todo ese tiempo sobre sí mismos, sobre la vida, sobre los demás? Estoy desolado. No consigo entenderlo, la verdad.

En ese cienagal de amargura (la amargura es como unas arenas movedizas que te van tragando, te vas quedando sin respiración, sin fuerzas) aún adquieren más fuerza positiva, películas como la de “4 minutos” que tuve la suerte de ver hace unos días. Ya la tenía en mi agenda hace tiempo, pero al fin le llegó su día. Y me encantó. ¡Me trajo tantos recuerdos de mis tiempos de educador de chavales problemáticos!
Es una opera prima del alemán Chris Kraus que ha logrado una historia intensa y de gran contenido dramático. Ha recibido importantes premios del cine alemán a “la mejor película de año” y a la “mejor actriz”.
Jenny (Anna Herzsprung, elegida entre 2000 candidatas), la adolescente-joven de la película, no debía diferir mucho de los adolescentes asesinos de las noticias de hoy. Cada uno con su propia historia de sufrimientos y destrucción personal a la espalda. Destruido uno mismo, la destrucción (también la de los demás) entra dentro del guión de una vida tsunámica. Jenny, la joven presa por haber asesinado a alguien, era así, rota por dentro, con una incapacidad absoluta de soportar la frustración y con arrebatos incontrolables de acting out agresivos. Su destino, morir o matar y, probablemente, ambas cosas.
Pero aparece la música. La relación música – reconstrucción personal ha sido una constante en el cine (Los chicos del coro fue una magnífica muestra). Y aquí vuelve de nuevo el poder mágico de la música para salvar a Jenny. Una educadora anciana (Mónica Bleibtreu, que se llevó el premio a la mejor actriz aunque para mi gusto la pintan demasiado hierática y sin el entusiasmo que suele caracterizar a un buen educador, quizás porque ella nunca actúa como educadora sino como preparadora para un festival) asume la tarea de recuperar lo mejor, lo más sensible de Jenny, la enfant terrible a quien todos temen y desearían anular.
Y del mundo destruido, arruinado de Jenny (a veces, uno puede ver ese mundo suyo como un paisaje después de un bombardeo, un mar de destrozos) comienzan a aparecer rasgos de lucidez. ¿No es eso, no debería ser eso la educación: ser capaz de descubrir en cada uno de nosotros esa fuente de energía personal que alimente nuestro crecimiento? En ella es la música y esa habilidad que, pese a todos los desastres, su padre ha sido capaz de transmitirle.
No fue fácil la tarea. Las instituciones y quienes trabajan en ellas tienden más a aplicar principios legales que educativos. Tampoco es que la música suscite grandes entusiasmos como recurso de mejora (se vincula más al ocio que al castigo: “no la podemos premiar por portarse mal” era la gran queja de los guardianes). Al final, pudo más su poder mediático (lo que podía aportar a la mejora de la imagen de la prisión y de sus responsables) que su importancia para la recuperación de los detenidos.
Otro aspecto interesante es comprobar las insensateces que un tipo de institución cerrada como la cárcel puede llegar a cometer. Tocar el piano con esposas, por ejemplo; o buscar constantes humillaciones innecesarias.
Y al final, un poco artificial y previsible, la gran eclosión de la música como recurso para expresarse. Jenny tendría que interpretar música clásica, dulce y serena, pura armonía. Pero ni su cuerpo ni su espíritu estaban para lindezas de ese tipo. Y dejó que la música interpretara sus emociones. ¡Y cómo lo hizo, dios mío! Es un pasaje extraordinario. Es como meterte en su alma y poder escuchar los gritos de su espíritu. “Música de negros”, decía su educadora y se la prohibía. Pero al final tuvo que reconocer que esa era la auténtica Jenny. La mejor Jenny, como persona y como pianista.
Supo poner sonido a sus sentimientos. Yo creo que a partir de ese momento, si la cárcel y sus funcionarios no se empeñan en seguir destruyéndola, la conflictiva Jenny, como cualquier otra adolescente en su situación, puede comenzar a reconstruir su vida.

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