viernes, agosto 17, 2007

Sobre el valor y otras reliquias

A veces tendemos a pensar que somos excesivamente críticos en España. El secuestro de la revista El Jueves y los comentarios posteriores de mucha gente; las continuas quejas de la Iglesia sobre el ateismo militante por las críticas que se hacen a cuestiones de la tradición católica; las reacciones viscerales cuando alguien hace alguna crítica a ideas nacionalista, o simplemente a ideas “slogan” de los partidos… En fin, nos parece que vivimos entre excesos. Por eso sorprende más cuando ves películas tan enormemente críticas como algunas promovidas desde la factoría Hollywood.
Digo todo esto porque ayer pude recuperar “Banderas de nuestros padres” de Clint Eastwood (2006). No la había podido ver en su día y ayer la conseguí alquilar. He oído muchas críticas de la película, con división de opiniones. A mí me encantó por lo descarada y crítica que es.

Para un país como el americano al que se le pretende hacer tragar constantemente ruedas de molino sobre su supremacía moral y técnica y su misión de defenderla frente al mundo entero, una película como ésta es demoledora, sutilmente demoledora. No existe el valor ni existen los héroes y, de existir, son aquellos que no conocemos. Todo, al final, acaba convertido en espectáculo. Ése es el gran dios de la comunicación y a él se le pueden rendir cualesquiera sacrificios, incluidos los humanos e incluida, por supuesto, la verdad. Y nosotros reaccionamos como pazgüatos a lo que nos muestran. Eso fue lo que yo entendí del film.

Eastwood no pasa ni una a la sociedad americana. Pinta a la gente como idiota, a los políticos como personajes autosuficientes y centrados en sus propios intereses. Incluso los militares aparecen como hipócritas y racistas. Todo en la película es como una gran mentira, un ovillo de falsedades que se van entrelazando como una bola de nieve que va creciendo cada vez más.

Todo menos la guerra. Y la gente que muere en ella. Como casi siempre hay unos que mueren y otros que gestionan esa situación como si fuera un espectáculo y tratan de sacar partido de ella. ¿No es algo de eso lo que nos está pasando también aquí con el terrorismo, con los accidentes de tráfico, con las desgracias naturales?.

La película está bien hecha, aunque hemos visto películas de guerra mejor conseguidas. A veces se notaban en exceso los “efectos especiales”, sobre todo en relación a los barcos de guerra. Pero me interesó más la propia estructura dicotómica del film: la guerra y el espectáculo político; la acción y la psicología; los políticos y militares por un lado y los soldados héroes por el otro. Es un maestro en eso Eastwood, y me encanta.

Pero, volviendo al inicio, me quedó ese regusto amargo y grato a la vez de estar ante un gran gesto de valentía frente a los eslóganes de su tiempo, rompiendo con ellos. Sin acudir a la demagogia, sutilmente.
Y una lección hermosa al final. No existen los grandes objetivos que justifiquen las guerras. Aunque algunos militares se empeñaran en decir que aquella montaña había salvado muchas vidas eso quedaba fuera de foco, no se entendía bien. Lo que sí se entendía era que mandaban a la gente a morir (no van ellos, mandan a otros a morir). Y tampoco existen los héroes. Al final, lo único que ellos hacían era tratar de salvarse y de salvar a sus compañeros. Metidos en un fregado infernal se olvidan los grandes objetivos y prevalece el instinto de conservación (lograr que no te maten). Pero algunos hasta llegan a olvidarlo para tratar de ayudar a salvarse a los compañeros de al lado. No existe el compromiso con la estrategia que justificó la guerra, sólo el compromiso con el amigo de al lado que está corriendo el mismo riesgo que tú. Esos son los héroes. Pero casi nunca los invitan al espectáculo.

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