viernes, diciembre 30, 2022

AVATAR: EL SENTIDO DEL AGUA.

 

Había que verla. Da lo mismo cuáles sean tus preferencias con respecto al cine o tus manías estéticas o narrativas; da lo mismo lo que digan las críticas o los amigos que la han visto… hay que verla. Y verla en 3D y en pantalla grande, obviamente. Luego puedes salir del cine más o menos contento, pero seguro que tienes la sensación de haber asistido a una experiencia distinta a cualquier otra.  Y aunque puedan establecerse comparaciones con la primera película de Avatar (oí comentar a la salida del cine a algunas personas que aquella les había sorprendido más porque resultaba la primera y suponía mucha mayor ruptura con el cine de entonces), los trece años que han pasado desde entonces son un espacio suficiente para ver esta nueva película con otros ojos, con nuevas exigencias.

Este nuevo film de Avatar, tiene el mismo director que la primera, James Cameron.  Él fue, también, el guionista del primer Avatar, aunque a esta segunda versión se han incorporado otros dos guionistas: Rick Jaffa y Amanda Silver. Los personajes principales siguen siendo los mismos: Sam Worthington, Zoe Saldana, Sigourney Weaver, Stephen Lang. En esta nueva versión se ha incorporado, además, Kate Winslet. Han cambiado, también, los responsables de música y la fotografía: Simon Franglen y Russell Carpenter, respectivamente, en esta secuela. Queda garantizada, por tanto, la continuidad y, a la vez, la novedad de esta nueva versión.

 Lo primero que se puede decir de la película es que se trata de un espectáculo visual impresionante; desmesurado en ciertos momentos. Una película que se puede abordar desde tantas miradas que basta ver la miscelánea que se recoge cuando la publicidad pretende señalar a qué género cinematográfico pertenece: ciencia ficción, aventuras, cine fantástico, acción, romance, familia, extraterrestres, ecología. De todo hay en este film y quizás por eso dura más de tres horas (192 minutos, para ser exactos; media hora más que el primer Avatar).

Lo que tiene de bueno es que no te enteras. Estás tan metido en cuerpo y alma en la pantalla, las imágenes son tan provocadoras que no te dan respiro, de forma que esa enormidad de tiempo pasa sin que te des cuenta. El 3D está muy bien logrado y te abduce, te mete en la pantalla y sus volúmenes, te acerca a los personajes hasta convertirte, casi, en un personaje más de la historia. Seducción que también logra el film por la clara dicotomía moral y estética que plantea entre los personajes: los buenos, muy buenos; los malos, muy malos. De esta manera, la vinculación emocional con los buenos va de seu.

Las críticas al film han venido más por lo narrativo que por lo visual. Las innovaciones en el formato visual, en los efectos especiales, en la estética de las imágenes y movimientos de la historia no se compadecen con lo que la propia historia narra: el espectáculo visual supera siempre a la narrativa. Es una película para ver, para sumergirse en un mundo onírico en el que cada detalle te seduce y asombra. La historia que se cuenta acaba siendo un aspecto secundario ante la desmesura con que las imágenes la cuentan. Si comparamos las antiguas películas de balleneros cazando las ballenas y cómo se plantea la caza de esas orcas gigantes en Avatar, se ve claro cómo en aquellas el centro era, justamente, ese proceso de la caza y lo que lleva consigo, mientras que en Avatar, la historia se centra en el universo gigante de medios que permiten crear imágenes espectaculares y dramáticas. 

 Con todo, no es que la película no haya incorporado temáticas interesantes: la colonización, la inmigración, el ecologismo y la vida natural en contacto con la naturaleza (el canto que se hace del agua es realmente hermoso), la familia, la guerra y la destrucción, etc. Lo que sucede es que siempre quedan en el fondo, porque el protagonismo corresponde siempre a la imagen.

Personalmente he disfrutado mucho. Me gusta y prefiero el cine que cuenta historias, pero de vez en cuando hay que disfrutar de películas como avatar, sumergirse en ese caos visual de sonidos, imágenes y artilugios que te dejan anonadado. En la secuencia del film se agradece esa fase intermedia de la película en la que los protagonistas van descubriendo el agua y acostumbrándose a vivir en ella.  Es la parte tranquila, de mero disfrute visual y emocional, de preparación para esa locura final de sonidos, imágenes y ritmo infernal que te mantiene en vilo hasta el final.

Lo dicho, sea cual sea el tipo de cine que más nos guste, este Avatar hay que verlo. No se puede contar, hay que vivirlo.

 

 

martes, diciembre 27, 2022

LUIS LANDERO: Lluvia fina (2019).

 

He caído en este libro por casualidad, porque había acabado el anterior y ahora, en vísperas de las fiestas navideñas, había que cubrir el interim porque seguro que algún libro de regalo caerá estos días. Y el azar tiene, a veces, estas sorpresas: me ha gustado más de lo que esperaba. Y no porque Luis Landero no me parezca brillante, que lo es sin duda, sino porque no es de mis habituales. Fallo mío, desde luego. Luego he visto que recibió el premio de novela española del Casino de Santiago y, aunque no sea el nobel, para mí es significativo.

Landero tiene mi edad (un año más), estudió Letras en la Complutense en tiempos que no serían muy distantes de los míos, fue profesor y se ha dedicado a escribir ya de mayor. Se nota en sus textos que no solo domina el lenguaje, sino que lo ama y lo cuida. Esta novela es una buena muestra de ello. Y, si todo eso no fuera suficiente, Landero gusta de temáticas que tratan de poner en primer plano la vida de las personas, sus relaciones y la forma en que cada personaje vive y cuenta su vida. Con toda la complejidad que eso tiene.

“Todas las familias felices se parecen, decía Tolstoi en el inicio de Ana Karenina, las infelices lo son cada una a su manera”. La familia que describe Landero es una de esas familias infelices que, con el paso de los años, se convierte en un polvorín de rencores mutuos con riesgo de explotar al menor descuido u oportunidad. Y ese momento sísmico llega con la propuesta que hace su único hijo, el menor de tres hermanos, de celebrar el 80 cumpleaños de la madre, viuda, con una reunión donde se encontraran todos. Las reuniones familiares catárticas y explosivas no es una temática nueva pues ya ha sido el argumento de diversas películas. Lo novedoso de la novela es que esa reunión ni siquiera llega a celebrarse y todo se queda en el barullo infinito de reticencias que cada quien tiene con respecto a la celebración. Hay muchos cobros pendientes que los miembros de la familia se van arrojando ante la mera posibilidad de reunirse y de festejar a la madre.

Formalmente, la novela refleja la maestría de un novelista que, aunque llegó tarde a la escritura, se ha convertido en un gran maestro. Domina el lenguaje y la escritura. Y lo hace sin florituras, como si escribiera sencillo, por divertimento. Y no es fácil en este caso porque la estructura de su texto es muy teatral, basada en la conversación. Uno se confunde al inicio porque juega con los guiones y los turnos de los hablantes y uno ya no sabe quién debe atribuir lo que se dice. Pero poco a poco le vas cogiendo el tranquillo. Los personajes centrales son 4 (los tres hermanos y Aurora) y otros tres aparecen pero solo como objeto de conversación (la madre, Horacio y Roberto), sin que ellos intervengan.  No es por tanto un gran elenco y la historia se sigue muy bien.

 Pero lo interesante de Lluvia fina es la historia que cuenta. La historia de una familia compleja y llena de matices. Cada personaje ha generado un ecosistema de recuerdos y vivencias profundas en el que manotea para sobrevivir como un náufrago. Lo interesante de estas novelas psicológicas es que te permiten perfilar muy bien a los personajes: ves cómo cada uno de ellos colorea su experiencia vital, cómo construye su propio relato, cómo da sentido a su propia vida. Landero tiene  una capacidad especial para diseñar ese mapa complejo de vidas enfrentadas. La familia que describe es como un grupo de personajes encerrada en una sala de espejos deformantes donde cada cual se ve y ve a los demás en función de su propia mirada. Y eso los hace irreconciliables.

Quizás sea ése, el peso de los recuerdos en la vida presente, el eje en torno al cual Landero ha querido construir esta historia. Desde luego, ha sido el aspecto que más me ha interesado a mí. Esto de volver al pasado, de reconstruirlo y, seguramente, de transfigurarlo es muy propio de nuestra edad (de la mía, quiero decir). Como dice Andrea con un cierto deje cursi: “Ahora la gente se olvida enseguida de las cosas, pero yo no, yo creo en el ayer. Yo miro atrás todos los días y veo las huellas de mis pasos marcadas en el polvo del tiempo. Los recuerdos arden dentro de mí” (p.61). Las huellas de mis pasos marcadas en el polvo del tiempo… es cursi, pero bonito. La cuestión, con todo, no está en si olvidar el pasado o no, sino en la validez de la reconstrucción que hacemos del pasado. Leyendo Lluvia fina, uno se da cuenta de que las historias de cada uno, tal como cada uno las reconstruye no pueden ser verdad, son siempre algo reconstruido, imaginado (al menos en parte). Las reflexiones que hace Landero al respecto me parecen muy sugerentes:

 Casi todos los episodios de la infancia, razonaba Gabriel, son casi siempre una construcción hecha con evocaciones posteriores, con retoques, con supresiones y añadidos, con intercalados imaginarios e, incluso, oníricos, con secretos intereses espurios, hasta que al fin el adulto sella el relato definitivo del niño que fue, y esa última versión pasa a ser tan verdadera, y tan emotivamente verdadera, como si fuese una evidencia” (p.48).

(A veces perdemos el sentido del tiempo) “… como le pasó a Andrea cuando su madre le abandonó durante unos minutos pero que para ella fueron años y años, tantos que de algún modo su madre no ha vuelto todavía, ni volverá jamás. Son historias, impresiones, conjeturas y sueños, que una vez que se encarnan y fraguan en palabras, pasan ya a ser reales y, con el tiempo, invulnerables a toda controversia (…) Y es curioso, piensa Aurora, porque lo que el olvido destruye, a veces la memoria lo va reconstruyendo y acrecentando con noticias aportadas por la imaginación y la nostalgia, de modo que entonces se da la paradoja de que, cuanto mayor es el olvido, más rico y detallado es también el recuerdo” (p. 262)

Y en el fondo de la historia, la complejidad de las relaciones familiares, un tema muy querido para Landero. Al margen de las historias bien complejas de cada uno de los personajes en relación con los demás, lo que está en el fondo es la propia complejidad de las dinámicas familiares, ese especio estrecho en el que nos construimos a nosotros mismos y que puede actuar tanto como tabla de salvación como de corsé opresor. Y qué hacer con lo que se vive en familia, ¿contarlo?  ¿Contarlo incluso sabiendo que eso que cuento es solo una verdad a medias porque las otras personas lo cuentan de otra forma? Ahí está el dilema.

  En todas las familias hay mentiras, y también en el amor y en la amistad, entre otras cosas porque para convivir es necesario que cada cual tenga sus secretos…y es que, en parte, somos nuestro secretos” (p. 40)… “la sinceridad, llevada al fanatismo, solo puede conducir a la destrucción” (p.41)… “las aguas del pasado siempre bajan turbias y, lo que es peor, enturbian también las del presente” (p. 41).

“- (Aurora a Sonia) Bueno, por lo menos al final lo has contado. Así te has quitado esa carga de encima.

-(Sonia) Es verdad. Pero también me he quedado como vacía. No sé si es bueno contar o no las cosas. No lo sé. Quizás hay historias que no deben contarse, asuntos del pasado que es mejor que sigan perteneciendo para siempre al pasado. (p. 259)

 

En fin, una novela pequeña pero que dibuja y reflexiona sobre temas de gran interés. Los señalados más arriba pero también otros:

El aburrimiento: “El mal de Gabriel (filósofo de profesión) no era otro que el aburrimiento. Ese era, precisamente, uno de sus temas predilectos, y sobre el que disertaba con mayor brillantez. Dos peligros acechan al hombre: uno y principal, la lucha por la supervivencia, y, una vez superado este, la lucha contra el tedio de existir. Y he aquí que sus artes filosóficas no le servían de nada contra las argucias de ese adversario tan temible. Sí el ajedrez o el  bricolaje, y solo por momentos, pero no la filosofía” (p.184).

El deseo: (habla Gabriel, el filósofo) “Porque lo que hace desgraciada a la gente es el deseo. Pero no tanto el deseo de esto o lo otro como el desear por desear, el deseo en estado puro, el deseo que a veces no sabe siquiera lo que desea, sino que es solo una fuerza ciega y despótica, como un arco en tensión cuya flecha no ha departir jamás” (p. 103).

Una novela muy interesante, para mi gusto. Daría para una obra de teatro estupenda. Porque está llena de alusiones a cuestiones domésticas pero vinculadas a las grandes problemáticas de las relaciones humanas. Y fundamentalmente a esa incertidumbre presente en toda historia personal reconstruida. Los personajes de la novela cuentan la misma historia (porque participaron en ella), pero la cuentan de forma absolutamente divergente. Y en ello estamos todos, contando historias que solo son postverdades.

Y acabo con una frase que me encantó: “La luz que nos guía, también nos ciega” (p. 155)

 

jueves, diciembre 15, 2022

DE BODAS Y ENCUENTROS (y 3): Getaria y los amigos expassio.

 

Como no puede haber dos sin tres, esta semana magnífica de fiestas y encuentros concluyó, tras una visitica corta pero apetecible a la familia en Navarra, con el reencuentro con compañeros de los años vividos con los pasionistas. Amistades vintage las llamé hace unos meses cuando comenzó esta historia, pero son eso y mucho más porque el reencuentro supone recuperar, reconstruir y resignificar lo que fue nuestra infancia, adolescencia y primera juventud. Teníamos 10 años cuando comenzó nuestra historia colectiva, allá en el año 1960 y en Gabiria. Vivimos juntos 8 años (algunos, más). Y no les veo desde entonces. Mucha tela que cortar para ponerse al día después de tanto tiempo.

Como en las buenas historias, se trata de tirar del hilo para llegar al ovillo. Aprovechar los buenos azares y oportunidades para verse y para reconstruir el tiempo pasado. Hubo hace poco un programa de televisión, El Ministerio del Tiempo, en el que se abrían puertas al pasado y los personajes podían regresar a otros tiempos para arreglar los desaguisados de la historia. Lo nuestro no resulta tan pretencioso, pero algo así ha supuesto, al menos para mí, este proceso que comenzó hace unos meses con la visita de Jon Bilbao primero y de Joseba Zulaika a Santiago. Otro pequeño milagro del Camino de Santiago que los llevó hasta allí. Pues tirando de ese hilo hemos llegado a este ovillo de Getaria, todavía pequeño, pero ya significativo.

La cosa es que, aprovechando esta semana de puentes en la que, además, nos coincidía una boda en Madrid y un viaje con amigos de la carrera a Almagro, pensé que podríamos alargar la aventura para visitar a la familia en Navarra y, de paso, concertar un reencuentro con los amigos ex-passio. Cuando estuvieron en Galicia ya habíamos quedado en hacerlo alguna vez aprovechando mis viajes a Navarra. A veces esas quedadas son ficticias, se hacen por salir del paso y no se cumplen nunca, pero en este caso no fue así y yo quería, de verdad, recuperar el contacto con quienes he transitado por la vida en momentos tan importantes para nosotros.

Le avisé a Joseba de mi deseo de visitarlos en Getaria, posibilidad de la que ya habíamos hablado en Santiago y que él y Goretti aceptaron encantados. A partir de ahí se fueron enredando las cosas (el ovillo que decía antes) hasta completar un grupo de 6 parejas. Jon se añadió enseguida y tuvimos el inmenso placer de poder contar también con Xanti Gabilondo, Ricardo Badiola y Luis Ortiz de Urbina. Todos con nuestras esposas. Era un plan muy atractivo, aunque, la verdad, yo sentía un cierto gusanillo de incertidumbre en mi interior. No sabía cómo iba a ser el encuentro, ni si nos reconoceríamos, si nos caeríamos bien, si tendríamos de qué hablar. Son muchos años…

Así que el viaje de Pamplona a Getaria se hizo complejo. Mi GPS se puso tan nervioso como yo y me perdió en varias ocasiones en el tramo de Tolosa a Zarauz. Me hizo entrar en Donosti y dar vueltas por el Campus Universitario. Menos mal que yo ya conocía esa zona pues he pasado muchas veces por allí en cursos y conferencias, pero lo pasé mal entre vueltas y revueltas. Te cabrea cuando la voz te dice que estás off road y te manda “de la vuelta, por favor” y más aún cuando, después de hacerlo, te indica que sigas para atrás 14 kilómetros (no soy de juramentos, pero más de una maledicencia me provocó tanta ida y venida por aquellas enrevesadas autovías). Menos mal que el tramo final, entre Zarauz y Getaria, es una maravilla de la naturaleza que te reconcilia contigo mismo y con el mundo que te rodea. Me sorprendió que con la de veces que he pasado por Zarauz (en alguna ocasión, incluso quedando allí alojado los días que duraba el congreso) y por Donosti, no conociera Getaria y los hermosos parajes que le rodean.

Todo lo demás, pese a mis temores, fue muy fácil. Avisé a Joseba de que ya había llegado y apareció enseguida. Me dejó aparcar en su garaje, saludamos a Goretti, admiramos el magnífico piso en el que viven encima del mar y salimos al encuentro con el resto del grupo. También eso fue fácil. Ya conocía a Jon Bilbao y a su mujer, así que con ellos fue solo recuperar la simpatía y cordialidad con que iniciamos nuestro reencuentro en Santiago. Me hizo especial ilusión encontrarme con Xanti Gabilondo (por aquello del triunvirato en permanente competencia y colaboración durante los años de colegio: Gabilondo, Zabalza, Zulaika). Me gustó conocer personalmente a Ricardo Badiola (el principal alimentador del grupo de chat de Gabiria 60 y presente él, su foto, en todos los saraos del grupo). Me costó un poco más reconocer a Luis Ortiz de Urbina, aunque es quien está a mi lado en aquella foto de grupo que nos hicieron con hábito en Angosto (una de las últimas que conservo de aquellos tiempos). Pero en cuanto nos saludamos y hablamos algo, mis 4 neuronas sanas se pusieron a trabajar y pronto dieron con los ecos de aquellos años y con uno de los chicos alaveses del curso, casi todos con apellido compuesto, lo que facilitaba su ubicación. O sea, que bastaron los pocos minutos de los saludos para establecer un suelo firme y cordial para lo que sería nuestro reencuentro en Getaria. No digo nada de las mujeres, primero para no equivocarme en sus nombres (soy consciente de las fisuras de mi memoria) y, además, porque también ellas se presentaron mutuamente y sacaron a relucir sus altas competencias sociales y comunicativas. Al final, se hubiera dicho que tenían tanto o más en común entre ellas de lo que pudiéramos tener nosotros. O sea, que mis temores a un encuentro frío y formal quedaron absolutamente injustificados.  Y así, entre abrazos y simpatía fraternal, comenzó un día estupendo.

Ya eran las 12 y pico de la mañana. No llovía, pero hacía un frío peleón (solo fresquete, para los nativos de la tierra) y se imponía un café y un poco de calefacción. Además, los bares tienen siempre esa capacidad de generar complicidad y ambiente festivo. Tomamos el café y, al calorcito de los olores y estímulos propios del ambiente alegre que propician los bares, comenzó nuestra jornada de recuerdos y nostalgias. 

 En el interim entre el café y el vermut que vendría después (hay ciertas rutinas que no se pierden), pudimos admirar juntos la espectacular iglesia de Getaria, desproporcionada en sus dimensiones y majestuosidad para la Getaria de hoy (2.818 habitantes según el INE), pero buen reflejo de lo que debió ser este pueblo marinero en tiempos de bonanza económica. Es un maravilloso templo gótico del S.XIV, monumento nacional. Cuenta con ábside y tres naves con bóvedas fantásticas y un triforio espectacular que rodea toda la iglesia. El suelo está inclinado para adaptarse al terreno, tiene un doble altar (uno de ellos, elevado, probablemente reflejo de antiguos formatos litúrgicos) y un coro con órgano. Joseba, que es el organista dominical de la iglesia, nos agasajó con una pequeña muestra de su repertorio. Quedamos admirados, la verdad.

El vermut a base de chacolí no podía faltar en un día de fiesta como el nuestro. Y cumplimos con el rito. No todos con chacolí, que cada uno sabe cómo va su estómago y tampoco hay por qué tentar a la suerte. Allí continuaron nuestras excavaciones biográficas y la exhumación de recuerdos y personajes de nuestra infancia. Entre trago y trago, es más fácil recordar sin amargura.

Ante la falta de espacio en el pueblo (lo que, al final, fue una suerte porque nos permitió ampliar la sobremesa hasta muy avanzada la tarde), la comida estaba prevista en una casa de turismo rural y allá fuimos. No fue fácil dar con ella, pero llegamos bien. La comida fue magnífica (no se podía esperar menos en un pueblo famoso por sus restaurantes) y la conversación fluida y amigable (el vino también ayudó, claro). Dimos un repaso pormenorizado a nuestras vivencias de aquellos 6 o 7 años (algunos, más) que habíamos compartido en nuestra infancia. Me asombró (y preocupó) que todos mis compañeros recordaran más cosas que yo y que lo hicieran de forma más nítida. No sé si será porque mantienen más engrasada su memoria o porque al reunirse con más frecuencia van aprovechándose de los recuerdos de los demás para ampliar y ajustar los propios.

 De todas formas, este hermoso día, las conversaciones, los recuerdos, las cosas que nos contamos, las experiencias que se van reconstruyendo a partir de las aportaciones parciales de cada uno, todo eso no es sino la anécdota. Tampoco quiero ser pretencioso y suponer que este día juntos ha sido diferente a los muchos otros que ya se han producido entre los ex-passio. Por eso mismo, creo que la categoría reside en el hecho mismo del reencuentro, en la naturaleza de un tipo de relación capaz de sobrevivir tras tantos años de ausencia. Ignoro qué sería lo natural (lo normal) en estos casos. Lo que veo en otros amigos es que no tienen interés alguno en recuperar el contacto con quienes fueron sus compañeros de infancia, salvo claro que esa proximidad se haya mantenido a lo largo de los años. Pero en nuestro caso, es algo especial. Algo que, pese a ser psicólogo, no sé si atribuir a lo que nosotros somos como personas y a nuestra forma amigable de ser; a la naturaleza e intensidad de la relación que mantuvimos hace 60 años; al vacío que dejaron en nuestra biografía tantos años de internado, vacío que intentamos rellenar a través de recuerdos; o a cuestiones coyunturales y de difícil identificación. Pero llama la atención la resiliencia de ese sentimiento fraternal entre personas que convivieron de pequeños y durante un tiempo prolongado. No teniendo vida familiar ni personal fuera del colegio (no hicimos viajes con nuestros padres, ni excursiones de colegio, ni intercambios al extranjero con el instituto, ni botellones o juegas notables; tampoco tuvimos novias ni pandilla), solo nos queda completar el puzzle de nuestra adolescencia con recuerdos de la vida en el internado.

 Desde luego, los recuerdos de aquellos años no son parejos, ni poseen la misma intensidad para cada uno de nosotros. En paralelo a aquel dicho latino que tanto utilizamos en educación “quidquid recipitur ad modum recipientis recipitur”, quizás también podríamos decir que “lo que se recuerda, siempre se recuerda al modo de quien recuerda”. O sea, que, a la larga, casi todas las historias que contamos y nos contamos son postverdades. O verdades coloreadas por la particular forma de ser de cada uno. Así la versión dramática y épica (él quería ser santo) de Joseba hay que matizarla con la versión más neutra y matizada de Jon y Ricardo. Xanti y Luis contaban cosas pero sin connotarlas en exceso, o quizás fue que yo todavía no los he cachado lo suficiente como para distinguir matices. Y reconozco que mi relato es mucho más lírico e buenista que el de los demás. Seguro que pasé mis crisis, como todo hijo de vecino (de hecho, acabé marchando), pero vistos en perspectiva fueron años buenos para mí. Probablemente, mucho mejores de lo que hubieran sido de haberme quedado en casa como hermano mayor de los 6 críos que me seguían. Si tuviera que escribir una novela basada en aquella época de mi vida, yo no le daría el tono de un drama, más bien al contrario, lo contaría como un tiempo amigable en el que conocí a chicos y adultos de diversos lugares, en el que tuve unos profesores aceptables que me enseñaron bien (tampoco tenía criterios para poderlos juzgar entonces, pero lo noté después cuando tuve que estudiar con otros compañeros universitarios que venían de situaciones más normalizadas) y en el que jugaba mucho (sobre todo al fútbol), comía bien  (recuerdo con simpatía aquellas lecturas de vidas de santos que se hacían mientras comíamos), rezaba bastante (no recuerdo mucho de esta faceta, aunque lo supongo) y me sentía razonablemente bien integrado y querido en el grupo (aunque me costaba llevar lo del euskera y eso me marginaba de algunas actividades).

Pero, incluso así, con versiones divergentes sobre nuestra infancia, aquellos años generaron un aprecio mutuo sin el cual no se explican estos afectos tan duraderos. Y eso que no recuerdo que fuéramos especialmente expresivos en cuestión de afectos (lo que probablemente nos penalizaría, tan obsesionados como estaban los frailes en evitar aquello de las “amistades especiales”). Claro que tampoco recuerdo peleas. Seguro que las habría pues, al final, éramos chavales pequeños, pero nunca sentí que hubiera abusones en el grupo, ni que nadie nos hiciera bulling. De eso no hablamos en Getaria, pero yo, al menos, nunca lo sentí y eso que era de los pequeñicos en altura.

En fin, cada encuentro con compañeros de aquellos años ha sido para mí una experiencia fantástica, una especie de pequeño tsunami que revuelve muchos recuerdos y emociones. También lo ha sido ésta de Getaria. Debe ser que llega una edad en la que recordar el pasado te ayuda a llevar con paciencia los desaguisados del presente. Como si la nostalgia de la adolescencia compartida fuera el bálsamo de fierabrás que tanto tranquilizaba al Quijote.

Muchas gracias queridos amigos Jon, Joseba, Xanti, Ricardo y Luis. Ha sido un placer enorme poder disfrutar con vosotros de un día de fiesta y recuerdos en Getaria. Ojalá no sea el último. Aún nos queda mucho, pasado pero también presente, por compartir. Un gran abrazo (también para vuestras esposas que, igual que la mía, llevan con paciencia este juego que nos traemos de nostalgias y retorno al pasado).