viernes, diciembre 09, 2022

De bodas y encuentros (1): la boda de Alberto y Ujué.

 



Esta última ha sido una semana hermosa: una boda, una escapada con compañeros de carrera universitaria (de hace 53 años), una visita a la familia, un encuentro con compañeros de colegio (de hace 62 años). Todas ellas, experiencias saturadas de emoción y afectos. Difíciles de contar por esa mezcla de hechos objetivos y vivencias subjetivas que cada una de ellas contiene. Se rompe la lógica de la secuencia temporal y todo resulta medio confuso e irreal (ya no sabes si lo que cuentas y te cuentan pasó o simplemente lo hemos ido imaginando). Seguro que de todo hay en esas reconstrucciones colectivas de un pasado que cada uno vivió a su manera y ha ido cocinando al socaire de lo que ha sido su experiencia vital durante tantos años de vida.

Lo más real y emotivo fue, sin duda, la boda. Incluso siendo irreal en su formato (ellos ya estaban casados legalmente) fue todo un espectáculo, un rito mágico de cambio de estatus social, un vendaval de emociones. Los grandes protagonistas de las bodas son, desde luego, los jóvenes. Los que se casan y los amigos y amigas que les acompañan. La edad nos convierte a los mayores en simples espectadores del acontecimiento (de hecho, resulta bastante patético ver a mayores simulando ser jóvenes), pero eso no significa que no te impliques en el acto, que no vivas y disfrutes lo que está sucediendo. Al contrario, lo vives desde la doble plataforma que te facilita la experiencia (tú ya has pasado por eso) y los años de vida y aprendizaje que has ido acumulando (ya sabes o eres capaz de suponer que ese brillo de ilusión y fuerza que derrochan los ojos y gestos de los jóvenes no es eterno).

Dos cosas me impresionaron especialmente en esta boda de Alberto y Ujué: los jóvenes y la madurez que demuestran; la potencia evocadora que una boda tiene para quienes somos mayores y estamos casados.

De los jóvenes y de la juventud se ha hablado siempre mucho y con frecuencia no demasiado bien. A veces dudamos del futuro porque tenemos escasa confianza en ellos y ellas que serán quienes habrán de construirlo, pero, la verdad, a mí me asombran. Como es obvio, la boda estaba llena de jóvenes. Claro que, en este caso, se trataba de jóvenes con cultura, profesionales, gente con estudios, etc. Bueno, habría de todo. Pero todos y todas tenían en común, al menos externamente, esa gran vitalidad, alegría, seguridad, armonía, belleza. Lo propio de su momento vital. Y también tenían, eso fue lo que me admiró, esa capacidad de expresarse, de hablar, de cantar (misteriosamente se conocían la letra de todas las canciones), de expresar sus emociones (riendo o llorando). Todo ello los hacía profundamente humanos y, a la vez, cultos. Me encantaron los que leyeron sus textos en honor de los novios. Fueron originales y emotivos; simpáticos e inteligentes. Supieron decir de forma hermosa lo que querían decir. ¿De dónde sale esa idea de que los jóvenes no saben escribir?


 

Y, por otro lado, las bodas son todo un territorio de nostalgias para quienes ya pasamos por ese trance hace muchos años. Los ves tan enamorados, tan cómplices, tan llenos de expectativas que no sabes si emocionarte y envidiarles o sentir una especie de compasión empática por ellos y lo que les espera. Pero es hermoso y contagioso. No puedes dejar de recordar cómo fue tu boda, cómo viviste aquel momento y cómo ha ido evolucionando la cosa desde entonces. Las caras y expresiones de los mayores en las bodas suelen ser bastante expresivos al respecto: puedes ver caras de añoranza, de escepticismo, de resignación, de compasión. Y también otras caras, bastantes, que desconectan del componente emotivo de la situación y se centran en algo menos comprometido: los aperitivos, la bebida, la comida, los atuendos, el espectáculo.

En definitiva, y emociones aparte, lo pasamos bien. Estuvo todo muy bien organizado. Me encantó esa modalidad de restauración en la que se amplían los aperitivos y se reducen los platos de la comida. Aquellas comichadas salvajes de las bodas de antes ya no tienen sentido, ahora que todo el mundo quiere cuidarse mucho. El baile estuvo animado y allá fuimos a hacer lo que cada quien pudo. Los había (entre los mayores, digo; los jóvenes estaban entregados y eran incansables) muy animados y otros más reticentes; algunos minimizando movimientos porque dolían y otros haciendo gala de la dosis de paracetamol que se habían tomado para no sentir en exceso el chirriar de las articulaciones.

Como es lógico, los novios estuvieron fantásticos y siempre en el centro de la movida. Es otra cosa que llama la atención con los chicos y chicas jóvenes, su capacidad teatral, la forma en que pueden liderar el espectáculo del que son protagonistas. Se adueñan del territorio y seducen a quienes les acompañamos. Da lo mismo que se trate de bailar, de cantar, de moverse, de besarse, de saludar, de agradecer la presencia. Yo creo que antes éramos más parviños, más dependientes de los adultos, más tímidos.

 Y, si ya todo lo anterior, fue estupendo, esta boda tenía algo de especial. Por partida doble. En primer lugar, porque la novia es navarra, porque la boda se celebra el 3 de diciembre (San Francisco Javier y día de Navarra) y porque había muchos navarros allí. Yo había  tenido que abandonar la comida fraternal que cada año hacemos en esa fecha los navarros de Santiago de Compostela, pero resultó que me fui a encontrar allí con la enorme navarrería de familiares y amigos de la novia. Y fue un placer enorme. Ya me di cuenta de que para ellos, el que yo fuera navarro era irrelevante pues todos lo son en su contexto; pero para mí que lo fueran ellos significaba volver a estar entre paisanos, disfrutar de los pañuelicos rojos que algunos tuvieron el buen gusto de lucir, escuchar el tono de hablar de mi infancia. Un placer añadido.

Pero, por encima de todo ello, esta era la boda en la que recuperamos para la vida normalizada a Celia, la madre del novio. Tras un año de incertidumbres y cuidados médicos con la boda como meta, había llegado el momento de constatar que las esperanzas se cumplían. Y se cumplieron con nota. Siempre bajo la mirada atenta y preventiva de Juan Manuel, allí estuvo nuestra Celia con una marcha sorprendente. Guapísima, llevó con garbo a Alberto hasta el altar, fue una anfitriona esmerada de invitados propios y políticos, mantuvo el tipo durante la comida y la sobremesa, y fue de escándalo su vitalidad y resistencia bailando. Toda una demostración de resiliencia y fortaleza.

Alguien dijo que "hay días que son toda una vida". Días que quedan grabados de forma indeleble en la biografía. Así es la boda,  una experiencia que los novios no olvidarán jamás. Nosotros, los mayores, probablemente sí lo olvidemos, pero no porque no lo viviéramos a fondo, sino por culpa de los años y del alemán ese que nos persigue. Para evitarlo escribo este blog.

¡Pues eso, muchas felicidades a los novios y que la vida les depare una existencia a la medida de sus expectativas!

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