domingo, septiembre 25, 2011

El árbol de la vida.

Desconcertado. Así sales de la sala. Ibas a ver una obra maestra y acabas con dolor de cabeza y un fuerte marasmo intelectual. “Una paja mental”, oí que decían al salir. Pero aún me pareció más fuerte el hecho de que las imágenes finales de la película (claro que tú no sabes que es el final), cuando vuelven a aparecer destellos semejantes a los iniciales, la gente comenzó a reírse. Calculo que fue la ansiedad contenida durante las dos horas anteriores, pero las risas en ese momento eran toda una enmienda a la totalidad a la película. Y eso que nadie marchó de la sala (por vergüenza torera, quizás) como dicen que ha sucedido en otros cines. Incluso me han contado que en algunas salas, cuando compras la entrada para ver "El árbol de la vida", te regalan otra para esa misma sesión por si acaso te sales para que puedas cambiarte a otra sala. Un poco de lío, la verdad.

Como ya todo el mundo sabe, “El árbol de la vida”, es la última película de Malick, un icono del cine de autor que no ha hecho más que 5 films en cuarenta años que lleva dedicado a ello. Y cada nueva obra genera tal expectación que rompe todos los records. Se ha estrenado en España la semana pasada, así que estamos en los inicios y ya va de primera en espectadores. Sus dos papeles principales son bordados por Brad Pitt y Jessica Chastais. Aparece un par de veces Sean Penn en un papel un tanto fantasioso, y actúan como protagonistas tres chavales que son magníficos, sobre todo Hunter McCracken que hace de hermano mayor. Hay que destacar, desde luego, a Lubezki que lleva la fotografía.

Yendo a la sustancia, no sabría decir, en verdad, si me ha gustado o no. Probablemente es la película más interesante desde el punto de vista estético que yo haya visto jamás. Aunque solo sea por eso, merece mucho la pena verla. Es una auténtica poesía visual. Una epifanía del cosmos contada con colores. Una auténtica pieza de orfebrería de la que podían extraerse decenas de exposiciones de fotografía e imágenes alucinantes.

El contenido es más complejo. Yo adoro el cine argentino por lo bien que cuenta historias así que, en principio, este tipo de películas tan densas y complejas no me gustan demasiado. De todas formas, soy capaz de entender que tienen un mensaje profundo. Lástima que al utilizar una narrativa tan barroca y abstracta, se haga difícil llegar a él. Pero supongo que eso es, justamente, lo que pretende Malick. En ese sentido la película me trae muchos recuerdos de cuando íbamos al cine a ver a Bergman, solo que entonces teníamos más paciencia. Tampoco es que entendiéramos mucho pero nos daba para tener sesudas discusiones durante muchos días.

La película me ha parecido un sofisticado discurso sobre el proceso de la vida: la vida del universo y la vida de las personas. La parte inicial es como un alucinante “big-bang” sobre los inicios del universo. Unas fotografías y mezclas de colores alucinantes. Si uno supiera dejarse llevar sólo por el placer estético de lo que ve y oye sin pensar en qué demonios está pasando en la pantalla o qué nos están contando, podríamos disfrutar infinitamente porque, la verdad, aquello es un caleidoscopio onírico de colores y sensaciones. Luego cuando del nivel macro se pasa al nivel micro y aparece la familia de Texas que servirá de modelo de análisis del desarrollo de la humanidad, la cosa se hace más comprensible. Y podemos admirar la concepción y nacimiento de los niños y cómo estos van creciendo entre el afecto de la madre y la rigidez del padre. Y ahí se va trenzando la historia.
Una historia que permanentemente se mueve entre dicotomías. Todo lo que sucede tiene dos caras. Quizás sea ésa la moraleja del film: todo es dicotómico y ambivalente. Podemos escoger entre dos caminos, nos dice la voz en off, el camino de la naturaleza o el camino de lo divino. Pero en realidad no podemos escoger porque siempre están presentes los dos caminos. La vida es eso, ambivalencia, juego de opuestos. Y así todo tiene una doble perspectiva, una doble cara. Aparece lo macro del universo y lo micro de la familia; vemos la aparición de la piedad (hermoso el pasaje en el que el dinasaurio apresa pero perdona la vida a un animal más pequeño) y la presencia de la crueldad (terribles algunas secuencias del padre, que sin embargo también es muy afectivo); el odio al padre (hasta desear su muerte) y la necesidad de tenerlo cerca y de abrazarlo y obtener su reconocimiento; lo masculino y lo femenino, lo infantil y lo adulto; lo terrenal y lo divino; las aguas tranquilas y acogedoras del río y las aguas devoradoras de la catarata; la música épica de Sbetana y el gregoriano fúnebre de difuntos. En fin, todo es doble, cambiante, de doble cara. La vida y las personas somos así, contradictorios.

Pues eso, no creo que nadie logre entender bien la película (da para organizar un máster para analizarla) pero pese a ello, a unos les gustará y a otros no. Lo que es seguro es que nadie va a quedar indiferente. Y entre tantas cosas hermosas que se ven y se oyen, todos podemos sacar también alguna impresión. A mí me gustó aquello de que “sin amor, la vida pasa como un destello”.

jueves, septiembre 15, 2011

La piel que habito.


Cuando uno va a ver un film de Almodóvar (o, en mi caso, de Woody Allen) ya sabe que arriesga poco. Te gustará o no, porque ambas alternativas caben, pero sabes que habrá merecido la pena. Y eso es lo que contesto a la gente que me pregunta sobre la película cuando saben que fuimos a verla. Bueno, ¿y qué tal, merece la pena verla?, suelen decir. La contestación es simple: no es lo mejor que habrás visto de él, pero no puedes dejar de verla, aunque sólo sea para que después podamos comentarla.

Así es este film de Almodóvar: otra síntesis más de sus esencias, sus mitos, sus obsesiones, su estética, su estilo narrativo (tiene muchas conexiones con otras películas anteriores como “Átame” o “Carne Trémula”). Esta vez, como otras, se ha rodeado de dos actores que se acomodan bien a sus registros, pero como suele suceder, se ven desbordados por la propia historia que nos cuentan y eso les hace parecer menos buenos de lo que son. A veces, incluso, histriónicos y caricaturescos, pero es probable que eso sea lo que el narcisismo del director pretenda: que él mismo y la historia que quiere narrar sean los protagonistas principales de lo que allí acontece. Elena Anaya me pareció un cuerpo precioso y, sobre todo, unos ojos que perturban pero, con seguridad, se merece registros más variables y matizados para mostrarnos todo lo que tiene de actriz. Y Banderas, lleva bastantes filmes mostrando ese rictus hierático y esa cara de palo de quien ni sufre ni padece. Para ser alguien a quien la historia contada concede un papel tan dramático no se le ve con esa capacidad de adecuarse a cada situación y encarnarla desde el hígado. Pero ya digo, entiendo que esa forma de actuar viene marcada en notas al margen del guión que se les entrega. Forma parte del mensaje del film.

Porque lo relevante de La piel que habito es la historia que cuenta. Algo perturbador e inteligente si quien la ve consigue ir un poco más allá de lo que ve en pantalla. No sé si quiere ser una película de terror (algunos críticos la definen así), pero resulta demasiado aséptica para serlo. Y eso que, sólo de imaginarla, una situación así es una auténtica pesadilla. Almodóvar, al fin y al cabo. La historia nos presenta un supuesto médico que tras perder a su mujer en un accidente de coche en el que éste se incendió y ella pereció abrasada, inicia todo un proceso de investigación en busca de una piel que resista el fuego. Luego, su hija en tratamiento psicológico sufre una supuesta violación y él urde su venganza sobre el muchacho que estuvo con ella, uniendo ambas angustias.

Y por detrás de toda la trama y su desarrollo en pantalla se ven con claridad preguntas esenciales sobre nuestra vida: ¿quiénes somos?, ¿qué es lo que nos hace ser lo que somos?, ¿qué papel juega el cuerpo y sus formas en nuestra identidad, en nuestros sentimientos, en las relaciones que mantenemos con los demás? Mucha tarea si uno se lo lleva como deber de reflexión para casa.

Mi amigo Enríque Martínez Reguera nos contaba la otra noche que él anda metido en un berenjenal similar en su último libro: “Las personas que somos”. Y que le está costando un esfuerzo ímprobo el avanzar. También para él (aunque no ha visto la película ni piensa verla), ésa es una cuestión clave, pues es lo que diferencia, en su opinión, a la persona (que es lo que somos por ser nosotros) del individuo (que es lo que somos por formar parte de un grupo social, por tener una historia, por pertenecer a un tiempo y un espacio concretos). Para Enrique, o eso creí entender, lo que nos hace personas es nuestra biografía que es única, irrepetible, solo nuestra (aunque esta nostredad no indique en modo alguno posesión o poder sobre ella, cosa lógica si uno contempla cómo la biografía de cada quien se va configurando a base de mucho azar y sólo un poco de decisiones personales).

En fin, un buen tema de discusión hoy en día en que ya casi ni sabemos quién somos y, quizás por eso, sacralizamos lo que aparentamos (el sexo, o el género, las formas físicas, la apariencia, las rutinas culturales, el personaje que nos toca desempeñar). Pero, si algo cambiara, podríamos ser “otro” con el mismo desparpajo y “autenticidad”.

Almodóvar no da una respuesta a la cuestión, aunque el desarrollo de la historia podría hacer pensar que, efectivamente, somos lo que somos y sentimos lo que sentimos porque las circunstancias que nos han hecho vivir nos han configurado de esa manera. Pero otros ciclos vitales y otras circunstancias nos habrían llevado a vivir y sentir de otra manera.

Y para los que prefieran no pensar en exceso, en el film se encontrarán todo el resto de cosas que Almodóvar sabe hacer tan bien: una estética llena de colores calientes y fuertes, mucho erotismo, música brillante y una historia bien construida, aunque difícil de creer.