viernes, octubre 27, 2023

PEDAGOGAS/OS DE LARGO RECORRIDO (1973-2023)

 



 

Aunque algunos malintencionados van diciendo por ahí que en Educación no existe el tiempo y que los modos de hacer educación siguen como antaño, esa atemporalidad, de existir, no se aplica a las pedagogas y pedagogos. Por nosotros sí que pasa el tiempo, de forma inexorable y para todos por igual. Y, dado que hemos llegado hasta aquí, podemos decir que va pasando para bien. Cincuenta años desde la licenciatura (que son más de 70 si lo contamos desde el inicio de la vida) son muchos años, tiempo suficiente para vivir muchas vidas, de la infancia a la juventud, de la entrada a la universidad a la graduación, del inicio de la vida profesional a su consolidación, de la configuración del proyecto personal y familiar a su desarrollo y ramificación, del trabajo a la jubilación…Y así, recorriendo trayectorias diversas, disfrutando y sufriendo, hemos ido llegando a esta meta volante de las bodas de oro profesionales. 50 años desde aquel Junio de 1973 en que recogimos la última papeleta con la nota (supongo que nadie tuvo que esperar a Septiembre, pero en cualquier caso, a esta distancia del tiempo, tampoco es que importe mucho).

Encontrarnos después de tantos años tiene un mérito notable. Es, antes que nada, un ejercicio de voluntad proactiva, de vencer renuencias y perezas: “¿qué pinto yo allí?, ¿quién sabe con qué me voy a encontrar y cómo me van a encontrar a mí?, Uuff!, yo ya no estoy para estos trotes…total  para pasar un rato con gente que seguramente ya ni conoceré… viajar en tren o coche… perder un día…la verdad, casi mejor pongo una excusa, les felicito y cumplo sin más…”. No es fácil, la verdad. Pero allí nos fuimos los 14 más lanzados, movidos por quién sabe qué fuerza interior que buscaba el simple hecho de verse de nuevo. Y no era el ver a alguien en particular (que eso tiene otros ritos), era ver al grupo, a lo que queda de aquel grupo, a los que como uno mismo se animaron a venir y celebrarlo juntos. Ma. José, con la energía y vitalidad que siempre la han caracterizado (siendo navarrica de Acedo, decirlo resulta innecesario), ha tenido mucho mérito y capacidad de convocatoria.

El encuentro, en estos casos, es un momento especial, complejo. Los saludos iniciales tienen su dosis de ansiedad. Ves caras que te suenan, pero a las que eres incapaz de ponerles nombre. Y notas que con la misma expresión de agobio te están mirando a ti. No sabes cómo iniciar una aproximación y saludar. ¡Qué bien nos hubiera venido un cartelito de identificación como esos que te dan en los congresos! Lo miraríamos con disimulo y pondríamos a trabajar a la pareja de neuronas en activo para que revisaran los archivos mentales. Luego, en la realidad, las cosas van saliendo. Surgen abrazos y besos aunque aún no tengas claro a quién se los estás dando. El que pertenezca al grupo ya es aval suficiente. Y comienza, poco a poco, a levantarse la niebla y a aclararse la identidad de cada cual. A veces es la voz, otras veces son rasgos de la cara y la expresión y, las más, el recuerdo del nombre o el apellido. Pero incluso si nada de eso funciona da lo mismo, el sentimiento de pertenencia a un grupo especial te dota de esa identidad colectiva que te hermana con todas/os los asistentes.

 Para mí que llego de Santiago de Compostela, este tipo de encuentros (la semana pasada participé en la misma celebración de los 50 años con mi generación de psicología) se parecen mucho a la llegada de peregrinos a Santiago. Todos llegan felices porque llegar ya es en sí mismo un triunfo, aunque claro el camino recorrido ha dejado sus huellas en ellos: unos llegan cojeando, otros agotados de cansancio, algunos quemados por el sol o febriles por el agua y el frío que les ha acompañado. Nuestro recorrido por estos 50 años de vida profesional (que nunca es solo profesional, pues ahí están la personal, la familiar, la social…) seguro que también ha dejado sus huellas en cada uno de los reunidos: todos/as llegamos más viejos, más curtidos, más sabios, más mayores… Algunas/os con pelos blancos y otros sin pelo; más lentos en movimientos, con diversas averías en nuestros organismos…pero, resumiéndolo todo, muy vitales y resilientes. Probablemente ese es nuestro mayor éxito y celebrarlo juntos es la mejor forma de mirar y valorar aquellos años universitarios que recorrimos juntos.

Y puestos ya ahí, en la celebración, saludados y besados, sabiendo con quien estamos compartiendo mantel y celebración, aceptándonos amables en nuestra nueva configuración fisonómica, iniciamos la fiesta en el Museo del Traje, un escenario suntuoso, donde ya habíamos celebrado algún encuentro anterior.

La comida no era el objetivo de la reunión, así que fue avanzando como esos programas que funcionan en un segundo plano. Y vista en su conjunto no estuvo mal: iniciamos el recorrido con un juguito de calabaza con jengibre (muy rico); le siguió un milhojas de hojaldre con salmón ahumado, queso crema y espuma de aguacate (excelente); un dedal de merluza empanada con una alcachofa a la plancha (lo mejor la alcachofa); tataki de entrecot de vaca madurada cortado al estilo picaña (imposible de masticar la carne, al menos con nuestra dentadura); y, para finalizar, un postre de crema de vainilla (bien). Lo acompañamos con vino blanco de Rueda y tinto (Taberna del Alabardero) de Rioja. Salvo la carne, la comida estuvo bien, digna para una celebración como la que queríamos.

Pero, como decía, la comida iba por su lado como la música de fondo que uno escucha mientras hace otras cosas. Lo que hacíamos nosotros en primer plano era presentarnos y contar cuál había sido nuestro peregrinaje a lo largo de estos 50 años. Todos comenzábamos nuestra historia en el 1973 y desde ahí íbamos construyendo el relato de nuestra vida. Los hubo más minuciosos y otros más globales; algunos más descriptivos y otros más emocionales, pero todos muy personales. Supongo que cada uno de nosotros se quedaría con diferentes cosas de las que se fueron escuchando. Yo me quedé con algunas impresiones:

-que muchos de nosotros hemos construido nuestra identidad y nuestro relato no tanto en torno a nosotros mismos cuanto en torno a nuestros hijos o nuestra familia. Al final, se habló más de los hijos que de nosotros mismo. No deja de ser una señal de que nos hemos hecho mayores. Me contó en una ocasión la que fuera directora del ICE de la Politécnica de Valencia (falleció joven, la pobre) que ella sintió que se había hecho mayor cuando cada vez que veía un tío bueno en la tele en lugar de pensar en lo bueno que estaba para ella, comenzó a pensar en lo que le gustaba ese muchacho para su hija. Supongo que nos pasa un poco lo mismo, como si dando por cerrada nuestra aportación profesional, en lugar de pensar en ella, pensamos ya en lo que la de nuestros hijos/as puede dar de sí.

-que las cosas que se contaban y la emoción con que se hacía era una buena expresión de que nos sentíamos bien con el grupo. No eran relatos superficiales para cumplir el turno y pasarlo al siguiente, expresaban sentimientos profundos, incluida el de la satisfacción personal por las cosas realizadas, o el dolor de la pérdida de personas queridas. Es decir, la pertenencia al grupo permitía esa libertad de expresarse sintiéndose bien acompañado/a.

-que, desde luego, las carreras profesionales de quienes allí estábamos habían sido carreras muy exitosas. Cada quien en su campo había desempeñado papeles notables en los diferentes ámbitos profesionales por los que habíamos transitado.  Por ello he titulado este post como pedagogas y pedagogos de largo recorrido. Fuimos una buena generación, un buen curso. Como para estar orgullosos de nosotros mismos, pero también de los compañeros y compañeras con las que compartimos vida universitaria. Y cabe añadir a eso que apareció una cualidad muy interesante en muchas de las historias: esa sensibilidad y preocupación por los más débiles, por la Educación Especial, por la Integración social, por el Voluntariado, por los grupos de duelo… Los nuestros no eran aún tiempos de eclosión de las políticas inclusivas y de atención a la diversidad, pero lo llevábamos ya en el alma y no es solo que habláramos de ello (que es lo que ha sucedido después) sino que nos metimos en ello a pecho descubierto, aunque nos faltaran apoyos y herramientas. Me llamó mucho la atención y me hizo sentirme orgulloso de nuestra generación.

-hablamos poco de nuestros profesores. En general teníamos buen recuerdo de ellos. En verdad, no fuimos un curso rebelde ni recuerdo ningún plante o protesta colectiva, aunque había algunos que se la hubieran merecido. Claro que cuando pregunté cuál de nuestros profesores nos había hecho reír más, tampoco supimos nombrar a ninguno. Además, la mayor parte de ellos y ellas ya han fallecido, que descansen en paz.

En definitiva, y por resumir, lo que iba quedando claro a medida que avanzaban los turnos (y los platos de la comida) era que la forma en que cada uno contaba su vida se parecía mucho a la forma de ser del narrador, a sus manías, a la forma de verse a sí mismo y a los demás. Aunque no conozcas mucho a quien está hablando, lo oyes hablar y te haces una idea de cómo es (o como sigue siendo, a pesar de los años que han pasado).

 Y así transcurrió este día 27 de octubre, día de encuentro entre un grupo de gente mayor que en un tiempo lejano fueron compañeros en las aulas universitarias de Pedagogía. La profesión y la vida nos fueron llevando, después, por itinerarios muy diversos en los que hemos ido dejando nuestra huella que, al menos en parte, es reflejo de lo que aprendimos y vivimos juntos durante nuestra formación. Por eso es bonito que celebremos juntos el recuerdo de aquellos años y aquellas experiencias que compartimos, de lo que aprendimos unos con otros, y unos de otros.

Cuando habitas ese terreno incierto de los setenta es difícil sacarte de la cabeza esa sensación de que te estás despidiendo, de que vas cerrando capítulos vitales, de que los proyectos son siempre provisionales… Ese sentimiento melancólico se notaba en la despedida. La propuesta era reunirse más, cada año o, como mucho, cada dos años, pero el entusiasmo estaba construido más sobre el deseo y la esperanza de poder hacerlo que sobre el compromiso real por hacerlo efectivo y poner fecha.

En fin, fue una quedada estupenda que hubiera merecido algo más de simbolismo institucional con la participación de nuestro centro de estudios como un acto de recuperación de su propia historia. Los egresados, aunque sean añosos (y con más razón si lo son), deberían formar parte de lo que una facultad de educación es, de lo que es su herencia y su impacto en la sociedad. Ya lo hacen muchas facultades (Medicina, Farmacia, Derecho, Psicología). Es una pena que la de Educación no lo haya incorporado aún a sus ritos institucionales.

 

miércoles, octubre 25, 2023

LOS ASESINOS DE LA LUNA

 

Este inicio de temporada cinematográfica está siendo magnífico. Han llegado a los cines películas fantásticas de esas que marcan un antes y un después. Operheimer fue una de ella; Cerrar los ojos o Dispararon al pianista están también en esa lista; incluso el Golpe de Suerte de Woody Allen y la Barbie de Greta Gerwyg, ambas a su manera y para su público. Y ahora llega Scorsese con este western impagable de Los Asesinos de la luna, historia basada en la novela del mismo título de David Grann (2019). Llama la atención el título (tanto de la novela como de la película) que resulta bastante incomprensible en español (en mi opinión, una mala traducción, por literal, del título inglés “Killers of the Flower Moon”, siendo que flower moon se corresponde más con alguno de los nombres, como “flor de luna” que los indios daban a personas o a lugares). El título español te sitúa aparentemente ante una historia de ciencia ficción que nada tiene que ver con el tema de este film.

 La historia que se nos cuenta está basada en hechos reales que la novela incorpora a su subtítulo: ”Petroleo, dinero, homicidio y la creación del FBI”. Y ésa es, efectivamente, la historia que la película narra. Los Osage eran unos indios de la estirpe de los Sioux (enormes y fornidos) que fueron deambulando por diversas zonas de EEUU, aunque su enclave principal fue Oklahoma. Fue allí donde su vida colectiva se transformó pues pasaron de cazar bisontes y cultivar sus huertos a descubrir petróleo bajo sus campos. Y así sus grandes y plácidos espacios naturales se convirtieron pronto en poblaciones caóticas de gente en busca de dinero fácil. Los indios se hicieron ricos y pronto se convirtieron en blanco de asechanzas de quienes querían arrebatarles sus propiedades. En la década de los años 1920 comenzaron a producirse asesinatos selectivos de indios (el “reinado del terror” llamaron a la época) que, dado que matar a un indio resultaba pecado menor, casi ni se investigaba, ni se ponía el foco en ello, hasta que finalmente la Agencia de Investigación federal (precursora del FBI) puso manos sobre el asunto y comenzaron a establecerse responsabilidades. En resumen, eso es lo que nos cuenta, de manera dramática, la película.

 Scorsese te mete en la historia poco a poco, a ritmo de bolero de Ravel, machaconamente, de forma cada vez más intensa, sin darte un respiro. Es un ritmo lento, prolongado, en el que los crímenes configuran una secuencia machacona que te no da descanso. Cuando piensas que bueno, que ahora parece que todo va mejor, la cosa empeora, la maldad se disfraza de necesidad estratégica y volvemos de nuevo al inicio de un nuevo atentado. Y así, rodando en círculos, diferentes pero semejantes, van transcurriendo las tres horas de thriller magistral que solo se relaja al final con una especie de corte de mangas cinematográfico de Scorsese que se parece a esos sorbetes que te ofrecen en el restaurante para que te vaya bajando la comida y evites el atracón.

Así y todo, aunque contada así (una historia de violencia de tres horas y pico de duración) yo desistiría de ir a verla, tengo que decir que es una de las mejores películas que hemos podido ver este año. Y estamos en octubre, así que tiempo ha habido. Una gran película del mejor Scorsese: ha sabido elegir la historia y el ritmo lento y machacón con que la desarrolla; ha acertado en el elenco de actores (De Niro está genial en su papel de malvado disfrazado de buena persona; DiCaprio sorprende con ese papel de tipo gris y manipulable; la Gladstone impresiona con esa carita dulce, con su mirada penetrante, con esas posturas arquetípicas indias); se ve que es un maestro en el movimiento de grandes grupos de extras para escenas masivas (es como una de las películas de antes con muchísimos extras y movimientos de masas en la estación, en la ciudad venida a más, en las reuniones de los indígenas); ha acertado en el contraste visual de la fotografía combinando los espacios amplios y tranquilos con los momentos caóticos y bulliciosos; y lo ha acompañado todo de una música y unos efectos sonoros y visuales extraordinarios. 

 La película añade a la historia terrible que se cuenta una característica particular, el disfraz de la maldad bajo un ropaje altruista y bondadoso, lo que la hace aún más perversa. Es lo que más te va doliendo a lo largo del film: que quienes dicen quererte son los que programan tu muerte. No es el asesino sanguinario y corto de luces que mata por odio. Es el líder comunitario que antepone su ambición y avaricia, aunque bien disfrazadas de consideración y buenas palabras. Es la perversión dura y cruel. A De Niro, el papel le va como anillo al dedo. Esa doblez criminal está, además, asentada en la estructura social, es un virus del que participan todos, unos porque colaboran y otros porque miran para otro lado. Es una sensación que duele, que te ahoga. No cansa. Sientes la lentitud con la que avanza la historia, pero aceptas que ese ritmo es coherente con lo que ves, que apresurarlo sería como hacerlo con el ritmo de servicio de los platos de una buena comida. Mejor ir poco a poco, disfrutando (en este caso sufriendo) y siguiendo el intríngulis de cada escena, de cada diálogo, de cada vivencia de los personajes en acción. Es una película larga, pero que no se hace larga. Quizás, hubiera podido reducirse, pero probablemente el efecto de la historia sobre el espectador hubiera sido menor.

sábado, octubre 21, 2023

50 AÑOS DE LICENCIATURA EN PSICOLOGÍA (1973- 2023)

 



Ayer hemos celebrado nuestro 50 aniversario como profesionales de la Psicología. Efectivamente, en aquel lejano mes de Junio de 1973, aprobadas felizmente las materias del quinto curso, nos convertimos en una nueva promoción, la tercera, de psicólogos y psicólogas dispuestos a comernos el mundo. Éramos muchos, aunque no tantos como son ahora, pero iniciamos nuestra vida profesional con mucha ilusión. No es que por entonces la gente y los empleadores tuvieran claro qué era la psicología ni qué hacían los psicólogos, pero justamente ese vacío de expectativas nos forzó a abrir caminos en direcciones muy diferentes. Y mal que bien, visto lo visto, creo que lo fuimos consiguiendo. Seguramente actuó a nuestro favor el que la vida no era fácil por entonces, las condiciones en que vivimos nuestros años universitarios fueron, en simultáneo, ricas en oportunidades y complejas en cuanto a las limitaciones que la situación política y cultural imponían. Cierto que pululaban los grises y la policía secreta por los entornos universitarios; cierto que abundaban los meapilas que veían en todo peligros morales (la píldora, las lecturas, el alcohol, las drogas), pero eso no fue óbice para que hubiera asambleas, manifestaciones, maratones de cine, guateques y otras licencias que iban marcando ya la aparición de otra época muy diferente a la de generaciones anteriores. Probablemente, esa fue nuestra gran fortaleza, el ser gente sumida en el torbellino del cambio, capaz de asumir riesgos. Habíamos vivido el 68 y con él se fueron desatando muchos nudos, al menos para quienes tuvimos la fortuna de vivir a fondo la universidad y hacerlo en la carrera de Psicología. No sé si podría decirse lo mismo de la especialidad de Pedagogía que yo cursé en simultáneo.

 En fin, fuera cual fuera nuestro pasado en los años setenta, aquí y ahora, en Somosaguas, estábamos de nuevo una pequeña muestra de aquella generación 50 años después. Y la verdad es que todo había cambiado, incluyendo el entorno de la propia facultad. Qué difícil se nos hizo poder llegar. Aquello era un laberinto de urbanizaciones y carreteras ininteligibles, en el que hasta el GPS se volvía loco. Pensar que pasé allí dos años de carrera y un año más como profesor y que ahora casi no soy capaz de llegar, fue el primer síntoma de que había pasado mucho tiempo y que ni siquiera mi capacidad de orientación había resistido sus embates.

Los saludos iniciales fueron complejos, un poco angustiosos. Veías caras que te sonaban, pero a las que eras incapaz de ponerles nombre. Y notabas que con la misma expresión de agobio te estaban mirando a ti. No sabías como iniciar una aproximación y saludar. ¡Qué bien nos hubiera venido un cartelito de identificación como esos que te dan en los congresos! Lo miraríamos con disimulo y pondríamos a trabajar a la pareja de neuronas en activo para que revisaran los archivos mentales. Así que los saludos pasaban por diversas fases (la identificación de ti mismo, -soy fulanito-; la mirada suplicante para que el otro hiciera lo mismo- ¿y tú eres…?-; la revisión apresurada del archivo de recuerdos para localizar al interlocutor; el apretón de manos o el abrazo, si era el caso, una vez que localizabas su ficha y lo situabas en tus recuerdos - ¡ah, sí, disculpa, me acuerdo perfectamente de ti, te acuerdas cuando…!). Pero una vez ahí, ya todo comenzaba a correr con fluidez. Los recuerdos compartidos generan un espacio común en el que resulta fácil el encontrarse y quererse. En cualquier caso, nosotros estábamos en grupo y eso nos daba tranquilidad y compañía.

Compartíamos acto con quienes celebraban su 25 aniversario, lo cual jodía bastante al verlos (sobre todo verlas, porque eran casi todas mujeres) tan jóvenes, risueñas y empoderadas. Y nosotros allí cargados de años y de achaques. Claro que también había era evidente la diferencia en madurez y en esos rasgos (básicamente arrugas) de sabiduría acumulada con el tiempo. Así que no todo jugaba en contra nuestra.

 Aunque la parte más cargada de emoción fue el encuentro inicial, el momento sufrido de reconocerse y reinstaurar la mirada amiga y cómplice, el acto oficial tuvo dos partes, una académica y otra más festiva. La parte académica, presidida por una Mesa en la que figuraban el decano actual de psicología, la vicedecana del Colegio Oficial de la Psicología de Madrid, nuestro amigo Jesús Valverde, como representante del grupo de quienes celebrábamos el cincuentenario de la graduación, y el Secretario de la Facultad. Comenzó hablando la vicedecana del Colegio, Timanfaya Hernández, una chica joven y cariñosa que se esforzó por transmitir el enorme respeto que le infundía encontrarse allí con gente tan mayor y que ella situaba, con acierto relativo, en los orígenes de la Psicología madrileña. Le siguió Jesús Valverde, maestro en estas lides y para quien el acto tenía un sentido doble: primero porque él mismo era uno de los homenajeados por sus 50 años de egresado de la Facultad y, además, porque, en su caso, él se quedó allí como profesor y, por tanto, lo fue de todo el grupo que celebraba sus 25 años de graduación. Ambas emociones lo fueron llevando en volandas a lo largo de sus recuerdos de los que rescató nombres de profesores (con algunos olvidos fruto de los nervios), situaciones, expectativas juveniles y compromisos profesionales. Jesús es de emociones fuertes que pronto se asoman a sus ojos y modulan su decir, así que su relato caminaba por picos y valles que nos iban atrapando en esa nostalgia semidulce de un pasado ya lejano pero vivido intensamente.

El acto académico continuó con la entrega de unos diplomas que sirvieran de recordatorio. Estuvo bien, aunque a nuestra edad eso de los diplomas resulta un poco fuera de plano. Pero hay que entenderlo, la universidad actual se ha burocratizado mucho y le pone cantidad el repartir diplomas. Comenzaron a entregárselos desde el estrado a las jóvenes de los 25 años. El Secretario de la Facultad iba llamando a cada una/o por su nombre y ellas salían encantadas y ágiles de su sitio en la sala para avanzar hasta el estrado, subir la escalerilla que ascendía a la tarima superior, repartir besos, recoger su diploma y hacerse la fotografía que servirá de evidencia para su currículo personal. Pronto vimos que ese ritmo juvenil resultaba poco adecuado para el grupo de las bodas de oro y así se lo hicimos saber a la Mesa: demasiado peligro para sistemas locomotores en horas bajas. Fueron sensibles a nuestras carencias y aceptaron bajarse al nivel de la sala y entregarnos desde esa posición más horizontal y amigable el diploma que  certificaba, sobre todo, nuestra capacidad de supervivencia.

Cerró el acto, el decano de la Facultad, Luis Enrique López Bascuas, profesor de Psicología de la percepción y que echó mano de Borges y su cuento Nueva refutación del tiempo para intentar demostrar que el tiempo no existe o existe poquito (el pasado ya se fue, el futuro no ha llegado, así que de tiempo, tiempo solo nos queda cada instante actual y eso no da para nada). El decano, que es profesor de  "percepción", sabe sin duda de lo que habla. Además ya he visto en internet que ha hecho ese mismo discurso en otras ocasiones, lo cual, si efectivamente no existe el tiempo es como si lo hiciera aquí por primera vez, pues aquel momento y este de ahora son en realidad el mismo momento. En fin, un poco de lío para unas neuronas que llevaban una tarde ajetreada recuperando recuerdos y emociones de hace 50 años. Y así, refutando el tiempo y convencidos de que seguíamos en un día cualquiera de aquel año 1973, se levantó la sesión académica y nos fuimos a hacer unas fotos de grupo que sustituyan y actualicen las orlas de entonces. El problema va a ser que cuando veamos esas fotos de ahora y las comparemos con las de antaño, vamos a comprobar fehacientemente que diga lo que diga el decano, el tiempo sí que existe. Y además deja huellas claras.

La fiesta continuó en otra sala, pero ya disfrutando de unas copitas de vino y un piscolabis generoso. Recuperados los recuerdos y, al menos momentáneamente, los nombres de los contertulios, fue el momento del intercambio de experiencias: los trabajos, la familia, los hijos y nietos, las enfermedades, el futuro… Lo que más me llamó la atención fue que, incluso en ese clima festivo, hubo poca mezcla de generaciones. Salvo el caso de Jesús a quien se veía radiante compartiendo con sus exalumnas y ya excelentes profesionales de los diversos campos de la psicología, ni siquiera el vino o el queso o el jamón fueron capaces de romper los muros de la edad. En realidad, el encuentro acabo siendo un encuentro con aquellos con quienes ya lo tuviste en el pasado. Es como si nuestras emociones mantuvieran memoria de aquellas relaciones que fueron gratas en el pasado y te generaran esa tendencia a buscarlas con preferencia.

Y así hemos celebrado estos 50 años de vida profesional. Probablemente todos esperábamos algo más de este evento.  Esas mariposas en el estómago buscando recuperar sensaciones y afectos. Y es cierto que eso fue lo que pasó, pero pasó solo con quienes nos relacionábamos entonces de una manera intensa. En realidad, lo que se mantiene con el tiempo son los afectos, no el hecho neutro de que fuéramos compañeros de estudios. Recuperar a Hilario y a José María, volver a encontrar a Ma. Jesús fue lo que otorgó valor al evento. Si los recuerdos no vienen acompañados de una cierta connotación de amistad y cariño, es difícil resucitarlos y disfrutarlos.

Así que, más que emocionarme por haberme podido encontrar con el grupo de gente de mi generación que acudió al acto (aunque me alegro, desde luego, de que todos ellos y ellas hayan llegado hasta aquí y en tan buen estado), lo que realmente me ha encantado es comprobar, una vez más, la suerte que tuvimos al encontrarnos en la carrera, el congeniar desde el primer momento (o en momentos posteriores), el haber vivido intensamente nuestra relación como compañeros/as de estudios y el haber sabido mantener esa relación viva durante estos 50 años. Eso sí que se merece una enorme celebración de cincuentenario.