Aunque algunos malintencionados van diciendo por ahí que en Educación no existe el tiempo y que los modos de hacer educación siguen como antaño, esa atemporalidad, de existir, no se aplica a las pedagogas y pedagogos. Por nosotros sí que pasa el tiempo, de forma inexorable y para todos por igual. Y, dado que hemos llegado hasta aquí, podemos decir que va pasando para bien. Cincuenta años desde la licenciatura (que son más de 70 si lo contamos desde el inicio de la vida) son muchos años, tiempo suficiente para vivir muchas vidas, de la infancia a la juventud, de la entrada a la universidad a la graduación, del inicio de la vida profesional a su consolidación, de la configuración del proyecto personal y familiar a su desarrollo y ramificación, del trabajo a la jubilación…Y así, recorriendo trayectorias diversas, disfrutando y sufriendo, hemos ido llegando a esta meta volante de las bodas de oro profesionales. 50 años desde aquel Junio de 1973 en que recogimos la última papeleta con la nota (supongo que nadie tuvo que esperar a Septiembre, pero en cualquier caso, a esta distancia del tiempo, tampoco es que importe mucho).
Encontrarnos después de tantos años tiene un mérito notable. Es, antes que nada, un ejercicio de voluntad proactiva, de vencer renuencias y perezas: “¿qué pinto yo allí?, ¿quién sabe con qué me voy a encontrar y cómo me van a encontrar a mí?, Uuff!, yo ya no estoy para estos trotes…total para pasar un rato con gente que seguramente ya ni conoceré… viajar en tren o coche… perder un día…la verdad, casi mejor pongo una excusa, les felicito y cumplo sin más…”. No es fácil, la verdad. Pero allí nos fuimos los 14 más lanzados, movidos por quién sabe qué fuerza interior que buscaba el simple hecho de verse de nuevo. Y no era el ver a alguien en particular (que eso tiene otros ritos), era ver al grupo, a lo que queda de aquel grupo, a los que como uno mismo se animaron a venir y celebrarlo juntos. Ma. José, con la energía y vitalidad que siempre la han caracterizado (siendo navarrica de Acedo, decirlo resulta innecesario), ha tenido mucho mérito y capacidad de convocatoria.
El encuentro, en estos casos, es un momento especial, complejo. Los saludos iniciales tienen su dosis de ansiedad. Ves caras que te suenan, pero a las que eres incapaz de ponerles nombre. Y notas que con la misma expresión de agobio te están mirando a ti. No sabes cómo iniciar una aproximación y saludar. ¡Qué bien nos hubiera venido un cartelito de identificación como esos que te dan en los congresos! Lo miraríamos con disimulo y pondríamos a trabajar a la pareja de neuronas en activo para que revisaran los archivos mentales. Luego, en la realidad, las cosas van saliendo. Surgen abrazos y besos aunque aún no tengas claro a quién se los estás dando. El que pertenezca al grupo ya es aval suficiente. Y comienza, poco a poco, a levantarse la niebla y a aclararse la identidad de cada cual. A veces es la voz, otras veces son rasgos de la cara y la expresión y, las más, el recuerdo del nombre o el apellido. Pero incluso si nada de eso funciona da lo mismo, el sentimiento de pertenencia a un grupo especial te dota de esa identidad colectiva que te hermana con todas/os los asistentes.
Para mí que llego de Santiago de Compostela, este tipo de encuentros (la semana pasada participé en la misma celebración de los 50 años con mi generación de psicología) se parecen mucho a la llegada de peregrinos a Santiago. Todos llegan felices porque llegar ya es en sí mismo un triunfo, aunque claro el camino recorrido ha dejado sus huellas en ellos: unos llegan cojeando, otros agotados de cansancio, algunos quemados por el sol o febriles por el agua y el frío que les ha acompañado. Nuestro recorrido por estos 50 años de vida profesional (que nunca es solo profesional, pues ahí están la personal, la familiar, la social…) seguro que también ha dejado sus huellas en cada uno de los reunidos: todos/as llegamos más viejos, más curtidos, más sabios, más mayores… Algunas/os con pelos blancos y otros sin pelo; más lentos en movimientos, con diversas averías en nuestros organismos…pero, resumiéndolo todo, muy vitales y resilientes. Probablemente ese es nuestro mayor éxito y celebrarlo juntos es la mejor forma de mirar y valorar aquellos años universitarios que recorrimos juntos.Y puestos ya ahí, en la celebración, saludados y besados, sabiendo con quien estamos compartiendo mantel y celebración, aceptándonos amables en nuestra nueva configuración fisonómica, iniciamos la fiesta en el Museo del Traje, un escenario suntuoso, donde ya habíamos celebrado algún encuentro anterior.
La comida no era el objetivo de la reunión, así que fue avanzando como esos programas que funcionan en un segundo plano. Y vista en su conjunto no estuvo mal: iniciamos el recorrido con un juguito de calabaza con jengibre (muy rico); le siguió un milhojas de hojaldre con salmón ahumado, queso crema y espuma de aguacate (excelente); un dedal de merluza empanada con una alcachofa a la plancha (lo mejor la alcachofa); tataki de entrecot de vaca madurada cortado al estilo picaña (imposible de masticar la carne, al menos con nuestra dentadura); y, para finalizar, un postre de crema de vainilla (bien). Lo acompañamos con vino blanco de Rueda y tinto (Taberna del Alabardero) de Rioja. Salvo la carne, la comida estuvo bien, digna para una celebración como la que queríamos.
Pero, como decía, la comida iba por su lado como la música de fondo que uno escucha mientras hace otras cosas. Lo que hacíamos nosotros en primer plano era presentarnos y contar cuál había sido nuestro peregrinaje a lo largo de estos 50 años. Todos comenzábamos nuestra historia en el 1973 y desde ahí íbamos construyendo el relato de nuestra vida. Los hubo más minuciosos y otros más globales; algunos más descriptivos y otros más emocionales, pero todos muy personales. Supongo que cada uno de nosotros se quedaría con diferentes cosas de las que se fueron escuchando. Yo me quedé con algunas impresiones:
-que muchos de nosotros hemos construido nuestra identidad y nuestro relato no tanto en torno a nosotros mismos cuanto en torno a nuestros hijos o nuestra familia. Al final, se habló más de los hijos que de nosotros mismo. No deja de ser una señal de que nos hemos hecho mayores. Me contó en una ocasión la que fuera directora del ICE de la Politécnica de Valencia (falleció joven, la pobre) que ella sintió que se había hecho mayor cuando cada vez que veía un tío bueno en la tele en lugar de pensar en lo bueno que estaba para ella, comenzó a pensar en lo que le gustaba ese muchacho para su hija. Supongo que nos pasa un poco lo mismo, como si dando por cerrada nuestra aportación profesional, en lugar de pensar en ella, pensamos ya en lo que la de nuestros hijos/as puede dar de sí.
-que las cosas que se contaban y la emoción con que se hacía era una buena expresión de que nos sentíamos bien con el grupo. No eran relatos superficiales para cumplir el turno y pasarlo al siguiente, expresaban sentimientos profundos, incluida el de la satisfacción personal por las cosas realizadas, o el dolor de la pérdida de personas queridas. Es decir, la pertenencia al grupo permitía esa libertad de expresarse sintiéndose bien acompañado/a.
-que, desde luego, las carreras profesionales de quienes allí estábamos habían sido carreras muy exitosas. Cada quien en su campo había desempeñado papeles notables en los diferentes ámbitos profesionales por los que habíamos transitado. Por ello he titulado este post como pedagogas y pedagogos de largo recorrido. Fuimos una buena generación, un buen curso. Como para estar orgullosos de nosotros mismos, pero también de los compañeros y compañeras con las que compartimos vida universitaria. Y cabe añadir a eso que apareció una cualidad muy interesante en muchas de las historias: esa sensibilidad y preocupación por los más débiles, por la Educación Especial, por la Integración social, por el Voluntariado, por los grupos de duelo… Los nuestros no eran aún tiempos de eclosión de las políticas inclusivas y de atención a la diversidad, pero lo llevábamos ya en el alma y no es solo que habláramos de ello (que es lo que ha sucedido después) sino que nos metimos en ello a pecho descubierto, aunque nos faltaran apoyos y herramientas. Me llamó mucho la atención y me hizo sentirme orgulloso de nuestra generación.
-hablamos poco de nuestros profesores. En general teníamos buen recuerdo de ellos. En verdad, no fuimos un curso rebelde ni recuerdo ningún plante o protesta colectiva, aunque había algunos que se la hubieran merecido. Claro que cuando pregunté cuál de nuestros profesores nos había hecho reír más, tampoco supimos nombrar a ninguno. Además, la mayor parte de ellos y ellas ya han fallecido, que descansen en paz.
En definitiva, y por resumir, lo que iba quedando claro a medida que avanzaban los turnos (y los platos de la comida) era que la forma en que cada uno contaba su vida se parecía mucho a la forma de ser del narrador, a sus manías, a la forma de verse a sí mismo y a los demás. Aunque no conozcas mucho a quien está hablando, lo oyes hablar y te haces una idea de cómo es (o como sigue siendo, a pesar de los años que han pasado).
Y así transcurrió este día 27 de octubre, día de encuentro entre un grupo de gente mayor que en un tiempo lejano fueron compañeros en las aulas universitarias de Pedagogía. La profesión y la vida nos fueron llevando, después, por itinerarios muy diversos en los que hemos ido dejando nuestra huella que, al menos en parte, es reflejo de lo que aprendimos y vivimos juntos durante nuestra formación. Por eso es bonito que celebremos juntos el recuerdo de aquellos años y aquellas experiencias que compartimos, de lo que aprendimos unos con otros, y unos de otros.Cuando habitas ese terreno incierto de los setenta es difícil sacarte de la cabeza esa sensación de que te estás despidiendo, de que vas cerrando capítulos vitales, de que los proyectos son siempre provisionales… Ese sentimiento melancólico se notaba en la despedida. La propuesta era reunirse más, cada año o, como mucho, cada dos años, pero el entusiasmo estaba construido más sobre el deseo y la esperanza de poder hacerlo que sobre el compromiso real por hacerlo efectivo y poner fecha.
En fin, fue una quedada estupenda que hubiera merecido algo más de simbolismo institucional con la participación de nuestro centro de estudios como un acto de recuperación de su propia historia. Los egresados, aunque sean añosos (y con más razón si lo son), deberían formar parte de lo que una facultad de educación es, de lo que es su herencia y su impacto en la sociedad. Ya lo hacen muchas facultades (Medicina, Farmacia, Derecho, Psicología). Es una pena que la de Educación no lo haya incorporado aún a sus ritos institucionales.
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