jueves, octubre 19, 2023

GASTROBODEGA MIGUEL BERASATEGUI

 



O en su nombre anterior, El Hilo de Ariadna, pues forma parte del conjunto de túneles y estancias subterráneas que bajo ese nombre ofrece la familia Yllera en Rueda. No cabe mejor final a una visita a unas catacumbas del vino con sabor a mitología.

El restaurante es una continuación arquitectónica del laberinto de la bodega, está puesto con mucho mimo por los detalles y te hace sentir que, efectivamente, entras en un espacio organizado para el disfrute de grandes sabores gastronómicos. La recepción es amable y el equipo de camareros funcionan de manera respetuosa y muy bien organizada, lo que no es poco mérito pues intercambian los papeles y los servicios que cada uno/a realiza. Muy buena puesta en contexto y buen inicio de la experiencia.

Obviamente, el menú degustación que ofrecen es largo (8 platos) y estrecho (quizás en exceso). Va variando en función de los productos de temporada y de la propia creatividad de quienes están en concina. De hecho, creí entender que algunos de los platos que nos fueron trayendo se justificaban por el origen o el gusto de alguno de los cocineros: esto es en honor de fulanito que es de tal sitio y le gusta mucho cocinar de esta manera…

La cosa comenzó con el rito, ya habitual, de transitar el momento inicial de espera con un buen aceite acompañado de sal del Himalaya. Está  bien, aunque llegas con hambre y te lanzas con excesiva pasión (y pan) sobre el manjar que tienes delante. Pero bueno, ayuda a que se sosiegue un poco la ansiedad y puedas afrontar las raciones reducidas que vienen después. Como vino, escogimos el que más nos había gustado en la degustación de la bodega: un Jesús Yllera tinto, crianza de 2016.

 Comienza la comida con unos aperitivos geométricos (1): cuatro pequeñas peanas de formas diferentes que encajan en sus correspondientes huecos de la tabla que sirve de base. Y sobre ellas, como si fueran pequeñas joyas que se exponen en la vitrina, cuatro piezas mínimas a saborear: un dado de tortilla de bacalao a la donostiarra; una croqueta de lechazo churro; un bocadito de conejo en salmorejo canario y un macarrón de remolacha con verdejo y manzana. No estaban mal los sabores, pero solo da para iniciar la sensación, no puedes recrearte en disfrutar de ese recorrido que da el gusto hasta que sitúas la impresión, la contrastas con tu taxonomía de sabores y la valoras.

El siguiente plato (2) fue un milhojas de anguila con manzana caramelizada. Dos bocaditos mínimos pero muy sabrosos y con el milhojas crujiente como debe ser. La anguila con la manzana hacen una buena combinación. Le siguió (3) una ensalada de perdiz con níscalos encurtidos que entroniza el minimalismo con el que, al parecer, se organiza el menú. No está mal la perdiz y apenas da para saborear los níscalos encurtidos.

 Se pasa a los platos fuertes (4) con una lubina salvaje con espuma de curry rojo. Muy rica la lubina con esa media cocción que respeta bien su sabor original. La espuma mejora la estética de emplatado, pero no es que aporte demasiado (tampoco la cantidad da para ello). El quinto (5) de la tarde es el corzo a la brasa con emulsión de tamarindo y trufa. Muy rico el corzo, pero eso puede hacerlo cualquier restaurante medio, así que cabría suponer que el mérito va unido a los acompañantes que, nuevamente son tan escasos que dan poco espacio a la degustación. Con todo, el plato estaba muy rico. 

 Superada la zona media del menú, nos anuncian un preludio de postre que consiste (6) en un Whisky Sour de fruta de la pasión que se parece mucho a un granizado fresco, pero que sienta muy bien en ese momento de la comida. Y el postre (7) que es un cremoso de cacao, miel y avellana helada. Se acaba (8) con un mimo de la casa compuesto por cuatro bocaditos dulces: infusión de carrot-cake; biscocho de orejones, pastel de limón y trufa de chocolate.

En resumen, ha sido una experiencia interesante. No ha tenido el climax que he podido sentir en otros restaurantes con sabores más originales que en esta ocasión. Que los platos más eficaces y valorados hayan sido los centrales que, al final, es un pescado y una carne bien hechos, hace pensar que algo le falta al menú. En mi opinión, la poca cantidad de comida en los platos es un factor que afecta a esa sensación. Es que no da pie a que realmente acabes decodificando con claridad lo que saboreas. Y desde luego, no te permite disfrutar paladeando, dejando que los sabores reposen y se concreten a través de la repetición del bocado. No es que quedes con hambre (el tiempo va transcurriendo en el rito de poner y quitar platos y comentarlos; y eso mismo ya te va saturando), pero la sensación permanente, plato tras plato (a excepción de los centrales), es que quedas insatisfecho, con ganas de un poco más.

 Al final de la comida, haciendo el repaso de cada uno de los platos hemos ido valorándolos. La sensación agridulce era compartida. Promediando nuestras valoraciones, el primer plato recibió un 7 (sobre diez); el segundo un 8; el tercero un 6,75; el cuarto, un 9; el quinto, un 8,8; el sexto, un 6,5; el séptimo un 8,25 y el octavo, un 7,25. Como decía, los mejores, los platos fuertes de la lubina y el corzo. El vino nos gustó: un 8,5.

Para ser una experiencia cogida al vuelo, no ha estado mal. Quizás esperábamos más de un restaurante con un apellido tan meritorio como el de Berasategui. Han configurado un escenario muy interesante y, desde luego, ofrecen una atención Premium. Aunque, probablemente, eso sea discutible por los defensores de la nueva cocina, yo veo un problema en las cantidades, sobre todo en aquellos elementos más originales de cada plato, que a veces son los elementos centrales y otras veces, las guarniciones.

 

 

 

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