miércoles, septiembre 15, 2010

VAYA SEMANITA


Creo que así se llama un programa de humor de la Televisión Vasca, pero para mí, más que de humor, ha sido una semanita digna de un documental dramático. ¡Vaya semanita! Creí que estaría bien acumular los compromisos médicos en el inicio de curso y así quedarse libre por unos meses. Pero, leche, hay ciertas cosas que no conviene mucho acumular porque es como un muro que se te cae encima.
La cosa comenzó por el dentista. El primero me recolocó un empaste que se me había caído. Una cosa sencilla, pero me recomendó hacerme una limpieza de boca para detectar si alguna manchita que se veía era eso o el inicio de una caries. Poca cosa, pero el que me hizo la limpieza ya me señaló que había una muela del juicio que habría que sanear. No empleó esa palabra sino algo así como reconstruir o reforzar y la cosa comenzó a preocuparme. Cuando fui a que lo hicieran, ya se veía en el gesto del dentista que aquello pintaba mal. Me hizo una radiografía y me recetó antibióticos marcando una nueva cita para sacarla. ¡A tomar por saco, pensé! La muela y el puente que se apoya en ella. Y así fue. Dos días después, otro dentista, tras leerme el Corán y hacerme firmar un consentimiento informado que parecía un testamento, se la cargó sin piedad. Se lo tomó en serio y, aparte de dejarme la cara comatosa y deformada, me lo puso trágico conminándome a varios días de dieta líquida con varias pastillas de aperitivo. Menos mal que, al menos provisionalmente, podré utilizar el puente, aunque, la verdad, para sorber el puré ni puñetera falta que me va a hacer. Y así llegamos al jueves por la mañana.
Esa misma tarde, con un sol merecedor de una tumbona en la playa aproveché un rato libre para pasarme a recoger unas resonancias magnéticas de la zona lumbar que me habían hecho hace un par de días. Llevo mucho tiempo jodido de la espalda y mis visitas al coreano apenas habían mejorado la situación. Busqué un médico de renombre y me decidí a cortar por lo sano. Me mando hacer la bendita resonancia. Esta vez la llevé un poco peor que otras veces. Eso de meterte en un tuvo a alguien que tiene claustrofobia como yo es duro de cojones. Pero me lo tomo bien y lo habitual hasta ahora (las dos o tres veces que he pasado por eso) era que me quedara dormido. Ni me enteraba. Esta vez, simplemente cerré los ojos, pero no conseguí dormirme. Y eso que ahora te dan unos cascos como llevan los operarios de los aeropuertos, para que no sientas los ruidos raros y amenazantes que hace la máquina. Sentir sí que los sientes pero pero amortiguados. Algo es algo. Bueno la cosa es que ya estaban las radiografías y debía ir a buscarlas para pedir una nueva cita y que el médico las viera. Tuve suerte. Le había fallado un paciente y me recibió enseguida. ¡Chungo!. Ya lo noté en cuanto pasó una y otra vez las imágenes por su cajita traslúcida. ¡Chungo, chungo! Usted tiene esto desde hace mucho tiempo, me dijo, le ha debido doler mucho en algún momento y ha tenido derivaciones a las piernas. Así, sin concesiones. Ha perdido completamente un disco y tiene estas dos vértebras posiblemente soldadas. Ninguna esperanza de mejora. Y la recomendación, tener paciencia. Y nadar. Total que la cervecita y el piscolabis con unos amigos que íbamos a tomar a continuación se me atragantaron.
Y tras el leve relajo del fin de semana, aún me quedaba la guinda del lunes. Ptosis palpebral bilateral, ponía el papel que me habían entregado. Luego he visto que de losque se trata es de "incapacidad de elevar a su posición normal el párpado superio que aunque también pueda ser debida a accidentes y enfermedades neuromusculares, principalmente es congénita. Se lo hacen las chicas del Hola, me dijeron para animarme. Pero me consoló poco. Que te focen cerca de los ojos es siempre angustioso. Una tontería, me decían los expertos. Además es una especialista muy reconocida. Todo eso estaba bien, pero yo viví los preparativos como si me fueran a operar a corazón abierto. Y como el tiempo es cruel, al fin de semana pasó rápido y allí estaba yo a las 10 de la mañana en la clínica y dispuesto al sacrificio. Tuve suerte y el celador que me mandó pasar y me sentó en la camilla resultó ser amigo de mi hijo. Así que hablamos de los viejos tiempos en que yo los llevaba al campo de fútbol donde jugaban sus campeonatos y de cosas amables. Me sacó unas fotos, supongo que son las que sacan después en la publicidad para señalar el antes y el después. Y de allí al quirófano. La médica, encantadora, era una parlanchina incansable. Lo suyo es patológico, me dijo. Y después, me pintó los párpados, me midió párpados y cejas y explicó con pelos y señales a los residentes que estaban a su lado lo que le apetecería hacer (lo que le pedía el cuerpo) y lo que realmente haría para que yo no tuviera que volver a los pocos años a pedirle una nueva reparación. Hubiera sido igual que yo fuera un muñeco de yeso para pruebas. Tú desapareces para ellos y re conviertes para ellos en unas cejas caídas y unos párpados hipertrofiados. Allí me enteré que me debían quitar 10cms. de párpado (una locura me pareció, pero como la doctora lo media con una regla no me atreví a decir nada) y que debían subirme las cejas que estaban caídas y sujetarlas al hueso más arriba. Un desgüace, pensé para mí. Mientras tanto, el anestesista iba buscando su vena en el envés de la mano, algún residente me iba fijando con correas la cabeza y los pies a la camilla (porque estaba pensando en otras cosas pero hubiera podido encontrar semejanzas con el procedimiento de la silla eléctrica) y otros poniéndome el oxígeno para respirar y tapándome la cara y la cabeza y dejando abierto el orificio de los ojos, como suele verse en las películas. En unos minutos me tenían listo, menos el anestesista que seguía golpeando en mi mano buscando su vena. Ya la encontró, colocó la vía y comenzó a sedarme. Otras veces hablan contigo para ver si vas perdiendo la consciencia. Éste lo debió dar por hecho antes de tiempo porque sentí perfectamente los pinchazos de la anestesia local en las cejas y alrededores. Pero a ver quién decía nada. Ahí sí debí quedarme bastante frito aunque seguí oyendo la voz de la médica durante algún tiempo y luego ya solo recuerdo la fase final del proceso. O el anestesista estaba en Babia o no se daba cuenta de yo empezaba a hacer gestos de auténtico dolor cuando todavía andaban trabajando en la ceja. Debía ser otro residente porque comentaban entre sí el tiempo que aún le faltaba y a dónde pensaba irse para el periodo que les dejan libre. Ya no oía la voz de la doctora así que colige que la tarea de los puntos y el remate final se lo había dejado a los residentes. Noté cada punto que me iban dando. Muchos.
Cuando aquello acabó (hora y pico, por lo visto)me dijeron que ya estaba y me pasaron a la sala de postoperatorio tumbado en una hamaca y, por supuesto con los ojos absolutamente tapados. Y allí otra media hora en plan relax. Teóricamente yo debería estar despertando de la sedación pero estaba absolutamente consciente. El anestesista no se lució en esta ocasión.
Y de allí, a trancas y barrancas a casa. Tenía miedo de mirarme en un espejo pero bueno, al final, tampoco fue tan escandaloso. Lo ha ido siendo más a medida que pasa el tiempo porque los hematomas han ido cubriéndome los alrededores del ojo y ahora estoy como si me hubieran dado una paliza o hubiera pasado por un episodio de maltrato doméstico.
Así que estoy hecho un Ecce Homo. ¡Vaya comienzo de curso! No me explico cómo a la gente de la farándula le apetece meterse en estos tinglados. Además, visto lo que les sucede a algunas, casi te vienen ganas de decir aquello de ¡virgencita, que quede, al menos, como estaba!

sábado, septiembre 11, 2010

EL CONCIERTO

Que se puede llorar en una película es una obviedad cotidiana. Cosa frecuente para algunos, entre los que me incluyo. Pero, ¿se puede llorar en un concierto? Se puede. Somos asiduos de los conciertos, incluso hemos sido durante muchos años socios del Auditorio de Santiago con conciertos extraordinarios de la Real Filarmonía de Galicia todos los jueves de año. Muchas veces me he emocionado con la música pero nunca había llegado a llorar. Hoy sí. El concierto para piano y orquesta de Tchaikovsky, auténtico protagonista de la película, provoca tanta emoción que es imposible sustraerse a las lágrimas. Impresionante.
Y eso que la hemos visto en casa. La acababan de traer al cineclub y he tenido suerte. Pero me llama la atención que me pasara desapercibida en los cines comerciales cuando la estrenaron en Marzo de este año. O quizás es que, como se trata de cine francés, no la han pasado por aquí. Y eso que ha estado nominada a 6 premios Cesar. O sea, que venía con pedigrí. Pues, sea como sea, se nos pasó.
El Concierto (Le concert), dirigida por Radu Mihaileanu está protagonizada por François Berléand que hace de director de orquesta ruso degradado por la camarilla de Brednev y por Mélanie Laurent que hace de joven violinista parisina. Pero cuenta con todo un elenco de magníficos actores con papeles un tanto histriónicos pero eficaces. Son ellos quienes a través del caos y las incertidumbres que van creando en la historia te hacen llegar con el alma en vilo al desenlace final que no es otro que una magnífica representación del concierto de Tchaicovsky. 15 minutos dura el concierto, pero se hacen cortos porque no es sólo música lo que allí escuchas sino que es un revolcón de emociones en cada uno de los personajes. Y acabas viviendo aquello como si fuera tu propio éxtasis.
La película plantea la historia como una comedia con tintes amargos, muy del gusto del humor francés. También el empleo de la música como elemento salvador es muy del agrado de cine francés (ahí está la magnífica "Los chicos del coro"). Un director de orquesta ultrajado y humillado en la mitad de un concierto y condenado después, igual que sus músicos a sobrevivir haciendo pequeñas labores que nada tienen que ver con la música. Pero 30 años de humillación no consiguen acabar con la pasión que el defenestrado director siente por el concierto de Tchaicovsky y, aprovechando una coincidencia fortuita, vuelve a reorganizar su orquesta para tocar un concierto en el Petit Chatelet de París, el sueño de su vida. Por supuesto, después de 30 años cada uno de los músicos vive otra vida bien distinta y parece imposible conseguir reunirlos y formar grupo. En ese intento cómico y loco transcurre la película. Con ello la historia te va preparando para aceptar que el deseado concierto resultará inviable. Pero al final, y tras muchas incertidumbres, muchas de ellas con una fuerte carga emotiva, Olivier, el exdirector, lo consigue. Y ahí entre la emoción que él transmite (era el sueño de toda una vida, su unión consustancial con las música) y la que transmite la solista (cargada, a su vez de emociones intensas) te llevan al climax final y a desear con toda tu alma que aquello no acabe nunca. Jamás sentí la música con tanta intensidad, como si la partitura fuera un oleaje intenso en el que te abandonas a la suerte de la melodía.
Una maravilla. De veras.