martes, diciembre 08, 2015

CELIA CUMPLE 60 AÑOS

 

CELIA CUMPLE 60 AÑOS


 

Por alguna razón, nuestra generación ha marcado la fecha del 60 aniversario de cada uno con un color especial, quizás como una de esas líneas rojas a las que tanta mención se hace últimamente en política y que nadie quiere traspasar (aunque el rojo no me parece el color más indicado en esta ocasión, un color vino sería más adecuado). Así, al cumplir los sesenta años es como si cruzaras una frontera especial más allá de la cual habita lo desconocido; como si a partir de ese momento uno empezara a vivir de la reserva y a sentir la resaca de los muchos años y la mucha viva vivida. Claro que eso es lo que sucede en general, pero no siempre. También hay sesentaniversarios de trámite, que son sesenta porque así lo dice el calendario, pero podría ser 57 o 54 sin que nadie tuviera nada de qué extrañarse. Y ese es, exactamente, el caso de Celia, que ha llegado a los sesenta solo por cumplir el trámite, por no dejar que los demás nos fuéramos alejando en exceso de su edad.

Pero más allá de los dígitos numéricos, los sesenta es una época de nostalgias. De volver los ojos atrás para apuntalar con recuerdos las grietas y desajustes que el tiempo va causando en nuestra existencia. Decía un gran pedagogo canadiense que hay una nostalgia buena y otra mala. La mala es esa que se nutre del “antes todo era mejor que ahora”.  Teníamos más fuerza, más salud, mejor tipo, mejores sensaciones (aquello de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”) y que nos lleva, injustamente, al desencanto y la confusión. La nostalgia buena no pretende negar lo evidente (que hace unos años éramos más jóvenes, más guapos, más fuertes, más activos), pero lo hace sin sufrimiento y reconociendo que la vida se recorre perdiendo y ganando cosas. Probablemente ya no tenemos las cosas y cualidades que teníamos entonces, pero tenemos otras que entonces no teníamos. Y seguimos vivos. Y juntos.

Pasaban el otro día en la tele la historia de un tipo que, cuando tenía 15 años, creo, se montó un documental sobre sí mismo contando sus sueños y proyectos vitales para el futuro. Y, a la vez, dejaba preparadas las preguntas que le gustaría hacerse 45 o 50 años después, cuando hubiera cumplido los sesenta, para analizar hasta qué punto se habían cumplido sus sueños juveniles. La cuestión es que el mencionado chaval ya ha cumplido los 60 años y ahora ha querido contrastar los sueños e inquietudes que él mismo tenía a los 15 años con su vida actual y, a la vez, responder a las preguntas que en aquel momento dejó grabadas. Es un juego arriesgado pero estupendo. Quizás todos hubiéramos debido hacernos ese selfie autobiográfico comparando nuestros afanes juveniles y nuestros proyectos vitales con la realidad actual. Pero como estamos en el cumple de Celia es a ella a quien cabe referirse. Yo no conocí aquella Celia jovencita que paseaba su tipazo y sus sueños por la Facultad de Económicas, la Celia que escuchaba a los Beatles, que bailaba la yenka y el twist, que desafiaba al mundo con sus minifaldas y pantalones campana, que soñaba con el amor libre y protestaba por la guerra de Vietnam. No la vi, pero es fácil imaginársela.  Aquella Celia seguro que estaba llena de proyectos y de imágenes más o menos nítidas de lo que querría ser 40 años después. Luego sus proyectos vitales se cruzaron con otros proyectos, apareció Juan Manuel, y luego Alberto y la familia y Duró Felguera y, claro, la panda de amigos. Y, al final, aquí estamos, con 60 años como sesenta soles (los de ella, nosotros no, que ya sumamos algunos más) y abriendo una nueva etapa de la vida mirando siempre hacia delante, aunque sin dejar de volver el rabillo del ojo hacia atrás.

 Pero lo bonito de los 60 años es que resulta una fecha bastante anodina para todos salvo para uno mismo y los amigos. La familia y los hijos no suelen darle importancia, quizás porque para ellos no es algo que produzca cambios relevantes. Quizás nos miran con un poco más de condescendencia y compasión (“pobres, deben pensar hijos y parientes, se van haciendo mayores”). Quienes ponen la alegría a los 60 somos, sobre todo, los amigos y amigas. Los amigos somos esas personas ajenas pero próximas; que no piden nada, pero están dispuestas a dar lo que haga falta (cierto que, a veces, es al revés, sale alguno que pide mucho sin estar dispuesto a dar nada, pero ese no es nuestro caso); los que a veces desaparecen durante un tiempo, pero luego reaparecen como si el tiempo de ausencia no contara. Los amigos y amigas son muy distintos a ti, pero te conocen y te tienen calado. Al final, sobre todo si se trata de amigos antiguos, están ahí marcando el territorio de la pertenencia mutua y del apoyo. Como decía Kahlil Gibran. “los amigos son el campo en que se siembra con amor y se cosecha con agradecimiento. Ellos son tu hogar y tu mesa”. No sé muy bien si esto viene a cuento, pero la cosa se estaba poniendo seria y precisaba de una cita pertinente.

Ya me doy cuenta de que hasta ahora he hablado poco de Celia. Y eso no es justo en este día. A pesar de ser la peque del grupo se ha convertido poco a poco, junto a nuestro decano Juan Manuel, en su engranaje fundamental. El mayor y la más joven nos han envuelto en un manto de cuidados y afectos vigilantes y contrípetos que han conseguido que esto nuestro siga pareciendo un grupo de amigos y no una panda de psicólogos revenidos. La verdad es que no le faltan encantos a nuestra nueva sesentañera. Así, a botepronto, se puede decir de ella que es realista (por algo hizo económicas), buena organizadora (de algo le han tenido que servir tantos años en Duró Felguera), paciente (ha aguantado a Juan Manuel todos estos años y a nosotros en los últimos), viajera (son la envidia del grupo por los viajazos que se hacen a rincones insólitos del mundo y, además, disfrutándolos), agarimosa (palabra gallega que rima con mimosa, con cariñosa, con tener un buen colo y buenos hombros en los que recibir confidencias y repartir ánimos, papel que le ha tocado ejercer a menudo en los últimos años con respecto a nuestra pandilla). Y, además, alegre (no se le ha visto enfadada nunca, lo que dados los tiempos que corren, no es mérito pequeño). En fin, que para ser una sesentera perfecta, como los demás que la precedimos, solo le falta ser abuela, pero eso va a exigir algo más que su reciente viaje a Chile para recordárselo a Alberto. En todo caso, lo conseguirá y entonces alcanzará la perfección y podremos admitirla en la cofradía de los felices abuelos compartidores de fotos de nietos en el WhatsApp.

Esa es nuestra Celia. Esa que ahora, para celebrar su cumple, nos ha propuesto venir a Alcalá de Enares. Y no solo lo ha propuesto sino que lo ha conseguido. Eso ya dice mucho del cariño que le tenemos y de lo importante que ha acabado siendo para nosotros.

Querida Celia, muchas felicidades. Ya verás que hay mucha leyenda urbana en eso de que cumplir los sesenta es cerrar una etapa de la vida, la buena, para abrir otra que solo puede llegar, como mucho, a ser regular. En Brasil, desde donde te escribo este recuerdo, a ésta la llaman “a melhor idade”, expresión que puede que tenga algo de exajerado pero resulta estimulante. Y, en cualquier caso, es la mejor etapa de la vida que nos queda por vivir. La cuestión es hacerlo en buena compañía y, en este sentido, ya está comenzando super-bien.

Muchas, muchas felicidades.

sábado, abril 25, 2015

La Habana vieja




Pues nada, se acabó la estancia en Cuba. Ayer acabó el congreso y hoy sábado pensé que sería bueno dejarlo en vacío para hacer alguna excursión. Luego sentí que me daba pereza meterme en un autobús con otros turistas para ir a Varadero. Ir y volver en el día. ¡Ni hablar! Al final, como sigo teniendo chofer a mi disposición, lo que más me apetecía era volver a la Habana vieja y pasear un rato por allí. ¿Quién sabe si volveré alguna vez más por estas tierras?
Y eso hice, pero con relax, a la cubana. Quedé a las 10,30 con el chofer y me dejó en el centro mismo de la Habana, en la Plaza de San Francisco. Le pedí que volviera a buscarme a las dos de la tarde. Tampoco era cosa de exagerar con aquel sol infernal. Y comenzó el callejeo. Me perdí a propósito por lo viejo (pero viejo viejo, tirando a cutre) y comencé a dar vueltas por aquel entorno deslumbrante y deprimente a la vez. Es tremenda la sensación de agobio que se siente en la Habana vieja al ver los maravillosos edificios que uno va cruzando y que están en situación ruinosa, sucia, invivible. Pero ellos viven allí. Me dio por pensar que a lo mejor están así de mal por fuera pero que por dentro los tienen muy adecentados, pero no daba esa impresión. Veías balcones abiertos y lo que se veía por dentro era bastante similar a lo que había por fuera. ¡Qué pena, qué depresión! Supongo que los arquitectos que paseen por allí deben correr serios riesgos de un infarto.
Y sin embargo, algo se está moviendo en Cuba. Desde luego nada que ver esta Habana que paseo hoy con la que pude admirar hace 4 años y menos aún con la que recuerdo de hace 10. Ya hay muchas restauraciones en marcha y están quedando edificios preciosos, que es lo que se merecen ser. Pero ¿cuánto costará, en dinero y en tiempo, recuperar esta hermosa ciudad? ¿20 años? No menos, desde luego. Estoy seguro que poco a poco La Habana va a recuperar su viejo esplendor. Ojalá no pierda con ello su encanto.
Algunas zonas ya las recordaba de viajes anteriores y otras muchas se me hicieron nuevas. Incluso me encontré con una calle que se llama Compostela. Pasé junto a la Bodeguita de En Medio pero había tal cola esperando que ni se me pasó por la cabeza entrar. En cambio, pocos metros más adelante encontré una terracita con música en vivo y allí me senté a disfrutar de mi última media hora habanera.
La música cubana es excitante al máximo. Muy repetitiva pero contagiante.  Es difícil sustraerse al movimiento que excita. De hecho, varias mujeres que había en otras mesas se salieron de la terraza y pidieron a algunos jóvenes negros que estaban escuchando en la acera que bailaran con ellas. Parece que eso es frecuente aquí. Y lo gracioso es que ellos aceptaban gustosos. Otra nórdica o alemana, no sé, que estaba en otra mesa y que se debía morir de envidia fue a preguntarles si había que pagarles a los chicos que bailaban por hacerlo. Por supuesto, le dijeron que no. Lo pasé bien aquel rato con una cervecita y un sándwich en la mano.
Y así relajado me dio por pensar en todo lo que había visto y sentido estos días en Cuba. El aquel contexto de música callejera pero buena, lo primero que sientes es el gran culto al cuerpo que sienten los cubanos. Seguramente es algo parecido a lo que se siente, también, en otros países latinoamericanos: cómo disfrutan de su cuerpo, cómo lo viven, cómo lo exhiben. No les importa mostrarlo, incluso personas  a las que mostrar cómo son les resultaría vergonzoso en otros contextos. No debe ser ajeno a esa presencia impactante del cuerpo ni a la temperatura del ambiente, el erotismo que se respira en cada rincón de La Habana. Se debe follar mucho en esta ciudad. Quizás por eso sonríen tanto.
Y aunque los malos pensamientos seguían ahí de fondo con su run run, también pude pensar en otras cosas. Los tres días vividos aquí dieron para mucho. Y una de las cosas que no llego a entender es cómo se puede combinar un nivel aceptable de educación (y de eso hacen gala en Cuba desde hace muchos años) con la falta de libertad. Cómo han llegado a ser compatibles aquí más educación con menos libertad. Lo que nos está pasando en otros países es que a medida que aumenta la educación de la población, ésta exige más, se hace más consciente de sus derechos, reclama más espacio para tomar sus propias decisiones y poder organizar su vida de forma independiente. Aquí, en cambio, se diría que el efecto de la educación no va en esa dirección y, la verdad, no lo entiendo.

Lo que me ha parecido estos días es que quizás esa contradicción la salvan los países de este tipo a través de una fuerte insistencia tanto en la épica como en la lírica. La épica de reclamar el espíritu revolucionario, los héroes patrios, los difíciles pero espectaculares avances que la revolución ha proporcionado al pueblo, la valentía con que la nación se ha defendido de los enemigos que la acechan. Y la lírica de los valores que encarna su revolución, su sistema político, sus acciones colectivas en favor de los más desfavorecidos (de casa y de fuera). Es esa lírica que tanto atrae a personas y grupos progresistas. De verdad, el nivel de autoestima que se manifiesta en todos los ámbitos (yo estoy asistiendo a un congreso de medicina y es un magnífico ejemplo de eso) es envidiable. No sé si lo creen o es simple fachada, pero  creo que es necesario creérselo para que todo eso compense la pérdida de libertad y la precariedad de vida.
De todas maneras, no cabe duda de que Cuba es un país con un nivel de resiliencia fantástico. La supervivencia como cultura colectiva. Pese a lo mal que están (o parece), la gente que cruzas por la calle se ve feliz, hablan en tonos alegres, están constantemente bromeando entre ellos. No da la impresión de que vivan mal.  Esa es otra cosa que te extraña. Quizás es que una condición para la resiliencia es que reduzcas tus expectativas, que te acomodes a una situación de supervivencia y que trates de disfrutar de lo que tienes. Mi chofer me decía que ganaba 12 euros al mes. Me comentaron que muchos médicos ganan en torno a los 20 euros. No es fácil vivir así, ni siquiera en Cuba.  Tienen mucho mérito, la verdad. Y sin embargo, esta vez no vi ni un solo mendigo pidiendo por la calle. Incluso, tampoco vi chicos o chicas dedicados a la prostitución callejera, un espectáculo que deprimía tanto.
No sé, siempre me ha pasado una cosa parecida: Cuba me genera sensaciones muy contradictorias. Por un lado me encanta la gente, me encanta su música, me encanta la ciudad. Pero por otro, salgo deprimido y prometiéndome que ya está bien, que no necesito volver.
Y sin embargo, he vuelto. Y probablemente, si me invitan, volveré de nuevo. No sé muy bien por qué, pero algo tiene Cuba que te atrapa.

viernes, abril 24, 2015

Final de Congreso




El día ha comenzado con la principal obsesión de ir al banco y poder cobrar el cheque. Llama la atención cómo, al final, uno se convierte en una especie de animalito obsesivo, con todas las neuronas macerándose en el  mismo caldo. Tras tantos viajes a estos países he aprendido que conseguir el cheque es ya toda una proeza pero que, incluso cuando lo consigues, la batalla por recuperar el dinero del viaje está sola mediada.
El chofer fue puntual, es una maravilla este señor (que hoy me ha confesado que su salario mensual son 12 CUC, es decir 12 euros; cuesta creérselo aunque no tendría por qué engañarme. Y para entender bien el drama baste decir que un litro de gasolina cuesta 1 CUC). Bueno, pues allá marchamos. Llegamos al banco (el que creíamos que era el banco que nos correspondía) y me quedé asustado de la cola que había ya en la puerta. Y eso que llegamos antes de que abrieran.  De todas formas el chofer me decía que la mayor parte de ellos eran jubilados que iban a cobrar su pensión. Que yo no tendría que hacer cola. Lo intenté y me echaron para atrás con cajas destempladas. No solo no podía pasar sino que los jubilados (los que ya estaban y los que fueran llegando) tenían preferencia sobre todos los demás. Cuando llegó el chofer tras aparcar, fue él quien intentó hablar con el tipo que regulaba la entrada(en Cuba se va entrando al banco por grupitos pues todos tienen que estar sentados, nadie puede esperar de pie; así que, a medida que van quedando puestos libres van dejando entrar a los siguientes en la fila, salvo que vengan jubilados que ellos/as pasan y son los primeros en ser atendidos). Las gestiones del chofer dieron buen resultado y pude pasar, pero cuando me atendieron resulta que allí no tenían dólares y deberíamos ir a la central. En realidad, allí era donde deberíamos haber ido desde el principio. Cuando llegamos, la misma operación. No podía pasar hasta que me llegara el turno y siempre que no hubiera jubilados esperando. El chofer volvió a ganar la batalla y pasé enseguida. De todas formas tuve que esperar a que llegaran los dólares y, cuando llegaron en el transporte blindado, nueva espera hasta que el tipo los contara y ordenara. Al final, todo acabó bien.
El resto del día ha ido a trompicones. Primero, que Internet se ha ido perdiendo y no he podido trabajar en absoluto en todo el día. Después participé en una reunión que debía ser de intercambio entre jóvenes investigadores. Me gustó ver que le dan bastante importancia a la investigación en los estudios de Medicina. Incluso tienen una revista los estudiantes, bastante buena, para exponer sus trabajos.  Aquí se insiste mucho en la Medicina Familiar, lo que me parece muy oportuno tanto en la lógica política como en el contexto económico en el que tienen que actuar. La Medicina hospitalaria es mucho más cara que la preventiva y en buena lógica siempre habría que priorizarla. Lo contrario que nos pasa a nosotros siempre buscando los aparatos más sofisticados y los medicamentos más caros. Todo eso viene muy bien a las empresas sanitarias.
A la hora de comer, siempre en un comedero inmenso como para más de mil personas, me dí cuenta de que me faltaba el ticket. Me lo había dejado en el hotel. ¡Terrible circunstancia! Ayer había visto como rectores y responsables sanitarios se quedaban sin comer porque no tenían ticket. Parecía no haber solución: no ticket, no lunch! No había nada que negociar. Y todo ello cuando en el restaurante se veía una llanura inmensa de mesas llenas de platos  con la ensañada ya servida. Ya me veía sin comer, aunque tampoco lo lamentaba mucho. Pero chico, a grandes males grandes remedios. Llamé a mi chofer, vino a buscarme, nos fuimos al hotel, rescaté mi ticket y volvimos a Centro de convenciones. Y comí, claro. La tarde se me hizo pesada. A las 15 era la clausura del Congreso. Unas formalidades de la leche porque allí estaban los ministros y todas las delegaciones: 119 países estaban presentes. Todos en los que Cuba tiene delegaciones médicas y otros muchos que se interesaron por el Congreso. Me llevaron a sentar a la 4ª fila, la penúltima de puestos reservados (ahí pude calibrar la poca importancia que al final yo tenía: sic transit gloria mundi. Chofer sí, pero a la cuarta fila. Eso sí, en el pasillo). Todas las anteriores estaban ocupadas por delegaciones nacionales, cada país con su cartelito. Delante de mí México. Y a mi lado, también como fuera de lugar la encargada de la embajada de Filipinas que, pilla ella, como no había asistido al Congreso me pidió que le hiciera un resumen porque tenía que presentar un memorándum a su embajador. Por supuesto que le dije cuatro tonterías y pasé mucho de resumir nada, que además no sería capaz.
La mesa presidencial estaba formada por casi 40 personas. Y la presidía un alto militar del Secretariado ejecutivo del partido comunista cubano. Me entró terror pensando que pudieran hablar todos ellos/as. Afortunadamente no fue así. Habló el ministro de salud, que no lo hizo mal y ni siquiera fue largo. Luego una ministra africana en un inglés ni el traductor entendía. Y alguien más que ya no recuerdo. Y lo mejor de todo una sesión de música cubana que fue un magnífico cierre del congreso.
La cosa acababa con la cena del Congreso a la que todos estaban invitados y con la posibilidad de asistir a un concierto-baile con la que dicen es la mejor orquesta cubana, la Van Van. Lo peor de todo era que la cena comenzaba a las 5,30 al acabar la clausura y se montó un tapón para entrar al comedor que parecía una estampida. Pasé de la cena. Y luego aparecí un momento por el lugar del concierto y tampoco fui capaz de soportarlo. Muchísima gente, muchísimo calor. Pero impresiona lo bien que bailan los cubanos y cómo disfrutan con la música.
Así que llamadita al chofer y vuelta al hotel.