sábado, abril 25, 2015

La Habana vieja




Pues nada, se acabó la estancia en Cuba. Ayer acabó el congreso y hoy sábado pensé que sería bueno dejarlo en vacío para hacer alguna excursión. Luego sentí que me daba pereza meterme en un autobús con otros turistas para ir a Varadero. Ir y volver en el día. ¡Ni hablar! Al final, como sigo teniendo chofer a mi disposición, lo que más me apetecía era volver a la Habana vieja y pasear un rato por allí. ¿Quién sabe si volveré alguna vez más por estas tierras?
Y eso hice, pero con relax, a la cubana. Quedé a las 10,30 con el chofer y me dejó en el centro mismo de la Habana, en la Plaza de San Francisco. Le pedí que volviera a buscarme a las dos de la tarde. Tampoco era cosa de exagerar con aquel sol infernal. Y comenzó el callejeo. Me perdí a propósito por lo viejo (pero viejo viejo, tirando a cutre) y comencé a dar vueltas por aquel entorno deslumbrante y deprimente a la vez. Es tremenda la sensación de agobio que se siente en la Habana vieja al ver los maravillosos edificios que uno va cruzando y que están en situación ruinosa, sucia, invivible. Pero ellos viven allí. Me dio por pensar que a lo mejor están así de mal por fuera pero que por dentro los tienen muy adecentados, pero no daba esa impresión. Veías balcones abiertos y lo que se veía por dentro era bastante similar a lo que había por fuera. ¡Qué pena, qué depresión! Supongo que los arquitectos que paseen por allí deben correr serios riesgos de un infarto.
Y sin embargo, algo se está moviendo en Cuba. Desde luego nada que ver esta Habana que paseo hoy con la que pude admirar hace 4 años y menos aún con la que recuerdo de hace 10. Ya hay muchas restauraciones en marcha y están quedando edificios preciosos, que es lo que se merecen ser. Pero ¿cuánto costará, en dinero y en tiempo, recuperar esta hermosa ciudad? ¿20 años? No menos, desde luego. Estoy seguro que poco a poco La Habana va a recuperar su viejo esplendor. Ojalá no pierda con ello su encanto.
Algunas zonas ya las recordaba de viajes anteriores y otras muchas se me hicieron nuevas. Incluso me encontré con una calle que se llama Compostela. Pasé junto a la Bodeguita de En Medio pero había tal cola esperando que ni se me pasó por la cabeza entrar. En cambio, pocos metros más adelante encontré una terracita con música en vivo y allí me senté a disfrutar de mi última media hora habanera.
La música cubana es excitante al máximo. Muy repetitiva pero contagiante.  Es difícil sustraerse al movimiento que excita. De hecho, varias mujeres que había en otras mesas se salieron de la terraza y pidieron a algunos jóvenes negros que estaban escuchando en la acera que bailaran con ellas. Parece que eso es frecuente aquí. Y lo gracioso es que ellos aceptaban gustosos. Otra nórdica o alemana, no sé, que estaba en otra mesa y que se debía morir de envidia fue a preguntarles si había que pagarles a los chicos que bailaban por hacerlo. Por supuesto, le dijeron que no. Lo pasé bien aquel rato con una cervecita y un sándwich en la mano.
Y así relajado me dio por pensar en todo lo que había visto y sentido estos días en Cuba. El aquel contexto de música callejera pero buena, lo primero que sientes es el gran culto al cuerpo que sienten los cubanos. Seguramente es algo parecido a lo que se siente, también, en otros países latinoamericanos: cómo disfrutan de su cuerpo, cómo lo viven, cómo lo exhiben. No les importa mostrarlo, incluso personas  a las que mostrar cómo son les resultaría vergonzoso en otros contextos. No debe ser ajeno a esa presencia impactante del cuerpo ni a la temperatura del ambiente, el erotismo que se respira en cada rincón de La Habana. Se debe follar mucho en esta ciudad. Quizás por eso sonríen tanto.
Y aunque los malos pensamientos seguían ahí de fondo con su run run, también pude pensar en otras cosas. Los tres días vividos aquí dieron para mucho. Y una de las cosas que no llego a entender es cómo se puede combinar un nivel aceptable de educación (y de eso hacen gala en Cuba desde hace muchos años) con la falta de libertad. Cómo han llegado a ser compatibles aquí más educación con menos libertad. Lo que nos está pasando en otros países es que a medida que aumenta la educación de la población, ésta exige más, se hace más consciente de sus derechos, reclama más espacio para tomar sus propias decisiones y poder organizar su vida de forma independiente. Aquí, en cambio, se diría que el efecto de la educación no va en esa dirección y, la verdad, no lo entiendo.

Lo que me ha parecido estos días es que quizás esa contradicción la salvan los países de este tipo a través de una fuerte insistencia tanto en la épica como en la lírica. La épica de reclamar el espíritu revolucionario, los héroes patrios, los difíciles pero espectaculares avances que la revolución ha proporcionado al pueblo, la valentía con que la nación se ha defendido de los enemigos que la acechan. Y la lírica de los valores que encarna su revolución, su sistema político, sus acciones colectivas en favor de los más desfavorecidos (de casa y de fuera). Es esa lírica que tanto atrae a personas y grupos progresistas. De verdad, el nivel de autoestima que se manifiesta en todos los ámbitos (yo estoy asistiendo a un congreso de medicina y es un magnífico ejemplo de eso) es envidiable. No sé si lo creen o es simple fachada, pero  creo que es necesario creérselo para que todo eso compense la pérdida de libertad y la precariedad de vida.
De todas maneras, no cabe duda de que Cuba es un país con un nivel de resiliencia fantástico. La supervivencia como cultura colectiva. Pese a lo mal que están (o parece), la gente que cruzas por la calle se ve feliz, hablan en tonos alegres, están constantemente bromeando entre ellos. No da la impresión de que vivan mal.  Esa es otra cosa que te extraña. Quizás es que una condición para la resiliencia es que reduzcas tus expectativas, que te acomodes a una situación de supervivencia y que trates de disfrutar de lo que tienes. Mi chofer me decía que ganaba 12 euros al mes. Me comentaron que muchos médicos ganan en torno a los 20 euros. No es fácil vivir así, ni siquiera en Cuba.  Tienen mucho mérito, la verdad. Y sin embargo, esta vez no vi ni un solo mendigo pidiendo por la calle. Incluso, tampoco vi chicos o chicas dedicados a la prostitución callejera, un espectáculo que deprimía tanto.
No sé, siempre me ha pasado una cosa parecida: Cuba me genera sensaciones muy contradictorias. Por un lado me encanta la gente, me encanta su música, me encanta la ciudad. Pero por otro, salgo deprimido y prometiéndome que ya está bien, que no necesito volver.
Y sin embargo, he vuelto. Y probablemente, si me invitan, volveré de nuevo. No sé muy bien por qué, pero algo tiene Cuba que te atrapa.

No hay comentarios: