miércoles, abril 29, 2020

LA INTIMIDAD



“La radio es intimidad”, decía el locutor. Estaban celebrando el día internacional de la radio y Carlos Alsina había preparado un programa en Onda Cero en el que iba contactando con sus colegas de todas las emisoras. Fue un programa excelente. Fue uno de esos entrevistados el que soltó la frase de marras.
 Lo primero que pensé es que estaba como una cabra, que era una frase sin sentido. ¿Intimidad?, pero si la radio es justamente hablar para otros, si tienen miles de oyentes (escuchantes, le gustaba decir a Pepa Fernández) atentos a lo que dicen, ¿qué tontería es esa de la intimidad? De todas formas, la idea quedó rondando mi cabeza porque el locutor volvió a repetirla varias veces. Poco a poco, mi disonancia cognitiva fue amainando. Bueno, acepté, algo de intimidad tiene si la comparamos, por ejemplo, con la televisión o con el teatro. La televisión necesita el espectáculo y eso mismo le sucede al teatro. En el teatro, se lo he escuchado decir explícitamente a algunos actores en sus espectáculos: “esto sin ustedes ahí, no sería lo mismo”. Y está visto que los programas de televisión también necesitan de la presencia de espectadores. De hecho, muchos programas llenan de gente el plató donde se desarrollan. Precisan del clima colectivo que genera el tener gente allí. Y, a veces, también lo hacen los conductores de programas de radio: se llevan gente que haga de público asistente para que los arrope y se sientan sus risas, sus aplausos, su presencia. A eso no le podemos llamar intimidad.
Pero, si dejamos eso aparte y pensamos en el locutor o locutora solos delante de su micrófono (aunque al otro lado de los cristales pueda entrever a los productores y técnicos), esa soledad sí es capaz de generar un entorno de intimidad. El locutor se suelta, se confía, se crece y comienza a escucharse a sí mismo. Entra en un bucle en el que habla en alto y lo hace como si hablara para sí mismo. Lo que debía ser una conversación con los oyentes se convierte en un diálogo consigo mismo. Y en ese clima de recogimiento es cuando pueden aparecer confesiones personales, ideas que en otro contexto no se atrevería a expresar, emociones no fácilmente confesables. Es, efectivamente, la intimidad.

Entenderán (las dos o tres personas que puedan llegar a leer esto) que la reflexión anterior me interesa solo en la medida en que me conduce a mi propia situación en relación al blog. Ese dilema entre lo público y lo íntimo lo he sentido desde el mismo inicio de este blog. Allá por noviembre de 2006 escribí un post sobre este tema. Lo titulé “Un confesionario o el Hide Park Corner”, tratando de analizar el sentido que tenía el blog para mí: servía para expresar mis pensamientos e ideas sin otro destinatario que yo mismo o se trataba de un ejercicio narrativo destinado a quien me pudiera leer. Ya me di cuenta en aquel momento que, aunque pudiera parecer lo contrario, no era una disyuntiva excluyente. Hablaba para mí, pero siempre con el deseo-temor de que otros lo leyeran.
Es complejo esto de la intimidad. Me pasa como a los locutores. Te sitúas tú solo ante el papel (la pantalla) y tratas de recuperar sentimientos que son personales. Escribes en solitario y es como si escribieras para ti, pero siempre está por detrás de ti el susurro de quienes te pueden leer, cada uno poniéndote sus propias condiciones. Lo que hace que cualquier cosa que escribas es siempre una conversación, un diálogo, a veces contigo mismo y siempre con los que te puedan leer (y si esto lo lee fulanito o menganito, o mi mujer, o mis hijos, o los colegas del trabajo qué van a pensar; y si la persona de la que estoy hablando, aunque disimule quién es, se da cuenta, cómo va a reaccionar). 

A veces, pocas, te olvidas de esos posibles lectores (afortunadamente, siempre pocos) y te sueltas más. Otras veces, la audiencia (real o potencial) se te hace más presente y, entonces, el umbral de alternativas disponibles se va reduciendo. No es tan fácil lograr el equilibrio adecuado. Al final, no te queda más alternativa que ser tu propio censor, contar solamente aquello que se pueda leer sin consecuencias personales o grupales, eliminar los temas tabú (por supuesto, el sexo, la política, la familia, la religión), buscar el lado positivo de los acontecimientos y las personas.  Y, sobre todo, dar una buena imagen de ti mismo. Así que, si lo piensas bien, la intimidad se va al carajo y lo que te queda son los fuegos de artificio.
Ya lo decía mi madre, “y tú, ¿qué necesidad tienes de escribir esas cosas?”. Pobre, si ella supiera…

lunes, abril 27, 2020

TENGO UNA TEORÍA...



“Tengo una teoría…”, escuché que decía el actor. Eran casi las 4 de la tarde y yo estaba a medio despertar de la siesta, en ese sopor etéreo por el que vas transitando desde el sueño a la realidad. En mi caso, suele ser un tránsito tranquilo, yo sentado en el sofá en el que cada sobremesa me acurruco para sobar un ratito entre sonrisas (hace ya días que sustituí el telediario, siempre cargado de malas noticias y sermones oficiales, por los chicos del Big Bang en la TNT). Y la frase seguía, no la recuerdo literalmente, diciendo algo así como que su teoría era que la vida está formada por los diversos momentos impactantes que hemos ido viviendo; y que son esos momentos los que hacen que seamos como somos.  A las dos neuronas que tenía activas en ese momento les pareció una idea prometedora. Y le presté atención.
Estaban pasando la película Todos los días de mi vida (una traducción extraña de su título original The Vow, el voto, supongo por la cosa de los votos matrimoniales que los contrayentes se hacen en las pelis románticas), un film del 2012, dirigido por Michael Sucsy y protagonizado por Channing Tatum y Rachel McAdams. La película se ve con gusto y, en su conjunto, resulta interesante. Tuvo malas críticas, algunas de ellas insistiendo en que, para ser una película romántica, no se veía feeling entre los protagonistas, como que no transmitían esa fuerza que diera credibilidad a la historia. Puede ser, pero yo no observé eso. Al contrario, me parecieron los dos muy guapos e interesantes. Pero, en cualquier caso, lo que me interesó mucho fue el guion que venía sazonado de ese tipo de frases que te van dejando ese regustillo de las ideas interesantes y que te hacen pensar. Algunas, desde luego son cursis a más no poder, pero bueno, al final, eso es lo que se espera de una película romántica. Otras me parecieron realmente interesantes.
La historia de la película, supuestamente basada en un hecho real, es muy interesante. Chico y chica que se conocen, se enamoran y se casan en un proceso muy original y atractivo. Uno de esos amores de película. Al poco de casarse, tras una cena cariñosa entre ambos, cuando regresaban a casa ella le tienta a detenerse y aprovechar la situación: “tengo una teoría, dice ella, si una chica lo hace en un auto, seguro que queda embarazada. Era imposible rechazar el convite y fue trágico aceptarlo. Un camión sin control los arroyó y los arrojó contra un poste. Del accidente los dos salen heridos, pero sobre todo ella que sufre un gran golpe en la cabeza que la mantiene un tiempo sedada en la UCI hasta que recobra la conciencia. Pero su recuperación es compleja porque pierde la memoria de sus últimos años y, especialmente, de los años que duró su relación con su esposo. No reconoce a éste ni se acuerda de toda la etapa vivida con él. Y esa es la trama de la película, cómo recuperar a tu esposa de la desmemoria y como recuperar el amor que se tenían. Porque, “si no te recuerda a ti, cómo sabrá que está enamorada de ti”.
El proceso no parece simple y menos aún, cuando aparecen en escena los padres de ella de los que se había separado y a los que había mantenido al margen en su nueva etapa como novia y después esposa. Ellos también quieren recuperarla aprovechando su desmemoria. Aparece, incluso, un exnovio al que abandonó cuando estaban a punto de casarse sin que ella recuerde ahora por qué. En fin, que tienen un buen lío por delante, tanto ella como él.
Para el protagonista la recuperación pasa por dos fases muy interesantes, la primera es una recuperación directa mediante la reconstrucción de los recuerdos de lo que fueron: los escenarios, los amigos, las comidas, los sentimientos. Esa estrategia no da buen resultado y tal como van las cosas más bien parece que la perderá. Por eso cambia de estrategia: lo importante no es recuperar a la situación pre-accidente sino volver a enamorar a la actual chica. Y ahí comienza un nuevo escenario, una nueva relación basada en el cortejo, en no dar nada por supuesto sino en tratar de amalgamar una coreografía muy parecida a la que ya habían utilizado antes en su noviazgo.
Y es en ese marco donde empieza a brillar el guion y a hacerse interesante y novedosa la historia. A mí me encantó tanto la parte literaria del guion cuanto los movimientos psicológicos de los personajes. La propia narrativa del film contrastando los momentos del presente (post-accidente) con flashback  que llevaban a situaciones paralelas en el pasado (pre-accidente) ayuda seguir con emoción el desarrollo de la historia y a identificarte con los personajes. Y es, en ese contexto, en el que van apareciendo algunas perlas literarias tanto en lo que se refiere a las relaciones de pareja como en lo que se refiere a reflexiones sobre la vida. El título original de la película (El voto: The Vow) trata de destacar el contenido de los textos con los que ellos se comprometieron al casarse tanto en el primer casamiento como en su recuperación posterior:
Prometo, decía ella, sin importar los retos que puedan separarnos, que siempre encontraremos el camino para volver a estar juntos. Prometo vivir al abrigo de tu corazón y llamarlo siempre hogar. Prometo ayudarte, a amar la vida, prometo tratarte siempre con ternura y tener la paciencia que se requiere, hablar cuando sea necesario y a compartir el silencio cuando no.
Prometo, le contestó él,  amarte apasionadamente en todas las formas ahora y para siempre; prometo nunca olvidar que este es un amor para toda la vida y saber siempre que, en lo profundo de mi alma, no importa qué nos pueda separar, siempre nos volveremos a encontrar el uno al otro”.
Por supuesto, no me dio tiempo a escribir los textos mientras veía la película. Los he recogido de Internet. Pero, efectivamente, ese fue, cuando menos, el sentido de lo que se dijeron. Otra frase interesante fue la que la madre de ella le dice cuando ella recupera la memoria de lo que sucedió cuando ella marchó de casa y comenzó esa segunda etapa de su vida cuyo recuerdo había olvidado con el accidente: lo que sucedió fue que su padre se estaba acostando con su mejor amiga. Ella le reprocha a su madre que pese a tal infidelidad ella hubiera seguido con él. “Yo elegí, le contesta la madre, seguir con él por todas las cosas que había hecho bien y no dejarlo por lo único que había hecho mal. Decidí perdonarlo”. Me pareció una apreciación inusual pero muy interesante.
Pero, volviendo al inicio, lo que me gustó especialmente fue esa teoría que a mí me despertó de la sienta y que era como comenzaba (y como acabó) la película. “Yo tengo una teoría. Una teoría sobre los momentos de impacto. Mi teoría es que esos momentos de impacto son como destellos de mucha intensidad que te cambian la vida por completo y terminan definiendo quién eres”. Comparto esa teoría, la vida está hecha de esos momentos clave.  Momentos relevantes y de diverso tipo, difíciles de identificar a priori, o de prevenir. También sobre eso se pronuncia nuestro protagonista: los momentos de impacto son esos momentos “de amor físico, mental y de cualquier otro tipo; esa es mi teoría, que esos momentos de impacto nos definen, pero nunca tuve en cuenta que podrías dejar de recordarlos todos”.
¿La vida es eso, los momentos de impacto de vamos viviendo? ¿Eso es lo que somos nosotros, la consecuencia de esos actos de amor que acabaron definiéndonos? ¿Cómo tienen que ser de intensos para que dejen huella? ¿Pueden olvidarse esos momentos? ¿Es eso lo que sucede cuando los amores se pierden o diluyen hasta quedar en nada? Y si eso sucede, ¿cuál es la alternativa, recuperarlos en nuestra memoria o reconstruir la nueva situación con nuevos momentos de impacto? Un lío.

sábado, abril 25, 2020

ME CASÉ CON UN BOLUDO



7 semanas de confinamiento y una de las cosas que más echamos de menos es el cine. A estas alturas habríamos visto un mínimo de 10-12 películas nuevas. Es un déficit preocupante que va consumiendo poco a poco tus reservas de cinéfilo y corres el riesgo de entrar en una fase de síndrome de abstinencia. No es que no veamos cosas, sobre todo gracias a San Netflix, pero te falta esa cosica de la butaca del cine, de las pantallas enormes, de los sonidos envolventes, de las irritantes palomitas. Falta el espectáculo. Y, sobre todo, echas de menos la novedad de las películas. Las cadenas de televisión ofrecen muy poco cine y lo que pasan son, salvo excepciones, cosas intragables. Y, en cualquier caso, y esto se refiere también a NETFLIX, son películas que ya has visto.
Así que vamos viendo cada día alguna cosa aceptable que pongan en Netflix.  Ayer escogimos ME CASÉ CON UN BOLUDO, un film argentino de 2016 dirigido por Juan Taratuto y protagonizado por Adrián Suar y Valeria Bertolucci. Por supuesto, ya la había visto (creo que en un avión), pero era novedad en Netflix y la 5ª más vista ayer. Además, era argentina. Suficiente para animarnos a repetirla.
La película, sin ser excelente, tiene sus cosas interesantes. Una pareja especial, argentina, que se casa de forma precipitada para descubrir después que su vinculación respondía más a los personajes que ambos desempeñaban que a coincidencias y afinidades sobre lo que realmente son como personas.  Es un tema excelente, como todos los que se refieren a las relaciones de pareja.  Y más aún en estos tiempos de encierro domiciliario.
La historia que cuenta Taratuto va avanzando siguiendo los patrones clásicos en él. Pareja peculiar que inicia (me casé con un boludo) o concluye (un novio para mi mujer) su vida en común y que somete a revisión lo que esa experiencia significa para ellos. Ambas entran en la categoría de comedias románticas, lo que supone que tratan el tema con superficialidad suficiente como para que pierda dramatismo y haga gracia. Y al final, con happy end. Pero lo interesante en ellas, más que la trama y los gangs, es el guion, como es habitual en las películas argentinas.
La historia, por tanto, se plantea en torno a lo que vemos en nuestras parejas, en el engaño que todo noviazgo supone. El film convierte en protagonistas a dos actores, lo que le permite exagerar más la obvia contradicción entre persona y personaje, pero ese dilema es igual en cualquier pareja sea cual sea el rol que cada uno desarrolle. Por eso es habitual la queja de quienes se desenamoran: es que me enamoré de alguien que luego comprobé que no era; es que ha cambiado mucho; es que ya no es como era. De las etapas de la vida en las que uno necesita vender su mejor imagen y, por tanto, fingir hasta donde sea necesario, la del noviazgo (o como quiera que se llame la fase de aproximación y seducción de la pareja) es la más importante. De hecho, lo es en todas las especies: en todas, cada individuo de la especie debe desarrollar técnicas de cortejo y seducción. Le va en ello media vida. Por eso, resulta conmovedor en la película cuando él reconoce que todos mentimos un poco en nuestras relaciones porque necesitamos gustar al otro y adaptarnos a lo que él/ella espera. Es así que la pareja funciona. Es decir, necesitamos jugar bien el personaje. Lo cual es una verdad como una casa. Otra cosa es que ese personaje se aleje en exceso de la persona que somos. Entonces, como le pasa a ella, acabaremos con problemas de salud.

Pero este actuar el personaje, más que valorarlo como engaño punible habría que considerarlo como un acto de amor, como una parte esencial del proceso de seducción. Recuerdo al Jack Nicholson fóbico de “Mejor imposible” construyendo con ansiedad su mejor piropo para Helen Hunt, “tú consigues, le dijo, sacar lo mejor de mí mismo”. “Es el mejor piropo que me han dicho nunca”, le contestó ella. Pero no era tan original; de hecho, esa es la constante básica de cualquier cortejo: mostrar la mejor versión de uno mismo. Y lo que dicen los estudiosos es que ese disfraz del personaje dura poco (4-5 años), que poco a poco la “mentira estratégica” se va diluyendo en el roce diario con la vida cotidiana y cada uno vuelve a su ser real. Leí que una diputada radical italiana llevó al paramento una propuesta de ley en la que se convertía el matrimonio en un compromiso temporal por 5 años, transcurridos los cuales los cónyuges serían libres de continuar o no. Caso de querer continuar, volverían a ratificar su compromiso. No salió adelante. De todas formas, en algunos casos, la vestimenta del personaje ni siquiera dura tanto: conozco casos en que la separación se produjo al volver del viaje de novios.
Más allá del toque esperpéntico que la película da a la historia que cuenta (forma parte de la conversión de la relación en espectáculo), la transformación que en ambos se produce es plausible. La generosidad y empatía de uno se transforma en egocentrismo y divismo; la baja autoestima y dependencia de la otra va mejorando y ganando en seguridad en sí misma. Está claro que él juega al personaje tanto en el inicio de la relación como cuando pretende reconstruirla. Cuesta creer que la primera versión de ella sea su yo auténtico y que solo después esté jugando al personaje. Probablemente, ambos juegan al personaje todo el tiempo, solo que escogen mal los matices del suyo y los convierten en incompatibles.
Al final, lo que la psicología nos señala es que nuestra identidad no es una sino un conjunto variado y polícromo de identidades. Es lo que Meijers y Hermans describen como diversas “posiciones del yo” (The dialogical Self Theory). Es decir, no tenemos una identidad única y estable, somos muchos yo que conviven en nuestro interior y que dialogan entre sí. Mi yo de adulto es diferente de mi yo de padre y de mi yo de esposo y de mi yo de profesor. Y así sucesivamente. Yo lo sé bien porque tengo a mis yo peleándose constantemente. De hecho, nos asombramos mucho de la forma distinta de pensar y actuar cuando somos uno o somos otro de nuestros yo, de los diferentes personajes por los que vamos transitando a lo largo de nuestra vida. Y el cine lo ha puesto de manifiesto presentándonos personajes crueles hasta lo indecible cuando actúan como dictadores o jefes mafiosos y cariñosos cuando están con sus hijos pequeños. Quizás todos nuestros yo tienen algo en común y están unidos por líneas transversales que los conectan, pero siguen siendo distintos.
Ahora que estamos en tiempos de virus, ya nos han advertido que también nuestro odiado coronavirus está mutando periódicamente, lo que hace más difícil que puedan actuar contra él. No es de extrañar, por tanto, que la gente mute de novio a esposo, o de una época de triunfos a otra de olvidos, de trabajador a jubilado, de lunes a sábado. Está en la condición humana. Y llegados a este punto ya no sé si estoy hablando del virus, del protagonista de la película o del tipo que escribe esto.