miércoles, marzo 18, 2015

Volando a México




De nuevo en el avión. Como si fuera una necesidad. Como si fuera una condena. Y quizás tenga algo de ambas cosas. A pesar de las presiones para que baje el ritmo de viajes, a pesar de que no sabría explicar por qué acepto las invitaciones (lo que me lleva a preguntarme a mí mismo, con mucha frecuencia, cuando estoy en esos lugares de Dios, “¿qué demonios hago yo aquí?”), a pesar de que llegado el día de viajar con gusto renunciaría a hacerlo porque me entra una pereza que me muero, pues bien, a pesar de los muchos pesares aquí estoy de nuevo, camino de México.  Un viaje de cuatro días, para dar dos conferencias a personas que no conozco, o quizás sí pero de esos conocimientos puntuales y efímeros de que te han oído en alguna intervención o han leído algún libro mío. Esto sería muy estimulante hace 20 años. Hoy casi lo llevo como una cruz. No me pregunten por qué.
Así de compleja es la vida, a veces. O, al menos, la mía. Y no es solo en esta cuestión. Todas se me van haciendo enormemente complejas. Desde las cuestiones políticas a las académicas, de las emociones a las conductas. Admiro o envidio, no sé, a la gente que lo tiene todo claro. Toma una idea como cierta, se la cree y no se mueve de ella. Saben dónde está el bien y dónde el mal y quiénes son los buenos y quiénes los malos. A mí todo me parece muy borroso, a todo le veo ventajas e inconvenientes. Y así la vida se te va convirtiendo, poco a poco, en una especie de caos. Eso solo tiene una ventaja: que no puedes juzgar a nadie ni emitir juicios tajantes.
Estos viajes tan largos (son 11 horas y pico de Madrid al DF) dan para pensar mucho. Ya llevo dos películas, he leído un par de periódicos, he comido, he echado una siesta y aún vamos por la mitad del viaje. Así que aquí estoy con las elucubraciones de siempre, haciéndome preguntas muy manoseadas ya pero que siguen igual de desconcertantes. Cuando nuestra hija María era pequeña, regresó de un verano en Londres y le dieron un diploma por ser la niña que hacía más “unanswered questions”. De raza le viene al galgo. Así son también mis preguntas, sin respuesta, o quizás mejor, con muchas respuestas. Pero el caso es que aquí estoy, comiéndome el coco encima del Atlántico. ¡Qué cosa, Señor!

martes, marzo 17, 2015

IRIA, un año juntos.





Ay, cariño, si tú supieras qué bonito ha sido este año que nos has regalado. Ni te imaginas la cantidad de momentos inolvidables que han cabido en estos 12 meses. Ha sido todo tan intenso, tan fuerte, tan profundo que hasta cuesta verbalizarlo. Y quizás sea eso lo más impactante, cómo podemos llegar a comunicarnos tanto con alguien que no habla pero que sabe decirte tantas cosas con un gesto, una mirada, con el simple contacto de su mano. Leí en una ocasión que cuando un recién nacido agarra con su mano el dedo de un adulto ya lo tiene atrapado para toda su vida. Y si ese adulto es su abuelo esa cadena se hace eterna. Es una sensación tan entrañable, tan emocionante que te deja una huella imborrable.
Ay, cariño, si tú supieras cómo has revuelto nuestras emociones. Sabes, corazón, tu abuela me riñe a veces porque le gustaría que escribiera sobre ti. Yo lo he intentado muchas veces pero no he sido capaz. Es difícil contar las emociones. Cuando lo he intentado se me llenan los ojos de lágrimas y me quedo sin palabras. Ni siquiera sé si lograré acabar esta entrada al blog que quiere ser mi felicitación en tu primer añito.
 Un año juntos… ¡qué largo y qué corto se nos ha hecho! En realidad, tu historia es mucho más larga que este año que ahora se cierra. Una historia con suspense como las buenas historias. Ya te lo contaremos cuando puedas entenderlo, pero la tuya es una historia bien larga, como si quisieras echar raíces profundas, como si necesitaras estar bien segura de que tus papis querían que vinieras costase lo que costase. Y costó lo suyo. Pero la vida es hermosa cuando todo acaba bien. Y el día en que, por fin, se oyeron tus latidos y supimos que allí estabas tú fue nuestro gran día de pascua, el inicio de un tiempo nuevo. Aquellos latidos fueron la mejor terapia, el gran regalo que la vida nos hacía. Tus papás se lo merecían y, también a ellos, aquellos latidos los transportaron del mundo de la resignación al de la exaltación y la esperanza. Fue como cuando sale el sol, un sol brillante, cálido, luminoso, después de muchos días de nubes y tormentas. Y allí, entonces sí, comenzó la parte bella de esta hermosa historia. Y siguieron meses de ansiedad para tus papás, de muchos cuidados para que todo saliera bien. Y vaya si salió.
Ay pequeñita si tú supieras qué emoción hace ahora un año cuando, finalmente, te decidiste (o te decidieron, que no está claro) a salir de tu escondrijo uterino. Mamá te contará cómo fue, porque sólo ella lo sabe, pero todos estábamos nerviosos tirando a histéricos. Yo ese día estaba en Lisboa. Tenía una conferencia que comenzaba hacia las 11 de la mañana y antes de empezarla ya sabía que tu mamá estaba en el hospital de parto. Solo quería que el que hablaba antes que yo acabara rápido para comenzar yo y acabar enseguida. Le dije a todo el mundo en la conferencia que iba a tener una nieta y que tenía que volver a Santiago (600 y pico kilómetros en coche). Así que me perdonaron las prisas (al fin y al cabo era un Congreso sobre Educación Infantil) y que saliera corriendo en cuanto acabé, sin preguntas ni nada. Me prometí que no correría pero seguro que no lo cumplí. El caso es que cuando llegué a Santiago, directamente al hospital, por supuesto, tú aún no habías nacido. Y como te retrasabas más de lo recomendable, los médicos nos avisaron que harían una cesárea. Todos los planes de tus papás para vivir ese momento de tu nacimiento juntos, conscientes y viviéndolo intensamente se fueron al carajo. Mamá pasó al quirófano, la operación salió muy bien y al rato nos llamaron para que tu papá pudiera conocerte y tomarte en brazos. ¡Qué momento, pichurrita, tan especial! Él corrió, corrió hasta la puerta donde lo esperaban y al poco salió conmocionado y con un bulto en brazos que sostenía como si fuera el tesoro más valioso y frágil del mundo y tuviera miedo a romperlo. Para él, eso eras tú, un tesoro tierno y entumecido con los ojitos cerrados. Él te hablaba entre susurros emocionados y todos tuvimos la sensación de que tú reconocías la voz que tantas veces te había hablado durante el embarazo y te tranquilizabas. Después pasó mamá en la camilla camino de la sala de rehabilitación y aún tuvimos un momento para besarla y ella lo tuvo para darte un coliño y llorar de emoción al tenerte tan cerquita. De allí nos fuimos a la habitación donde pasarías tus primeros días hasta que mamá se recuperase. Allí te esperamos ansiosos y cuando te trajeron y te pusieron de nuevo en manos de papá, él se sentó y, simplemente, entró en trance abrazado a ti. Te miraba y remiraba, te sentía y se asombraba en cada gesto que tú hacías. Y así mucho tiempo, tanto que las enfermeras empezaron primero a sugerir y luego a ordenar que había que darte un biberón porque mamá tardaba en subir. Pero, al final subió, rabiosa también ella porque todo se había ralentizado mucho y se moría de ganas de estar contigo. Fueron momentos preciosos, pequeñita, todos allí pendientes de ti. Y así empezó esta historia que acaba de cumplir un año.
Ay, cariño si supieras cuánto hemos aprendido contigo. Nuestros tiempos de padres de bebés quedaban lejos y, además, todo ha cambiado mucho desde entonces. Como ya tu prima Berta y tus tíos habían abierto camino, sabíamos de las nuevas pautas de crianza y las habíamos podido observar en directo cuando nos visitaban. Pero es distinto verlo unos cuantos días a vivirlo en la vida cotidiana. Eso de la alimentación a demanda, del colecho, de evitar los lloros, de experimentar con la textura y sabor de los alimentos, etc. nos ha cogido un poco mayores y dubitativos, pero hemos aceptado con gusto nuestro papel de ver-oir-callar y, al final, hasta hemos disfrutado mucho con los nuevos planteamientos. Es un placer veros comer, saboreando las cosas que os gustan y tirando las que no os gustan o no os apetecen. Es un placer ver cómo disfrutas de los libros y de algunos juguetes, cómo te gusta la música y te metes en situación cuando tu papá te incita con la guitarra. No podemos dejar de admirarnos de cómo vas superando etapas, de cómo cambias de semana en semana, de cómo lo miras todo con cara de curiosidad. Y de todo lo que podemos admirar de ti, lo que más me gusta es ver tu energía, ese deseo eterno por saltar y cómo te cambia la expresión cuando lo haces, como te refuerzas tú misma. Solo el verte hablar, gesticular, moverte es ya todo un espectáculo. Hacía muchísimo tiempo que yo no veía reírse tanto y con tantas ganas a mi madre como cuando estuvo contigo. Otra cosa más que agradecerte.
Pero sabes, corazón, de todo lo que han significado estos 12 meses, lo más importante para mí (y para tu abuela) es sentir lo mucho que nos quieres. No importa mucho si ese querer es solo que nos conoces porque convivimos, porque es lo que tienes cerca, porque somos los que te hacemos cosas. Quizás desaparezcamos de tu mente cuando no estamos contigo y estás feliz con tus papás o con tus nonni. Eso es perfecto. Pero lo que yo siento cuando me echas los brazos para que te coja, cuando reposas tu cabecita en mi hombro y me abrazas con tus dos manos, cuando te relajas en mis brazos, cuando me buscas para que no me vaya, cuando sueltas el Ta-Ta para referirte a mí, todo eso, pequeñita, eso no se puede contar. Solo se vive y es tan profundo que ni siquiera se puede comparar con nada. Tu tío Michel cuando era pequeño y visitábamos lugares que le gustaban mucho, por ejemplo, Florencia, lo expresaba muy bien “es que, papá, no tengo palabras para decirlo”. Es verdad, no hay palabras para decirlo, pero es muy bello. Ha sido un gran regalo que ha durado todo este año. Y ojalá siga.
Ay cariño, si supieras… cuántas cosas que agradecerte, cuántos cambios en mi vida que tú has provocado. No es fácil ser abuelo, un buen abuelo, se entiende. Yo ya era abuelo antes de nacer tú y aunque la distancia siempre aminora las sensaciones, fue una experiencia hermosa la vivida con Berta. Pero ser abuelo a tiempo completo lo he experimentado contigo. Ese deseo-necesidad de verte, ese dejarlo todo para ir a bañarte, esa resistencia al cansancio para poder seguirte el ritmo, ese placer inmenso por mirarte, por enseñar tu fotografía y disfrutar contando cómo eres, esa curiosidad por ver lo que se te ocurre, por ayudarte a saltar, por ir explicándote las cosas que pasan, lo que hago… Es fantástico esto de ser abuelo. Ya no te da vergüenza cantar canciones infantiles, contar cuentos sencillos, pasar páginas de cuentos de imágenes y describir imaginando lo que allí aparece. Ese volverse de nuevo niño para poder disfrutar contigo.
Y ahora, pequeñita, a comenzar una nueva etapa. La etapa de las escuelas infantiles, la de andar y hablar, la de pasar más tiempo fuera de casa, la de descubrir otros mundos y otras personas. Nos va a costar a todos mucho. Probablemente a ti la que menos. Pero vamos a iniciar esta nueva etapa con la misma ilusión con que hemos vivido la anterior. Eres una niña hermosa, inteligente, sociable y cariñosa. Ya verás cómo cuando cumplas 2 años vamos a poder contar cosas igualmente emocionantes que las que hemos contado ahora. Y, además, lo podremos hacer con tus propias palabras porque seguro que vas a ser una niña muy habladora.
Feliz cumpleaños, pichurrita. Ay, cariño, si tú supieras…

domingo, marzo 15, 2015

BUENA GENTE




Este fin de semana lo hemos pasado en Madrid. Yo tenía que dar una conferencia y aprovechamos la oportunidad para encontrarnos con los amigos y recordar viejos tiempos. Ya he contado mis paseos por los Colegios Mayores donde pasamos nuestra etapa universitaria. Pero, además, pudimos acercarnos al museo del Prado para ver la exposición de los cartones de Goya  que resultó muy interesante. Y no faltó el regodeo por Las Meninas y las salas anexas, todo un goce para la vista. Después El Bosco. Fue como esos vasos de agua fresca en una tarde asolarada de verano. Solo que ese día hacía un frío tremendo.
El sábado fuimos al teatro. Una pieza menor aunque la publicidad decía que se trataba de una obra que se había representado con mucho éxito en Broadway: Somos Buena Gente, creo que se titulaba. Con la Verónica Forqué de protagonista. Una mujer a la que su jefe (también vecino de su barrio y supuesto amigo) la tiene que despedir porque llega tarde al trabajo. Ella tiene, por supuesto, sus motivos porque ha de cuidar de su hija que tiene alguna discapacidad. El perfil de los buenos y los malos comienza ya en ese momento: ella es la pobre y sufridora y quien la despide una mala persona que la deja en la calle pese a toda su amistad y a la necesidad que ella tiene. Luego sus amigas le sugieren que vaya a ver a un antiguo novio, ahora casado y prestigioso médico. Eso hace y allí las cosas vuelven a plantearse de la misma manera: ella es una pobre mujer, buena gente durante toda su vida, a la que quienes podrían hacerlo no le dan trabajo, cosa que, sin embargo estarían casi obligados a hacer por la amistad y las relaciones que previamente han mantenido, por la suerte que a ellos les ha dado la vida frente a las desgracias que le ha traído a ella. Una mirada simple dejaría enseguida a la vista quién es la buena gente y quién no lo es. Pero eso mismo es muy complejo, la protagonista  que se otorga a sí misma la cualidad de buena gente, no lo es tanto. Resulta pesada, egocéntrica, cizañera, desconfiada, acusica, mala. Intenta destruir ante su esposa la buena imagen que de sí mismo y de su infancia que se ha construido el médico. Malmete en sus relaciones matrimoniales sugiriendo que se acuesta con su enfermera. La buena oficial no parece tan buena y a quienes hace aparecer como malos resulta que son mejores que ella, con mayor capacidad de empatía.
 
Nuestros amigos protestaban porque no les había gustado la obra. A mí tampoco es que me enloqueciera, pero me hizo pensar. No sé si era eso lo que el autor quería comunicarnos, pero yo también siento esa sensación de confusión y mezcla entre el bien y el mal, entre buenos y malos. En principio, todos tenemos mucho de buena gente. Salvo los pirados o los enfermos que pueden llegar a ser malvados netos, todos tenemos cosas de buena gente y otras que no son tan buenas. De hecho, todos podemos llegar a hacer daño a sabiendas, mayor o menor según el grado de depravación al que hayamos llegado. O según las oportunidades que hayamos tenido tanto para ser buena como mala gente. La protagonista de la obra se escudaba mucho en la difícil vida que le había tocado vivir para justificar sus quejas y sus agresiones. Pero solo era una coartada.
Con todo el cristo que se está montando últimamente con la corrupción, lo que más me asombra a mí es la desmesura de algunas críticas y la desfachatez de quienes las hacen. Ya he contado alguna vez que hace ya algunos años yo jugaba al squash con un parlamentario amigo de mi mismo partido. Un día escribió un artículo en la prensa en contra de la corrupción que me pareció muy interesante. Le felicité por ello. Al poco tiempo en una conversación con otros amigos me aseguraron que era él quien pasaba por las constructoras recogiendo el porcentaje que debían pagar al partido. Me negué a creerles porque no podía entender que fuera posible manejarse con tanta doblez. Y algo parecido siento cuando ahora los políticos se acusan mutuamente, cuando todo el mundo actúa como si él o ella fuera perfecto a la hora de juzgar a los demás.
No es fácil ser buena gente. Algunos pretenden serlo acusando a otros de ser los malos. Al final, eso fue lo que sentí al concluir la obra de teatro, que la protagonista más que buena gente era una cabrona quejica.

sábado, marzo 14, 2015

PASEANDO POR EL PASADO




¡Qué recuerdos! Esta mañana, el tiempo libre (¡qué milagro!) me ha permitido dar un paseo por Madrid antes de acudir a la cita que tenía para el medio día. Y se me ha ocurrido volver sobre el terreno conocido de mis viejos territorios universitarios de Moncloa, desde Cuatro Caminos a la zona de los Colegios Mayores.
¡Cuántos recuerdos! Y, también, cuántos olvidos. Qué lejos queda todo aquel tiempo. Incluso siendo tiempos inolvidables, incluso habiendo sido una etapa espectacular de nuestra vida, incluso siendo la base directa de lo que ahora soy (allí me enamoré de la compañera de curso que aún hoy, aunque parezca increíble dados los tiempos que corren, sigue siendo mi esposa; de entonces son los mejores amigos que mantuvieron ese título hasta la actualidad; allí se tejió buena parte del proyecto de vida que posteriormente hemos ido desarrollando), qué lejos queda todo aquello. Y eso, que ni el espacio ni los edificios son muy diferentes de lo que entonces eran.
Eran los años 1970-1973. Hace una eternidad.
En Bravo Murillo, entre en el Mercado Maravillas. En algún momento de aquellos años llegamos a vivir por aquella zona. Recuerdo que, aunque cada día debía hacer uno la comida, era yo quien mejor me las apañaba pues me tocaba repetir muchos días. No daba para exquisiteces, por supuesto, así que echábamos mano de cosas baratas. De ese mercado recuerdo que compraba un kilo de macarrones a 5 pesetas y con eso nos llegaba a comer para todos. También alcachofas, que hoy se han convertido en plato exquisito pero entonces estaban baratas y cundían mucho. Y las japutas. Hoy estaba precioso el mercado.
En Cuatro Caminos eché mucho de menos los cines de a duro, a donde íbamos con una cierta frecuencia. A sesión continua, por supuesto, que no era cosa de despilfarrar. Bajando Reina Victoria me crucé  dos veces con el autobús F, ¡cuántos recuerdos, de ese autobús! Cuántos viajes hicimos en él. Llegando a los Colegios está ahora el metro. Nosotros no tuvimos esa suerte. Nos teníamos que conformar con el Circular que, si tenías paciencia, te enseñaba todo Madrid (por algo era el circular).
Y luego, en La Avenida de la Moncloa y Juan XXIII, los colegios mayores. Esos siguen igual, aunque ahora con tantas vallas, tantas cámaras de vigilancia, se te hacen más reservados y un poco amenazantes. Iba viendo los nombres y trataba de recuperarlos en el disco duro de mis recuerdos. Del Berrospe no me acordaba casi nada salvo que sí, que estaba allí en medio dela cuesta. Cuando llegué a los míos, la cosa ya fue aclarándose y eso que la zona es la que más ha cambiado. El Pío XII, donde yo residí dos cursos, cambió de edificio. Y el que fue suyo es ahora un edificio de la Pontificia de Salamanca que ha extendido sus campus a Madrid. Y los edificios que había enfrente han pasado a ser diversas facultades del CEU que se ha ido adueñando de toda la zona. Me ha llamado la atención un edificio enorme al otro lado en la rotonda al que da el Pío XII. Nunca me había fijado en él en mis tiempos de estudiante y hete aquí que es un centro de secundaria. Me parece imposible que tuviéramos un colegio público enfrente y nosotros ni nos hubiéramos enterado con la cantidad de chavales que debía movilizar. Algún recuerdo me viene de autobuses que llegaban con críos, pero nada claro.
Obviamente los mejores recuerdos tienen que ver con mi propio colegio (hoy centro de la Univ. Pontificia de Salamanca: se me hace imposible entender cómo han logrado pasar de una estructura de habitaciones a otra de aulas o despachos) y su entorno: el salón de actos donde hacíamos aquellos maratones de cine maravillosos (a veces hasta treinta y pico horas viendo una película tras otra sin interrupción), el edificio del León XIII, donde gente mayor que nosotros estudiaba periodismo y sociología (tradicionalmente, los colegiales del PÍO XII debíamos hacer dos carreras en simultáneo, una la que tú estuvieras haciendo y la otra o periodismo o sociología; una pena que esa norma se hubiera ya relajado en mi tiempo porque me hubiera encantado hacer cualquiera de esas dos carreras, aunque en mi caso yo ya estaba haciendo dos carreras: psicología y pedagogía).
El paseo continuó por las  grandes instituciones que rodeaban nuestro colegio: la Escuela Diplomática, la Escuela de Organización Empresariales, etc. Y los otros Colegios Mayores  que llenaban aquel espacio privilegiado de contactos y experiencias: el Jony (quizás por no llamarlo por su nombre de San Juan Evangelista, demasiado clerical para el tono laico y descreído del colegio), el Negro (que por primera vez constaté que, efectivamente, era oscuro, aunque no creo que fuera por eso que lo llamásemos negro), el Alcalá, el Jaime del Amo, que era mucho más pijo, etc. Pero sobre todo, el Isabel de España con el que en mi grupo teníamos más contacto. Allí residían nuestras mejores amigas, luego novias y ahora esposas; bajo sus arcos aprendimos a besar en las despedidas y a esperar ansiosos la llegada de nuestras chicas. Y luego más allá, el Mara, el Aquinas, el Chaminade, etc. etc. donde se distribuían otra parte de nuestra pandilla. La zona de los Colegios apenas ha cambiado, si exceptuamos la aparición en aquellos contextos de la Facultad de Educación de la Complutense, el Rectorado de la Politécnica y creo que también el de la Complutense. Pero, de todas formas, sigue teniendo aquel sabor de los recuerdos imborrables.
¡Cuánta vida derrochamos en aquellos lugares! ¡Cuántos proyectos construimos en aquellos pequeños paseos de un colegio mayor al otro! Ya sé que es un canto a la nostalgia, una idealización (nuestros agobios de entonces no debieron ser mucho menores de los que ahora nos acechan). Pero, en fin, no quiero hacer arqueología afectiva. Solo decir que me prestó ese baño de recuerdos. Baño que, de todas formas, enseguida se frustró pues, como aún me quedaba algún tiempo, entre en una cafetería de la calle Almansa (esa zona sí que ha cambiado desde entonces que eran puros campos y te hace saltar del pasado al  presente sin escafandra de adaptación). Busqué una mesa junto a la ventana y fui a sentarme. Debi cruzar por delante de una pareja. La chica se quedó mirándome fijamente, tanto que no pude pasar sin más y le pregunté si nos conocíamos. No decía nada. El señor que estaba con ella también me miraba pero no lograban ponerme nombre, sois de la Facultad de Educación, les pregunté, y me dijeron que sí. Quizás me conozcáis por eso, les dije y añadí mi nombre. El tipo me dijo que habíamos coincidido hace unos meses en el Ministerio, pero en eso, ciertamente, se equivocaba. Al final no supieron si me conocían o no. Más grave fue, que en el rato que allí estuve vinieron otros muchos profesores y profesoras de la Facultad de Educación (debían celebrar alguna despedida o algún evento especial). Y nada, ni uno de ellos me reconoció, ni yo a ellos.  Ahí sí que se nota el paso del tiempo. No solo en que, obviamente, ahora hay profesores jóvenes que yo no conocí, pero algunos de ellos no eran más jóvenes que yo y tampoco a ellos los conocía. Falta de memoria, desde luego. Y lejanía.
En fin, navegar por los recuerdos es siempre muy agradable. Quien me había invitado a dar la conferencia, era un antiguo profesor mío, el profesor Ibáñez Martín. Pues cuando me presentó como uno de sus discípulos que había llegado a catedrático de universidad (él es de los que aún dan mucha importancia a esas cosas) se atrevió a sacar la ficha que conservaba de mi tiempo como estudiante con los apuntes que él había hecho sobre mi trabajo en su asignatura. La foto era estupenda, yo era un crio lleno de pelo en la cabeza y de ilusión en los ojos. Y las notas, afortunadamente, eran buenas. Había sacado matrícula de honor en su materia. Otro chapuzón en los recuerdos.
Luego la conferencia salió bien, pero eso ya pertenece al presente.